Egeanin yacía de espaldas en la cama, con las manos levantadas, las palmas hacia el techo y los dedos extendidos. La falda azul pálido creaba un abanico sobre sus piernas, y ella intentaba permanecer tendida muy quieta para no arrugar mucho el fino plisado. A juzgar por el modo en que los vestidos limitaban los movimientos, tenían que ser una invención del Señor Oscuro. Allí tendida, examinó las uñas demasiado largas para poder agarrar un cabo sin romperse al menos la mitad. Tampoco es que hubiese cogido cabos personalmente desde hacía unos cuantos años, pero siempre había estado dispuesta y capacitada para hacerlo si llegaba el caso.
—¡… gran estupidez! —bramaba Bayle mientras atizaba los leños de la chimenea de ladrillos—. ¡Así la Fortuna me clave su aguijón! El Halcón del mar podría navegar aprovechando más el viento y más rápido que cualquier barco seanchan jamás construido. También habrá borrascas y…
Ella sólo escuchaba lo suficiente para saber que había dejado de rezongar por la habitación y retomado el mismo tema de discusión de siempre. La habitación forrada con paneles oscuros no era la mejor de La Mujer Errante, ni siquiera se le acercaba, pero cumplía con todos los requisitos, excepto por las vistas. Las dos ventanas se asomaban al patio del establo. Una capitana de los Verdes se igualaba en rango con un oficial general, pero en ese lugar la mayoría de los que superaba en rango eran ayudantes o secretarios de oficiales superiores del Ejército Invencible. Tanto en el ejército de tierra como en el mar, pertenecer a la Sangre no contaba para mucho más, a menos que se fuera de la Alta Sangre.
La laca verde mar de las uñas de los dedos meñiques relucía. Siempre había esperado ascender, quizás a capitana de los Oros, y dirigir flotas como había hecho su madre. De pequeña había soñado incluso con ser nombrada la Mano de la Emperatriz en el Mar, igual que su madre, y estar a la izquierda del Trono de Cristal como so’jhin de la emperatriz en persona, ojalá viviese para siempre, autorizada para hablarle directamente. Las jovencitas tenían sueños estúpidos, y debía admitir que tras haber sido elegida entre los Precursores consideró la posibilidad de un nuevo nombre. No creía que ocurriera, claro —eso habría sido situarse por encima de su posición—, pero aun así todo el mundo sabía que la reconquista de las tierras robadas significaría nuevas incorporaciones a la Sangre. Ahora era capitana de los Verdes, diez años antes de lo que podría haber esperado, y se encontraba en la pendiente de la empinada montaña que ascendía a través de las nubes hasta el sublime pináculo de la emperatriz, así viviera para siempre.
No obstante, dudaba que le dieran el mando de una nave grande, cuanto menos de una escuadra. Suroth aseguraba que había aceptado su historia; pero, de ser así, ¿por qué la habían dejado parada en Cantorin? ¿Por qué, cuando sus órdenes llegaron finalmente, eran para que se presentase allí y no en un barco? Claro que sólo había un número limitado de puestos de mando disponibles, incluso para una capitana de los Verdes. Tenía que ser eso. Debían de haberla elegido para que ocupase una posición cerca de Suroth, aunque sus órdenes mencionaban únicamente que viajase a Ebou Dar en el primer medio de transporte que hubiera disponible y esperase a recibir nuevas instrucciones. Quizá. La Alta Sangre podía dirigirse a la baja sin la intervención de una Voz, pero tenía la impresión de que Suroth se había olvidado de ella tan pronto como la despidió tras recibir su recompensa. Lo que también podría significar que Suroth recelaba algo. Simples lucubraciones que no llevaban a ninguna parte. En cualquier caso, podía darse por satisfecha si ese Buscador había abandonado sus sospechas. Debía de haberlo hecho, o en caso contrario ya la tendría en una mazmorra chillando; con todo, si también se encontraba en la ciudad, la estaría vigilando, esperando que diese un paso en falso. Ahora no podía derramar ni una gota de su sangre, pero los Buscadores eran expertos en vérselas con esa nimia dificultad. Sin embargo, mientras se conformara con vigilarla, podía mirarla hasta que los ojos se le secasen. Ahora pisaba una cubierta firme, y a partir de este momento tendría mucho cuidado con dónde pisaba. Puede que llegar a capitana de los Oros ya no fuera posible, pero retirarse como capitana de los Verdes era honorable.
