10 Un plan que tiene éxito

Elayne abrió los ojos a la oscuridad, y contempló fijamente las tenues sombras que se movían en una borrosa neblina. Sentía fría la cara, y el resto del cuerpo caliente y sudoroso; algo le sujetaba los brazos y las piernas. La asaltó un pánico momentáneo, pero entonces percibió la presencia de Aviendha en la habitación, una simple y reconfortante percepción; y la presencia de Birgitte, un núcleo de ira controlada, sosegada, dentro de su cabeza. La tranquilizó sentirlas allí. Se encontraba en su dormitorio, tendida en su cama, bajo las mantas, con botellas de agua caliente amontonadas contra su cuerpo, contemplando el dosel de lino del lecho. Las pesadas cortinas de invierno del lecho estaban corridas y atadas a los postes tallados, y la única luz en la habitación provenía de las pequeñas y titilantes llamas del hogar, justo la suficiente para alejar las sombras, no para disiparlas.

Sin pensarlo buscó el contacto con la Fuente y la alcanzó. Rozó el saidar, extasiada, sin absorberlo. El deseo de absorber hasta llenarse se tornó intenso, pero lo dominó a regañadientes. Muy, muy a regañadientes, y no sólo porque su ansia de henchirse con la intensa vida del saidar fuera a menudo una necesidad sin fondo que debía controlar. Su mayor temor durante aquellos minutos de terror interminables no había sido la muerte, sino que jamás fuera capaz de tocar la Fuente otra vez. Tiempo atrás eso le habría parecido extraño.

De repente la memoria volvió y se sentó, inestable, en la cama; las mantas le resbalaron hasta la cintura. De inmediato se cubrió de nuevo con ellas. El frío era mordiente contra su piel, sudorosa y desnuda. Ni siquiera le habían dejado puesta la ropa interior, y, por mucho que intentase imitar la natural indiferencia de Aviendha para estar desnuda delante de otras personas, no lo conseguía.

—Dyelin —dijo con ansiedad mientras se giraba para envolverse mejor con las mantas, cosa que no resultaba tan sencilla, ya que se sentía exhausta y un tanto temblorosa—. Y el guardia. ¿Están…?

—El hombre no sufrió ni un arañazo —contestó Nynaeve mientras salía de las danzantes sombras, ella misma una sombra más. Puso la mano en la frente de Elayne y gruñó con satisfacción al encontrarla fresca—. Curé a Dyelin. Necesitará tiempo para recobrar completamente las fuerzas, sin embargo. Perdió mucha sangre. Tú también empiezas a recuperarte. Durante un tiempo pensé que ibas caer presa de la fiebre. Eso puede ocurrir de repente cuando se está debilitado.

—Te administró hierbas, en lugar de usar la Curación —dijo Birgitte con acritud desde la silla que ocupaba, al pie de la cama. En medio de la casi total oscuridad, la mujer era simplemente una forma agazapada, ominosa.

—Nynaeve al’Meara es lo bastante sabia para saber lo que puede y lo que no puede hacer —intervino Aviendha en tono frío. Su blusa blanca y un destello de plata bruñida era lo único que señalaba su presencia, agachada contra la pared. Como siempre, había preferido sentarse en el suelo en vez de hacerlo en una silla—. Reconoció el sabor de la horcaria en el té, e ignoraba cómo realizar los tejidos contra el veneno, así que no corrió riesgos estúpidos.

Nynaeve se puso tensa de repente. Sin duda tanto por la defensa de Aviendha como por la acritud de Birgitte. Quizá más por lo primero. Siendo como era, probablemente habría preferido pasar por alto lo que ignoraba y lo que no podía hacer. Y últimamente se mostraba aún más quisquillosa de lo habitual respecto a la Curación. Desde que se hizo evidente que varias de las Allegadas aventajaban ya su destreza.

—Deberías haberla reconocido tú misma, Elayne —dijo en un tono brusco—. En cualquier caso, la verdicaria y la lengua de cabra podían hacerte dormir, pero su eficacia es segura para los calambres de estómago. Pensé que preferirías no enterarte mientras surtían efecto.

Mientras sacaba las botellas de agua caliente de debajo de las mantas y las tiraba en la alfombra para no seguir asándose, Elayne tuvo un escalofrío. Los días posteriores después de que Ronda Macura les administró horcaria a Nynaeve y a ella habían sido algo espantoso que había intentado olvidar. Fueran cuales fueren las hierbas que Nynaeve le había dado no se sentía más débil de lo achacable a la droga. Creía que podía caminar, siempre y cuando no fuese un trecho largo y durante mucho tiempo. Y podía pensar claramente. Por las ventanas sólo se veía luz de luna. ¿Estaría muy avanzada la noche?

Abrazando de nuevo la Fuente, encauzó cuatro hilos de Fuego para encender una lámpara de pie primero, y después una segunda. Las pequeñas llamas, reflejadas en los espejos, iluminaron muchísimo la habitación, habida cuenta de la oscuridad anterior, y Birgitte se tapó los ojos con la mano al principio. La chaqueta de la capitana general le sentaba realmente bien; habría impresionado profundamente a los mercaderes.

—No deberías encauzar todavía —rezongó Nynaeve, que estrechó los ojos para protegerse de la luz repentina. Todavía llevaba el mismo vestido azul de escote bajo con el que Elayne la había visto por la mañana, y el chal de flecos amarillos echado sobre el doblez de los codos—. Lo mejor sería unos días de descanso para recobrar las fuerzas, y dormir mucho. —Miró ceñuda las botellas de agua caliente tiradas en el suelo—. Y te conviene conservar el calor del cuerpo. Mejor evitar una fiebre que tener que Curarla.

—Creo que Dyelin demostró su lealtad hoy —dijo Elayne, que colocó las almohadas de manera que pudo recostarse en ellas, contra el cabecero de la cama, y Nynaeve levantó las manos en un gesto irritado. En una de las mesitas auxiliares que flanqueaban el lecho había una copa de plata llena de oscuro vino, a la que Elayne dirigió una ojeada breve y desconfiada—. Una manera muy dura de probarlo. Creo que tengo toh con ella, Aviendha.

Aviendha se encogió de hombros. Desde que habían llegado a Caemlyn había vuelto a ponerse las ropas Aiel con una rapidez casi cómica, cambiando las sedas por blusas de algode y amplias faldas de lana como si de repente tuviese miedo del lujo de las tierras húmedas. Con un oscuro chal atado a la cintura y el pañuelo, también oscuro, doblado y ceñido en la frente para recoger su largo cabello, era la viva imagen de la aprendiza de una Sabia, si bien la única joya que lucía era un collar de plata, formado por discos de intrincado trabajo; un regalo de Egwene. Elayne seguía sin entender su prisa. Melaine y las demás parecían haberse mostrado proclives a dejarla seguir su propio camino cuando llevaba ropas de las tierras húmedas, pero ahora la tenían tan agarrada como cualquier novicia en las manos de las Aes Sedai. La única razón por la que le permitían estar en palacio —en la ciudad, realmente— es que Elayne y ella eran primeras hermanas.

—Si crees que lo tienes, entonces lo tienes. —Su tono, recalcando lo obvio, pasó a otro de cariñosa censura—. Pero un toh pequeño, Elayne. Tenías razones para dudar de ella. No puedes asumir obligación por cada pensamiento, hermana. —Rió como si de repente hubiese oído un chiste estupendo—. Ese camino lleva a un orgullo excesivo, y yo tendré que hinchar mi orgullo contigo, sólo que las Sabias no te pedirán cuentas a ti.

Nynaeve puso los ojos en blanco, pero Aviendha se limitó a sacudir la cabeza en un gesto paciente hacia la ignorancia de la otra mujer. Había estado estudiando algo más que el Poder con las Sabias.

—Bien, no nos gustaría que ninguna de los dos se volviera demasiado orgullosa —intervino Birgitte en un tono que sonaba sospechosamente a regocijo. Su cara estaba demasiado impasible, casi rígida por el esfuerzo de no echarse a reír.

Aviendha observó a Birgitte con una expresión de alerta y gesto impasible. Desde que ella y Elayne se habían adoptado, Birgitte también había adoptado a la Aiel en cierto modo. No como Guardián, desde luego, pero sí con la misma actitud de hermana mayor que tan a menudo utilizaba con Elayne. Aviendha no sabía muy bien qué pensar de aquello o cómo responder. Unirse al reducido círculo que conocía la verdadera identidad de Birgitte no había ayudado precisamente. Pasaba bruscamente de una feroz determinación de demostrar que Birgitte Arco de Plata no la sobrecogía a una actitud de sorprendente humildad, con extraños altos entre medias.

Birgitte le sonrió, una mueca divertida, pero el gesto se borró cuando recogió un envoltorio estrecho que tenía en el regazo y empezó a desenvolverlo con gran cuidado. Para cuando dejó a la vista una daga con la empuñadura forrada con cuero y una hoja larga, su expresión era severa, y una rabia sorda fluía a través del vínculo. Elayne reconoció el cuchillo de inmediato; había visto uno igual en la mano de un asesino rubio.

