35 Con los Choedan Kal

Rand cabalgó a través del ancho puente de piedra que conducía hacia el norte desde la puerta de Caemlyn, sin mirar atrás. El sol era una pálida bola dorada que empezaba a asomar por el horizonte en un cielo despejado, pero el aire era lo bastante frío para que el aliento se tornara vaho, y el viento del lago zarandeaba su capa. No sentía el frío, salvo como algo distante y que en realidad no le concernía. Él era más frío de lo que podría ser cualquier invierno. Los guardias que habían ido a sacarlo de la celda la noche anterior se sorprendieron de encontrarlo con una leve sonrisa curvándole la boca. Nynaeve había Curado sus contusiones utilizando el último saidar del cinturón, pero aun así el oficial tocado con yelmo que salió a la calzada, al pie del puente, un hombre fornido y de aspecto rudo, dio un respingo al verlo, como si su cara siguiera hinchada y llena de moretones.

Cadsuane se inclinó en la silla para hablar unas cuantas palabras en voz baja y le tendió al oficial un papel doblado. El hombre frunció el entrecejo y empezó a leer, tras lo cual alzó bruscamente la cabeza para mirar sorprendido a los hombres y mujeres que esperaban pacientemente en los caballos detrás de ella. Empezó de nuevo en el encabezado de la página y leyó moviendo los labios, como si quisiera estar seguro de cada palabra, y no era de extrañar. Firmada y sellada por las trece Consiliarias, la orden decía que no se debía realizar inspección en los nudos de paz ni registrar los animales de carga. Los nombres de ese grupo tenían que borrarse de los libros de registro, y la propia orden había que quemarla. Nunca habían ido a Far Madding. Ni Aes Sedai, ni Atha’an Miere, ni ninguno de ellos.

—Ya acabó, Rand —le dijo suavemente Min, que había acercado la resistente yegua castaña al castrado gris, a pesar de que ya estaba tan cerca de él como Nynaeve de Lan. La antigua Zahorí había Curado las contusiones de Lan y un brazo roto antes de que atendiera a Rand. El rostro de Min reflejaba la preocupación que fluía a través del vínculo. Dejando que el aire hiciera ondear su capa, le dio unas palmaditas en el brazo—. No tienes que pensar más en ello.

—Estoy agradecido a Far Madding, Min. —Su voz sonaba carente de emoción, distante, como lo había sido cuando asía el saidin al principio. Le habría dado un tono más cálido para ella, pero eso parecía estar fuera de su alcance—. Realmente encontré aquí lo que necesitaba. —Si una espada tuviera memoria, podría estar agradecida al fuego de la forja, pero jamás le tendría aprecio. Cuando les indicaron que siguieran adelante, Rand puso al castrado a medio galope por la calzada de tierra apelmazada, en dirección a las colinas, y ni siquiera miró hacia atrás una sola vez hasta que los árboles ocultaron por completo la ciudad.

La calzada ascendía sinuosa a través de arboladas colinas en las que sólo los pinos y los cedros conservaban el color verde, mientras que las ramas del resto aparecían desnudas y grises; de repente la Fuente volvió de nuevo, percibida justo un poco más allá del rabillo del ojo. Palpitaba y lo llamaba y lo llenaba con el ansia de un hambriento. Sin pensarlo, Rand se abrió a ella y colmó el vacío de su interior con saidin, una avalancha de fuego, una tormenta de hielo, todo impregnado con la sucia mácula que hacía que la herida más grande de su costado palpitara. Se tambaleó en la silla cuando la cabeza le dio vueltas, y el estómago se le revolvió mientras todavía luchaba para resistir a la avalancha que intentaba consumir su mente, alzarse por encima de la tormenta que trataba de corroer su alma. No había perdón ni piedad en la mitad masculina del Poder. Un hombre lo combatía o moría. Podía sentir a los tres Asha’man que iban detrás llenarse también, bebiendo el saidin como quien acaba de salir del Yermo y encuentra agua. Dentro de su cabeza, Lews Therin suspiró con alivio.

Min arrimó su montura a él tanto que sus piernas se tocaron.

—¿Te encuentras bien? —preguntó, preocupada—. Pareces enfermo.

—Estoy tan fresco como agua de lluvia —contestó, y la mentira no se refería sólo a su estómago. Era acero y, para su sorpresa, aún no lo bastante duro. Había intentado mandarla a Caemlyn con Alivia, para que la protegiera. Si la mujer rubia iba a ayudarlo a morir, entonces tenía que ser capaz de confiar en ella. Había planeado lo que iba a decir; pero, al mirar los oscuros ojos de Min, no fue lo bastante duro para obligar a su lengua a que pronunciara las palabras. Desvió al castrado gris entre los árboles de ramas desnudas y se dirigió a Cadsuane volviendo la cabeza hacia atrás—. Éste es el sitio.

Ella lo siguió, claro. Todos lo hicieron. Harine apenas lo había perdido de vista el tiempo suficiente para dormir unas pocas horas la noche anterior. Rand la habría dejado atrás, pero respecto a ese asunto Cadsuane le había dado su primer consejo: «Hiciste un trato con ellos, chico, que es lo mismo que firmar un tratado. O dar tu palabra. Cúmplela o diles que el trato queda roto. En caso contrario, no serías más que un ladrón». Directa, sin andarse por las ramas, y en un tono que no dejaba duda respecto a su opinión sobre los ladrones. Él no había prometido en ningún momento seguir sus consejos, pero la mujer se mostraba tan reacia a ser su consejera que no quería arriesgarse a que se apartara de él, así que la Señora de las Olas y los otros dos miembros de los Marinos cabalgaban junto a Alivia, delante de Verin y de otras cinco Aes Sedai que le habían jurado lealtad, y de cuatro que eran compañeras de Cadsuane. Seguro que ésta lo dejaría antes a él que a ellas; sí, seguro que lo haría.

A los ojos de cualquier otra persona, no había nada que distinguiera el lugar donde había excavado antes de ir a Far Madding. A los suyos, una fina línea que brillaba como una linterna se alzaba a través del húmedo mantillo del suelo del bosque. Incluso otro hombre capaz de encauzar podría haber caminado a través de aquella línea sin saber que estaba allí. No se molestó en desmontar. Utilizó flujos de Aire para apartar la gruesa capa de hojas y ramitas podridas y abrir la húmeda tierra hasta dejar al aire un bulto estrecho y alargado, atado con cordones de cuero. Los terrones de tierra siguieron adheridos al trozo de tela que la envolvía mientras hacía flotar hacia su mano a Callandor. No se había atrevido a llevar el arma a Far Madding. Sin una vaina, habría tenido que dejarla en el fortín del puente, cual una peligrosa bandera que esperara a anunciar su presencia. No parecía probable que se encontrara en el mundo otra espada hecha de cristal, y mucha gente sabía que el Dragón Renacido tenía una. Y, aun habiéndola dejado allí, en el bosque, había acabado metido en un agujero oscuro y reducido de piedra en el que… No. Eso ya había quedado atrás, había terminado. Se acabó. Lews Therin jadeó en los recovecos de su mente.

Sujetó a Callandor en la cincha de la silla e hizo volver grupas al caballo para mirar a los demás. Los caballos mantenían las colas pegadas contra las patas por el viento, pero de vez en cuando uno de ellos pateaba el suelo con un casco o agitaba la cabeza, impaciente por reanudar la marcha después de la larga estancia en los establos. La bolsa de cuero que llevaba Nynaeve colgada al hombro resultaba casi incongruente con todos los enjoyados ter’angreal que se había puesto. Ahora que se acercaba el momento, la mujer acariciaba la abultada bolsa, sin que aparentemente se diera cuenta de que lo hacía. Intentaba ocultar su miedo, pero la barbilla le temblaba. Cadsuane lo miraba con gesto impasible. La capucha había resbalado hacia atrás, y a veces una ráfaga de viento más fuerte que las otras zarandeaba los pájaros y peces dorados, las estrellas y las lunas que colgaban de su moño.

—Voy a quitar la mácula que infecta la mitad masculina de la Fuente —anunció.

Los tres Asha’man, vestidos ahora con chaquetas y capas oscuras como los demás Guardianes, intercambiaron miradas excitadas, pero entre las Aes Sedai hubo una reacción que se extendió como una oleada. Nesune soltó una exclamación ahogada, tan profunda que no parecía propia de la esbelta hermana con aspecto de pájaro. La expresión de Cadsuane no varió un solo instante.

—¿Con qué? —preguntó mientras enarcaba la ceja en un gesto escéptico al dirigir la mirada hacia el envoltorio que Rand llevaba en la cincha.

