22 Surgir de la nada

El mercado de Amhara era uno de los tres existentes en Far Madding donde se permitía comerciar a los forasteros, pero a despecho del nombre la enorme plaza no tenía aspecto de mercado, ya que no había puestos ni se exhibían mercancías. Unos cuantos jinetes montados, un puñado de sillas de mano cerradas acarreadas por portadores vestidos con llamativos uniformes, y alguno que otro carruaje con las cortinas de las ventanillas echadas avanzaban entre una multitud no muy nutrida pero bulliciosa, como la que podría verse en una ciudad grande. La mayoría de la gente iba bien arrebujada en su capa para resguardarse del viento matinal que soplaba desde el lago que rodeaba la ciudad, y era el frío lo que los hacía ir presurosos más que asuntos urgentes. Alrededor de la plaza, al igual que en los otros dos mercados de forasteros de la ciudad, las altas casas de piedra pertenecientes a banqueros se alzaban pegadas a posadas con tejados de pizarra, donde se albergaban los mercaderes extranjeros, y junto a almacenes de piedra sin ventanas en los que se guardaban las mercancías, y entre medias establos y patios de carretas, también de piedra. Far Madding era una ciudad de paredes de piedra y tejados de pizarra. En esta época del año, las posadas estaban ocupadas sólo una cuarta parte de su capacidad, en el mejor de los casos, y los almacenes y los patios de carretas se hallaban aún más vacíos. Sin embargo, con la llegada de la primavera revivía el comercio, y los mercaderes pagarían el triple por cualquier hueco que pudiesen encontrar.

Un pedestal redondo de mármol, en el centro de la plaza, sostenía una estatua de Savion Amhara de tres metros y medio de altura, toda orgullo en sus marmóreos ropajes e intrincadas cadenas del cargo alrededor del cuello. Su rostro de mármol se mostraba severo bajo la diadema enjoyada de Primera Consiliaria; la mano derecha asía firmemente la empuñadura de una espada, con la punta apoyada entre los pies, en tanto que la izquierda, alzada, señalaba con el índice en un gesto de advertencia hacia la puerta de Tear, situada a poco más de un kilómetro. Far Madding dependía de los mercaderes de Tear, Illian y Caemlyn, pero el Consejo Supremo siempre desconfiaba de los extranjeros y de sus corruptas costumbres foráneas. Uno de los vigilantes urbanos, equipado con casco de acero y brigantina de cuero forrada con láminas cuadradas y luciendo en el hombro izquierdo la Mano Dorada, se encontraba debajo de la estatua y se valía de una vara larga y flexible para espantar a las palomas grises de alas negras. Savion Amhara era una de las tres mujeres más reverenciadas en la historia de Far Madding, aunque ninguna de ellas era conocida mucho más allá de las orillas del lago. Dos hombres de la ciudad se mencionaban en todas las historias del mundo, aunque cuando nacieron a uno se lo llamó Aren Mador y al otro Fel Moreina, pero Far Madding procuraba fervientemente olvidar a Raolin Perdición del Oscuro y a Yurian Arco Pétreo. En realidad, aquellos dos hombres eran el motivo de que Rand se encontrara en Far Madding.

Unas cuantas personas en la plaza Amhara le echaron ojeadas mientras pasaba, pero nadie le prestó mayor atención. Que era de fuera resultaba evidente, por sus ojos azules y su cabello cortado a la altura del hombro. Allí los hombres lo llevaban largo, a veces hasta la cintura, ya fuera atado en la nuca o sujeto con prendedor. Sin embargo, sus ropas de sencillo paño marrón eran corrientes, más o menos como las que llevaría un mercader moderadamente próspero, y no era el único que no se cubría con capa a pesar de las ráfagas que soplaban del lago. La mayoría de los otros eran kandoreses de barbas partidas o arafelinos de trenzas adornadas con campanillas, o saldaeninos de nariz aguileña, hombres y mujeres para los que ese tiempo era suave comparado con el invierno de las Tierras Fronterizas, pero en el aspecto de Rand nada indicaba que no fuera también de esas tierras. En lo que a él respectaba, rehusaba simplemente permitir que el frío lo afectara, haciendo caso omiso de él como si fuese una mosca zumbadora. Una capa podría estorbarlo si surgía la ocasión de actuar.