—No intentaban secuestrarte, hermana —dijo quedamente Aviendha.

Birgitte habló con aire grave.

—Después de que Mellar mató a los dos primeros, al segundo atravesándolo con su espada, que lanzó desde la puerta a la otra punta de la sala como en uno de los jodidos relatos de un juglar, cogió esto del último tipo y lo mató con él. —Sostuvo el cuchillo derecho, por la punta de la empuñadura—. Tenían cuatro armas casi idénticas. Ésta está envenenada.

—Esas manchas marrones en la cuchilla son de falso hinojo mezclado con polvo de hueso de durazno machacado —explicó Nynaeve mientras se sentaba al borde de la cama y hacía un gesto de asco—. Un vistazo a sus ojos y a su lengua, y supe que era eso lo que había matado al tipo, no el cuchillo.

—Bien —musitó Elayne al cabo de un momento. Bien, sí—. Horcaria para que no pudiese encauzar, o sostenerme de pie en realidad, y dos hombres para sujetarme mientras el tercero me hincaba un cuchillo envenenado. Un plan muy complicado.

—A los habitantes de las tierras húmedas les gustan los planes complicados —comentó Aviendha. Dirigió una mirada inquieta a Birgitte, rebulló contra la pared y añadió—: A algunos.

—Simple, a su manera —adujo Birgitte al tiempo que volvía a envolver el cuchillo con tanto cuidado como había utilizado para desenvolverlo—. Era fácil llegar hasta ti. Todo el mundo sabe que tomas la comida a mediodía sola. —La larga trenza se meció al sacudir la cabeza—. Suerte que el primer hombre que llegó a tu lado no llevaba esto; una cuchillada y estarías muerta. Suerte que Mellar pasara por casualidad por el pasillo y oyera maldecir a un hombre dentro de tus aposentos. Suerte suficiente para un ta’veren.

Nynaeve resopló con desdén.

—Podrías estar muerta con un corte profundo en el brazo, simplemente. El hueso del durazno es muy venenoso. Dyelin no habría sobrevivido si los otros cuchillos hubiesen estado envenenados también.

Elayne recorrió con la mirada los inexpresivos rostros de sus amigas y suspiró. Un plan realmente complicado. Como si no fuera suficiente tener espías en palacio.

—Una guardia personal reducida, Birgitte —accedió al final—. Algo… discreto. —Debería haber imaginado que su Guardián esperaba eso; el rostro de Birgitte no varió un ápice, pero a través del vínculo compartido llegó un leve destello de satisfacción.

—Las mujeres que hicieron de guardia hoy, para empezar —dijo sin molestarse siquiera en fingir una pausa para pensar—, y algunos más que escogeré yo. Quizás unos veinte, en total. Demasiados pocos no pueden protegerte de día y de noche, y debes estarlo, maldita sea —manifestó firmemente, aunque Elayne no había protestado—. Las mujeres te protegerán donde los hombres no puedan, y serán discretas por el simple hecho de ser mujeres. La mayoría de la gente creerá que son una guardia ceremonial, tus propias Doncellas Lanceras, y les daremos algo, tal vez un fajín, para incrementar esa impresión. —Aquel comentario hizo que se ganara una mirada penetrante de Aviendha, pero fingió no darse cuenta—. El problema es quién poner al mando —continuó, fruncido el entrecejo—. Dos o tres nobles, Cazadoras del Cuerno, ya empiezan a protestar por un rango «de acuerdo con su posición». Las malditas mujeres saben dar órdenes, pero no estoy segura de que sepan dar las jodidas órdenes correctas. Podría promocionar a Caseille al rango de teniente, pero en el fondo es más portaestandarte, creo. —Birgitte se encogió de hombros—. Quizás alguna de las otras muestre cualidades, pero creo que son mejores seguidoras que líderes.

Oh, sí; todo muy bien pensado ya. ¿Unas veinte? Tendría que estar atenta controlando a Birgitte para que el número no ascendiera a cincuenta. O a más. Protegerla donde los hombres no pudieran. Elayne se encogió. Eso probablemente significaba tener guardia hasta en el baño, como mínimo.

—Caseille servirá, seguro. Una abanderada podrá manejar a veinte mujeres. —No le cabía duda de que podría convencer a Caseille para que todo se realizara con discreción. Y que dejase fuera a la guardia mientras se bañaba—. El hombre que llegó justo en el momento oportuno, Mellar, ¿qué sabes de él, Birgitte?

—Doilin Mellar —dijo lentamente Birgitte, las cejas fruncidas en un ángulo pronunciado—. Un tipo con sangre fría, aunque sonríe demasiado. Principalmente a las mujeres. Pellizca a las criadas, y ha tumbado a tres en cuatro días, que yo sepa; le gusta hablar de sus «conquistas», pero no ha presionado a nadie que le haya dicho que no. Según él fue guardia de un mercader, después mercenario, y ahora Cazador del Cuerno, y desde luego posee destreza para ello. Lo bastante para que yo lo nombrase teniente. Es andoreño, de alguna parte del oeste, cerca de Baerlon, y dice que combatió por tu madre durante la Sucesión, aunque por entonces debía de ser un muchachito. En cualquier caso, respondió correctamente a mis preguntas cuando lo puse a prueba, así que quizás es cierto que tomó parte. Los mercenarios mienten sobre su pasado sin pestañear, por costumbre.

Elayne enlazó las manos sobre el estómago y pensó en Mellar. Sólo recordaba la imagen de un hombre nervudo, con la cara afilada, estrangulando a uno de sus asaltantes mientras luchaba para apoderarse del cuchillo envenenado. Un hombre con cualidades de soldado suficientes para que Birgitte lo hiciera oficial; procuraba que los oficiales, al menos, fueran andoreños en su mayoría. Un rescate justo a tiempo, un hombre contra tres, y una espada lanzada a través de la sala, como una lanza; sí recordaba la historia de un juglar.

—Merece una recompensa adecuada. Una promoción a capitán y comandante de mi guardia personal, Birgitte. Caseille puede ser su segundo al mando.

—¿Estás loca? —estalló Nynaeve, pero Elayne la hizo callar.

—Me siento mucho más segura sabiendo que está ahí, Nynaeve. A mí no intentará pellizcarme; no, estando Caseille y veinte más como ella a su alrededor. Con su reputación, lo vigilarán como halcones. ¿Dijiste veinte, Birgitte? Te cojo la palabra.

—Veinte —contestó Birgitte, como ausente—, más o menos. —No había nada de ausente en la mirada que clavó en Elayne, sin embargo. Se echó hacia adelante, con las manos sobre las rodillas—. Supongo que sabes lo que haces. —Estupendo; se iba a comportar como un Guardián por una vez, en lugar de discutir—. El guardia teniente Mellar se convierte en el guardia capitán Mellar por salvar la vida a la heredera del trono. Eso hará aumentar su arrogancia y fanfarronería. A menos que pienses que es mejor mantenerlo todo en secreto.

—Oh, no, en absoluto —negó Elayne a la par que sacudía la cabeza—. Que lo sepa toda la ciudad. Alguien intentó asesinarme, y el teniente, es decir, el capitán Mellar, me salvó la vida. Lo del veneno lo reservaremos para nosotras, en secreto. Por si acaso alguien se va de la lengua.

Nynaeve resopló y le dirigió una mirada de soslayo.

—Un día serás demasiado lista, Elayne. Tan aguda que te cortarás a ti misma.

—Es lista, Nynaeve al’Meara. —Aviendha se incorporó suave y ágilmente, se arregló la pesada falda y después se dio unas palmaditas en el cuchillo enfundado de su cinturón. No era tan grande como el que había llevado siendo Doncella, pero aun así seguía siendo un arma respetable—. Y me tiene a mí para guardarle la espalda. Me han dado permiso para quedarme con ella.

Nynaeve abrió la boca con expresión iracunda y, quién lo hubiera imaginado, volvió a cerrarla y recobró la compostura de manera visible, no sólo alisando su falda sino suavizando su gesto.

—¿Qué miráis tan fijamente? —murmuró—. Si Elayne quiere tener a ese tipo lo bastante cerca para que la pellizque cada vez que le apetezca, ¿quién soy yo para oponerme?

Birgitte se quedó boquiabierta y Elayne se preguntó si Aviendha no se ahogaría; los ojos, desde luego, casi se le salían de las órbitas. El apagado sonido del gong en la torre más alta de palacio, dando la hora, sobresaltó a Elayne. Era más tarde de lo que creía.

—Nynaeve, quizás Egwene nos esté esperando ya. —No veía sus ropas por ninguna parte—. ¿Dónde está mi escarcela? Tengo el anillo guardado en ella. —El sello de la Gran Serpiente seguía en su dedo, pero no era ése al que se refería.