—Con los Choedan Kal —contestó. Ese nombre era otro regalo de Lews Therin y ahora residía en la mente de Rand como si hubiese estado siempre allí—. Los conocéis como enormes estatuas, sa’angreal; uno de ellos está enterrado en Cairhien, y el otro en Tremalking. —Al oír el nombre de la isla de los Marinos, Harine levantó bruscamente la cabeza, de manera que los medallones dorados de la cadena que unía la nariz a una oreja tintinearon—. Son demasiado grandes para moverlos sin dificultad, pero tengo un par de ter’angreal que se llaman llaves de acceso. Utilizándolos, los Choedan Kal se pueden «abrir» desde cualquier parte del mundo.

«Muy peligroso —gimió Lews Therin—. Una locura». Rand no hizo caso. De momento, sólo importaba Cadsuane.

El zaino de la Aes Sedai agitó una oreja negra, con lo que pareció más excitado que su amazona.

—Uno de esos sa’angreal está hecho para una mujer —adujo fríamente—. ¿Quién propones que lo utilice? ¿O es que esas llaves te permiten hacer uso de ambas por ti mismo?

—Nynaeve se coligará conmigo. —Confiaba en Nynaeve para coligarse, y en nadie más. Era Aes Sedai, pero había sido la Zahorí de Campo de Emond; tenía que confiar en ella. La mujer le sonrió y asintió firmemente; la barbilla había dejado de temblarle—. No intentéis impedírmelo, Cadsuane.

Ella no dijo nada, sólo lo observó atentamente con sus oscuros ojos, sopesándolo y tomándole la medida.

—Perdona, Cadsuane —intervino Kumira, rompiendo el silencio, y taconeando su rodado para adelantarse—. Joven, ¿has considerado la posibilidad del fracaso? ¿Has considerado las consecuencias del fracaso?

—Esa misma pregunta hago yo —manifestó secamente Nesune, sentada muy derecha en la silla; sus oscuros ojos sostuvieron la mirada de Rand sin vacilar—. Por todo lo que he leído, la tentativa de utilizar esos sa’angreal puede conducir al desastre. Juntos pueden ser lo bastante fuertes para resquebrajar el mundo como un huevo.

«¡Como un huevo! —convino Lews Therin—. Nunca se probaron, nunca se comprobaron. ¡Esto es demencial! —chilló—. ¡Estás loco! ¡Loco!»

—Según mis últimas informaciones —respondió Rand a las hermanas—, un Asha’man de cada cincuenta se ha vuelto loco y ha habido que abatirlo como a un perro rabioso. A estas alturas habrá habido más. Existe un riesgo en hacer esto, pero es una mera posibilidad. La única certeza es que, si no lo intento, más y más hombres perderán la razón, puede que veintenas, quizá todos nosotros, y antes o después serán demasiados para acabar fácilmente con ellos. ¿Os gustaría esperar a la Última Batalla con un centenar de rabiosos Asha’man merodeando por ahí, o doscientos o quinientos? ¿Y tal vez siendo yo uno de ellos? ¿Cuánto tiempo sobreviviría el mundo a eso? —Se dirigió a las dos Marrones, pero era a Cadsuane a la que observaba. Los ojos casi negros de la mujer no se apartaron de él un solo momento. Necesitaba conservarla a su lado; pero, si intentaba hacerlo cambiar de opinión, rechazaría su consejo, fueran cuales fueren las consecuencias. ¿Y si intentaba impedírselo…? El saidin rugía embravecido dentro de él.

—¿Lo llevarás a cabo aquí? —preguntó la Aes Sedai.

—En Shadar Logoth —contestó Rand, y ella asintió.

—Un lugar apropiado —dijo—, si es que vamos a correr el riesgo de destruir el mundo.

Lews Therin gritó; fue un aullido que retumbó en el cráneo de Rand hasta apagarse paulatinamente a medida que la voz huía a los más recónditos recovecos de su mente. Sin embargo, no había dónde esconderse. No había ningún lugar donde estar a salvo.

El acceso que tejió no se abría dentro de la ciudad en ruinas de Shadar Logoth, sino en la cima irregular de una colina escasamente arbolada, unos cuantos kilómetros al norte, donde los cascos de los caballos repicaron sobre el pedregoso terreno, sin apenas vegetación, con contados árboles pelados de hojas y cubierto en algunas zonas con parches de nieve. Mientras Rand desmontaba, atrajo su mirada la imagen lejana del lugar antaño llamado Aridhol, asomando por encima de las copas de los árboles; torres que terminaban bruscamente en piedras resquebrajadas y cúpulas blancas con forma de bulbo que habrían albergado un pueblo entero de haber estado completas. No miró mucho tiempo. A despecho del cielo matinal despejado, aquellas pálidas cúpulas no brillaban como habría sido de esperar; era como si algo arrojase una sombra sobre las extensas ruinas. Incluso a esa distancia de la ciudad, la segunda herida sin curar del todo en su costado había empezado a darle suaves punzadas. La cuchillada propinada por la daga de Padan Fain, que procedía de Shadar Logoth, no palpitaba a la par con la herida más grande sobre la que se extendía de través, sino más bien contra ella, superponiéndose.

Como era de esperar, Cadsuane se puso al mando dando secas órdenes. Ya fuera de un modo u otro, las Aes Sedai siempre lo hacían si se les daba la menor oportunidad, y Rand no intentó impedírselo. Lan, Nethan y Bassane siguieron montados y descendieron hasta internarse en el bosque, para vigilar, y los otros Guardianes retiraron presurosos los caballos y los ataron a ramas bajas. Min se alzó sobre los estribos y tiró de la cabeza de Rand para llegar a besarle los ojos. Sin pronunciar palabra, se marchó para unirse a los hombres con los caballos. El vínculo rebosaba de amor, de una seguridad y una confianza tan plenas en él que la siguió con la mirada, sorprendido.

Eben se acercó a coger el caballo de Rand, sonriendo de oreja a oreja. Junto con su nariz, aquellas orejas parecían formar la mitad de su cara, pero ahora era un joven esbelto más que desgarbado.

—Será maravilloso encauzar sin la infección, milord Dragón —dijo excitado. Rand creía que Eben debía de tener unos diecisiete años, pero al hablar parecía más joven—. Siempre hace que me den ganas de vomitar, si lo pienso. —Se alejó trotando con el zaino, sonriendo todavía.

El Poder rugía violentamente dentro de Rand, y la infección que empañaba la pura vida del saidin se filtraba en su interior como malolientes riachuelos que portaban la locura y la muerte.

Cadsuane reunió a las Aes Sedai a su alrededor, así como a Alivia y a la Detectora de Vientos de los Marinos. Harine rezongó de manera audible sobre ser excluida hasta que un dedo de Cadsuane, señalando, la indujo a cruzar a zancadas la cima de la colina. Moad, con su extraña chaqueta azul acolchada, condujo a Harine hasta un afloramiento rocoso y la ayudó a sentarse, tras lo cual empezó a hablarle en tono apaciguador, bien que sus ojos no dejaban de vigilar los árboles de alrededor; su mano se desvió hasta la larga empuñadura de marfil de su espada. Jahar apareció por la dirección hacia la que habían llevado los caballos; iba quitando el trapo que envolvía Callandor. La espada de cristal, con la larga y transparente empuñadura y la hoja ligeramente curvada, centelleó con la pálida luz del sol. A un gesto imperioso de Merise, el joven apretó el paso para reunirse con ella. También estaban Damer y Eben en aquel grupo. Cadsuane había pedido que no se utilizara Callandor, eso podía pasarse. De momento, sí.

—¡Esa mujer acabaría hasta con la paciencia de una piedra! —rezongó Nynaeve mientras se acercaba a Rand. Con una mano sujetaba firmemente la correa de la bolsa cargada al hombro, mientras que con la otra asía con igual firmeza la gruesa trenza que asomaba debajo de la capucha—. ¡A la Fosa de la Perdición con ella, es lo que yo digo! ¿Seguro que Min no puede estar equivocada esta vez? Bueno, supongo que no. ¡Pero aun así…! ¿Quieres dejar de sonreír de ese modo? ¡Pondrías nervioso hasta a un gato!

—Podríamos empezar ya —contestó Rand, y ella parpadeó.

—¿No deberíamos esperar a Cadsuane?

Nadie habría imaginado que un momento antes protestaba a causa de la Aes Sedai. Si acaso, cualquiera pensaría que su tono denotaba el deseo de no incomodarla.

—Ella hará lo que tenga que hacer, Nynaeve. Con tu ayuda, yo haré lo que tengo que hacer.

La antigua Zahorí siguió vacilando, apretando la bolsa contra el pecho y echando miradas preocupadas hacia las mujeres reunidas alrededor de Cadsuane. Alivia se alejó del grupo y corrió hacia ellos por el desnivelado terreno, sujetándose la capa con las dos manos.