Por una vez ni siquiera su estatura llamaba la atención. Había muchos hombres muy altos en Far Madding, unos cuantos de ellos nativos. El propio Manel Rochaid era sólo unos dedos más bajo que él. Rand mantenía bastante distancia con el hombre al que seguía, dejando que la gente y las sillas de mano se interpusieran entre ambos y en ocasiones ocultaran a su presa. Con el cabello teñido de negro con las hierbas de Nynaeve, dudaba que el Asha’man renegado reparara en él aun en el caso de que el otro se diese la vuelta. Por su parte, no temía perder a Rochaid. La mayoría de los hombres oriundos de la ciudad vestían con ropas de colores apagados, con bordados algo más vivos en las pecheras y los hombros, y quizás un prendedor de pelo, enjoyado en los más prósperos, en tanto que los mercaderes forasteros preferían vestimentas sobrias y sencillas, como para no aparentar demasiada opulencia, y sus guardias y cocheros se cubrían con prendas de tosco paño. La chaqueta de seda de Rochaid, de un intenso tono rojo, destacaba. Cruzaba la plaza como un rey, con una mano posada ligeramente en la empuñadura de la espada, y la capa orlada en piel ondeando tras él. Era un necio. Aquella capa y aquella espada atraían las miradas. Su bigote untado con fijador y con las puntas retorcidas lo señalaba como murandiano, que debería tiritar como cualquier ser humano corriente, y esa espada… ¡Qué estúpido fanfarrón!

«Eres tú el necio, por venir a este lugar —dijo violentamente Lews Therin dentro de su cabeza—. ¡Es una locura! ¡Tenemos que salir de aquí! ¡Tenemos que salir!»

Rand hizo caso omiso de la voz, se ajustó mejor los guantes y siguió caminando a paso regular en pos de Rochaid. Varios de los vigilantes urbanos que había en la plaza observaban al hombre. A los forasteros se los consideraba alborotadores y exaltados, y los murandianos tenían reputación de quisquillosos. Un forastero armado con espada siempre atraía la atención de los vigilantes; Rand se alegraba de haber dejado la suya en la posada, con Min. A Min la percibía en el fondo de su mente con más intensidad que a Elayne o Aviendha; o que a Alanna. Sólo era vagamente consciente de las otras, mientras que ella parecía estar viva dentro de él.

Coincidiendo con la salida de Rochaid de la plaza, el cual se encaminó más hacia el interior de la ciudad, una bandada de palomas alzó el vuelo desde los tejados; pero, en lugar de realizar los certeros ascensos que las habrían llevado al cielo, las aves chocaron unas contra otras y algunas cayeron aleteando al pavimento. La gente se quedó boquiabierta, incluidos los vigilantes urbanos que habían estado vigilando a Rochaid con tanto interés un momento antes. El hombre ni miró atrás, pero tampoco habría importado si hubiese visto lo ocurrido. Sabía que Rand se encontraba en la ciudad sin necesidad de contemplar los efectos de la presencia de un ta’veren, o en caso contrario no estaría allí.

Siguió a Rochaid por la calle de la Alegría, en realidad dos anchas y rectas vías separadas por una fila de árboles deshojados y de corteza gris. Rand sonrió. Rochaid y sus amigos probablemente se consideraban muy listos. Quizás habían encontrado el mapa de la zona septentrional de los llanos de Maredo, colocado de nuevo boca abajo en los estantes de documentos, en la Ciudadela de Tear, o los libros sobre ciudades del sur metidos en estanterías equivocadas, en la biblioteca del palacio de Aesdaishar, en Chachin, o cualquier otra de las pistas que había dejado a su paso. Pequeños errores que un hombre con prisas podría cometer, pero dos o tres juntos dibujaban una flecha apuntando a Far Madding. Rochaid y los otros habían sido despabilados y lo habían visto, más deprisa de lo que él esperaba, o en caso contrario es que habían tenido ayuda para indicarles el destino. Fuera como fuese, daba igual.