—¿Y bien? —demandó Bayle—. ¿Qué dices a eso?
Ancho, sólido y fuerte, justo la clase de hombre que siempre le había gustado, Bayle se había parado junto a la cama, en mangas de camisa, el rostro ceñudo y con los puños en las caderas, en absoluto la postura que un so’jhin debería adoptar ante su señora. Con un suspiro, Egeanin dejó caer las manos sobre el estómago. Bayle no aprendería nunca cómo se suponía que debía comportarse un so’jhin. Se lo tomaba todo a broma, o como un juego, como si nada de aquello fuese real. A veces decía incluso que deseaba ser su Voz, por muchas veces que ella le explicara que no pertenecía a la Alta Sangre. En una ocasión había hecho que lo azotaran, y después se había negado a dormir en la misma cama con ella hasta que le pidió disculpas. ¡Disculpas!
Hizo un rápido repaso mental de los rezongos que había escuchado a medias. Sí; todavía los mismos argumentos después de todo ese tiempo. Nada nuevo. Bajó las piernas por el borde de la cama, se sentó y fue recalcando cada respuesta enumerándolas con los dedos. Lo había hecho tan a menudo que habría podido recitarlas de memoria.
—Si hubieses intentado huir, las damane del otro barco habría partido los mástiles del tuyo como si fuesen ramitas tiernas. No fue un encuentro casual, Bayle, y lo sabes; su primera orden de detener la nave fue para demandar si era el Halcón del mar. Obligándote a ponerte al pairo y anunciando que nos dirigíamos a Cantorin con un regalo para la emperatriz, así viva para siempre, disipé sus sospechas. De haber hecho otra cosa, ¡cualquier otra cosa!, habríamos acabado todos encadenados en la bodega y vendidos tan pronto como hubiésemos atracado en Cantorin. Dudo que hubiésemos sido lo bastante afortunados para afrontar el hacha del verdugo en cambio. —Alzó el pulgar—. Y, por último, si hubieses conservado la calma como te dije, tampoco habrías ido a la plataforma de subastas. ¡Me costaste un montón de dinero!
Al parecer, otras cuantas mujeres en Cantorin tenían el mismo gusto respecto a los hombres. Habían subido la puja desmesuradamente. Tozudo como era, el hombre se puso ceñudo mientras se rascaba la barba corta con gesto irritado.
—Sigo opinando que podríamos haberlo tirado todo por la borda —murmuró—. Ese Buscador no tenía prueba alguna de que esos objetos estuvieran en el barco.
—Los Buscadores no necesitan pruebas —repuso ella, imitando su acento en son de burla—. Los Buscadores las encuentran, y el modo de encontrarlas es doloroso. —Si se veía limitado a sacar a relucir lo que incluso él había admitido hacía mucho tiempo, quizás estaba cerca finalmente de poner fin a todo el asunto—. En cualquier caso, Bayle, ya has admitido que no hay nada malo en que Suroth tenga ese collar y esos brazaletes. Nadie puede ponérselos a menos que se acerque a él lo bastante, y no he oído nada que sugiera que alguien lo haya hecho o vaya a hacerlo. —Se contuvo de añadir que tampoco importaba gran cosa si alguna persona lo hacía. Bayle no estaba siquiera familiarizado realmente con las versiones de las Profecías que tenían a este lado del Mar del Mundo, pero se mostraba categórico en que ninguna mencionaba la necesidad de que el Dragón Renacido se arrodillase ante el Trono de Cristal. Tal vez fuese necesario ponerle ese a’dam masculino, pero Bayle nunca lo vería así—. Lo hecho, hecho está, Bayle. Si la Luz quiere, viviremos mucho al servicio del imperio. Bien, dices que conoces esta ciudad. ¿Qué puede verse o hacerse aquí que sea interesante?
