Procurando que no resultara demasiado obvio que vigilaba el callejón junto a la tienda de velas, Nynaeve dejó la tira de trencilla verde en la bandeja de la vendedora ambulante y volvió a meter la mano debajo de la capa para sujetar la prenda que agitaba el viento. Era una capa más fina que las que llevaban los otros transeúntes, pero lo bastante sencilla para que nadie la mirara interesado. Sin embargo, sí llamaría la atención si se veía el cinturón. Las mujeres que lucían joyas no frecuentaban la calle de la Carpa Azul ni compraban a los buhoneros. Cuando Nynaeve ya llevaba allí parada un rato, toqueteando todas y cada una de las trencillas de la bandeja, la flaca mujer torció el gesto, pero Nynaeve ya había comprado tres de las cintas trenzadas y un paquete de alfileres a otros vendedores para matar el tiempo. Los alfileres siempre eran útiles, pero no sabía qué iba a hacer con lo demás.
De repente oyó un alboroto calle adelante, en la dirección del puesto de guardia, y el repiqueteo de la carraca de los vigilantes urbanos que sonaba cada vez más próximo. El vigilante bajó de su puesto de observación. Los transeúntes que se encontraban cerca del puesto de guardia miraron calle abajo y, más allá, a la calle de la Carpa Azul, y luego se apresuraron a pegarse contra las paredes cuando los vigilantes aparecieron corriendo y haciendo girar las carracas de madera. No eran ni una ni dos ni tres patrullas, sino una avalancha de hombres armados que corría calle de la Carpa Azul adelante, y otra más se unía a la riada desde la otra calle. La gente se paraba para quitarse del paso o la apartaban a empellones, y un hombre acabó pisoteado bajo las botas, pero los vigilantes no frenaron su carrera.
La vendedora de trencillas tiró la mitad de su mercancía al retirarse precipitadamente a un lado de la calle, y Nynaeve reaccionó con igual rapidez y se pegó contra la fachada de piedra de la casa, al lado de la boquiabierta mujer. Abarrotando la calle, con las trabas y los garrotes sobresaliendo como picas sobre sus cabezas, los vigilantes pasaron golpeándola con los hombros, empujándola contra la pared. La vendedora de trencillas chilló cuando perdió la bandeja en uno de los empellones y ésta desapareció de su vista, pero los vigilantes continuaron su camino sin mirar hacia atrás.
Una vez que hubo pasado el último de ellos, Nynaeve se encontraba diez pasos más abajo de la calle del punto donde se hallaba antes. La vendedora de cintas gritaba enfurecida y sacudía los puños a los hombres que se alejaban corriendo. Con aire indignado, Nynaeve se arregló la capa retorcida y se planteó hacer algo más que gritar. Casi lo había decidido cuando…
De repente se quedó sin aliento. Los vigilantes urbanos, quizás un centenar, se habían frenado a la vez y se gritaban unos a otros como si de repente no supieran qué hacer a continuación. Se habían detenido delante de la tienda de botas. Oh, Luz, Lan. Y Rand también, siempre Rand, pero primero y ante todo el corazón de su corazón, Lan.
Se obligó a respirar. Un centenar de hombres. Tocó el cinturón enjoyado, el Pozo, que le ceñía el talle. Quedaba menos de la mitad de saidar de lo que había almacenado en él, pero a lo mejor era suficiente, si bien todavía no sabía exactamente para qué. Se caló la capucha y echó a andar hacia donde estaban los hombres. Nadie miraba en su dirección. Podría…
Unas manos la agarraron, tirando de ella hacia atrás y a la vez dándole media vuelta para ponerla mirando en dirección contraria.
Vio que Cadsuane le agarraba un brazo y Alivia el otro, y que ambas la hacían caminar rápidamente calle adelante. Alejándose de la tienda de botas. Andando al lado de Alivia, Min echaba miradas preocupadas por encima del hombro. De repente se encogió.
—Creo que… ha caído —susurró—. Me parece que está inconsciente y herido, pero ignoro lo grave que es.
—Quedándonos no lo ayudaremos a él ni a nosotras, muchacha necia. —La voz de Cadsuane sonaba fría como acero—. Te advertí sobre los guardianes de Far Madding. Has desatado el pánico de las Consiliarias con tu encauzamiento donde nadie puede encauzar. Si los vigilantes los apresan, es por ti.
—Creí que el saidar no importaría —respondió débilmente Nynaeve—. Sólo fue un poco, y durante muy poco tiempo. Pensé… que quizá ni siquiera lo notarían.