No estaba seguro de por qué el murandiano se había adelantado a los demás, pero sabía que todos acudirían —Torvil y Dashiva, Gedwyn y Kisman— para tratar de acabar lo que habían echado a perder en Cairhien. Lástima que ninguno de los Renegados fuera lo bastante necio para ir hasta allí tras él; se limitarían a enviar a los otros. Si podía, quería acabar con Rochaid antes de que llegasen los demás. Éste llevaba dos días en Far Madding haciendo preguntas sin recato sobre un hombre alto de cabello rojizo, pavoneándose por ahí como si no tuviese la menor preocupación. El hombre había visto a varios que encajaban más o menos con esa descripción, pero seguía pensando que era el cazador, no la presa.

«¡Nos has traído aquí a morir! —gimió Lews Therin—. ¡El solo hecho de estar aquí es tan malo como la muerte!»

Rand se encogió de hombros, incómodo. Sobre eso último estaba de acuerdo con la voz. Se alegraría tanto como Lews Therin de abandonar ese lugar, pero a veces la única elección era escoger entre lo malo y lo peor. Rochaid caminaba delante, casi a su alcance; eso era lo único que importaba ahora.

Las tiendas y posadas de piedra gris a lo largo de la calle de la Alegría fueron cambiando a medida que se alejaban del mercado de Amhara. Los plateros sustituyeron a los cuchilleros, y después los orfebres reemplazaron a los plateros. Costureras y sastres exhibían en los escaparates sedas y brocados en lugar de tejidos de lana. Los carruajes que traqueteaban sobre los adoquines ahora llevaban emblemas lacados en las puertas y tiros de cuatro o seis animales iguales en color y tamaño, y se veían más jinetes montados en pura sangres tearianos o caballos de raza igualmente buenos. Las sillas de mano, acarreadas por portadores a la carrera, se hicieron casi tan numerosas como las personas que iban a pie, y, entre éstas, tenderos y comerciantes con chaquetas o vestidos profusamente bordados en pecheras y hombros quedaron superados por otras con uniformes tan coloridos como los de los porteadores de sillas. Con frecuencia se veían broches de pelo con pequeños cristales de colores o, de vez en cuando, perlas o gemas más valiosas. El viento era lo único que no cambió; y tampoco los vigilantes urbanos que patrullaban en grupos de tres, ojo avizor a cualquier problema. No había tantos como en los mercados de forasteros; pero, aun así, no bien acababa de desaparecer una patrulla cuando aparecía otra. Y allí donde una vía más ancha que un callejón desembocaba en la calle de la Alegría, se alzaba un puesto de guardia de piedra, con dos vigilantes esperando al pie de la construcción en caso de que el hombre ubicado en lo alto localizara alguna alteración. La paz se mantenía rigurosamente en Far Madding.

Rand frunció el entrecejo al reparar en la dirección que llevaba Rochaid, calle adelante. ¿Se dirigiría a la plaza de las Consiliarias, situada en el centro de la isla? Allí no había nada excepto la Cámara de las Consiliarias, monumentos de más de quinientos años de antigüedad, de cuando Far Madding era la capital de Maredo, y las contadurías de las mujeres más acaudaladas de la ciudad. En Far Madding, un hombre rico era aquel cuya esposa le daba un generoso fondo para gastos, o un viudo al que se había dejado en una buena posición económica. Quizá Rochaid iba a reunirse con Amigos Siniestros; pero, en tal caso, ¿por qué había esperado hasta ese momento?

De repente lo asaltó un intenso mareo y un rostro surgió en su visión durante un instante; Rand se tambaleó y chocó con un viandante. Más alto que el propio Rand, vestido con uniforme de color verde intenso, el hombre de cabello rubio desplazó el gran cesto que cargaba y desvió a Rand sin brusquedad. Una cicatriz larga, con los bordes de la piel encogida, le surcaba la mejilla tostada por el sol. Inclinó la cabeza al tiempo que musitaba una disculpa y prosiguió presuroso su camino.

Rand se irguió, recuperado el equilibrio, y masculló un juramento entre dientes.

«Ya los destruiste —susurró Lews Therin dentro de su cabeza—. Ahora hay alguien más a quien debes destruir, y no en tiempos pasados. Me pregunto a cuántos mataremos nosotros tres antes de que llegue el final».