—Cadsuane dice que yo he de tener los ter’angreal, Nynaeve —anunció con aquel acento suave que arrastraba las vocales—. Vamos, no discutas, no es momento para eso. Además, a ti no te servirán de nada si vas a estar coligada con él.

Esta vez, la mirada que Nynaeve lanzó hacia las mujeres fue casi asesina, pero se quitó anillos y brazales mientras mascullaba entre dientes, y le tendió también el cinturón enjoyado y el collar a Alivia. Al cabo de un momento, suspiró y se desabrochó el peculiar brazalete que se conectaba con los anillos por cadenitas planas.

—Coge esto también. Supongo que no necesito un angreal si voy a utilizar el sa’angreal más poderoso que se ha creado. Pero quiero que se me devuelvan, ¿entendido? —terminó, ferozmente.

—No soy una ladrona —replicó, remilgada, la mujer de ojos de halcón mientras se ponía los anillos en los dedos de la mano izquierda. Curiosamente, el angreal que se ajustaba tan bien a Nynaeve encajó en su mano, más grande, con igual facilidad. Las dos mujeres miraron el objeto de hito en hito.

A Rand se le ocurrió entonces que ninguna de ellas había mencionado la posibilidad de que él pudiera fallar. Deseó tener tanta seguridad como ellas. Sin embargo, lo que debía hacerse tenía que hacerse.

—¿Vas a esperar todo el día, Rand? —preguntó Nynaeve cuando Alivia regresó junto a Cadsuane, aún más deprisa de lo que había ido. Alisando la capa debajo, Nynaeve se sentó en una piedra gris, del tamaño de un banco pequeño, puso la bolsa sobre su regazo y abrió la solapa de cuero.

Rand se acomodó en el suelo delante de ella, cruzado de piernas, mientras Nynaeve sacaba las dos llaves de acceso, unas estatuillas blancas, pulidas, de un palmo de altura, cada una de las cuales sostenía una esfera transparente en la mano alzada. La figura de un hombre barbudo, con túnica, se la tendió a él. La de una mujer con vestiduras semejantes la colocó en el suelo, a sus pies. Los rostros de ambas figuras eran serenos, firmes y con la sabiduría de los años.

—Debes llegar justo al punto de abrazar la Fuente —lo instruyó a Rand al tiempo que se alisaba la falda, que en realidad no necesitaba de ello—. Entonces podré coligarme contigo.

Con un suspiro, Rand dejó en el suelo la estatuilla del hombre barbudo y soltó el saidin. Desapareció la rugiente avalancha de fuego y hielo, y con ella la infección untuosa; también pareció que la vida perdía intensidad, convirtiendo el mundo en un lugar desdibujado y monótono. Apoyó las manos en el suelo, en previsión del mareo que se apoderaría de él cuando volviera a asir la Fuente, pero fue un mareo distinto el que de repente hizo que le diese vueltas la cabeza. Durante un instante la vaga imagen de un rostro apareció ante sus ojos, ocultando el de Nynaeve; la cara de un hombre, casi reconocible. Luz, si aquello ocurría mientras asía el saidin… Nynaeve se inclinó hacia él; la preocupación se dibujaba en su semblante.

—Ya —dijo Rand, y buscó el contacto con la Fuente a través de la figurilla del hombre barbudo, aunque sin llegar a asirla. Se quedó justo al borde de hacerlo, deseando aullar de dolor cuando las lenguas llameantes parecieron achicharrarlo mientras ululantes vientos le clavaban partículas de arena helada en la piel. Al ver a Nynaeve hacer una inhalación rápida comprendió que sólo llevaba así unos instantes, por más que le parecía estar soportándolo durante horas…

El saidin fluyó a través de él, toda la abrasadora furia y el hielo arrasador, toda la infección, y no podía controlar ni un flujo fino como un cabello. Pudo ver el flujo pasando de él a Nynaeve, lo sintió bullir, hirviente, notó las corrientes traicioneras y el fondo inestable que podían destruirlo en un abrir y cerrar de ojos. Sentir aquello sin poder luchar ni controlarlo era en sí una agonía. De repente se dio cuenta de percibir a Nynaeve de un modo muy parecido a como percibía a Min, pero en lo único que era capaz de pensar era en el saidin que fluía a través de él, incontrolable.

La mujer inhaló aire, temblorosa.

—¿Cómo puedes aguantar… eso? —preguntó con voz enronquecida—. Todo caos, furia y muerte. Bien, debes intentar con todas tus fuerzas controlar los flujos mientras yo… —Desesperado por recobrar el equilibrio en aquella inacabable batalla contra el saidin, Rand hizo lo que le decía—. Se suponía que tenías que esperar hasta que yo… —empezó ella furiosa, y después siguió en tono simplemente irritado—: Bien, al menos me he librado de eso. ¿Por qué me miras tan sorprendido? ¡Soy yo a la que le han arrancado la piel!

—El saidar —murmuró él, maravillado. Era tan… diferente.

Junto a la tumultuosa avalancha del saidin, el saidar era una plácida corriente que fluía con suavidad. Se sumergió en ella, y de repente se encontró debatiéndose contra corrientes que intentaban arrastrarlo más y más, con remolinos que trataban de tirar de él hacia el fondo. Cuando más se debatía, más fuertes se volvían los flujos. Sólo había transcurrido un instante desde que había intentado controlar el saidar y ya se sentía como si se hundiera en él, arrastrado hacia la eternidad. Nynaeve le había dicho lo que tenía que hacer, pero le parecía tan extraño que realmente no lo había creído hasta ese momento. Merced a un esfuerzo, se obligó a dejar de luchar contra las corrientes, y con igual instantaneidad el río volvió a ser una corriente tranquila.

Ésa era la primera dificultad, luchar contra el saidin mientras se rendía al saidar. La primera dificultad y la primera clave de lo que tenía que hacer. Las mitades masculina y femenina de la Fuente Verdadera eran semejantes y disparejas; se atraían y repelían, luchando entre sí al mismo tiempo que trabajaban juntas para impulsar la Rueda del Tiempo. La infección de la mitad masculina también tenía su igual opuesta. La herida que le había infligido Ishamael palpitaba al mismo compás que la infección, mientras que la otra, ocasionada por la daga de Fain, marcaba el contrapunto al ritmo del mal que había acabado con Aridhol.

Torpemente, obligándose a actuar sin brusquedad y a usar la inmensa y desconocida fuerza propia del saidar para dirigirla como deseaba, tejió un conducto que tocó la mitad masculina de la Fuente por un extremo y la lejana ciudad con el otro. El conducto tenía que ser del saidar no contaminado. Si esto funcionaba como él esperaba, un tubo de saidin se rompería en pedazos cuando la infección empezara a adherirse a él, corroyéndolo. Pensaba en ello como en un tubo, aunque no lo era. El tejido no se formó en absoluto como había esperado que lo hiciera. Como si el saidar tuviese voluntad propia, el tejido creó vueltas y espirales que le hicieron recordar una flor. No se veía nada, no surgieron espectaculares tejidos descendiendo desde el cielo. La Fuente se encontraba en el centro de la creación. La Fuente se hallaba en todas partes, incluso en Shadar Logoth. El conducto salvaba distancias que escapaban a su imaginación y, al mismo tiempo, no tenía longitud alguna. Tenía que ser un conducto, fuese cual fuese su apariencia. Si no lo era…

Absorbió saidin, combatiéndolo, dominándolo en la mortal danza que tan bien conocía, y lo obligó a entrar por el florido tejido de saidar. Y el saidin fluyó a través de éste. Saidin y saidar, iguales y distintos, no podían mezclarse. El flujo de saidin se contraía, apartándose del envolvente saidar, y éste lo empujaba desde todas direcciones, comprimiéndolo más y más, haciendo que el flujo fluyera más deprisa. Puro saidin —puro a excepción de la infección— tocó Shadar Logoth.

Rand frunció el entrecejo. ¿Se habría equivocado? No ocurría nada. Salvo… Las heridas de su costado parecían latir más y más deprisa. En medio de la tormenta de fuego y la furia de hielo que era el saidin, parecía que la mácula rebullía y se movía. Sólo un ligero movimiento que habría podido pasar inadvertido si no hubiese estado esforzándose en descubrir algún cambio. Una ligera agitación en medio del caos, pero todo en la misma dirección.

—Adelante —urgió Nynaeve. Los ojos le brillaban como si el mero hecho de tener el flujo del saidar dentro de ella fuera gozo suficiente.