—Iré yo sola a reunirme con Egwene —manifestó firmemente Nynaeve—. No te encuentras en condiciones de entrar en el Tel’aran’rhiod. De todos modos te has pasado la tarde durmiendo, y apostaría a que tardarás en volver a coger el sueño. Además, no tuviste mucha suerte intentando entrar en trance de vigilia, así que no hay más que hablar.

Sonrió con aire de suficiencia, segura de su victoria. Ella sí que se había puesto bizca y se había mareado cuando probó a entrar en el trance de vigilia que Egwene había intentado enseñarles.

—Así que apostarías, ¿verdad? —murmuró Elayne—. ¿Qué apostarías? Porque tengo intención de beber eso —Miró hacia la copa de plata que había en la mesilla—. Y yo apuesto a que me quedaré dormida en un visto y no visto. Por supuesto, si no hubieses puesto algo en el vino, si no tuvieses intención de engatusarme para que lo bebiera… Claro que, naturalmente, tú no harías algo así. Y bien, ¿qué apostamos?

Aquella sonrisa insufrible se borró en el rostro de Nynaeve y fue reemplazada por una intensa rojez en los pómulos.

—Qué bonito —dijo Birgitte mientras se incorporaba y se ponía en jarras a los pies de la cama; la expresión y el tono eran de censura—. Ella te salva de sufrir retortijones y un estómago revuelto, y tú la criticas en plan señorita Remilgos. Quizá si te bebes esa copa y te duermes y te olvidas de aventurarte en el Mundo de los Sueños esta noche, decidiré que ya has crecido lo suficiente para pensar que no harán falta como poco cien guardias para que sigas viva. ¿O va a ser necesario que te apriete la nariz para hacer que te lo bebas?

En fin, Elayne no había esperado realmente que Birgitte siguiese mucho tiempo sin meter baza. ¿Cien como poco? Aviendha se giró con brusquedad hacia Birgitte antes incluso de que ésta hubiese acabado de hablar, y apenas esperó a que las últimas palabras hubiesen salido de la boca de la otra mujer.

—No deberías hablarle así, Birgitte Trahelion —manifestó al tiempo que se erguía para sacar toda la ventaja de su mayor estatura. No era mucha, habida cuenta de los tacones que tenían las botas de Birgitte; mas, con el chal ceñido prietamente sobre los senos, parecía más una Sabia que una aprendiza. Los rostros de algunas Sabias no daban la impresión de tener muchos más años—. Eres su Guardián. Pregunta a Aan’allein cómo debes comportarte. Es un gran hombre, pero obedece lo que Nynaeve le dice.

Aan’allein era Lan, Un Hombre o el Hombre Solo, cuya historia era bien conocida y muy admirada entre los Aiel. Birgitte la miró de arriba abajo y adoptó una postura relajada con la que casi desaparecieron los centímetros extras que le proporcionaban los tacones de sus botas. Esbozando una sonrisa burlona, abrió la boca, con la evidente intención de pinchar la pompa de Aviendha si podía, cosa que generalmente lograba. Pero, antes de que tuviera ocasión de decir nada, Nynaeve habló en tono quedo y muy firme.

—Oh, por amor de la Luz, déjalo ya, Birgitte. Si Elayne dice que irá, entonces irá. No quiero oírte una sola palabra más. —Apuntó con el índice a la otra mujer—. O tú y yo tendremos unas palabras después.

Birgitte la miró de hito en hito mientras su boca se movía sin emitir sonido alguno; el vínculo de Guardián transmitía una intensa mezcla de irritación y frustración. Finalmente, volvió a sentarse en la silla con las piernas extendidas, los pies apoyados en las espuelas con forma de cabeza de león, y mascullando entre dientes. Si Elayne no la hubiese conocido tan bien habría jurado que estaba enfurruñada. Ojalá supiera cómo lo hacía Nynaeve. En otro tiempo Nynaeve se había sentido tan sobrecogida por Birgitte como lo estaba Aviendha, pero eso había cambiado. Completamente. Ahora trataba a Birgitte del mismo modo avasallador que a los demás. Y con más éxito del que tenía con la mayoría. «Es una mujer como otra cualquiera —había dicho Nynaeve—. Ella misma me lo dijo, y comprendí que tenía razón». Como si eso lo explicase todo. Birgitte seguía siendo Birgitte.

—¿Y mi escarcela? —preguntó Elayne y, quién lo hubiese dicho, Birgitte se dirigió al vestidor para recoger la bolsita roja con bordados de oro. Bueno, un Guardián no se ocupaba de ese tipo de cosas, pero Birgitte siempre tenía preparado algún comentario cuando lo hacía. Aunque quizá su regreso servía como tal. Le tendió la escarcela a Elayne al tiempo que realizaba una reverencia exagerada en floreos, tras lo cual dedicó una mueca a Nynaeve y a Aviendha. Elayne suspiró. No es que las mujeres se cayeran mal; en realidad se llevaban bien, si uno olvidaba sus pequeñas debilidades. Simplemente tenían roces de vez en cuando.

El extraño anillo retorcido, ensartado en un sencillo cordón de cuero, descansaba en el fondo de la bolsita, debajo de diversas monedas y al lado del pañuelo de seda, cuidadosamente doblado y lleno de plumas, que para ella era su mayor tesoro. El ter’angreal parecía de piedra, con motitas y líneas azules, rojas y marrones, pero su tacto era duro y resbaladizo como el acero, e incluso pesaba demasiado para ser de ese metal. Se metió el cordón por la cabeza, dejando que el anillo reposara entre sus senos; después tensó el cordoncillo de la escarcela y dejó ésta en la mesilla, de donde cogió la copa de plata. El aroma del contenido era simplemente de un buen vino, pero de todos modos enarcó una ceja y sonrió a Nynaeve.

—Me voy a mi habitación —dijo la antigua Zahorí con actitud tirante. Se levantó del lado de la cama donde se había sentado y repartió una mirada severa entre Birgitte y Aviendha. De algún modo, el ki’sain de su frente la hizo parecer más intransigente—. Vosotras dos quedaos despiertas ¡y sin bajar la guardia! Hasta que tenga a esas mujeres a su alrededor sigue estando en peligro. Y espero no tener que recordaros que también después.

—¿Crees que no lo sé? —protestó Aviendha.

—¡No soy idiota, Nynaeve! —gruñó al mismo tiempo Birgitte.

—Eso decís vosotras —les respondió Nynaeve—. Espero que sea así, por el bien de Elayne. Y por el vuestro propio. —Recogió su chal y atravesó la habitación con toda la majestuosidad que podría desear cualquier Aes Sedai. Estaba haciéndose toda una experta en eso.

—Cualquiera diría que es la jodida reina aquí —rezongó Birgitte.

—Ella sí que tiene hinchado el orgullo, Birgitte Trahelion —gruñó Aviendha—. Tanto como una Shaido con una cabra.

Las dos asintieron con la cabeza, en perfecto acuerdo, pero a Elayne no le pasó por alto el hecho de que esperasen a hablar hasta que la puerta se hubo cerrado tras Nynaeve. La mujer que con tanto empeño había negado querer ser Aes Sedai se estaba volviendo muy, pero que muy Aes Sedai. Quizá Lan tenía algo que ver en ello. Preparándola, con su experiencia. Todavía tenía que trabajar el mantener la compostura a veces, pero parecía salirle con más y más facilidad desde su peculiar boda.

El primer sorbo de vino sólo le supo a eso, a vino, uno muy bueno, pero Elayne miró la taza con el entrecejo fruncido y vaciló. Hasta que cayó en la cuenta de lo que hacía y por qué. El recuerdo de la horcaria disimulada en el té seguía muy presente en su memoria. ¿Qué habría puesto Nynaeve? No horcaria, desde luego. Pero ¿qué? Llevarse la copa a los labios para beber un buen trago resultaba difícil. Luego, en un gesto desafiante, lo apuró todo. «Tenía sed, eso es todo —pensó mientras soltaba la copa en la mesilla—. No intentaba demostrar nada, por supuesto».

Las otras dos mujeres la habían estado observando y, tan pronto como empezó a buscar una postura más cómoda para dormir, se volvieron la una hacia la otra.

—Yo montaré guardia en la sala de estar —dijo Birgitte—. Tengo mi arco y mi aljaba allí. Tú quédate aquí por si acaso te necesita.

En lugar de discutir, Aviendha desenvainó el cuchillo del cinturón y se situó en cuclillas a un lado, desde donde vería entrar a cualquiera por la puerta antes de que esa persona la viese a ella.

—Llama dos veces, luego una, y di quién eres antes de entrar —advirtió—. De otro modo, daré por hecho que se trata de un enemigo.

Y Birgitte asintió con la cabeza como si aquello fuese lo más razonable del mundo.