«¡Cállate!» Pensó ferozmente Rand, pero una risa cascada, burlona, le respondió. No era el encuentro con el Aiel lo que lo incomodaba; había visto muchos desde su llegada a Far Madding. Por alguna razón, cientos de Aiel que habían huido tras enterarse de la verdad de su historia habían acabado allí, y trataban de seguir la Filosofía de la Hoja cuando su única idea sobre lo que eso significaba era que se suponía que debían ser gai’shain de por vida. Ni siquiera le preocupaba el mareo, o a quién pertenecía aquel rostro que vislumbraba cuando lo sufría. Un poco más adelante, un carruaje tirado por seis caballos pardos pasó entre el río de sillas de mano, presurosos servidores de uniforme, hombres y mujeres que entraban y salían de las tiendas casi corriendo, pero ni señal de la chaqueta roja. Golpeó con el puño en la palma de la otra mano, irritado.

Seguir adelante al tuntún era una estupidez. Podía topar con el hombre, o como mínimo que éste lo descubriera. Hasta el momento, Rochaid creía que él ignoraba que se encontraba en la ciudad, una ventaja demasiado importante para desperdiciarla. Sabía dónde se alojaba Rochaid, en una de las posadas que albergaban forasteros. Podía merodear por las cercanías del establecimiento la mañana siguiente y esperar a que se le presentase otra oportunidad. También era posible que los demás llegaran durante la noche. Rand creía que podía matar a dos de ellos al tiempo, o incluso a los cinco, pero en ese caso no ocurriría sin que hubiese jaleo. Sufriría heridas al enfrentarse a los cinco, y, en el mejor de los casos, tendría que abandonar su espada, cosa que era reacio a hacer. Era un regalo de Aviendha. Y en el peor…

Un atisbo de una capa orlada con piel atrajo su atención, ondeando al viento al tiempo que desaparecía por una esquina un poco más adelante, y Rand corrió hacia allí. Los vigilantes en el puesto de guardia se pusieron alertas, y el que estaba arriba sacó la carraca que llevaba en el cinturón. Uno de los que se encontraban al pie del puesto asió el largo garrote, en tanto que el otro cogió una larga traba que tenía apoyada en los escalones. El extremo ahorquillado estaba pensado para atrapar y sujetar un brazo, una pierna o el cuello, y el palo en sí iba forrado de hierro, como protección para los golpes de un hacha o una espada. Lo observaron atentamente, con una dura mirada.

Rand los saludó inclinando la cabeza y sonriendo, y después se asomó de manera ostentosa a la calle lateral, escudriñando entre la multitud que la llenaba; era un hombre que buscaba a alguien, no un ladrón en plena huida. El garrote volvió al enganche del cinturón, y la traba quedó apoyada de nuevo en los escalones. Rand se desentendió de los vigilantes. Captó más adelante un atisbo de la capa y quizá de una chaqueta roja cuando el que vestía esas prendas giró en otra esquina.

Alzando la mano como si llamara a alguien, Rand caminó a buen paso en pos del hombre, zigzagueando entre la gente y los carretones de buhoneros. Los vendedores ambulantes que exhibían alfileres, agujas o peines en las bandejas intentaban llamar su atención —o la de cualquiera— voceando sus mercancías. Muy pocas personas en esa zona vestían telas bordadas, y un simple cordón sujetando el cabello de un hombre abundaba más que hasta el más sencillo prendedor. Estas calles se encontraban abarrotadas y formaban un irregular laberinto donde las posadas baratas y los edificios de piedra de tres o cuatro pisos, divididos en viviendas, se alzaban por encima de carnicerías, barberías y velerías, tiendas de hojalateros, alfareros y caldereros. Los carruajes no cabían por estos callejones; tampoco había sillas de mano ni jinetes, y sólo un puñado de sirvientes uniformados que cargaban cestos o hacían recados, pero que paseaban y miraban a todo el mundo por encima del hombro, excepto a los vigilantes urbanos, de los que había patrullas y puestos de guardia incluso allí.

Por fin consiguió acercarse lo suficiente para ver bien al hombre que seguía. Rochaid había tenido por fin el sentido común de sujetarse la capa, ocultando la chaqueta roja y la inútil espada, pero no cabía duda de que era él. A decir verdad, ahora parecía tratar de llamar la atención lo menos posible, pues se deslizaba por el lateral de la calle, casi rozando las fachadas de las tiendas con el hombro. Inesperadamente miró hacia atrás de forma furtiva, y luego se internó veloz en un callejón que se abría entre una cestería pequeña y una posada con el letrero tan sucio que no se distinguía el nombre. Rand casi sonrió, y no perdió tiempo en ir rápidamente tras él. En los callejones de Far Madding no había vigilantes urbanos ni puestos de guardia.