Rand absorbió más de ambas mitades de la Fuente, fortaleciendo el conducto al tiempo que obligaba a entrar más saidin a través de él, absorbió del Poder hasta que no quedó nada que pudiese hacer para absorber más. Deseaba gritar cuánto fluía a través de él, tanto que parecía que no existía más, sólo el Poder Único. Oyó a Nynaeve gemir, pero el mortífero combate que sostenía con el saidin lo consumía.


Toqueteando el anillo de la Gran Serpiente, que llevaba en el índice de la mano izquierda, Elza observaba fijamente al hombre al que había jurado lealtad. Estaba sentado en el suelo, severo el gesto, mirando ante sí como si no viera a la espontánea Nynaeve, sentada justo delante de él, brillando como el sol. Quizá no podía. Elza sentía el saidar fluyendo en torrentes inimaginables a través de Nynaeve. Todas las hermanas de la Torre juntas habrían podido reunir sólo una fracción de aquel océano. Envidiaba por ello a la espontánea, y al mismo tiempo pensaba que podría haberse vuelto loca de puro placer. A despecho del frío, el rostro de Nynaeve estaba perlado de sudor; tenía los labios entreabiertos, y sus ojos miraban al vacío, más allá del Dragón Renacido, con éxtasis.

—No tardará en empezar, me temo —anunció Cadsuane. Dio la espalda a la pareja sentada, se puso en jarras y recorrió con una mirada penetrante la cumbre de la colina—. Sentirán eso en Tar Valon y puede que incluso al otro lado del mundo. Todo el mundo a sus puestos.

—Vamos, Elza —dijo Merise, a la que rodeaban el brillo del saidar.

Elza se dejó conducir a la coligación con la hermana de rostro serio, pero dio un respingo cuando Merise incorporó a su Guardián Asha’man al círculo. Era muy atractivo, pero la espada de cristal que tenía en las manos emitía una suave luz y Elza pudo percibir el increíble y bullente tumulto que debía de ser el saidin. Aun cuando Merise controlaba los flujos, la infección del saidin revolvió el estómago a Elza. Era un montón de estiércol pudriéndose en mitad de un caluroso verano. La otra Verde era una mujer encantadora a pesar de su seriedad, pero sus labios también se apretaron como los de Elza por el esfuerzo de contener las ganas de vomitar.

Por toda la cumbre de la colina se formaban círculos, Sarene y Corele coligadas con el hombre mayor, Flinn, y Nesune, Beldeine y Daigian con el muchacho, Hopwil. Verin y Kumira hicieron incluso un círculo con la espontánea Atha’an Miere, quien, de hecho, era muy fuerte, y hacía falta todo el mundo. Tan pronto como los círculos se formaban, se marchaban de la cumbre, y cada uno desaparecía entre los árboles en una dirección distinta. Alivia, la peculiarísima espontánea que no parecía tener otro nombre, se encaminó hacia el norte, con la capa ondeando tras ella y envuelta por el brillo del saidar. Una mujer muy perturbadora, con aquellas pequeñas arrugas alrededor de los ojos, e increíblemente fuerte. Elza habría dado cualquier cosa por tener en sus manos aquellos ter’angreal que llevaba la mujer.

Alivia y los tres círculos proporcionarían una defensa circular si llegaba el caso, pero donde más hacía falta era allí, en la cumbre de la colina. Había que proteger al Dragón Renacido costara lo que costara. Esa tarea, por supuesto, se la había reservado para sí misma Cadsuane, pero el círculo de Merise también se quedaría allí. Cadsuane debía de tener un ter’angreal propio a juzgar por la cantidad de saidar que estaba absorbiendo, más que Merise y Elza juntas; mas, aun así, palidecía en comparación con el que fluía a través de Callandor.

Elza miró hacia el Dragón Renacido y respiró profundamente.

—Merise, sé que no debería preguntar, pero, ¿puedo combinar yo los flujos?

Esperaba tener que suplicar, pero la mujer más alta vaciló sólo un instante antes de asentir y pasarle el control. Casi de inmediato, los labios de Merise se suavizaron, aunque nunca se los podría describir así. Fuego y hielo e infección hinchieron a Elza, y la mujer se estremeció. Costara lo que costara, el Dragón Renacido tenía que estar presente en la Última Batalla. Costara lo que costara.


Barmellin conducía su carro por la nevada calzada a Tremonsien y se preguntaba si la vieja Maglin de Los Nueve Anillos pagaría lo que él quería por el brandy de ciruela que llevaba en el carro. No era optimista al respecto. Maglin era agarrada con la plata, vaya que sí lo era; el brandy no era muy bueno y, tan adelantado el invierno, quizá preferiría esperar hasta la primavera para conseguir otro mejor. De repente cayó en la cuenta de que el día parecía más luminoso, casi como un mediodía estival en lugar de una mañana invernal. Lo más extraño era que el fulgor parecía venir del inmenso agujero que había junto a la calzada, donde los obreros de la ciudad habían estado excavando hasta el año anterior. Se suponía que allí abajo había una estatua monstruosa, pero a él nunca le había interesado lo suficiente para echar una ojeada.

Ahora, casi en contra de su voluntad, frenó la fornida yegua y, bajando del carro, caminó con trabajo por la nieve hasta el borde de la depresión. Éste tenía cien pasos de profundidad y diez veces más de punta a punta, y Barmellin tuvo que resguardarse con las manos para protegerse del resplandor que surgía del fondo. Entrecerró los ojos y, a través de los dedos, distinguió una esfera rutilante, como un segundo sol. De pronto se le ocurrió que aquello debía de ser el Poder Único.

Con un grito estrangulado, retrocedió a trompicones por la nieve hasta el carro, trepó a él y azotó con las riendas a Nisa para que se moviera, al tiempo que tiraba hacia un lado para que diese media vuelta, de regreso a su granja. Iba a quedarse en casa y a beberse aquel brandy él. Hasta la última gota.


Timna caminaba absorta en sus pensamientos y apenas reparaba en los campos en barbecho que cubrían todas las laderas de las colinas del entorno excepto una. Tremalking era una isla grande, y a esta distancia del mar el viento no llevaba ni el menor indicio de sal, si bien lo que la preocupaba eran los Atha’an Miere. Rehusaban la Filosofía del Agua, y sin embargo ella era una de las Guías elegidas para protegerlos de sí mismos, si era posible. Eso era muy difícil ahora, estando todos alborotados con el tal Coramoor. Muy pocos quedaban en la isla; incluso los Gobernadores, siempre inquietos por hallarse lejos del mar, como les ocurría a los Atha’an Miere, habían zarpado en cualquier embarcación que habían podido encontrar para ir en su busca.

De repente, la única colina que no estaba arada atrajo su mirada. Una gran mano de piedra sobresalía del suelo, asiendo una esfera cristalina tan grande como una casa. Y aquella esfera brillaba como un glorioso sol de verano.

Olvidándose por completo de los Atha’an Miere ausentes, Timna se recogió la capa y tomó asiento en el suelo, sonriendo al pensar que quizás estaba a punto de ver cumplirse la profecía y el final de la Ilusión.

—Si realmente eres uno de los Elegidos, te serviré —dijo, dubitativo, el hombre de barba que estaba ante Cyndane, pero ésta no oyó qué más tenía que decir.

Podía sentirlo. Esa gran cantidad de saidar absorbida en un punto era un faro que cualquier mujer del mundo que pudiese encauzar podría percibir y localizar. Así que él había encontrado a una mujer para utilizar la otra llave de acceso. Ella se habría enfrentado al Gran Señor —¡al propio Creador!— junto a él. Habría compartido el poder con él, le habría dejado gobernar el mundo a su lado. ¡Y él había desdeñado su amor, la había desdeñado a ella!

El necio que le hablaba parloteando sin cesar era importante tal y como contaban esas cosas en aquel momento, pero no tenía tiempo de asegurarse de si era o no digno de confianza, y, sin eso, no podía dejar que parloteara, sobre todo cuando podía sentir la mano de Moridin acariciando la cour’souvra que encerraba su alma. Un flujo de Aire, afilado como una cuchilla, partió en dos la barba del tipo al tiempo que le cortaba la cabeza. Otro flujo empujó el cuerpo hacia atrás para que el chorro de sangre que brotó del cuello no le salpicara el vestido. Antes de que cuerpo y cabeza tocaran el suelo, ella había abierto un acceso. Un faro hacia el que podía señalar, que la llamaba.

Mientras entraba en el ondulado terreno boscoso, donde parches de nieve cubrían el suelo bajo las ramas, desnudas a excepción de las colgantes y marchitas lianas de enredaderas, se preguntó adónde la habría conducido aquel faro. No importaba. El faro brilla al sur de su posición, suficiente saidar para destruir un continente de golpe. Él estaría allí; él y quienquiera que fuera la mujer con la que la había traicionado. Con precaución, absorbió Poder para tejer una trama destinada a la muerte de ese hombre.