—Esto es absur… —Elayne se llevó la mano a la boca y reprimió un bostezo—. Absurdo —acabó cuando pudo hablar de nuevo—. Nadie va a intentar… —Otro bostezo, tan grande que habría podido meterse el puño en la boca. Luz, ¿qué demonios había puesto Nynaeve en el vino?—… matarme esta noche —siguió, adormilada—, y las dos sabéis… —Sentía pesados los párpados, que se le cerraban a pesar de sus esfuerzos por mantenerlos abiertos. Acomodando inconscientemente la cabeza en la almohada, intentó terminar lo que había estado a punto de decir, pero…

Se encontraba en el Salón del Trono de palacio. En el reflejo del Salón del Trono en el Tel’aran’rhiod. Allí, el anillo retorcido que en el mundo de vigilia era tan pesado para su tamaño daba la impresión de ser ligero como una pluma y flotar entre sus senos. Había luz, naturalmente, que parecía llegar de todas partes y de ninguna. No era luz del sol ni de lámparas, pero aunque también fuera de noche allí siempre había bastante de aquella extraña luz para poder ver. Como en un sueño. La conocida y siempre presente sensación de unos ojos invisibles observándola no se parecía a un sueño, sino más bien a una pesadilla, pero se había acostumbrado a ella.

En el Gran Salón se celebraban audiencias solemnes, como recibir formalmente a embajadores o anunciar tratados importantes y declaraciones de guerra a los dignatarios reunidos, y la enorme cámara hacía honor a su nombre y a su función. Desierta salvo por ella, parecía inmensa y tenebrosa. Dos hileras de relucientes columnas blancas, de dieciocho metros de altura, se extendían a lo largo de la estancia, y a un extremo el Trono del León descansaba sobre una grada de mármol, con la alfombra roja ascendiendo por los blancos escalones desde las baldosas rojas y blancas. Las dimensiones del trono eran adecuadas para una mujer, pero aun así su tamaño era grande, con sus patas a semejanza de las garras de ese felino, sus tallas y sus dorados, y el León Blanco —resaltado con piedras de la luna sobre un campo de rubíes— coronando el alto respaldo, anunciando que quienquiera que se sentase allí gobernaba una gran nación. Desde los ventanales de colores instalados en el techo en arco, a gran altura del suelo, las reinas que habían fundado Andor observaban fijamente el salón; sus imágenes se alternaban con el León Blanco y escenas de batallas que habían disputado para construir el país a partir de una única ciudad en el imperio en pleno desmoronamiento de Artur Hawkwing. Muchas naciones surgidas de la Guerra de los Cien Años ya no existían, pero Andor había sobrevivido el milenio transcurrido desde entonces y había prosperado. A veces Elayne sentía que aquellas imágenes la juzgaban, sopesando su valía para seguir sus pasos.

Tan pronto como se encontró en el Gran Salón apareció otra mujer, sentada en el Trono del León, una mujer joven, de cabello oscuro, con ropajes de seda roja y bordados de leones de plata en las mangas y el repulgo de la falda; una sarta de gotas de fuego, grandes como huevos de pichón, le adornaban el cuello, y la Rosa de la Corona reposaba sobre su testa. Una de sus manos descansaba ligeramente sobre el brazo del solio, que terminaba en la talla de la cabeza de un león, y la joven contemplaba regiamente el salón. Entonces sus ojos se posaron en Elayne, y hubo un brillo de reconocimiento en ellos, además de confusión. Corona, gotas de fuego y sedas desaparecieron, reemplazadas por un atuendo de sencillo paño y un largo delantal. Un instante después, también la joven desaparecía.

Elayne sonrió divertida. Hasta las pinches de cocina soñaban con sentarse en el Trono del León. Esperaba que la muchacha no se hubiese despertado sobresaltada por la impresión, o al menos que hubiese entrado de nuevo en otro sueño agradable. Un sueño más seguro que el Tel’aran’rhiod.

Otras cosas se movían en el salón del trono. Las trabajadas lámparas de pie, alineadas en filas a lo largo de la cámara, parecían vibrar contra las altas columnas. Las inmensas puertas de arco estaban ora abiertas ora cerradas, cambiando en un abrir y cerrar de ojos. Sólo aquello que había permanecido en el mismo sitio un tiempo considerable tenía un verdadero reflejo en el Mundo de los Sueños.

Elayne imaginó un espejo de cuerpo entero, y éste apareció al instante delante de ella reflejando su imagen, con un vestido de seda verde, cuello alto, con bordados de seda en el corpiño; unas esmeraldas le adornaban las orejas, y otras más pequeñas aparecían prendidas en sus bucles dorados rojizos. Hizo que desapareciesen las esmeraldas que adornaban el cabello y luego asintió con la cabeza. Una apariencia apropiada para la heredera del trono, pero no ostentosa en exceso. Había que tener cuidado con cómo se imaginaba uno allí, o en caso contrario… Su recatado vestido de seda verde se convirtió en otro tarabonés, ajustado, marcando la silueta, y a continuación éste dio paso a unos amplios y oscuros pantalones de los Marinos, completo con pendientes de oro y aro de la nariz y cadena llena de medallones; iba descalza e incluso tenía tatuajes en las manos. No llevaba blusa, como hacían los Marinos cuando estaban en alta mar. Sus mejillas enrojecieron y se apresuró a volver a la imagen del principio, además de cambiar los pendientes de esmeraldas por unos sencillos aros de plata. Cuanto más simple era el aspecto en que uno se imaginaba, más fácil era mantenerlo.

Dejó que el espejo de cuerpo entero desapareciese —para lo cual sólo fue necesario que dejara de concentrarse en él— y alzó la vista hacia aquellos severos rostros del techo.

—Otras mujeres han ocupado el trono siendo tan jóvenes como yo —les dijo. No habían sido muchas, sin embargo; sólo siete las que habían conseguido llevar la Corona de la Rosa durante muchos años—. Mujeres incluso más jóvenes que yo. —Tres. Y una de ellas apenas duró un año—. No afirmo que seré tan grande como vosotras, pero tampoco haré nada que os avergüence. Seré una buena reina.

—¿Hablando con unas cristaleras? —dijo Nynaeve, que la sobresaltó por la sorpresa. La antigua Zahorí utilizaba una copia del anillo que Elayne llevaba colgado al cuello, y su imagen resultaba borrosa, casi transparente. Frunció el entrecejo e intentó caminar hacia Elayne; se tambaleó y casi se fue al suelo, obstaculizada por el vestido tarabonés que era mucho más ceñido que el que Elayne había imaginado puesto en sí misma. Nynaeve miró boquiabierta el atuendo y de repente cambió a un vestido andoreño, en seda y del mismo color, bordado con hilo de oro en las mangas y el corpiño. Rezongó algo sobre que «el buen paño recio de Dos Ríos» era suficientemente bueno para ella; pero, aunque allí podía aparecer vestida con él si lo deseaba, casi nunca ocurría así.

—¿Qué pusiste en ese vino, Nynaeve? —preguntó Elayne—. Me apagué como una vela al soplarla.

—No intentes cambiar de tema. Si te dedicas a hablar con ventanales, entonces realmente deberías estar durmiendo, en lugar de encontrarte aquí. Me estoy planteando ordenarte que…

—No, por favor. No soy Vandene, Nynaeve. Luz, ni siquiera conozco la mitad de las costumbres que Vandene y las otras dan por sentadas, pero preferiría no tener que desobedecerte, por favor.

Nynaeve la miró ceñuda y se dio un tirón de la trenza. Algunos detalles de su vestido cambiaron, la falda se hizo más amplia, los dibujos bordados variaron, el cuello alto descendió y después volvió a subir, adornándose con puntillas. La antigua Zahorí no era muy buena en la concentración necesaria para conservar la apariencia elegida. Sin embargo, lo que nunca cambiaba ni vacilaba era el punto rojo de su frente.

—De acuerdo —accedió al tiempo que el ceño desaparecía. El chal de flecos amarillos apareció sobre sus hombros y el rostro adquirió algo de la cualidad intemporal Aes Sedai. En las sienes había mechones blancos. No obstante, sus palabras contrastaron con su apariencia y su tono sosegado—. Deja que hable yo cuando Egwene se reúna con nosotras. Me refiero a lo ocurrido hoy. Tú siempre acabas charlando por los codos, como si las dos os estuvieseis cepillando el pelo la una a la otra antes de iros a dormir. ¡Luz! No quiero que se ponga en el papel de Amyrlin conmigo, y sabes que lo hará con las dos si se entera.

—¿Si me entero de qué? —dijo Egwene.

Nynaeve giró rápidamente la cabeza, con expresión de pánico en los ojos, y durante un momento el chal de flecos y el vestido de seda fueron reemplazados por el blanco con bandas de color de una Aceptada. Incluso el ki’sain desapareció. Sólo fue un instante, y después su apariencia volvió a ser la misma de antes a excepción de los mechones blancos, mas aquello bastó para que en el semblante de Egwene se reflejara una expresión dolida. Conocía muy bien a Nynaeve.