Cadsuane le lanzó una mirada de desagrado.
—Por aquí, Alivia —dijo, tirando de Nynaeve hacia una esquina, junto al puesto de guardia abandonado. Grupos pequeños de gente muy excitada ocupaban la calle y cuchicheaban. Un hombre gesticuló violentamente como si blandiese una traba, y una mujer señaló el puesto de guardia vacío y sacudió la cabeza, estupefacta.
—Di algo, Min —suplicó Nynaeve—. No podemos dejarlos ahí. —Ni siquiera se planteó dirigirse a Alivia, que tenía una expresión que hacía parecer dulce la de Cadsuane en comparación.
—No esperes comprensión por mi parte. —La voz queda de Min sonó casi tan fría como la de Cadsuane. Cuando miró a Nynaeve, fue una ojeada de soslayo antes de volver los ojos de nuevo hacia el frente de la calle—. Te supliqué que me ayudaras a impedírselo, pero tú tenías que ser tan estúpida como ellos. Ahora tenemos que depender de Cadsuane.
Nynaeve aspiró sonoramente por la nariz.
—¿Qué puede hacer ella? ¿Tengo que recordarte que Lan y Rand están ahí detrás y nos vamos alejando más de ellos a cada minuto que pasa?
—El chico no es el único que necesita unas lecciones de buenos modales —murmuró Cadsuane—. Todavía no me ha pedido disculpas, pero le dijo a Verin que lo haría, y supongo que puedo aceptar eso de momento. ¡Bah! Ese chico me causa más problemas que diez juntos de los peores que he conocido. Haré lo que esté en mi mano, muchacha, lo que es mucho más de lo que podrías hacer tú intentando abrirte paso a la fuerza entre los vigilantes urbanos. ¡De ahora en adelante harás exactamente lo que te diga, o mandaré a Alivia que se siente encima de ti! ¡Y a Min también!
Nynaeve torció el gesto. ¡Se suponía que esa mujer debía manifestarle respeto! Pese a ello, una invitada de la Primera Consiliaria podría hacer más que una Nynaeve al’Meara común y corriente, aun en el caso de que se pusiera el anillo de la Gran Serpiente. Por Lan, aguantaría a Cadsuane lo que fuera necesario.
Pero, cuando preguntó lo que la otra Aes Sedai planeaba hacer para liberar a los hombres, la única respuesta que la mujer le dio fue:
—Mucho más de que lo quisiera, muchacha, si es que puede hacerse algo. Pero le hice una promesa al chico y yo siempre cumplo mis promesas. Espero que recuerde eso. —Pronunciada con una voz gélida, no era una respuesta que inspirara confianza.
Rand despertó en medio de la oscuridad y el dolor, tendido de espaldas en un tosco jergón. Le habían quitado las botas… y sus guantes habían desaparecido. Sabían quién era. Con toda clase de precauciones, se sentó. Notaba la cara magullada y le dolían todos los músculos como si lo hubiesen golpeado, pero no parecía que tuviese nada roto.
Se puso lentamente de pie y tanteó la pared de piedra contra la que estaba pegado el catre; llegó al rincón casi de inmediato, y luego a una puerta reforzada con toscas bandas de hierro. Sus dedos encontraron la pequeña hoja, pero no pudo abrirla. Ni rastro de luz se colaba por los bordes. Dentro de su cabeza, Lews Therin empezó a jadear. Rand siguió avanzando a tientas, sintiendo las frías losas bajo los pies descalzos. Llegó al siguiente rincón casi de inmediato, y después al tercero, donde los dedos de los pies chocaron contra algo que repicó contra el suelo. Sin apartar una de las manos de la pared, se agachó y tocó un cubo de madera. Lo dejó donde estaba y completó el circuito, de vuelta a la puerta reforzada con hierro. Completo. Se encontraba dentro de un hueco negro de tres pasos de largo y poco más de dos pasos de ancho. Alzó una mano y encontró el techo de piedra a menos de un palmo por encima de su cabeza.
«Encerrados —jadeó roncamente Lews Therin—. Es el arcón otra vez, como cuando esas mujeres nos metieron en él. ¡Tenemos que salir! ¡Tenemos que salir!»