Rayos como Cadsuane no había visto jamás se descargaban de un cielo sin nubes; no eran relámpagos zigzagueantes sino lanzas de luz azul plateada que caían sobre la cumbre de la colina donde se encontraba, pero que en cambio chocaban contra el escudo invertido que ella había tejido, y estallaban con un estruendo ensordecedor quince metros por encima de su cabeza. Incluso dentro del escudo el aire crepitaba, y Cadsuane sentía el cabello erizado. Sin la ayuda del angreal prendido de su moño, y que tenía cierto aspecto de alcaudón, no habría sido capaz de mantener el escudo alzado.

Otro pájaro dorado, una golondrina, colgaba de su mano por la fina cadena.

—Allí —dijo, señalando en la dirección en que el pájaro parecía estar volando. Lástima no saber a qué distancia se había encauzado el Poder ni si era un hombre o una mujer, pero tendría que conformarse con la dirección. Esperaba que no hubiera… contratiempos. Los suyos también se encontraban en aquella dirección. Si la advertencia llegaba con un ataque, sin embargo, entonces no había lugar a dudas.

Tan pronto como la palabra salió de su boca, un chorro de llamas estalló en el bosque, seguido de un segundo y un tercero, que trazaron una línea irregular hacia el norte. Callandor relucía como el fuego en las manos del joven Jahar. Sorprendentemente, por la intensa concentración reflejada en el rostro de Elza y el modo en que la mujer aferraba la falda con las manos crispadas, era ella la que dirigía aquellos flujos.

Merise agarró un puñado del negro cabello del joven y le sacudió suavemente la cabeza.

—Firme, precioso mío —murmuró—. Oh, firme, mi encantador y fuerte muchacho.

Él le sonrió; fue una sonrisa deslumbrante. Cadsuane hizo un leve gesto de sorpresa. Entender la relación de cualquier hermana con su Guardián era difícil, en especial entre las Verdes, pero era incapaz de imaginar siguiera qué pasaba entre Merise y sus chicos.

No obstante, su atención estaba puesta realmente en otro chico. Nynaeve se mecía y gemía por el éxtasis de tan increíble cantidad de saidar fluyendo a través de ella, pero Rand permanecía sentado como una roca, con el sudor corriéndole por la cara. Sus ojos eran dos zafiros pulidos, sin expresión. ¿Sería consciente siquiera de lo que estaba ocurriendo a su alrededor?

La golondrina giró en su cadena, colgada de la mano de Cadsuane.

—Allí —señaló, apuntando hacia las ruinas de Shadar Logoth.


Rand había dejado de ver a Nynaeve. No podía ver nada, no podía sentir nada. Nadaba en agitados mares de fuego, caminaba a trompicones entre montañas de hielo que se desplomaban. La infección fluía como una corriente oceánica que intentara arrastrarlo. Si perdía el control aunque sólo fuera durante un segundo, arramblaría con todo lo que era él y también se lo llevaría por el conducto. Y lo que quizás era peor: a despecho de la corriente de inmundicia que fluía a través de aquella extraña flor, la infección de la mitad masculina de la Fuente no parecía haber disminuido. Era como aceite flotando en agua, en una capa tan fina que uno no la notaría hasta que tocara la superficie y, sin embargo, cubría la vastedad de la mitad masculina, era un océano en sí misma. Tenía que aguantar. Tenía que hacerlo. Pero ¿durante cuánto tiempo? ¿Cuánto más podría aguantar?


Si podía deshacer lo que al’Thor había hecho a la Fuente, se dijo Demandred mientras salía por el acceso a Shadar Logoth, deshacerlo brusca y repentina, eso podría muy bien matar al hombre o, al menos, sesgar su capacidad de encauzar. Había entendido cuál era el plan de al’Thor tan pronto como localizó dónde se encontraba la llave de acceso. Era —no le importaba reconocerlo— un plan brillante, bien que insensatamente peligroso. También Lews Therin había sido brillante fraguando planes, aunque no tanto como se daba a entender. Ni de lejos tanto como el propio Demandred.

Una ojeada a la calle sembrada de cascotes bastó para que desestimara la idea de realizar algún cambio. A su lado se alzaba una cúpula, cuyo arco resquebrajado se elevaba treinta metros o más sobre la calle, y, por encima de ella, el cielo mostraba la luz de media mañana. Sin embargo, en la irregular línea del horizonte, trazada por las ruinas calle abajo, el aire estaba cargado de sombras como si ya empezara a caer la noche. La ciudad… vibraba. Lo notaba a través de las botas.

El fuego estalló en el bosque, grandes explosiones tejidas de saidin que lanzaron al aire árboles envueltos en llamaradas que se extendían hacia él, pero Demandred ya había abierto un acceso. Saltó a través de él y dejó que desapareciera mientras corría lo más deprisa posible entre los árboles envueltos en enredaderas, cruzando parches de nieve, tropezando con piedras ocultas bajo el mantillo, pero sin frenar la carrera en ningún momento.

Había invertido la trama por precaución, pero también lo había hecho con la primera; además, él había sido soldado. Todavía corriendo, oyó las explosiones que había estado esperando que ocurrieran, y supo que avanzaban hacia el lugar donde había abierto el acceso, tan certeras y directas como lo habían hecho hacia el punto de las ruinas donde se encontraba al principio. No obstante, los atacantes se hallaban demasiado lejos para representar un peligro. Sin reducir la velocidad, viró hacia la llave de acceso. Con la cantidad de saidin que brotaba a través de ella era como una ardiente flecha en el cielo que apuntara a al’Thor.

Bien. Así que, a menos que alguien en esta maldita Era hubiese descubierto otra habilidad desconocida, al’Thor tenía que haber conseguido un artefacto, un ter’angreal, capaz de detectar a un hombre encauzando. Por lo que sabía sobre lo que la gente llamaba ahora el Desmembramiento, después de que él mismo quedó recluido en Shayol Ghul, cualquier mujer que supiera cómo construir ter’angreal podría haber intentado crear uno que realizara esa función. En la guerra, la parte contraria siempre salía con algo que uno no esperaba, y había que contrarrestarlo. Él había sido muy hábil en la guerra. Ante todo, tenía que aproximarse más.

De repente vio gente a la derecha, más adelante, a través de los árboles, y se escondió detrás de un tronco gris. Un hombre mayor, calvo salvo una fina orla de cabello blanco, avanzaba cojeando junto con dos mujeres, una de ellas guapa en un estilo salvaje, y la otra una preciosidad. ¿Qué hacían por estas frondas? ¿Quiénes eran? ¿Amigos de al’Thor o simplemente personas que se encontraban en el sitio equivocado en el momento equivocado? No se decidía a matarlos, fueran quienes fuesen. Utilizar el Poder pondría sobre aviso a al’Thor. Tendría que esperar hasta que hubieran pasado de largo. El hombre movía la cabeza a uno y otro lado como si buscase algo entre los árboles, pero Demandred dudaba que un individuo tan decrépito alcanzase a ver muy lejos.

De repente el tipo se paró y señaló hacia Demandred, y éste se encontró repeliendo frenéticamente una trama de saidin que golpeó su salvaguardia con mucha más fuerza de la que habría debido, tanta como la que tendría su propio hilado. ¡Aquel renqueante viejo era un Asha’man! Y al menos una de las mujeres debía de ser lo que en esta época pasaba por Aes Sedai y estar unida en círculo con el tipo.

Intentó lanzar su propio ataque y aplastarlos, pero el viejo lanzaba trama tras trama sobre él, y se las vio y se las deseó para rechazarlas. Las que alcanzaban árboles envolvían a éstos en llamas y desgarraban los troncos en astillas. Él era un general, un buen general, ¡pero los generales no tenían que luchar al lado de los hombres que estaban a su mando! Gruñendo, empezó a retroceder en medio del crepitar de árboles incendiados y del estruendo de explosiones. Alejándose de la llave. Antes o después, el viejo tenía que cansarse, y entonces él se ocuparía de matar a al’Thor. Eso, si es que uno de los otros no se le anticipaba. Esperaba fervientemente que no.


Maldiciendo, recogida la falda hasta las rodillas, Cyndane echó a correr tan pronto como hubo cruzado su tercer acceso. Podía escuchar las explosiones que se aproximaban hacia el lugar donde lo había abierto, pero esta vez comprendió por qué se dirigían directamente hacia ella. Tropezando en las enredaderas ocultas por la nieve, chocando contra los árboles, siguió corriendo. ¡Detestaba los bosques! Al menos algunos de los otros se encontraban también allí —había visto aquellos chorros de fuego desplazarse vertiginosamente hacia otros puntos distintos de su posición, y podía percibir el saidin tejiéndose en más de un lugar, tejiéndose con furia— pero rogaba al Gran Señor llegar la primera hasta Lews Therin. Quería verlo morir, comprendió, y para conseguirlo tenía que aproximarse más a él.