—Siempre hay festivales de alguna clase —contestó lentamente, a regañadientes. Nunca le gustaba dar por perdida una discusión, por fútil que fuese—. Algunos podrían ser de tu agrado, y otros no, creo. Eres muy… quisquillosa.
¿Qué querría decir con eso? De repente el hombre sonrió, antes de continuar.
—Podríamos encontrar a una Mujer Sabia. Aquí ratifican los votos de matrimonio. —Se pasó los dedos por el lado afeitado del cráneo al tiempo que giraba los ojos hacia arriba, como si intentara vérselo—. Claro que, si recuerdo bien la charla que me diste sobre los «derechos y privilegios» de mi posición, los so’jhin sólo pueden casarse con otros so’jhin, así que tendrás que liberarme antes. Así la Fortuna me clave su aguijón, todavía no posees ni un palmo de esas propiedades que te prometieron. Yo podría reanudar la anterior actividad comercial y darte una propiedad a no tardar.
Se quedó boquiabierta. Esto no era algo viejo, sino muy, muy nuevo. Egeanin se había preciado siempre de ser equilibrada. Había ascendido a un puesto de mando merced a su buen hacer y su valor, una veterana de batallas navales, tormentas y naufragios, y en ese preciso momento se sentía como un grumete en su primer viaje que mira hacia abajo desde la cofa, mareado y aterrado, viendo girar el mundo a su alrededor y esperando una inevitable caída al mar, que no llega a abarcar con la mirada.
—No es así de sencillo —contestó al tiempo que se incorporaba, obligándolo a retroceder un paso. ¡Por la Luz bendita, detestaba oír entrecortada su voz!—. La manumisión requiere que te provea de medios para vivir como un hombre libre, asegurarme de que puedes mantenerte a ti mismo. —¡Luz! Soltar a borbotones las palabras era tan malo como tener entrecortada la voz. Se imaginó a sí misma en la cubierta de un barco, hecho que la ayudó un poco—. En tu caso, eso significa comprar un barco, supongo —añadió, al menos en un tono que sonaba sereno—, y, como me has recordado, todavía no tengo posesiones. Además, no podría dejarte volver al contrabando, y lo sabes. —Aquello era la pura verdad, y el resto no del todo una mentira. Sus años en el mar habían sido provechosos y, aunque el oro del que podía disponer fuera mera rebusca de la cosecha a los ojos de alguien de la Sangre, sí podía comprar un barco, siempre y cuando él no quisiera un barco de largas travesías; pero de hecho en ningún momento había negado que estuviera a su alcance adquirir uno.
Él le extendió los brazos, otra cosa que supuestamente no debía hacer, y al cabo de un momento Egeanin apoyaba la mejilla en el fuerte hombro y dejaba que la abrazara.
—Todo saldrá bien, nena —murmuró Bayle con ternura—. Saldrá bien, de algún modo.