El trazado de esos callejones era aún más sinuoso que el de las calles que acababa de dejar atrás, creando un dédalo propio dentro de cada manzana, y Rochaid ya se había perdido de vista, pero Rand podía oír sus pisadas resonando en el húmedo pavimento. Los pasos resonaron y se multiplicaron entre las lisas paredes de piedra hasta que casi fue incapaz de distinguir de qué dirección llegaban, pero siguió adelante, corriendo a lo largo de pasajes apenas lo bastante anchos para que dos hombres caminaran hombro con hombro. Si eran muy amigos. ¿Por qué había ido Rochaid a este laberinto? Se dirigiera a donde se dirigiera, se veía que quería llegar cuanto antes, pero era imposible que conociera los callejones para ir de un sitio a otro.

De pronto Rand cayó en la cuenta de que sus pisadas eran las únicas que se oían y se paró en seco. Silencio. Desde donde se encontraba, alcanzaba a ver otros tres pasajes estrechos que salían del callejón en que se hallaba él. Conteniendo la respiración aguzó el oído. Silencio. Casi tomó la decisión de volverse; y entonces escuchó un ruido distante, procedente del callejón más cercano, como si alguien hubiese dado una patada a una piedra de manera accidental al pasar. Lo mejor sería matarlo y acabar de una vez.

Rand giró en la esquina del callejón y se encontró a Rochaid que lo estaba esperando.

El murandiano volvía a llevar la capa retirada y tenía las dos manos sobre la empuñadura de la espada. El «nudo de paz» de Far Madding unía empuñadura y vaina dentro de una fina red de alambre. El hombre esbozaba una sonrisa avisada.

—Ha sido tan fácil hacerte caer en la trampa como a una paloma —dijo mientras empezaba a desenfundar la espada. Los alambres habían sido cortados y después colocados para que parecieran intactos a cualquier mirada de pasada—. Huye, si quieres.

Rand no lo hizo. Por el contrario, se adelantó y, dejando caer con fuerza la mano izquierda sobre el extremo de la empuñadura de la espada de Rochaid, mantuvo el arma a medio desenvainar. La sorpresa desorbitó los ojos del otro hombre, aunque aún no se había dado cuenta de que su anterior pausa para regodearse ya lo había matado. Retrocedió en un intento de poner espacio entre ambos para acabar de sacar la espada, pero Rand lo siguió sin hacer movimientos bruscos y sin soltar la empuñadura, tras lo cual realizó un giro de caderas, y asestó un duro golpe en la garganta de Rochaid con los nudillos de la otra mano. Sonó el seco chasquido de cartílago al romperse, y el Asha’man renegado olvidó toda idea de matar a nadie. Reculó a trompicones, con los ojos saliéndosele de las órbitas, y se llevó las manos a la garganta en un inútil y desesperado intento de inhalar aire a través de la tráquea destrozada.

Rand iniciaba ya el golpe de gracia, debajo del esternón, cuando un sonido apagado llegó desde atrás, y de repente la burlona provocación de Rochaid cobró un nuevo sentido. Empujó a Rochaid y se zambulló en el suelo, encima de él. Sonó un estruendo de metal chocando contra una pared de piedra, seguido de la maldición de un hombre. Asiendo la espada del murandiano, Rand rodó sobre sí mismo y acabó de sacar el arma en el momento de apoyar el hombro en el suelo. Rochaid emitió un grito agudo, gorgoteante, mientras Rand se incorporaba de cara a la dirección de la que había llegado.

Raefar Kisman estaba parado, mirando boquiabierto a Rochaid, a la cuchilla que iba dirigida a atravesar a Rand y que en cambio se había hundido en el tórax del murandiano. La sangre salió a borbotones por la boca de Rochaid, que clavó los talones en el pavimento y se ensangrentó las manos al asir la afilada hoja como si pudiera extraerla de su cuerpo. De estatura mediana y de tez pálida para un teariano, Kisman llevaba ropas tan sencillas como las de Rand a excepción del cinturón de la espada. Ocultándola bajo la capa, podría haber ido a cualquier lugar de Far Madding sin que reparasen en él.