Agazapado detrás de un árbol caído, Osan’gar jadeaba por el esfuerzo de la carrera. Aquellos meses haciéndose pasar por Corlan Dashiva no habían contribuido a aumentar su escasa afición por el ejercicio, precisamente. Las explosiones que casi lo habían matado amainaron, y después se reanudaron en algún punto lejano, así que se asomó con cautela por encima del tronco. Tampoco es que un trozo de madera fuera a servirle de mucha protección. Nunca había sido un soldado, no en el verdadero sentido de la palabra. Sus habilidades, su talento, radicaban en otros aspectos. Los trollocs eran obra suya, así como los Myrddraal que habían surgido de ellos y otras muchas criaturas que habían sacudido el mundo y hecho famoso su nombre. La llave de acceso refulgía con el saidin, pero también sentía cantidades menores utilizadas en distintas direcciones.

Había esperado que otros Elegidos estuvieran allí, adelantándose a él; había confiado en que se hubieran ocupado de la tarea antes de su llegada, pero evidentemente no había sido así. Era obvio que al’Thor había llevado consigo a esos Asha’man, y, a juzgar por la cantidad de saidin desplegada en las explosiones dirigidas contra él, también a Callandor. Y puede que a algunas de sus Aes Sedai domadas.

Volvió a agazaparse y se mordió el labio. El bosque era un lugar muy peligroso, más de lo que había esperado, y en absoluto el sitio adecuado para un genio. Pero seguía contando el hecho de que Moridin lo aterrorizaba. Siempre había despertado ese sentimiento en él, desde el principio. Ya estaba loco de poder antes de que los recluyeran en la Perforación, y desde que se habían liberado parecía pensar que él era el Gran Señor. Moridin se enteraría si huía, y lo mataría. Peor aun, si al’Thor tenía éxito, el Gran Señor podría decidir matarlos a los dos, y a Osan’gar también. Le daba igual que murieran ellos, pero le importaba, y mucho, su propia suerte.

No se le daba bien calcular la hora por la posición del sol, pero resultaba evidente que aún no era mediodía. Se levantó del suelo e intentó sacudirse la tierra pegada a sus ropas, aunque se dio por vencido con un gesto de asco y empezó a avanzar de árbol en árbol en lo que él consideraba una manera sigilosa. Se encaminaba hacia la llave. Quizás uno de los otros acabaría con ese hombre antes de que él se hubiese acercado; pero, de no ser así, a lo mejor se le presentaba la oportunidad de ser un héroe. Prudentemente, por supuesto.


Verin frunció el entrecejo al divisar la aparición que avanzaba entre los árboles, a su izquierda. No se le ocurría otro término para describir a la mujer que andaba por un bosque adornada con joyas y ataviada con un vestido que cambiaba de color constantemente, abarcando todas las tonalidades del blanco al negro, ¡y a veces incluso transparente! No caminaba deprisa, pero se dirigía hacia la colina donde se encontraba Rand. Y, o ella estaba muy equivocada, o esa mujer era uno de los Renegados.

—¿Vas a limitarte a observarla? —susurró ferozmente Shalon, que estaba molesta por no haber sido ella la que dirigía los flujos, como si la fuerza de una espontánea no contara para las Aes Sedai; y las horas de patear por el bosque no había contribuido a mejorar su genio.

—Tenemos que hacer algo —intervino quedamente Kumira, a lo que Verin asintió con la cabeza.

—Estoy decidiendo qué. —Su conclusión fue realizar un escudo. Una Renegada cautiva podría ser de gran utilidad.

Usando toda la fuerza de su círculo, tejió el escudo y contempló estupefacta cómo salía rebotado. La mujer abrazaba ya el saidar, aunque no se veía que la envolviera su brillo. ¡Y era increíblemente fuerte!

Entonces ya no tuvo tiempo para pensar en nada más cuando la mujer rubia giró sobre sí misma y empezó a encauzar. Verin no podía ver los tejidos, pero sí sabía cuándo estaba luchando para salvar la vida, y había llegado demasiado lejos para acabar muerta allí.


Eben se arrebujó más en la capa y deseó para sus adentros ser más hábil en hacer caso omiso del frío. Lo conseguía con un frío normal, pero no con aquel viento que se había levantado desde que el sol sobrepasó su cenit. Las tres hermanas coligadas con él dejaban que las capas ondearan con el viento mientras intentaban vigilar en todas direcciones a la vez. Daigian dirigía el círculo —debido a él, suponía— pero absorbía tan poco que Eben apenas percibía un suspiro de saidin pasando a través de él. Daigian no querría admitirlo hasta que no tuviera más remedio. Eben le echó la capucha, que había resbalado, y la mujer le sonrió. El vínculo le transmitió su afecto, e imaginaba que también sería a la inversa. Con el tiempo, creía que podría acabar amando a esta pequeña Aes Sedai.

El torrente de saidin a su espalda, lejos, tendía a borrar la percepción de otros encauzamientos, pero podía percibir a los demás manejando el Poder. La batalla se había desatado en más puntos, pero hasta el momento lo único que habían hecho ellos cuatro era caminar. En realidad eso no le importaba. Había estado en los pozos de Dumai y había combatido contra los seanchan, de manera que ahora sabía que las batallas eran más divertidas en los libros que en la realidad. Lo que le fastidiaba era que no le hubiesen dado el control del círculo. Jahar, por supuesto, tampoco lo tenía, pero suponía que Merise se divertía haciendo que Jahar sostuviera una galleta en equilibrio sobre la punta de la nariz. No obstante, a Damer sí le habían entregado el control de su círculo. Sólo porque ese hombre fuera unos cuantos años mayor que él —bueno, más que unos cuantos; Damer era mayor que su padre— no era razón para que Cadsuane lo mirara como si fuese un…

—¿Podéis ayudarme? Al parecer no sólo me he perdido yo; también he perdido mi caballo.

La mujer que apareció detrás de un árbol, un poco más adelante, ni siquiera llevaba puesta capa. Por el contrario, se cubría sólo con un vestido de seda verde que dejaba más de la mitad de su busto al aire. Una melena negra y ondulada enmarcaba su bello rostro, y sus ojos verdes chispearon cuando ella sonrió.

—Habéis escogido un lugar muy extraño para cabalgar —comentó, desconfiada, Beldeine. A la bonita Verde no le había gustado que Cadsuane pusiera a Daigian al mando del círculo, y no pasaba por alto ninguna oportunidad para manifestar su opinión sobre las decisiones de Daigian.

—No tenía intención de cabalgar tan lejos —dijo la mujer mientras se aproximaba—. Veo que sois Aes Sedai, y que os acompaña un… ¿mozo? ¿Sabéis a qué se debe toda esa conmoción?

De repente, Eben se puso pálido. ¡Lo que percibía era imposible! La mujer de ojos verdes frunció el entrecejo, sorprendida, y él hizo lo único que podía hacer.

—¡Está asiendo el saidin! —gritó, y se lanzó contra ella al mismo tiempo que sentía a Daigian absorber Poder al máximo.


Cyndane frenó el paso al ver a la mujer plantada entre los árboles, cien pasos delante de ella, una mujer alta, de cabello rubio, que se limitaba a verla aproximarse. La percepción de combates librados con el Poder en otros lugares la hacía estar alerta a la par que le daba esperanza. Esa mujer iba vestida con ropas de paño, pero, incongruentemente, lucía tantas joyas como si fuera una dama. Conectada con el saidar, Cyndane podía distinguir las finas arrugas en el rabillo de los ojos de la mujer, lo cual indicaba que no era una de las que se llamaban a sí mismas Aes Sedai. Entonces, ¿quién era? ¿Y por qué seguía plantada allí como si pretendiera cerrarle el paso? En realidad no importaba. Se abriría paso en cuanto encauzara, pero aún tenía tiempo para eso. La llave brillaba todavía como un faro del Poder. Lews Therin seguía vivo. Por muy fieros que fueran los ojos de la otra mujer, bastaría con un cuchillo si realmente pensaba que podía impedirle pasar. Y, por si acaso resultaba ser lo que llamaban una espontánea, Cyndane le tenía preparado un regalito, una trama invertida que ni siquiera vería hasta que fuera demasiado tarde.

De pronto la luz del saidar envolvió a la otra mujer, pero la bola de fuego ya preparada salió de la mano de Cyndane, lo bastante pequeña para no ser detectada, esperaba, pero sí con suficiente fuerza para abrirle un agujero de parte a parte a esa mujer que…

Justo cuando la bola estaba a punto de alcanzar a la mujer, casi tan cerca como para chamuscarle la ropa, la trama de Fuego se deshizo. La mujer no había hecho nada; ¡el tejido se había desarmado, simplemente! Cyndane no conocía ningún ter’angreal que rompiera una trama, pero debía de ser eso.