—No debes llamarme «nena», Bayle —lo reprendió, mirando fijamente detrás de su hombro, hacia la chimenea, que parecía no conseguir enfocar. Antes de abandonar Tanchico había decidido casarse con él, una de esas fulgurantes decisiones que habían creado su reputación. Sería un contrabandista, pero ella habría podido cortar eso, y también era tenaz, firme, inteligente y fuerte, un marino. Esto último siempre había sido una necesidad para ella; sólo que no conocía sus costumbres. En algunos sitios del imperio eran los hombres quienes hacían la petición, y de hecho se ofendían si una mujer lo sugería incluso. Tampoco sabía nada de engatusar a un varón. Sus contados amantes habían sido hombres de igual rango, a los que podía acercarse abiertamente y despedirse de ellos cuando el uno o el otro recibía órdenes de trasladarse a otro barco o era ascendido. Y ahora él era un so’jhin. No había nada de raro en acostarse con el propio so’jhin, claro, siempre y cuando no se hiciera alarde de ello. Bayle se prepararía un jergón a los pies de la cama, como de costumbre, aun cuando nunca durmiera en él. Pero liberar a un so’jhin, privándolo de los derechos y privilegios de los que él se burlaba, era un acto cruel al máximo. No, de nuevo mentía al eludir toda la verdad, y lo que era peor es que se mentía a sí misma. Deseaba sin reservas casarse con Bayle Domon, pero se sentía tremendamente insegura de ser capaz de unirse a una propiedad manumitida.
—Será como mi señora diga —contestó él en una risueña pantomima de formalidad.
Egeanin le lanzó un puñetazo más abajo de las costillas. No muy fuerte. Justo lo suficiente para hacerle soltar un quedo gruñido. ¡Tenía que aprender! Ya no quería visitar los lugares de interés de Ebou Dar; sólo deseaba seguir donde estaba, rodeada por los brazos de Bayle, sin tener que tomar decisiones, permanecer para siempre así.
Una brusca llamada en la puerta bastó para que lo apartara de un empujón. Al menos él sabía lo suficiente para no protestar por eso. Mientras Bayle se colocaba bien la chaqueta, ella arregló los plisados del vestido e intentó alisar las arrugas marcadas por estar tumbada en la cama. Parecía haber muchas a pesar de la inmovilidad que había mantenido. Esa llamada podía ser tanto un requerimiento de Suroth como una criada que acudía para ver si necesitaba algo, pero fuera lo que fuese no iba a dejar que nadie la sorprendiera como si hubiera estado rodando por la cubierta de un barco.
Finalmente renunció al inútil intento y esperó hasta que Bayle acabó de abrocharse la chaqueta y adoptó la actitud que consideraba adecuada para un so’jhin. «La de un capitán de barco en el puente, listo para gritar órdenes», pensó, suspirando para sus adentros.
—¡Adelante! —contestó.
La mujer que abrió la puerta era la última persona que Egeanin esperaba ver. Bethamin la miró con expresión vacilante antes de entrar y cerrar suavemente la puerta a su espalda. La sul’dam inhaló hondo y después se arrodilló, manteniéndose rígidamente erguida. Su vestido azul oscuro, con las piezas rojas en forma de rayos, estaba recién limpio y planchado. El marcado contraste con su propio atuendo desarreglado irritó a Egeanin.
—Milady —empezó, indecisa, Bethamin, que a continuación tragó saliva—. Milady, os ruego me concedáis un momento para hablar con vos. —Dirigió una mirada a Bayle y se lamió los labios—. En privado, si milady hace el favor.
La ultima vez que Egeanin había visto a esa mujer fue en un sótano de Tanchico, cuando le quitó el a’dam y le dijo que se marchase. ¡Eso habría sido suficiente para hacerle chantaje aunque perteneciera a la Alta Sangre! Sin duda el cargo sería el mismo que por liberar a una damane: traición. Sólo que Bethamin no podía sacarlo a la luz sin condenarse también a sí misma.
—Él puede escuchar cualquier cosa que quieras decirme, Bethamin —respondió con sosiego. Navegaba por bajíos, y no eran unas aguas para enfrentarse a ellas salvo con calma—. ¿Qué quieres?
Bethamin rebulló sobre las rodillas y perdió varios segundos más lamiéndose los labios. Entonces, de repente, las palabras salieron a borbotones.