Rand hizo caso omiso de los gritos que resonaban en su cabeza y retrocedió desde la puerta hasta lo que calculó que era el centro de la celda, tras lo cual se agachó y se sentó cruzado de piernas en el suelo. Se había puesto tan lejos de las paredes como era posible, y en la oscuridad intentó imaginar que estaban aún más apartadas, pero tenía la sensación de que si abría los brazos no tendría que extenderlos del todo para tocar la piedra a ambos lados. Se sentía temblar, como si el cuerpo de otra persona se sacudiese de forma incontrolada. Tenía la impresión de que las paredes estaban pegadas a él y el techo casi rozándole la cabeza. Debía luchar contra esa sensación, o se habría vuelto tan loco como Lews Therin cuando alguien viniera a sacarlo. Lo dejarían salir antes o después, aunque sólo fuera para entregarlo a quienquiera que enviase Elaida a buscarlo. ¿Cuántos meses tardaría en llegar un mensaje a Tar Valon y las emisarias de Elaida en viajar hasta Far Madding? Si había hermanas leales a Elaida en algún punto más próximo que la Torre Blanca, eso podría ocurrir antes. El horror aumentó sus temblores cuando comprendió que esperaba que esas hermanas estuvieran más cerca, incluso en la propia ciudad ya, para que así lo sacaran de aquella caja.
—¡No me rendiré! —gritó—. ¡Seré tan duro como sea menester! —En aquel espacio confinado, su voz retumbó con el trueno.
Moraine había muerto porque él no había sido lo bastante duro para hacer lo que debía hacer. Su nombre siempre encabezaba la lista grabada en su cerebro con los de las mujeres que habían muerto por su culpa. Moraine Damondred. Cada nombre de aquella lista despertó en él tal angustia que le hizo olvidar los dolores de su cuerpo, las paredes de piedra que se alzaban al alcance de las puntas de sus dedos. Colavaere Saighan, que murió porque la había despojado de todo lo que ella valoraba. Liah, Doncella Lancera, de los Cosaida Chareen, que murió a sus manos porque lo siguió a Shadar Logoth. Jendhilin, una Doncella de los Miagoma de Pico Frío, que murió porque quiso tener el honor de guardar su puerta. ¡Tenía que ser duro! Recitó los nombres de aquella larga lista uno por uno, forjando pacientemente su alma en el fuego del dolor.
Los preparativos llevaron más tiempo de lo que Cadsuane había esperado, principalmente porque tuvo que recalcar a varias personas que quedaba descartado un rescate espectacular, de acuerdo con la mejor tradición de relatos de juglar, de modo que se había hecho de noche cuando se encontró caminando a lo largo de los pasillos iluminados por las lámparas, en la Cámara de las Consiliarias. Con paso reposado, nada de prisas. Si se caminaba deprisa la gente daba por sentado que uno estaba ansioso y que ellos tenían dominada la situación. Y, si alguna vez en su vida había necesitado dominar la situación desde el principio, era esa noche.
Los corredores deberían haberse encontrado vacíos a esas horas, pero los acontecimientos del día habían cambiado el curso normal de las cosas. Funcionarios uniformados de azul corrían de aquí para allí, y a veces se paraban un instante para mirar boquiabiertos a los acompañantes de Cadsuane. Era muy probable que nunca hubieran visto a cuatro Aes Sedai a la vez —Cadsuane no estaba dispuesta a dar ese título a Nynaeve hasta que prestara los Tres Juramentos— y con el alboroto de ese día se agravaría su confusión ante un hecho tan inusitado. Sin embargo, los tres hombres que cerraban la marcha recibían casi tantas miradas como ellas. Los funcionarios no sabrían el significado de sus chaquetas negras ni de los alfileres que adornaban los cuellos de las prendas, pero no era muy probable que alguno de ellos hubiese visto a tres hombres portando espadas por esos corredores. En cualquier caso, con un poco de suerte nadie iría corriendo a informar a Aleis sobre quién iba a irrumpir en la sesión a puerta cerrada de las Consiliarias. Era una lástima que no hubiese podido llevar consigo a los hombres solos, pero incluso Daigian había sacado carácter ante su sugerencia. Una verdadera lástima que no todas sus compañeras exhibieran la compostura mostrada por Merise y las otras dos hermanas.
—Esto no funcionará —rezongó Nynaeve por décima vez, quizá, desde que habían salido de Las Cumbres—. ¡Deberíamos haber atacado duro desde el principio!
—Debimos haber actuado más deprisa —masculló, sombría, Min—. Puedo sentirlo cambiando. ¡Si antes era una piedra, ahora es acero! Luz, ¿qué le están haciendo?
Incluida en el grupo únicamente porque era un vínculo con el chico, no había dejado de dar informes, cada uno más sombrío que el anterior. Cadsuane no le había contado cómo eran las celdas, considerando que la muchacha se había venido abajo sólo por explicarle lo que le habían hecho las hermanas que habían secuestrado al chico.