Su consternación sólo duró un instante. En el momento en que Rand se incorporaba, asida la espada con ambas manos, Kisman sacó la suya de un tirón y no volvió a mirar a su cómplice, que se sacudía en el suelo. No apartó la vista de Rand, y sus manos se movieron en la larga empuñadura con nerviosismo. Sin duda era uno de los que se sentían tan orgullosos de utilizar el Poder como un arma que había desdeñado realmente aprender a manejar la espada. Cosa que Rand no había hecho. Rochaid sufrió una última sacudida y se quedó inmóvil, mirando fijamente el cielo.

—Hora de morir —dijo quedamente Rand; pero, cuando empezaba a lanzar el ataque, sonó una carraca en algún lugar detrás del teariano, un incesante tableteo. Los vigilantes urbanos.

—Nos prenderán a los dos —manifestó Kisman, en un tono frenético—. ¡Si nos sorprenden junto a un cadáver nos colgarán a ambos! ¡Sabes que lo harán!

Tenía razón, al menos en parte. Si los vigilantes los hallaban allí los conducirían a los dos a las celdas situadas en los sótanos de la Cámara de las Consiliarias. Sonaron más carracas, cada vez más próximas. Los vigilantes debían de haberse fijado en tres hombres que entraban en el mismo callejón uno tras otro; quizás incluso habían visto la espada de Kisman. De mala gana, Rand asintió.

El teariano retrocedió cautelosamente y, cuando vio que Rand no hacía ningún movimiento para ir en pos de él, envainó el acero y echó a correr tan deprisa que la capa ondeó a su espalda.

Rand tiró sobre el cadáver de Rochaid la espada que había tomado prestada y salió corriendo hacia el lado opuesto. Aún no se oían carracas en esa dirección. Con suerte saldría a las calles principales y se mezclaría con la multitud antes de que lo localizaran. No era a la horca a lo que tenía miedo; si se quitaba los guantes y mostraba los dragones marcados en los brazos bastaría para que no lo colgasen, estaba seguro. Pero las Consiliarias habían proclamado su aceptación a aquel absurdo decreto que Elaida había dictado. Cuando lo tuvieran en una celda, lo dejarían allí hasta que la Torre Blanca mandara a alguien a buscarlo. De modo que corrió tan deprisa como pudo.

Mezclándose en la muchedumbre de la calle, Kisman soltó un suspiro de alivio cuando tres vigilantes entraron a la carrera en el callejón del que él acababa de salir. Cerrando la capa para ocultar la espada enfundada, caminó con el flujo de la muchedumbre, al mismo paso que la mayoría e incluso más lento que algunos; ningún movimiento que llamase la atención de los vigilantes. Un par de ellos pasaron con un prisionero metido en un gran saco que colgaba de una pértiga, cargada a hombros de los vigilantes. Sólo se veía la cabeza del hombre, cuyos ojos iban enloquecidos de un lado a otro. Kisman se estremeció. ¡Así la Luz lo cegara, podría haberle ocurrido a él! ¡A él!

Había sido un necio por dejar que Rochaid lo convenciera. Se suponía que debían esperar a que hubiesen llegado todos, tras entrar en la ciudad de uno en uno para evitar llamar la atención. Rochaid quería para sí la gloria de ser el que matara a al’Thor; el murandiano ardía en deseos de demostrar que valía más que al’Thor. Ahora estaba muerto por eso, y casi había conseguido arrastrarlo a la muerte con él, y eso lo ponía furioso. Deseaba el poder más que la gloria, quizá dirigir Tear desde la Ciudadela. O tal vez más. Quería vivir para siempre. Ésas eran las cosas que se le habían prometido; el pago que merecía. Parte de su ira se debía a no estar seguro de que en realidad tenían que acabar con al’Thor. El Gran Señor sabía cómo ansiaba matarlo —¡no dormiría a gusto hasta que ese hombre estuviese muerto y enterrado!— y, sin embargo…

«Matadlo», había ordenado el M’Hael antes de enviarlos a Cairhien, y el hecho de que los descubrieran le había desagradado tanto como que hubiesen fracasado en su empeño. Far Madding sería su última oportunidad; había dejado eso tan claro como el agua. Dashiva había desaparecido, simplemente. Kisman ignoraba si había huido o si el M’Hael lo había matado, y tampoco le importaba.