—Un Buscador vino a verme y me ordenó que reanudara nuestra… nuestra relación y le informara sobre vos. —En aparente intento de dejar de balbucear, se mordió el labio inferior y miró fijamente a Egeanin. Sus oscuros ojos tenían una expresión desesperada y suplicante, igual a la que habían mostrado en el sótano de Tanchico.
Egeanin sostuvo fríamente aquella mirada. Bajíos, y además un temporal inesperado. De pronto la extraña orden de ir a Ebou Dar tuvo explicación. No necesitaba la descripción del hombre para saber que se trataba del mismo. Y tampoco le hacía falta preguntar por qué Bethamin incurría en traición al descubrir la maniobra del Buscador. Si éste llegaba a la conclusión de que sus sospechas eran lo bastante sólidas para someterla a interrogatorio, ella acabaría contándole todo lo que sabía, incluido lo ocurrido en cierto sótano, y la sul’dam no tardaría en encontrarse con el a’dam puesto otra vez. La única esperanza de la mujer era ayudarla a eludir al hombre.
—Levántate —dijo—. Y toma asiento. —Por suerte había dos sillas, aunque ninguna parecía cómoda—. Bayle, creo que hay brandy en ese frasco que está sobre la cómoda.
Bethamin temblaba de tal modo que Egeanin tuvo que ayudarla a incorporarse y guiarla hasta una de las sillas. Bayle llevó copas de plata trabajada, en las que había servido un poco de licor, y se acordó de hacer una reverencia y ofrecerle primero a ella; pero, cuando el hombre regresó junto a la cómoda, Egeanin advirtió que también se había servido para él. Se quedó de pie allí, con la copa en la mano, y observándolas como si fuese lo más natural del mundo. Bethamin lo miraba con los ojos desorbitados.
—Crees que estás sobre la estaca de empalamiento —dijo Egeanin, y la sul’dam se encogió mientras su asustada mirada tornaba bruscamente hacia ella—. Te equivocas, Bethamin. El único delito real que he cometido fue liberarte.
No era del todo cierto, pero al final, después de todo, había puesto personalmente el a’dam masculino en manos de Suroth. Y hablar con Aes Sedai no era un delito. El Buscador podía sospechar —de hecho había intentado escuchar a escondidas tras una puerta de Tanchico—, pero ella no era una sul’dam, encargada de atrapar marath’damane. En el peor de los casos, aquello merecería una reprimenda.
—Siempre y cuando no se entere de eso —prosiguió—, no tiene motivos para arrestarme. Si desea saber lo que digo o cualquier otra cosa sobre mí, cuéntaselo. Lo único que tienes que recordar es que, si decide arrestarme, le daré tu nombre. —Sólo una advertencia evitaría que Bethamin pensara de repente que tenía una salida segura, dejándola a ella en la estacada.
Para su sorpresa, la sul’dam empezó a reír histéricamente. Es decir, hasta que Egeanin se echó hacia adelante y la abofeteó.
—Lo sabe casi todo excepto la existencia del sótano, milady —dijo mientras se frotaba la mejilla con gesto hosco.