Cadsuane suspiró. Menudo ejército había reunido; sin embargo, hasta el ejército más improvisado necesitaba disciplina. En especial cuando la batalla era inminente. Y aún habría sido peor si no hubiese obligado a quedarse a las mujeres de los Marinos.
—Puedo hacer esto sin ninguna de vosotras dos, llegado el caso —adujo firmemente—. No, no digas nada, Nynaeve. Merise o Corele pueden llevar ese cinturón tan bien como tú, así que si no dejáis de lloriquear, muchachas, encargaré a Alivia que os lleve de vuelta a Las Cumbres y os dé algo por lo que lloriquear con motivo.
Ésa era la única razón por la que había llevado a la extraña espontánea. Alivia tenía tendencia a mostrar modales afables con aquellos a los que no podía hacer apartar la vista con la mirada, pero contemplaba ferozmente a esas dos cotorras parlanchinas.
Volvieron la cabeza hacia la mujer rubia a una, y el parloteo cesó. Callaron, pero no se convencieron. Min podía rechinar los dientes cuanto quisiera, pero el ceño huraño de Nynaeve irritaba a Cadsuane. La chica tenía buena pasta, pero su entrenamiento había sido excesivamente breve. Su habilidad con la Curación era casi milagrosa, y su habilidad para casi todo lo demás, pésima. Y no se la había sometido a las lecciones de que de lo que debía soportarse, podía soportarse. En realidad, Cadsuane la comprendía. En cierto modo. Era una lección que no todo el mundo podía aprender en la Torre. Ella misma, rebosante de orgullo con su chal nuevo y su propia fuerza, lo había aprendido a manos de una espontánea casi desdentada, en una granja en el corazón de las Colinas Negras. Oh, sí, era un pequeño ejército muy variopinto el que había reunido para intentar darle cien vueltas a Far Madding.
Funcionarios y mensajeros llenaban a medias la antesala de columnas, anexa a la Cámara de las Consiliarias, pero, después de todo, sólo eran funcionarios y mensajeros. Los primeros vacilaron con oficioso desconcierto, cada cual esperando que otro hablara primero, pero los mensajeros de chaqueta roja, que sabían que no les correspondía decir nada, retrocedieron hacia los lados de la estancia, y los funcionarios se apartaron a su paso, sin que ninguno se atreviera a ser el primero en abrir la boca. Aun así, se oyó un respingo generalizado cuando Cadsuane abrió las altas puertas, talladas con la Mano y la Espada.
La Cámara de las Consiliarias no era grande. Cuatro lámparas de pie con espejos bastaban para iluminarla, y una gran alfombra teariana, con dibujos rojos, azules y dorados, cubría casi todo el suelo de baldosas. A un lado de la habitación, un ancho hogar de mármol lograba caldear el ambiente, aunque el viento nocturno zarandeaba las puertas de cristal que conducían a la columnata exterior con suficientemente violencia para ahogar el tictac del alto y dorado reloj illiano que había sobre la repisa de la chimenea. Trece sillones, tallados y dorados, casi unos solios, formaban un arco de cara a la puerta, y todos estaban ocupados por mujeres de expresión preocupada.
Aleis, en el centro del arco, frunció el entrecejo cuando vio entrar a Cadsuane a la cabeza de su pequeña fuerza.
—Esta sesión es a puerta cerrada, Aes Sedai —dijo en un tono a la vez formal y frío—. Podemos pediros que os reunáis con nosotras después, pero…
—Sabéis a quién tenéis en las celdas —la interrumpió Cadsuane.
No era una pregunta, pero Aleis intentó salir del apuro.
—A varios hombres, creo. Ebrios en público, varios forasteros arrestados por luchar o robar, un hombre de las Tierras Fronterizas capturado hoy mismo y que podría haber asesinado a tres hombres. No llevo un registro personal de los arrestos, Cadsuane Sedai.
Nynaeve respiró profundamente al oír mencionar al hombre capturado por asesinato, y sus ojos relucieron peligrosamente, pero al menos la muchacha tuvo suficiente sentido común para mantener cerrada la boca.
—Así que intentarás ocultar el hecho de que retienes al Dragón Renacido —adujo sosegadamente Cadsuane. Había esperado, ¡esperado fervientemente!, que el trabajo preparatorio de Verin les ahorrara esto. No obstante, quizás aún podía arreglarse sin complicaciones—. Puedo quitaros esa responsabilidad. Me he enfrentado a más de veinte hombres que podían encauzar, a lo largo de los años. Él no me da miedo.