—¿Si me entero de qué, Nynaeve? —reiteró, con firmeza.

Elayne respiró profundamente. En realidad no había tenido intención de ocultarle nada a Egwene. Nada importante, se entiende. Pero, con el estado de ánimo actual de Nynaeve, lo más seguro era que lo soltara todo, o por el contrario se empecinara e insistiera en que no había nada de lo que enterarse. Y con ello sólo conseguiría que Egwene presionase con mayor dureza.

—Alguien puso horcaria en mi té de mediodía —dijo, y continuó explicando de forma sucinta lo de los hombres con cuchillos y la fortuita aparición de Doilin Mellar, y sobre cómo había probado su lealtad Dyelin. Por si acaso, añadió la noticia sobre Elenia y Naean, así como el hecho de que la primera doncella investigaba la presencia de espías en palacio, e incluso el dato de que Zarya y Kirstian habían sido asignadas a Vandene, y el ataque a Rand y la desaparición de éste. Egwene no parecía alterada por el recital, e incluso la interrumpió sin contemplaciones en el asunto de Rand, comentando que ya lo sabía. Pero sacudió la cabeza con desdén al oír que Vandene no hacía progresos en cuanto a descubrir quién era la hermana Negra y que para ella eso era muy grave y lo más primordial—. Ah, y voy a tener una guardia personal —terminó Elayne—. Veinte mujeres, al mando del capitán Mellar. No creo que Birgitte encuentre Doncellas para ese puesto, pero no le andará lejos.

Un asiento sin respaldo apareció detrás de Egwene, que se acomodó en él sin mirar siquiera. Era mucho más hábil en el Mundo de los Sueños que Elayne o Nynaeve. Llevaba un traje de montar de paño, en verde oscuro, bien cortado y de calidad pero sin adornos, probablemente la ropa que había llevado puesta ese día en el mundo de vigilia. Y el atuendo no varió un ápice en ningún momento.

—Os habría dicho que os reunieseis conmigo en Murandy mañana, es decir, esta noche —manifestó—, si no fuera porque la llegada de las Allegadas provocaría un estallido entre la Asentadas.

Nynaeve había recuperado la compostura, bien que se ajustó la falda sin necesidad. Ahora los bordados del vestido eran de plata.

—Creí que ahora tenías a la Antecámara de la Torre dominada —comentó.

—Es lo mismo que tener sujeto a un hurón con la mano —repuso secamente Egwene—. Se retuerce y se enrosca para morderte la muñeca. Oh, sí, hacen lo que digo en lo referente a la guerra con Elaida, ya que no pueden eludirlo a pesar de lo mucho que protestan por el gasto de tener más soldados. Sin embargo, el acuerdo con las Allegadas no forma parte del plan de guerra, y tampoco permitir que las Allegadas sepan que la Torre estaba al corriente de sus actividades desde el principio. O pensaba que lo estaba. La Antecámara al completo sufriría una apoplejía sólo por descubrir cuántas cosas ignoraba. Están intentando por todos los medios encontrar el modo de parar la admisión de nuevas novicias.

—Pero no pueden hacerlo ¿o sí? —demandó Nynaeve. Hizo aparecer una silla para sí misma, pero era una copia del asiento de Egwene cuando miró para comprobar que estaba allí, una banqueta de tres patas cuando empezó a sentarse y una silla con respaldo de travesaños para cuando acabó de acomodarse. Ahora su vestido tenía falda pantalón—. Hiciste una proclamación: cualquier mujer de cualquier edad si pasaba la prueba. Sólo tienes que hacer otra sobre las Allegadas.

Elayne se preparó su asiento, una copia de las sillas de su sala de estar. De ese modo era mucho más fácil mantener la imagen sin que se cambiara.

—Oh, la proclamación de una Amyrlin es ley —contestó Egwene—. Hasta que la Antecámara encuentra un camino para soslayarla. La protesta nueva es que sólo tenemos dieciséis Aceptadas. Aunque la mayoría de las hermanas tratan a Faolain y a Theodrin como si aún lo fueran. Pero incluso dieciocho no son bastante ni con mucho para dar lecciones a las novicias, de las que supuestamente tienen que ocuparse las Aceptadas, pero son las hermanas quienes tienen que encargarse de ellas. Creo que algunas abrigaban la esperanza de que el mal tiempo frenara el número de las que acuden, pero no ha sido así. —Sonrió de repente y un brillo travieso asomó a sus oscuros ojos—. Hay una novicia nueva a la que me gustaría que conocieras, Nynaeve. Se llama Sharina Melloy. Es abuela. Y creo que coincidirías conmigo en que se trata de una mujer excepcional.

La silla de Nynaeve desapareció por completo, y ella cayó al suelo con un sonoro golpe. No pareció darse cuenta, y se quedó allí sentada, mirando estupefacta a Egwene.

—¿Sharina Melloy? —repitió con voz temblorosa—. ¿Que es una de las novicias?

Su vestido era ahora de un estilo que Elayne no había visto nunca, con amplias mangas, un profundo escote y adornado con flores bordadas y sartas de perlas. El cabello suelto le llegaba a la cintura y lo tenía sujeto con una cofia de piedras de la luna y zafiros ensartados en cordones de oro, finos como hilos. Y en el índice de la mano izquierda lucía un sencillo aro de oro. Sólo el ki’sain y el anillo de la Gran Serpiente permanecieron inalterables.

—¿Conoces el nombre? —preguntó Egwene, que parpadeó.

Nynaeve se puso de pie y miró fijamente su vestido. Alzó la mano izquierda y tocó el liso sello de oro casi con vacilación. Cosa curiosa, dejó que todo siguiese igual, sin sufrir cambios.

—Podría no ser la misma mujer —murmuró—. ¡No puede serlo! —Hizo aparecer otra silla igual a la de Egwene, y la miró ceñuda como si le ordenase que no alterase su aspecto, pero el mueble tenía respaldo alto y tallas para cuando quiso sentarse—. Había una Sharina Melloy… Fue durante mi prueba para Aceptada —añadió precipitadamente—. No tengo que hablar de ello. ¡Es la regla!

—Por supuesto que no tienes que hacerlo —dijo Egwene, bien que la mirada que dirigió a Nynaeve fue tan rara como Elayne sabía que tenía que ser la suya. Con todo, no había nada que hacer; cuando la antigua Zahorí se empeñaba en ser testaruda, hasta las mulas podían aprender de ella.

—Ya que has sacado a colación a las Allegadas, Egwene —intervino Elayne—, ¿has pensado más detenidamente en el tema de la Vara Juratoria?

Egwene alzó una mano como queriendo interrumpirla, pero su respuesta fue serena e impasible.

—No es necesario pensarlo más, Elayne. Los Tres Juramentos, prestados sobre la Vara Juratoria, son los que nos convierten en Aes Sedai. Al principio no supe verlo, pero ahora sí. El primer día que la Torre esté en nuestro poder, prestaré los Tres Juramentos sobre la Vara Juratoria.

—¡Eso es una locura! —saltó Nynaeve mientras se echaba hacia adelante en la silla. Y el vestido seguía sin cambiar. Muy sorprendente. Tenía prietos los puños sobre el regazo—. Sabes lo que hace. ¡Las Allegadas son la prueba! ¿Cuántas Aes Sedai viven más de trescientos años, o llegan siquiera a ellos? Y no me digas que no debería hablar de la edad. Ésa es una costumbre ridícula, y lo sabes. Egwene, a Reanne la llamaban la Decana porque era la mayor de Ebou Dar, pero la que es mayor en cualquier parte se llama Aloisia Nemosni, una mercader de aceite de Tear. Egwene, tiene casi… ¡seiscientos años! Cuando la Antecámara sepa eso, apuesto a que se mostrará más que dispuesta a dejar la Vara Juratoria en una estantería.

—La Luz sabe que trescientos años es un tiempo muy largo —intervino Elayne—, pero no puedo decir que me haga feliz la perspectiva de acortar mi vida en la mitad, Egwene. ¿Y qué pasa con la Vara Juratoria y tu promesa a las Allegadas? Reanne desea ser Aes Sedai, pero ¿qué ocurrirá cuando preste los Juramentos? ¿Y qué pasara con Aloisia? ¿Caerá fulminada, muerta de repente? No puedes exigirles que juren; no, sabiendo lo que sabemos.

—Yo no exijo nada. —El semblante de Egwene continuaba relajado, pero su postura era más erguida, recta la espalda, y su voz fría. Y con un timbre duro. Los ojos se tornaron más penetrantes, como taladros—. Cualquier mujer que quiera ser una hermana jurará. Y cualquiera que rehúse y se siga llamando Aes Sedai sentirá todo el peso de la justicia de la Torre.

Elayne tragó saliva con esfuerzo bajo aquella mirada impasible. No cabía error en lo que Egwene quería decir con eso. Ahora no oían a una amiga, sino a la Sede Amyrlin, y la Sede Amyrlin no tenía amigas cuando llegaba el momento de dictar sentencia. Aparentemente satisfecha con lo que veía en ellas, Egwene se relajó.