A continuación empezó a describir una increíble red de traiciones que conectaba a Egeanin, a Bayle y a Suroth y tal vez incluso a la propia Tuon con Aes Sedai, marath’damane y damane que habían sido Aes Sedai. Un pánico creciente empezó a sonar en la voz de Bethamin a medida que pasaba de un increíble cargo a otro y, a no tardar, Egeanin comenzó a beber sorbos de brandy. Sólo sorbos. No se había puesto nerviosa. Tenía pleno control sobre sí misma. Estaba… Estaba navegando en algo peor que bajíos, acercándose a sotavento de la costa, y el Cegador de la Vista en persona cabalgaba en aquella tormenta, acercándose para robarle los ojos. Después de escuchar un rato con sus propios ojos cada vez más abiertos, Bayle vació de un trago la copa del tosco y oscuro licor. Egeanin se sintió aliviada al ver la conmoción del hombre, y a la vez culpable por sentirse así. Jamás creería que era un asesino. Además, era muy bueno utilizando las manos, pero sólo aceptable con una espada, mientras que, ya fuese con armas o sólo con las manos, el Augusto Señor Turak habría destripado a Bayle como a una carpa. Su única excusa de plantearse siquiera la posibilidad era que Bayle había estado en Tanchico con dos Aes Sedai. Todo aquel asunto era una estupidez. ¡Tenía que serlo! Aquellas dos Aes Sedai no habían tomado parte en ningún complot, simplemente había sido un encuentro casual. Tan verdad como la Luz que no eran más que unas chiquillas, y casi tan inocentes como tales, demasiado blandas de corazón para acceder a su sugerencia de cortarle el cuello al Buscador cuando tuvieron ocasión de hacerlo. Una verdadera lástima. Le habían entregado a ella el a’dam masculino. Un escalofrío le recorrió la columna vertebral. Si el Buscador se enteraba de que había tenido intención de librarse del a’dam como esas Aes Sedai le habían sugerido, si alguien se enteraba, sería juzgada por traición como si hubiese tenido éxito en deshacerse de él arrojándolo al océano. «¿Y no lo eres?», se preguntó para sus adentros. El Oscuro venía a robarle los ojos.
Con las lágrimas deslizándose por las mejillas, Bethamin apretaba la copa contra los senos como abrazándose a sí misma. Si lo que intentaba era dejar de temblar, fracasaba estrepitosamente. Estremecida, miraba de hito en hito a Egeanin, o quizás a algo que había más allá de la otra mujer. Algo aterrador. El fuego de la chimenea aún no había caldeado demasiado la habitación, pero el sudor perlaba el rostro de la sul’dam.
—Y, si se entera de lo de Renna y Seta —siguió balbuciendo—, ¡entonces ya no le cabrá duda! ¡Vendrá por mí y por las otras sul’dam! ¡Tenéis que detenerlo! ¡Si me coge, le diré vuestro nombre! ¡Lo haré! —Bruscamente se llevó la copa a los labios y tragó el licor con tanta ansiedad que se atragantó y empezó a toser, aunque al punto alargó la copa hacia Bayle para que le sirviese más. El hombre no se movió. Se había quedado de una pieza.
—¿Quiénes son Renna y Seta? —preguntó Egeanin. Estaba tan asustada como la sul’dam pero, como siempre, mantenía el gesto impasible, pétreo—. ¿Qué es lo que el Buscador puede descubrir sobre ellas? —Los ojos de Bethamin se desviaron, rehusando encontrarse con los suyos, y de repente Egeanin lo supo—. Son sul’dam, ¿verdad, Bethamin? Y también estuvieron atadas a la correa, como tú.
—Se encuentran al servicio de Suroth —contestó lloriqueando la otra mujer—. Pero nunca se les permite estar completas. Suroth lo sabe.
Egeanin se frotó los ojos, cansada. Quizás aquello sí era una conspiración, después de todo. O tal vez Suroth ocultaba lo de esas dos para proteger el imperio, que dependía de las sul’dam; su fuerza se basaba en ellas. La noticia de que las sul’dam eran mujeres que podían aprender a encauzar podría destruir el imperio, hacerlo añicos. A ella, desde luego, la había conmocionado. Y tal vez acabara destruyéndola. Ella no había liberado a Bethamin impulsada por el deber. Eran muchas las cosas que habían cambiado en Tanchico. Ya no creía que cualquier mujer capaz de encauzar se mereciera estar atada a la cadena. Los criminales por supuesto, y quizá quienes se negaban a prestar los juramentos al Trono de Cristal, y… No lo sabía. Hubo un tiempo en que su vida se basaba en certezas sólidas como la roca, como las estrellas que guiaban en la noche y que nunca fallaban. Quería volver a tener esa vida de antes. Quería tener algunas certezas.