—Agradecemos la oferta —repuso suavemente Aleis—, pero preferimos comunicarnos antes con la Torre Blanca. —Negociar su precio, quería decir. Bien, las cosas eran como eran—. ¿Os importa decirnos cómo os habéis enterado de…?
—Quizá debí mencionarlo antes —la interrumpió de nuevo Cadsuane—. Estos hombres que están detrás de mí son Asha’man.
Entonces los tres avanzaron un paso, como les habían instruido que hicieran, y Cadsuane tuvo que admitir que ofrecían un aspecto peligroso. El canoso Damer parecía un oso gris con dolor de muelas; el guapo Jahar semejaba un leopardo oscuro y esbelto; y la intensa y fija mirada de Eben resultaba particularmente ominosa viniendo de aquel rostro tan joven. Ciertamente causaron efecto en las Consiliarias. Algunas sólo rebulleron en los sillones, como para retroceder, pero Cyprien se quedó boquiabierta, para su desgracia, habida cuenta de su dentadura saliente. Sybaine, que tenía tantas canas como Cadsuane, se hundió en el asiento y se abanicó con la esbelta mano, en tanto que Cumere torcía la boca como si fuese a vomitar en cualquier momento. Aleis estaba hecha de mejor pasta, pero aun así apretó las dos manos contra el estómago.
—Os dije una vez que los Asha’man tenían libertad de visitar la ciudad siempre y cuando observaran la ley. No les tememos, Cadsuane, aunque debo decir que me sorprende veros en su compañía. Particularmente considerando la oferta que acabáis de hacer.
Vaya, de modo que ahora era Cadsuane a secas, ¿verdad? Con todo, lamentó que fuera preciso derrumbar a Aleis. Dirigía bien Far Madding, pero quizá no se recobraría nunca de esta noche.
—¿Estás olvidando qué más ocurrió hoy, Aleis? Alguien encauzó dentro de la ciudad.
De nuevo las Consiliarias rebulleron, y los ceños preocupados arrugaron más de una frente.
—Una aberración. —La frialdad había desaparecido de la voz de Aleis, siendo reemplazada por la ira y, tal vez, un atisbo de miedo. Sus ojos brillaron sombríamente—. Quizá los guardianes cometieron un error. Ninguna persona a la que se interrogó vio nada que sugiriera que…
—Incluso lo que creemos que es perfecto puede tener fisuras, Aleis. —Cadsuane absorbió saidar de su propio Pozo en una pequeña cantidad. Tenía práctica; el pequeño colibrí de oro no podía contener ni de lejos tanto como el cinturón de Nynaeve—. Las fisuras pueden pasar inadvertidas durante siglos hasta que se descubren. —El flujo de Aire que tejió fue justo lo suficiente para alzar la diadema incrustada de gemas de la cabeza de Aleis y dejarla sobre la alfombra delante de los pies de la mujer—. Pero una vez que se descubren, parece que cualquiera que busque puede encontrarlas.
Trece pares de ojos desorbitados miraban fijamente la diadema. Todas las Consiliarias parecían paralizadas, respirando apenas.
—Más que fisuras, una puerta de un granero, a mi entender —dijo Damer—. Creo que queda más bonita sobre vuestra cabeza.
El brillo del Poder envolvió de repente a Nynaeve, y la diadema voló hacia Aleis, frenándose en el último instante para colocarse suavemente sobre la pálida frente en lugar de romperle la cabeza. Sin embargo, la luz del saidar no desapareció alrededor de la muchacha. Bueno, que vaciase su Pozo, si quería.
—¿Será…? —Aleis tragó saliva; pero, cuando continuó, su voz sonaba quebrada—. ¿Será suficiente con que os lo entreguemos? —Si se dirigía a Cadsuane o a los Asha’man no quedó claro, quizá ni siquiera para ella.
—Creo que sí —repuso sosegadamente Cadsuane, y Aleis se tambaleó como una marioneta a la que se le aflojan las cuerdas.
A pesar de la conmoción experimentada por el hecho de haber visto encauzar ante sus propios ojos, las otras Consiliarias intercambiaron miradas interrogantes entre sí. Los ojos se clavaron en Aleis, las expresiones se tornaron más firmes y hubo intercambio de cabeceos. Cadsuane respiró hondo. Había prometido al chico que cualquier cosa que hiciera sería por su bien, no por el de la Torre ni por el de nadie más, y ahora había echado abajo a una buena mujer por el bien del chico.
—Lo lamento mucho, Aleis —dijo. «Estás acumulando ya una gran deuda, muchacho», pensó.