—Conozco el problema —continuó en un tono más normal; más normal, pero seguía sin admitir réplica—. Espero que cualquier mujer inscrita en el libro de novicias llegue hasta donde se lo permitan sus posibilidades, que consiga el chal si puede, y sirva como Aes Sedai, pero no deseo que nadie muera por ese motivo cuando podría seguir viviendo. Una vez que las componentes de la Antecámara sepan lo de las Allegadas, cuando dejen de estar tan alteradas que salten por cualquier cosa y pongan el grito en el cielo, creo que podré convencerlas para que acepten que una hermana que desee retirarse pueda hacerlo. Eliminados los Juramentos y su condición vinculante, se entiende.

Hacía tiempo que habían llegado a la conclusión de que la Vara se podía utilizar para desvincular al igual que para vincular; de otro modo ¿cómo podían mentir las hermanas Negras?

—Supongo que eso valdrá —admitió diplomáticamente Nynaeve. Elayne se limitó a asentir con la cabeza; no le cabía duda de que había algo más.

—Jubilarse entrando en la organización de las Allegadas, Nynaeve —añadió suavemente Egwene—. De ese modo también estarán comprometidas con la Torre. Mantendrán sus propias normas, por supuesto, su Regla, pero tendrán que aceptar que su Círculo de Labores de Punto se halla por debajo de la Amyrlin, ya que no de la Antecámara, y que su grupo está por debajo de las hermanas. Mi intención es que sean parte de la Torre, no que obren a su libre albedrío. Sin embargo creo que aceptarán.

Nynaeve volvió a asentir, contenta, pero su sonrisa se borró cuando el pleno significado de aquello se hizo patente en su cerebro.

—¡Pero…! —barbotó, indignada—. ¡La posición entre las Allegadas la marca la edad! ¡Habrá hermanas recibiendo órdenes de mujeres que ni siquiera podrían llegar a Aceptadas!

—Mujeres que antes fueron hermanas, Nynaeve. —Egwene tocó el anillo de la Gran Serpiente de su mano derecha y suspiró suavemente—. Ni siquiera las Allegadas que lograron el anillo lo llevan. Así que tendremos que renunciar a él también. Seremos Allegadas, Nynaeve, y dejaremos de ser Aes Sedai. —Hablaba como si ya pudiese sentir ese lejano día, esa lejana pérdida, pero apartó la mano del anillo y respiró hondo—. Bien, ¿hay alguna otra cosa más? Me espera una larga noche, y me gustaría disfrutar de un poco de sueño real antes de tener que enfrentarme de nuevo a las Asentadas.

Nynaeve se había puesto ceñuda; había apretado la mano en la que llevaba los anillos y tenía la otra encima para cubrirlos. Aun así, parecía dispuesta a dejar de discutir sobre las Allegadas. De momento.

—¿Todavía tienes dolores de cabeza? Mi opinión es que si los masajes de esa mujer sirviesen para algo habrías dejado de padecer jaquecas.

—Los masajes de Halima hacen maravillas, Nynaeve. Sin ella no podría conciliar el sueño ni poco ni mucho. Bien, ¿hay algo más que…? —Dejó la frase sin terminar. Tenía clavada la vista en las puertas de acceso al salón del trono, y Elayne se volvió para mirar.

Un hombre se encontraba allí, observando; un hombre alto como un Aiel, con el cabello rojizo oscuro surcado de canas, pero un Aiel nunca llevaría una chaqueta azul de cuello alto. Parecía musculoso, y su duro semblante resultaba familiar de algún modo. Cuando advirtió que lo miraban, dio media vuelta y echó a correr por el pasillo.

Elayne se quedó boquiabierta un instante. El hombre no se había soñado en el Tel’aran’rhiod de manera accidental, o a esas alturas habría desaparecido; en cambio, aún se oía el ruido de sus botas en las baldosas. O era un caminante de sueños —algo poco común en los hombres, según las Sabias— o tenía un ter’angreal.

Se levantó de un salto y corrió tras él, pero a pesar de su rapidez Egwene se le adelantó. En cierto momento tenía a Egwene detrás y al siguiente ya se encontraba en el umbral de las puertas, asomándose hacia el lado por el que el hombre había desaparecido. Elayne intentó imaginarse a sí misma de pie junto a Egwene, y ocurrió así. Ahora el corredor estaba vacío a excepción de las lámparas de pie, los arcones y los tapices, que titilaban y cambiaban.

—¿Cómo hicisteis eso? —demandó Nynaeve mientras corría hacia ellas con la falda recogida por encima de las rodillas. Las medias eran de seda, ¡y rojas! Se soltó la falda tan pronto como se dio cuenta de que Elayne había reparado en las medias y se asomó al corredor—. ¿Adónde ha ido? ¡Podría haberlo escuchado todo! ¿Lo reconocisteis? Me recordaba a alguien, no sé a quién.

—A Rand —dijo Egwene—. Podría ser un tío de Rand.

«Por supuesto —pensó Elayne—. Si Rand tuviese un tío malvado».

Un chasquido metálico resonó en el otro extremo del salón del trono. En la puerta que comunicaba con los vestidores que había detrás del estrado, cerrándose. En el Tel’aran’rhiod las puertas estaban abiertas o cerradas, y en ocasiones a medias; no se cerraban de golpe.

—¡Luz! —masculló Nynaeve—. ¿Cuánta gente ha estado escuchándonos a escondidas? Por no mencionar quién y por qué.

—Quienesquiera que fuesen —repuso sosegadamente Egwene—, aparentemente, no conocen el Tel’aran’rhiod tan bien como nosotras. Lo que sí podemos afirmar es que no eran amigos, o en caso contrario no habrían escuchado a escondidas. Y creo que tampoco eran amigos entre sí, o de otro modo ¿por qué escuchar desde lados opuestos del salón? Ese hombre llevaba una chaqueta shienariana. En mi ejército hay shienarianos, pero las dos sabéis cómo son. Ninguno se parece a Rand.

Nynaeve resopló con desdén.

—Bueno, sea quien sea, hay demasiada gente escuchando en los rincones. Eso es lo que pienso. Quiero regresar a mi cuerpo, donde lo único de lo que tengo que preocuparme es de espías y dagas envenenadas.

«Shienarianos», pensó Elayne. Gente de las Tierras Fronterizas ¿Cómo podía haberse olvidado de eso? Bueno, había habido el asuntillo de la horcaria.

—Hay algo más —dijo, aunque en un tono cauteloso, confiando en que sólo las otras dos mujeres la oyeran, y relató la noticia de Dyelin sobre las gentes de las Tierras Fronterizas en el Bosque de Braem. Añadió las recibidas por Norry en las cartas que le enviaban, sin dejar en ningún momento de vigilar el corredor en ambas direcciones así como el salón del trono. No quería que la pillara desprevenida otro espía—. Creo que esos dirigentes se encuentran en el Bosque de Braem —terminó—. Los cuatro.

—Rand —musitó Egwene, que parecía irritada—. Incluso cuando no se lo puede encontrar complica las cosas. ¿Tienes idea de si han venido para ponerse a su servicio o para intentar entregárselo a Elaida? No se me ocurre ninguna otra razón para que hayan hecho un viaje de mil leguas. ¡Deben de estar cociendo los zapatos para hacer sopa, a estas alturas! No podéis imaginar lo difícil que es mantener bien suministrado y en marcha a un ejército.

—Creo que puedo enterarme —contestó Elayne—. Al motivo, me refiero. Y al mismo tiempo… Me has dado una idea, Egwene. —No pudo evitar sonreír. Por fin había salido algo bueno de ese día—. Creo que podría utilizarlos para asegurarme el Trono del León.


Asne examinó el bastidor de bordar que tenía delante y soltó un suspiro que se convirtió en un bostezo. Las titilantes lámparas apenas daban luz para esa tarea, pero no había razón para que los pájaros del bordado parecieran estar todos ladeados. Deseaba encontrarse en la cama, y odiaba bordar. Pero tenía que mantenerse despierta, y aquél era el único modo de evitar la conversación con Chesmal. O lo que Chesmal llamaba conversación. La engreída y arrogante Amarilla estaba muy concentrada en su propio bordado, al otro lado de la habitación, y daba por hecho que cualquiera que cogiese una aguja ponía el mismo interés y entusiasmo que ella en la labor. Por otro lado, Asne sabía que, si se levantaba de la silla, Chesmal no tardaría en empezar a obsequiarla con historias sobre su propia importancia. En los meses transcurridos desde la desaparición de Moghedien había escuchado al menos veinte veces el papel desempeñado por Chesmal en el interrogatorio a Tamra Ospenya; ¡y unas cincuenta sobre cómo Chesmal había inducido a las Rojas a asesinar a Sierin Vayu antes de que ésta ordenase su arresto! Quien la oyera contarlo pensaría que era la responsable de salvar al Ajah Negro, sin ayuda de nadie; y seguro que si se le presentaba la más mínima ocasión sería capaz de asegurar que había sido así. Esa clase de conversación no sólo resultaba aburrida, sino peligrosa. Incluso letal, si llegaba a oídos del Consejo Supremo. Así pues, Asne sofocó otro bostezo, estrechó los ojos para enfocarlos en la labor y empujó la aguja a través del lino tensado. A lo mejor si hacía el pinzón real más grande podía equilibrar las alas.