—Pensé que —empezó Bethamin. Acabaría por desgastarse los labios si seguía lamiéndoselos—. Milady, si el Buscador… sufriera un accidente… quizás el peligro desaparecería con él.
¡Luz, la mujer creía realmente que era verdad lo de la intriga contra el Trono de Cristal, y estaba dispuesta a pasarlo por alto para salvar su propio pellejo! Egeanin se levantó, y la sul’dam no tuvo más remedio que imitarla.
—Pensaré en ello, Bethamin. Vendrás a verme todos los días que tengas libre. Es lo que el Buscador espera que hagas. Hasta que tome una decisión, no harás nada, ¿me entiendes? Nada excepto tus obligaciones y lo que yo te ordene.
La sul’dam entendió. Estaba tan aliviada de que otra persona se encargara de la peligrosa situación que volvió a arrodillarse y besó la mano de Egeanin. Sacando casi a empujones a la mujer del cuarto, Egeanin cerró la puerta y después arrojó la copa contra la chimenea. El recipiente se estrelló contra los ladrillos, salió rebotado y rodó por la pequeña alfombra. Cuando se paró, vio que estaba abollada. Su padre le había regalado ese juego de copas con ocasión de su primer puesto de mando. Se sentía como si le hubieran extraído toda la fuerza. El Buscador había tejido un nudo corredizo de rayos de luna y casualidades destinado a su cuello. Eso si no acababa siendo propiedad. Tal posibilidad hizo que la sacudiese un escalofrío. Hiciera lo que hiciese, el Buscador la tenía atrapada.
—Puedo matarlo. —Bayle flexionó las manos, anchas como el resto de su cuerpo—. Es un tipo flaco, según recuerdo, acostumbrado a que todo el mundo le obedezca. No esperará que nadie intente romperle el cuello.
—Nunca lo encontrarías para poder matarlo, Bayle. No se reunirá con ella dos veces en el mismo sitio, y, aunque la siguieses de día y de noche, podría ir disfrazado. No vas a matar a todos los hombres que hablen con esa mujer.
Irguiendo la espalda, se dirigió a la mesa donde tenía el escritorio portátil y abrió la tapa. Era de madera tallada, con un tintero de cristal y recipiente de plata para la arena; ése había sido el regalo de su madre por su primer puesto de mando. Las hojas de papel fino, cuidadosamente colocadas, llevaban impreso el emblema recién concedido, una espada y un ancla trabada.
—Redactaré tu manumisión —anunció mientras mojaba la pluma en el tintero de plata—, y te daré suficiente dinero para pagarte un pasaje. —La pluma se deslizó sobre el papel. Su caligrafía siempre había sido buena. Los diarios de a bordo tenían que ser legibles—. No bastante para comprar un barco, me temo, pero habrá que conformarse. Partirás en el primer barco en el que haya pasaje libre. Aféitate el resto de la cabeza y así no tendrás problemas. Todavía resulta conmocionante ver hombres calvos sin peluca, pero hasta ahora nadie parece haber… —Soltó una exclamación ahogada cuando Bayle le quitó el papel que estaba escribiendo.
—Si me liberas, no puedes darme órdenes —dijo él—. Además, tienes que asegurarte de que podré mantenerme si me das la libertad. —Metió la hoja en el fuego y observó cómo se ennegrecía y retorcía—. Un barco, fue lo que dijiste, y te tomo la palabra.
—Escucha bien y atiende —replicó ella con su mejor tono de mando en el alcázar, pero no causó mella en el hombre. Debía de ser por el condenado vestido.
—Te hace falta una tripulación —la interrumpió—, y yo puedo encontrar una, incluso aquí.
—¿De qué me serviría una tripulación? No dispongo de un barco. Y, aun cuando lo tuviera, ¿adónde me dirigiría que no pudiera encontrarme el Buscador?
Bayle se encogió de hombros como si aquello careciera de importancia.