Entonces la mujer contraatacó, y Cyndane se llevó una segunda sorpresa. ¡La desconocida era más fuerte de lo que había sido ella antes de que la retuvieran los alfinios y los elfinios! ¡Imposible, ninguna mujer podía ser más fuerte! Debía de tener también un angreal. La sorpresa sólo duró lo que Cyndane tardó en sesgar los flujos de la otra mujer; al parecer no sabía cómo invertirlos. Quizás aquello fuera ventaja suficiente. ¡Vería morir a Lews Therin! La mujer más alta se sacudió cuando los flujos cortados retrocedieron bruscamente contra ella; pero, cuando todavía se recuperaba del empellón, volvió a encauzar. Gruñendo, Cyndane respondió, y la tierra se sacudió bajo los pies de ambas. ¡Lo vería morir! ¡Vería morir a Lews Therin!


La elevada cumbre de la colina no se encontraba muy cerca de la llave de acceso, pero aun así la llave resplandecía tan intensamente en la mente de Moghedien que ésta ansió absorber una pizca de aquel inmenso flujo de saidar. Llenarse de tanto, incluso de una milésima parte de esa cantidad, sería un éxtasis. Lo ansiaba como un sediento ansia un poco de agua, pero aquella ventajosa posición alta era lo más cerca que se proponía llegar. Sólo la amenaza de las manos de Moridin acariciando su cour’souvra la había inducido a Viajar hasta allí, y lo había retrasado, rogando porque todo hubiera acabado antes de que se viera obligada a ir. Siempre había trabajado a la sombra, pero había tenido que huir de un ataque tan pronto como había llegado; y, en lugares muy distantes en el bosque que se extendía ante ella, centelleaban rayos y fuegos tejidos con saidar y otros que debían estar creados con saidin, y estallaban bajo el sol de media tarde. Se elevaban columnas de humo negro de los troncos de árboles incendiados, y unas explosiones ensordecedoras se propagaban por el aire.

Quién luchaba, quién moría, quién vivía eran asuntos que no le importaban en absoluto. Sólo que sería agradable si Cyndane o Graendal perecían. O ambas. Ella no, desde luego; no moriría retorciéndose en medio de aquella batalla. Y, como si todo aquello no fuera bastante, estaba lo que se alzaba más allá de la resplandeciente llave: una inmensa bóveda achatada y negra sobre el bosque, como si la noche se hubiese convertido en algo sólido. Moghedien se encogió cuando una onda cruzó sobre la oscura superficie, y la bóveda creció haciéndose perceptiblemente más alta. Sería una locura acercarse más a eso, fuera lo que fuera. Moridin no sabría lo que había hecho o dejado de hacer allí.

Retrocedió a la otra ladera de la colina, lejos de la brillante llave y de la extraña bóveda, y se sentó para hacer lo que con tanta frecuencia había hecho en el pasado: observar desde las sombras y sobrevivir.


Dentro de su cabeza Rand estaba gritando. No le cabía duda de que gritaba él y gritaba Lews Therin, pero con el ensordecedor fragor no oía ninguna de las dos voces. El repulsivo océano de infección fluía a través de él, tan rápido que parecía aullar. Olas inmensas de la repugnante mácula rompían sobre él. Rugientes vendavales de contaminación lo desgarraban. La única razón por la que sabía que seguía asiendo el Poder era la infección. El saidin podía estar bullendo, cambiando, creciendo, a punto de acabar con él, y nunca lo sabría. Aquel flujo pútrido se imponía y ahogaba todo lo demás, y él se aferraba con uñas y dientes para impedir que lo arrastrara en su violenta corriente. La contaminación se movía, y eso era lo único que importaba. ¡Tenía que aguantar!

—¿Qué puedes decirme, Min? —Cadsuane aguantaba de pie a pesar del cansancio. Mantener aquel escudo a lo largo de casi todo el día bastaba para agotar a cualquiera.

No había habido ataques a la cumbre de la colina desde hacía un rato y, de hecho, parecía que el único encauzamiento activo que podía percibir era el que Nynaeve y el chico llevaban a cabo. Elza paseaba en un incansable círculo alrededor de la cresta de la colina, todavía coligada a Merise y a Jahar, pero de momento no tenía nada que hacer salvo escudriñar las colinas circundantes. Jahar se encontraba sentado en una piedra, con Callandor brillando tenuemente sobre el doblez del brazo. Merise se había sentado en el suelo, a su lado, y apoyaba la cabeza en su rodilla mientras él le acariciaba el cabello.

—¿Y bien, Min? —demandó Cadsuane.

La chica alzó la mirada, furiosa, desde la depresión en el rocoso terreno en la que Tomás y Moad las habían metido a ella y a Harine. Al menos los hombres tenían el sentido común de aceptar que ellos no podían participar en aquella lucha. Harine exhibía un ceño sombrío, y en más de una ocasión había sido necesario que uno de los hombres impidiera a Min ir hacia el joven al’Thor. De hecho, habían tenido que quitarle los cuchillos después de que intentó utilizarlos contra ellos.

—Sé que está vivo —rezongó la muchacha—, y creo que está sufriendo. Sólo que si puedo percibir lo suficiente para pensar que está sufriendo, entonces es que el dolor que experimenta ha de ser espantoso. Dejadme que vaya con él.

—Ahora sólo lo estorbarías.

Haciendo caso omiso del gemido frustrado de la chica, Cadsuane atravesó el irregular terreno hacia donde Rand y Nynaeve permanecían sentados, pero durante un instante no los miró. Incluso a una distancia de kilómetros, la bóveda negra parecía inmensa; se elevaba trescientos metros en la parte más alta, y seguía creciendo. Su superficie semejaba acero negro, si bien no brillaba bajo la luz del sol. Si acaso, la luz parecía disminuir a su alrededor.

Rand continuaba sentado en la misma postura que había adoptado al principio, cual una estatua inmóvil, con el sudor resbalando por su cara. Si experimentaba un dolor inmenso, como decía Min, no daba señales de ello. Y, si era cierto, Cadsuane no sabía qué hacer al respecto. Molestarlo ahora, podría tener consecuencias terribles. Al contemplar aquella bóveda creciente, negra como la noche, Cadsuane gruñó. Haberlo dejado empezar aquello también podía tener consecuencias horribles.

Con un gemido, Nynaeve se deslizó desde la piedra donde estaba sentada hasta el suelo. La transpiración había empapado su vestido, y los mechones del pelo se le pegaban a la sudorosa cara. Sus párpados aletearon débilmente y sus pechos se alzaron cuando inhaló aire con desesperación.

—Más no —gimió—. No puedo soportarlo más.

Cadsuane vaciló, algo que no estaba acostumbrada a que le pasara. La chica no podía abandonar el círculo hasta que el joven al’Thor la soltara; pero, a menos que esos Choedan Kal tuvieran algún fallo como ocurría con Callandor, debía de estar protegida con una barrera que le impidiera absorber demasiado Poder para perjudicarla. Sólo que estaba actuando como un conducto para una cantidad de saidar infinitamente superior a lo que la Torre Blanca al completo habría podido absorber utilizando todos los angreal y sa’angreal que poseía. Después de aguantar aquel flujo pasando a través de ella durante horas, el mero agotamiento físico podía acabar con ella.

Se arrodilló junto a ella y, dejando en el suelo la golondrina, tomó la cabeza de la muchacha en sus manos y rebajó la cantidad de saidar que estaba utilizando en el escudo. Su habilidad con la Curación no sobrepasaba lo normal, pero podía borrar parte del agotamiento de la chica para que no se desplomara de bruces. No obstante, tenía muy presente el debilitamiento del escudo por encima de ellos, y creó los tejidos sin perder tiempo.


Al alcanzar lo alto de la colina, Osan’gar se echó al suelo y sonrió mientras se arrastraba hacia un lado para buscar refugio detrás de un árbol. Desde allí, henchido de saidin, podía ver la cresta de la siguiente colina con claridad, así como la gente que había en ella. No tanta como había esperado. Una mujer caminaba lentamente en círculo por el perímetro, escudriñando los alrededores, pero todos los demás estaban quietos, Narishma entre ellos, que tenía la reluciente Callandor en las manos y la cabeza de una mujer apoyada en su rodilla. Que Osan’gar viera, había otras dos mujeres, una arrodillada junto a la otra, pero casi las tapaba el hombre que se encontraba de espaldas. No necesitó ver su rostro para reconocer a al’Thor. La llave que había en el suelo, a su lado, lo identificaba. A sus ojos, brillaba intensamente; para su mente resplandecía con mayor intensidad que el sol, que mil soles. ¡Lo que podría hacer con eso! Lástima que tuviera que destruirse junto con al’Thor. Aun así, podría apoderarse de Callandor después de que al’Thor hubiera muerto. Ninguno de los Elegidos poseía siquiera un angreal. Incluso Moridin temblaría ante él una vez que poseyera esa espada de cristal. ¿Nae’blis? Él sería nombrado Nae’blis después de que destruyera a al’Thor y deshiciera todo lo que éste había hecho allí. Riendo suavemente, tejió fuego compacto. ¿Quién habría imaginado que acabaría siendo el héroe del día?