«Matadlo», había ordenado Demandred después, y les había advertido que más les valía morir que permitir que los descubriese otra vez cualquiera, incluso el M’Hael, como si ignorase la orden dada por Taim.

«Matadlo si no hay más remedio, pero, por encima de todo, traedme todo lo que tenga en su poder. Eso compensará vuestros fallos previos», había dicho más tarde aún Moridin. Afirmaba ser uno de los Elegidos, y nadie estaba tan loco como para decir tal cosa sin ser verdad, pero aun así parecía pensar que las posesiones de al’Thor eran más importantes que su muerte, como si acabar con él fuera algo accidental y no realmente necesario.

Esos dos eran los únicos Elegidos que Kisman conocía, pero le daban dolores de cabeza. Eran peores que cairhieninos. Sospechaba que lo que no habían manifestado podía matar a un hombre más deprisa que una orden firmada del Gran Señor. En fin, una vez que Torvil y Gedwyn llegaran, podrían planear…

De pronto sintió como una punzada en el brazo derecho, y miró consternado la mancha de sangre que se extendía en su capa. No notaba el dolor de un corte profundo, y ningún cortabolsas habría errado hasta el punto de herirlo en el antebrazo.

—Él me pertenece —le susurró un hombre, pero cuando se volvió sólo encontró la muchedumbre que abarrotaba la calle, cada cual ocupándose de sus asuntos. Los pocos que advirtieron la mancha oscura en la capa apartaron la vista rápidamente. En Far Madding nadie quería verse involucrado en ningún acto violento, por mínimo que fuese. Eran expertos en pasar por alto lo que no querían ver.

La herida le palpitaba y ardía más que al principio. Se soltó la capa y con la mano izquierda hizo presión sobre el ensangrentado corte de la manga. Tenía el brazo inflamado y caliente. De pronto contempló con horror su mano derecha, que empezaba a ponerse negra e hinchada como un cadáver de una semana.

Echó a correr, enloquecido, empujando a la gente para apartarla, tirándola. No sabía lo que le estaba ocurriendo ni cómo se lo habían hecho, pero no tenía duda alguna sobre el resultado. A menos que pudiese salir de la ciudad, llegar más allá del lago, a las colinas. Entonces tendría una oportunidad. Un caballo. ¡Necesitaba un caballo! Debía tener una oportunidad. ¡Se le había prometido que viviría para siempre! Sólo había gente a pie, y se apartaba al verlo correr. Le pareció escuchar las carracas de los vigilantes, pero también podría ser la sangre palpitando en sus oídos. Todo se estaba volviendo oscuro. Su rostro chocó contra algo duro, y comprendió que se había desplomado. Su último pensamiento fue que uno de los Elegidos había decidido castigarlo, pero no sabía el porqué.

Cuando Rand entró en La Corona de Maredo sólo había unos cuantos hombres sentados en las mesas redondas de la sala común. A despecho de su ostentoso nombre, era una posada modesta, con dos docenas de habitaciones en los dos pisos altos. Las enlucidas paredes de la sala común estaban pintadas en amarillo, y los hombres que servían las mesas llevaban largos delantales del mismo color. Sendas chimeneas de piedra a cada extremo de la estancia proporcionaban un notable calor en comparación con la temperatura exterior. Los postigos se habían echado, pero las lámparas que colgaban de las paredes aliviaban la penumbra. Los olores que salían de la cocina prometían un sabroso almuerzo de pescado del lago. Rand sentiría perdérselo. Los cocineros de La Corona de Maredo eran buenos.

Vio a Lan sentado solo a una mesa que estaba junto a la pared. El cordón trenzado que sujetaba el cabello de Lan atraía miradas de soslayo de algunos de los otros hombres, pero él se negaba a quitarse el hadori ni siquiera durante un corto tiempo. Sus ojos se encontraron con los de Rand, y cuando éste señaló con un gesto la escalera, ubicada al fondo de la sala, no perdió tiempo con miradas interrogantes, sino que dejó la copa de vino, se levantó, y se dirigió hacia allí. Aun llevando sólo un cuchillo pequeño en el cinturón, irradiaba un aire peligroso, pero tampoco podía remediarse eso. Varios hombres sentados en las mesas miraron hacia Rand, pero, por alguna razón, se apresuraron a apartar la vista rápidamente cuando se encontraron con sus ojos.