—Lo primero, la tripulación. Reconocí al tipo que estaba en la cocina, el que tenía a la chica sentada en las rodillas. Deja de torcer el gesto. No hay nada malo en darse unos cuantos besos.
Egeanin se irguió, dispuesta a ponerlo en su sitio. Había fruncido el entrecejo, no torcido el gesto, porque esa pareja se magreaba en público como si fueran animales, ¡y él era su propiedad! ¡No podía hablarle de ese modo!
—Se llama Mat Cauthon —continuó Bayle mientras ella abría la boca—. Por sus ropas, ha venido a más, y mucho. La primera vez que lo vi llevaba una chaqueta de campesino y huía de los trollocs en un lugar al que incluso los trollocs temen. La última vez, casi la mitad de Puente Blanco ardía, y un Myrddraal intentaba matarlo a él y a sus amigos. Yo no lo presencié, pero en vista de todo lo demás creería cualquier cosa. Un hombre capaz de sobrevivir a trollocs y a un Myrddraal ha de ser útil, a mi entender. En especial ahora.
—Algún día —gruñó ella— voy a tener que ver a algunos de esos trollocs y Myrddraal de los que hablas. —Esas criaturas no podían ser ni la mitad de temibles de como él las describía.
Bayle sonrió y sacudió la cabeza. Sabía lo que ella pensaba sobre los llamados Engendros de la Sombra.
—Lo que es mejor aún, el joven maese Cauthon estuvo en mi barco con compañeros. Buenos hombres también para esta situación. A uno lo conoces. Thom Merrilin.
Egeanin se quedó sin habla. Merrilin era un hombre mayor muy avispado; un hombre mayor peligroso. Y se encontraba con esas dos Aes Sedai cuando había conocido a Bayle.
—Bayle, ¿existe una conspiración? Dímelo, por favor. —Nadie le pedía nada por favor a su propiedad, ni siquiera a un so’jhin. Es decir, no se hacía a menos que se deseara desesperadamente algo.
Él volvió a sacudir la cabeza, apoyó una mano en la repisa de la chimenea y miró ceñudo las llamas.
—Las Aes Sedai conspiran del mismo modo que los peces nadan. Podrían estar maquinando con Suroth, pero la cuestión es: ¿podría Suroth conspirar con ellas? La he visto mirar a las damane como si fuesen perros sarnosos llenos de pulgas y enfermedades contagiosas. ¿Podría siquiera hablar con una Aes Sedai? —Alzó la vista y sus ojos eran sinceros, sin ocultar nada—. Lo que digo es cierto. Juro por la tumba de mi abuela que no sé de ningún complot. Pero, si estuviera al tanto de diez, seguiría sin permitir que el Buscador o cualquier otra persona te hiciera daño.
Era la clase de cosas que un so’jhin leal diría. Bueno, ningún so’jhin que ella supiera habría sido tan directo, pero los sentimientos eran los mismos. Sólo que ella sabía que Bayle no lo había dicho en ese sentido, que nunca podría decirlo en ese sentido.
—Gracias, Bayle. —Una voz firme era necesaria para dirigir, pero se sentía orgullosa de que la suya sonara así ahora—. Encuentra a ese maese Cauthon y a Thom Merrilin si puedes. Quizá pueda hacerse algo.
Bayle no hizo reverencia alguna antes de salir, pero Egeanin ni siquiera consideró la idea de reprenderlo. Tampoco ella estaba dispuesta a permitir que el Buscador la pillara. Costara lo que costase. Ésa era una decisión que había tomado antes de liberar a Bethamin. Llenó la copa abollada hasta el borde con brandy, con la intención de embriagarse hasta el punto de no ser capaz de pensar, pero en cambio se sentó y miró fijamente el oscuro licor sin probar una gota. Costara lo que costase. ¡Luz, no era mejor que Bethamin! Pero saberlo no cambiaba nada. Costara lo que costase.