El chasquido del pestillo de la puerta hizo que ambas mujeres levantaran la cabeza. Los dos criados sabían que no debían molestarlas y, en cualquier caso, la mujer y su marido estarían durmiendo profundamente. Asne abrazó el saidar, preparando un tejido que achicharraría hasta los huesos a un intruso; también el brillo envolvía a Chesmal. Si la persona equivocada cruzaba esa puerta, lo lamentaría hasta que muriera.

Era Eldrith, con los guantes en la mano y la oscura capa todavía echada hacia atrás, sobre los hombros. El vestido de la regordeta Marrón también era oscuro y sin adornos. Asne detestaba llevar sencillas telas de paño, pero tenían que hacerlo para evitar llamar la atención. Aquellas ropas sosas y sin gracia le iban perfectamente a Eldrith. La recién llegada se paró al verlas, y parpadeó con un momentáneo gesto de desconcierto plasmado en el rostro.

—Oh, vaya —dijo—. ¿Quién pensabais que era? —Soltó los guantes en la mesita que había junto a la puerta; de pronto reparó en la capa y frunció el entrecejo como si acabara de darse cuenta de que había subido la escalera sin quitársela. Desprendió cuidadosamente el broche de plata del cuello, y echó la prenda sobre una silla, toda arrebujada.

El brillo del saidar que envolvía a Chesmal desapareció cuando la mujer apartó el bastidor de bordar para ponerse de pie. Su severo semblante la hacía parecer más alta de lo que era realmente, y era muy alta. Las flores multicolores que había bordado en la tela podrían haberse encontrado en un jardín.

—¿Dónde has estado? —demandó. Eldrith era la que ocupaba una posición más alta entre ellas, y además Moghedien le había dejado el mando, pero Chesmal había empezado a dar una mínima importancia a esa circunstancia, si es que le daba alguna—. Se suponía que regresarías por la tarde, ¡y ha pasado la mitad de la noche!

—No me di cuenta de la hora, Chesmal —replicó absorta Eldrith, que parecía ensimismada—. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que estuve en Caemlyn. La Ciudad Interior es fascinante, y he tomado una comida deliciosa en una posada que recordaba. Aunque he de decir que había unas cuantas hermanas allí. Sin embargo, nadie me reconoció. —Contempló el broche como preguntándose de dónde había salido y después lo guardó en la escarcela.

—Así que perdiste la noción del tiempo —comentó fríamente Chesmal mientras enlazaba los dedos a la altura de la cintura. Quizá para no cerrarlos sobre la garganta de Eldrith; sus ojos relucían de ira—. No te diste cuenta de la hora.

De nuevo Eldrith parpadeó como si la hubiera sobresaltado que se dirigiera a ella.

—Oh. ¿Temías que Kennit me hubiese encontrado otra vez? Te aseguro que desde lo de Samara he tenido mucho cuidado de mantener encubierto el vínculo.

A veces, Asne se preguntaba cuánto de verdad había en la aparente distracción de Eldrith. Nadie que estuviese tan inconsciente del mundo que lo rodeaba habría sobrevivido tanto tiempo. Por otro lado, la Marrón había estado lo suficientemente descentrada para que la ocultación desapareciese más de una vez antes de llegar a Samara, lo bastante para que su Guardián la rastreara. Obedientes a la orden de Moghedien de esperar su regreso, se habían escondido durante los disturbios ocurridos tras la partida de la Elegida; esperaron mientras las hordas del llamado Profeta arrasaban todo a su paso, en dirección sur, y entraban en Amadicia, y se quedaron en aquella derruida y maldita ciudad incluso después de que Asne tuvo la seguridad de que Moghedien las había abandonado. Sus labios se fruncieron al recordarlo. Lo que empujó a Eldrith a tomar la decisión de marcharse fue la llegada de su Guardián a la ciudad, convencido de que era una asesina, medio seguro de que pertenecía al Ajah Negro y decidido a matarla fueran cuales fuesen las consecuencias para él. Como era lógico, la que no quiso afrontar esas consecuencias había sido ella, y se negó a permitir que ninguna matase al hombre. La única alternativa que quedaba era huir. Claro que también fue ella la que había señalado Caemlyn como su única esperanza.

—¿Descubriste algo, Eldrith? —preguntó amablemente Asne. Chesmal era una necia. Por mucho que el mundo pareciera estar patas arriba en la actualidad, las cosas volverían a enderezarse. De un modo u otro.

—¿Qué? Oh. Sólo que la salsa de pimienta no era tan buena como la recordaba. Claro que eso fue hace cincuenta años.

Asne contuvo un suspiro. Quizá, después de todo, sí había llegado el momento de que Eldrith sufriese un accidente.

La puerta se abrió, y Temaile entró en la habitación tan en silencio que pilló de sorpresa a todas. La diminuta Gris de rostro zorruno se había echado sobre los hombros una bata bordada con leones, pero ésta se abría por delante y dejaba ver un camisón de seda, en color crema, que se le pegaba al cuerpo indecentemente. Envuelto en una mano llevaba un brazalete hecho de anillos de cristal retorcidos. El aspecto y el tacto de esos anillos eran de cristal, pero ni un martillo habría podido romper un trocito a uno de ellos.

—Has estado en el Tel’aran’rhiod —dijo Eldrith, que miró ceñuda el ter’angreal. Aun así, no habló con energía.

Todas tenían un poco de miedo a Temaile desde que Moghedien los había obligado a presenciar cómo rompían la última resistencia de Liandrin. Asne había perdido la cuenta de cuántas veces había asesinado o torturado en los ciento treinta y tantos años transcurridos desde que había obtenido el chal, pero rara vez había visto a nadie tan… entusiasta como Temaile. Observando a Temaile y fingiendo no hacerlo, Chesmal no parecía darse cuenta de que se lamía los labios con nerviosismo. Asne se apresuró a meter la lengua detrás de los dientes y esperó que nadie se hubiese fijado. Eldrith no, desde luego.

—Acordamos no utilizarlos —continuó la Marrón en un tono que no distaba mucho de hacer de la frase una súplica—. Estoy segura de que fue Nynaeve la que hirió a Moghedien; y, si puede superar a una Elegida en el Tel’aran’rhiod, ¿qué posibilidades tendría ninguna de nosotras? —Se volvió hacia las otras y trató dar a su voz un timbre reprobador—. ¿Sabíais algo de esto? —Se las arregló para parecer malhumorada.

Chesmal sostuvo la mirada de Eldrith con indignación, en tanto que Asne lo hacía con sorprendida inocencia. Lo sabían, pero ¿quién se atrevía a oponerse a Temaile? Asne dudaba mucho que Eldrith hubiese hecho algo más que una protesta simbólica si se hubiese encontrado allí.

Temaile sabía muy bien el efecto que tenía sobre ellas. Debería haber inclinado la cabeza ante la regañina de Eldrith, por tímida que hubiese sido, y haberse disculpado por ir en contra de sus deseos. En cambio sonrió; mas esa sonrisa nunca se reflejó en sus ojos, grandes, oscuros y demasiado brillantes.

—Tenías razón, Eldrith. En tu suposición de que Elayne vendría aquí, y también en que Nynaeve estaría con ella, al parecer. Se encontraban juntas, y era obvio que ambas viven en el palacio.

—Sí —dijo Eldrith, que rebulló un tanto bajo la intensa mirada de Temaile—. Bien. —También ella se lamió los labios, además de cambiar el peso ora a un pie ora a otro—. Aun así, hasta que encontremos el modo de llegar a ellas esquivando a todas esas espontáneas…

—No son más que espontáneas, Eldrith. —Dejándose caer pesadamente en un sillón, Temaile se despatarró con indolencia, y endureció el tono. No lo bastante para que resultara imperioso, pero era más que meramente firme—. Hay sólo tres hermanas que nos estorban, y podemos deshacernos de ellas. Podemos coger a Nynaeve y quizá también a Elayne, de paso. —De repente se echó hacia adelante, con las manos sobre los brazos del sillón. Estuviese o no desaliñada, ahora no había el menor rastro de dejadez en ella. Eldrith retrocedió como si los ojos de Temaile la hubiesen empujado—. ¿Para qué si no estamos aquí, Eldrith? Es para lo que vinimos.