Andando despacio, observando las colinas boscosas del entorno, Elza se paró de repente cuando captó un leve movimiento por el rabillo del ojo. Giró despacio la cabeza, pero no hasta la colina donde había visto aquel fugaz destello. Había sido un día difícil para ella. Durante su cautividad en el campamento Aiel de Cairhien le había venido a la mente que era primordial que el Dragón Renacido estuviera en la Última Batalla. De repente esto se había vuelto tan cegadoramente obvio que le sorprendió no haberlo entendido así antes. Ahora lo veía claro, tan claro como el saidar le permitía distinguir el rostro de un hombre que intentaba esconderse en aquella colina mientras se asomaba por detrás de un árbol. Hoy se había visto obligada a luchar contra los Elegidos. Sin duda el Gran Señor lo entendería si por casualidad había matado a alguno de ellos, pero Corlan Dashiva era sólo uno de esos Asha’man. Dashiva alzó la mano hacia la colina en la que ella se encontraba, y Elza absorbió tanto Poder como pudo a través de Callandor, que seguía apoyada en los brazos de Jahar. El saidin parecía muy adecuado para la destrucción, a su entender. Una inmensa bola de centelleante fuego envolvió la cumbre de la otra colina con tonalidades rojas, doradas y azules. Cuando desapareció, la elevación terminaba en una superficie lisa y suave, quince metros más baja que la antigua cresta.


Moghedien no estaba segura de por qué se había quedado tanto tiempo. No podían quedar más de dos horas de luz, y el bosque estaba silencioso. A excepción de la llave, no percibía encauzamiento de saidar en otro sitio. Eso no quería decir que alguien no estuviese utilizándolo en pequeñas cantidades en alguna parte, pero nada como las feroces descargas desencadenadas anteriormente. La batalla había terminado, con los otros Elegidos muertos o huyendo derrotados. Derrotados sin duda, ya que la llave todavía resplandecía en su mente. Sorprendente que los Choedan Kal hubiesen sobrevivido a un uso continuo durante tantas horas, y a semejante nivel.

Tendida boca abajo en lo alto de su ventajosa posición, con la barbilla apoyada en las manos, contemplaba la inmensa bóveda. El adjetivo «negra» ya no parecía describirla; ahora no había término para hacerlo, ya que el negro era un color pálido en comparación. Y ahora era media esfera que se alzaba hacia el cielo como una montaña de tres mil metros o más. Una densa capa de oscuridad se extendía a su alrededor, como si estuviese absorbiendo toda la luz del aire. Moghedien no entendía por qué no tenía miedo. Esa cosa podía crecer hasta envolver el mundo entero, o quizás hacerlo pedazos, como Aran’gar había dicho que ocurriría. Pero, si tal cosa sucedía, no había ningún lugar seguro ni sombras para que se escondiera la Araña.

De repente algo se retorció hacia arriba, saliendo de la oscura y suave superficie; semejaba una llama —si las llamas fueran más negras que el negro—, y la siguió otra, y otra, hasta que la bóveda hirvió con fuego estigio. El fragor de diez mil truenos le hizo taparse los oídos con las manos y lanzar un grito, inaudible en medio de semejante estruendo, y la bóveda sufrió una especie de implosión y en un visto y no visto se redujo a un punto, a nada. Entonces fue el viento el que aulló, precipitándose hacia la desaparecida bóveda, arrastrando a Moghedien sobre el terreno rocoso por mucho que la mujer intentó agarrarse, estampándola contra los árboles, levantándola en el aire. Curiosamente, seguía sin sentir miedo, y Moghedien pensó que, si sobrevivía a esto, jamás volvería a experimentarlo.


Cadsuane dejó caer al suelo lo que había sido un ter’angreal. Ya no podía describirse como la estatuilla de una mujer. El rostro seguía siendo tan sabio como antes, pero la figura se había roto por la mitad y parecía cera derretida en el lado que se había fundido, incluido el brazo que sostenía la esfera de cristal, ahora esparcida en fragmentos alrededor del destrozado objeto. La figurilla masculina estaba entera, y guardada ya en sus alforjas. Callandor también se encontraba a buen recaudo. Era mejor no dejar a la vista, en la cumbre, algo tan tentador. Allí donde había estado Shadar Logoth ahora se veía un gran espacio despejado en el bosque, perfectamente redondo y tan amplio que, aun estando el sol bajo, el extremo opuesto se perdía tras el horizonte.

Lan, que conducía por las riendas su renqueante caballo de batalla, colina arriba, soltó al animal cuando vio a Nynaeve tendida en el suelo y tapada hasta la barbilla con la capa. El joven al’Thor yacía a su lado, arropado también con su capa, y Min acurrucada junto a él, apoyada la cabeza sobre su pecho. La muchacha tenía cerrados los ojos, pero a juzgar por la leve sonrisa no estaba dormida. Lan apenas les dedicó una mirada de pasada mientras corría el trecho que lo separaba de Nynaeve y se hincaba de rodillas a su lado para sostener la cabeza de la mujer sobre su brazo. Nynaeve siguió tan inmóvil como el chico.

—Sólo están inconscientes —le dijo Cadsuane al Guardián—. Corele asegura que es mejor dejarlos que se recuperen por sí mismos. —Y cuánto tiempo requeriría eso era algo que Corele no había podido concretar. Y tampoco Damer. Las heridas en el costado del chico seguían igual, sin cambiar, aunque Damer había esperado lo contrario. Todo aquello era muy inquietante.

Un poco más arriba, el calvo Asha’man se inclinaba sobre una gemebunda Beldeine; los dedos del hombre se retorcían en el aire por encima de ella mientras tejía su extraña Curación. Había estado muy ocupado durante la última hora. Alivia era incapaz de apartar sus ojos sorprendidos del brazo ahora indemne al tiempo que lo flexionaba; lo había tenido roto y abrasado hasta el hueso. Sarene caminaba con inestabilidad, pero era simple cansancio. Había estado a punto de morir ahí fuera, en el bosque, y todavía tenía los ojos desorbitados por la experiencia vivida. Las Blancas no estaban acostumbradas a esas cosas.

No todo el mundo había sido tan afortunado. Verin y la mujer de los Marinos estaban sentadas junto al cadáver cubierto de Kumira, y movían los labios en una silenciosa plegaria por su alma; Nesune intentaba torpemente consolar a la llorosa Daigian, que acunaba el cuerpo del joven Eben entre sus brazos como si fuera un bebé. Las Verdes sí estaban acostumbradas a estas cosas, pero a Cadsuane no le gustaba haber perdido a dos de los suyos con la ínfima contrapartida de unos cuantos Renegados chamuscados y un Asha’man renegado muerto.

—Está limpio —repitió quedamente Jahar. Esta vez, era Merise la que estaba sentada con la cabeza de él apoyada en su regazo. Los azules ojos de la mujer seguían siendo tan serios como siempre, pero acariciaba el pelo de Jahar con suavidad—. Está limpio.

Cadsuane intercambió una mirada con Merise por encima de la cabeza del chico. Damer y Jahar decían lo mismo, que la infección había desaparecido, pero ¿cómo podían estar seguros de que no hubiese quedado un mínimo resto? Merise había dejado que Cadsuane se coligara con el chico, y no sintió nada, como había dicho la otra Verde, mas ¿cómo podían estar seguras? El saidin era tan desconocido para ellas que podía haber oculta cualquier cosa en aquel caos demencial.

—Quiero que nos marchemos tan pronto como los demás Guardianes regresen —anunció. Había demasiadas preguntas sin respuesta para su gusto. Sin embargo, ahora tenía al joven al’Thor y no estaba dispuesta a perderlo.


Cayó la noche. Sobre la cumbre de la colina, el viento sopló arrastrando polvo sobre los fragmentos de lo que antaño había sido un ter’angreal. Allá abajo se hallaba la tumba de Shadar Logoth, abierta para dar esperanza al mundo. Y, en la lejana Tremalking, empezó a correr el rumor de que la Época de las Ilusiones llegaba a su fin.

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