Nadie podía argumentar contra eso. Tras ellas habían dejado una sarta de fracasos —en Tear, en Tanchico— que muy bien podría costarles la vida cuando el Consejo Supremo les pusiera las manos encima. Pero no si tenían a alguno de los Elegidos de patrocinador; y, si Moghedien había deseado tanto tener a Nynaeve, quizá también otro de ellos la querría. La verdadera dificultad sería encontrar a uno de los Elegidos para entregarle su regalo. Nadie excepto Asne parecía haber tomado en consideración esa parte del plan.

—Había otros allí —continuó Temaile, que volvió a recostarse. Hablaba casi con aburrimiento—. Espiando a nuestras dos Aceptadas. Un hombre que se dejó sorprender, y alguien más a quien no pude ver. —Frunció los labios en un mohín irritado. Es decir, habría pasado por un mohín de no ser por sus ojos—. Tuve que quedarme detrás de una columna para que las muchachas no me vieran. Eso debería complacerte, Eldrith. No me vieron. ¿Estás satisfecha?

Eldrith casi balbuceó al contestar lo satisfecha que se sentía.

Asne se permitió percibir a sus cuatro Guardianes, cada vez más próximos. Había dejado de encubrir el vínculo desde que habían partido de Samara. Sólo Powl era un Amigo de la Sombra, desde luego, pero los otros harían lo que quiera que ella dijera, creerían lo que quiera que les contara. Sería necesario mantener encubierta su presencia a las demás a menos que fuera absolutamente necesario, pero quería contar con hombres armados cerca de ella. Los músculos y el acero resultaban muy útiles. En el peor de los casos, siempre podía recurrir a la larga y estriada varita que Moghedien no había escondido tan bien como ella pensaba.


La primera luz del día que entraba por las ventanas de la sala de estar era gris; era más temprano de lo que lady Shiaine solía levantarse, pero esa mañana ya se había vestido cuando aún estaba completamente oscuro. Ahora pensaba en sí misma como lady Shiaine. Mili Skane, la hija del guarnicionero, casi había caído en el olvido. En todo lo que realmente importaba era lady Shiaine Avarhin, y lo había sido durante años. Lord Willim Avarhin había caído en la pobreza y se había visto reducido a vivir en una granja destartalada que ni siquiera pudo mantener en condiciones aceptables. Él y su única hija, la última de un linaje en declive, habían permanecido en el campo, lejos de cualquier lugar donde su penuria quedara expuesta a los demás, y ahora sólo eran huesos enterrados en el bosque cercano a la granja; y ella era lady Shiaine, y si la alta casa de piedra no era una mansión solariega, sí había sido la propiedad de una mercader adinerada, que también llevaba mucho tiempo muerta, tras poner todo su oro y posesiones a nombre de su «heredera». El mobiliario era de buena construcción, las alfombras costosas, los tapices e incluso los cojines de los asientos estaban bordados con hilos de oro, y el fuego crepitaba en un hogar de mármol de vetas azules. Había hecho tallar la otrora lisa repisa con el emblema de Avarhin, el Corazón y la Mano, en hilera, enmarcando todo el frente.

—Más vino, muchacha —ordenó secamente.

Falion se acercó presurosa con la jarra plateada de cuello alto para llenar de nuevo la copa con el humeante vino aderezado con especias. El uniforme de doncella, adornado con el Corazón Rojo y la Mano Dorada en la pechera, le iba bien a Falion. Su alargada cara era una rígida máscara mientras la mujer regresaba deprisa a dejar la jarra sobre el aparador y ocupaba de nuevo su puesto junto a la puerta.

—Estás jugando un juego peligroso —dijo Marillin Gemalphin mientras hacía girar entre las palmas de las manos su propia copa. La hermana Marrón, una mujer delgada, de cabello castaño claro y sin brillo, no parecía una Aes Sedai. Su estrecho rostro y su ancha nariz habrían encajado mejor con el uniforme de Falion que con el vestido de fino paño azul que llevaba, el cual a su vez era el apropiado para una mercader medianamente acomodada—. Está escudada de algún modo, lo sé, pero cuando pueda encauzar otra vez te hará aullar por esto. —Sus finos labios se curvaron en una sonrisa forzada—. O quizá te encuentres con que desearías poder aullar.

—Moridin eligió esto para ella —repuso Shiaine—. Falion fracasó en Ebou Dar, y él ordenó su castigo. Desconozco los detalles y tampoco quiero saberlos; pero, si Moridin quiere que tenga la nariz pegada al suelo, la empujaré lo bastante para que esté respirando polvo durante un año. ¿O acaso sugieres que desobedezca a uno de los Elegidos? —Apenas si fue capaz de contener un escalofrío ante la mera idea. Marillin intentó ocultar su expresión bebiendo, pero sus ojos denotaron tensión—. ¿Y tú qué dices, Falion? —preguntó Shiaine—. ¿Quieres que le pida a Moridin que te saque de aquí? A lo mejor te encuentra algo menos oneroso.

Eso ocurriría cuando las mulas cantaran como ruiseñores. Falion ni siquiera vaciló. Hizo una reverencia propia de una doncella y su semblante se tornó aún más pálido de lo que ya estaba.

—No, señora —repuso, presta—. Estoy conforme con mi situación.

—¿Ves? —dijo Shiaine a la otra Aes Sedai. Dudaba muchísimo que Falion se sintiese conforme ni de lejos, pero la mujer aceptaría cualquier cosa antes que afrontar directamente el desagrado de Moridin. Por la misma razón, Shiaine la trataría con mano dura. Uno nunca sabía qué podía llegar a oídos de un Elegido y que éste tomase a mal. En lo tocante a ella creía que su propio fracaso estaba enterrado muy hondo, pero no correría riesgos—. Cuando pueda volver a encauzar, no tendrá que ser una doncella todo el tiempo, Marillin. —En cualquier caso, Moridin le había dicho que podía matar a Falion si quería. Siempre le quedaba esa salida si su posición empezaba a resentirse demasiado. Le había dicho que podía matar a las dos hermanas si así lo quería.

—Puede ser —contestó enigmáticamente Marillin. Lanzó una mirada de reojo a Falion y torció el gesto—. Veamos, Moghedien me dio instrucciones de que te ofreciese la ayuda que creyera que estuviese en mi mano prestarte, pero ahora mismo ya puedo decirte que no entraré en el Palacio Real. En la ciudad hay demasiadas hermanas para mi gusto, pero además el palacio está abarrotado de espontáneas. No daría diez pasos sin que alguien se diese cuenta de mi presencia allí.

Suspirando, Shiaine se echó hacia atrás, cruzó una pierna sobre otra, y meció ociosamente el pie. ¿Por qué la gente siempre creía que uno no sabía tanto como ella? ¡El mundo estaba lleno de necios!

—Moghedien te ordenó que me obedecieras. Lo sé porque Moridin me informó de ello. Y, aunque él no lo dijo, creo que, cuando chasquea los dedos, Moghedien salta. —Hablar así de los Elegidos era peligroso, pero tenía que dejar las cosas claras—. ¿Quieres explicarme otra vez qué es lo que no harás?

La Aes Sedai de cara estrecha se lamió los labios al tiempo que echaba otra rápida ojeada a Falion. ¿Temía acaso acabar como ella? Para ser sincera, Shiaine habría cambiado a Falion por una verdadera doncella sin pensarlo. Es decir, siempre y cuando pudiese conservar sus otros servicios. Probablemente ambas tendrían que morir cuando aquello hubiese terminado. A Shiaine no le gustaba dejar cabos sueltos.

—No mentí en eso —contestó lentamente Marillin—. De verdad no podría dar más de diez pasos sin que me reconocieran. Sin embargo, ya hay una mujer en el palacio. Puede hacer lo que necesites, si bien es posible que tarde un poco en establecer contacto con ella.

—Tú asegúrate de que no sea demasiado tiempo, Marillin. —Vaya. Así que una de las hermanas que había en palacio era del Ajah Negro. Tenía que tratarse de una Aes Sedai, no una simple Amiga Siniestra, para que llevara a cabo lo que Shiaine necesitaba.

La puerta se abrió y Murellin se asomó y la miró inquisitivamente; su corpachón casi tapaba el umbral. Detrás de él, Shiaine distinguió a otro hombre. Al asentir ésta, Murellin se apartó a un lado e hizo una seña a Daved Hanlon para que entrara, tras lo cual cerró la puerta. Hanlon se cubría con una capa oscura, pero sacó rápidamente una mano para tantear el trasero a Falion. La mujer le dirigió una mirada agria, pero no se retiró. Hanlon era parte de su castigo. Aun así, Shiaine no tenía ganas de ver cómo toqueteaba a la mujer.

—Deja eso para después —ordenó—. ¿Fue todo bien?

Una ancha sonrisa apareció en su afilado rostro.

—Fue exactamente como lo planeé, por supuesto. —Echó hacia atrás un lado de la oscura capa para dejar a la vista los galones dorados de rango que lucía su chaqueta roja—. Estás hablando con el capitán de la escolta de la reina.

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