Cerca de la cocina, en la puerta que conducía a la Sala de Mujeres, Rand se detuvo. No se permitía el paso de hombres allí. Aparte de unas cuantas flores pintadas en las paredes amarillas, la Sala de Mujeres no era mucho más elegante que la sala común, aunque las lámparas de pie también estaban pintadas en amarillo, así como el revestimiento de la chimenea. Los delantales amarillos que llevaban las mujeres que servían las mesas allí eran iguales a los que llevaban los hombres de la sala común. La señora Nalhera, la posadera, delgada y de cabellos grises, se encontraba sentada en la misma mesa que Min, Nynaeve y Alivia, y todas charlaban y reían mientras tomaban té.

Rand apretó las mandíbulas al ver a la antigua damane. Nynaeve afirmaba que la mujer había insistido en acompañarlos, pero él no creía que nadie «insistiese» en nada con Nynaeve. Era ella la que quería a Alivia a su lado por alguna razón. Se había estado comportando de un modo extraño, como si se esforzara al límite para ser una Aes Sedai desde el momento en que fue a buscarla después de dejar a Elayne. Las tres mujeres se habían puesto vestidos de cuello alto, al estilo de Far Madding, con muchos bordados de flores y pájaros en el corpiño, los hombros y hasta el alto cuello, aunque a veces Nynaeve rezongaba por eso. Sin duda habría preferido el buen paño de Dos Ríos en lugar de las finas telas de allí. Por otro lado, como si el punto rojo ki’sain que llevaba en la frente no bastara para llamar la atención, se había adornado con tantas joyas como si fuera a asistir a una audiencia real, con un fino cinturón de oro, un largo collar y varios brazaletes, todos salvo uno con incrustaciones de zafiros y pulidas gemas verdes que Rand desconocía, y en todos los dedos de la mano derecha lucía un anillo a juego. Su anillo de la Gran Serpiente estaría guardado en alguna parte para que no llamase la atención, pero el resto atraería diez veces más miradas. Mucha gente no reconocería el anillo de una Aes Sedai al verlo, pero cualquiera podía calcular el valor de esas joyas. Rand se aclaró la garganta e inclinó la cabeza.

—Esposa, necesito hablar contigo arriba —dijo, recordando añadir en el último momento—, si haces el favor. —No podía expresarse con más urgencia si no quería perder las formas, pero esperaba que no se demorasen. Podrían hacerlo, aunque sólo fuera por demostrar a la posadera que no estaban a su disposición. ¡Por alguna razón, la gente de Far Madding parecía creer que las mujeres de fuera saltaban cuando los hombres les decían que lo hicieran!

Min se giró en la silla y le sonrió como hacía cada vez que la llamaba «esposa». La percepción de ella dentro de su cabeza era cálida y de deleite, repentinamente chispeante de regocijo. Su situación en Far Madding le resultaba muy divertida. Se inclinó hacia la señora Nalhera, sin apartar los ojos de él, y le dijo algo en voz baja que hizo que la mujer de más edad soltase una risita y que puso en Nynaeve una expresión dolida.

Alivia se puso de pie, su actitud en nada parecida a la de la mujer sumisa que Rand recordaba haber entregado a Taim. Todas las sul’dam y damane capturadas habían resultado una carga de la que se alegró de librarse, nada más. Había hebras blancas en su cabello dorado y unas finas arrugas en el rabillo de los ojos, pero su mirada era fiera ahora.

—¿Y bien? —inquirió arrastrando las vocales como de costumbre, con la vista fija en Nynaeve, pero de algún modo hizo que las dos palabras sonasen a orden y a censura.

Nynaeve alzó los ojos hacia ella y no se apresuró a levantarse; empleó unos segundos en alisarse la falda, pero al fin se puso de pie.

Rand no esperó nada más para dirigirse rápidamente hacia la escalera. Lan esperaba al final del tramo de escalones, fuera de la vista de la sala común. En tono bajo, Rand hizo un breve resumen de lo ocurrido. El pétreo rostro de Lan no cambió de expresión en ningún momento.

—Al menos hay uno muerto —comentó mientras se volvía hacia el cuarto que compartía con Nynaeve.

Rand ya se encontraba en la habitación que Min y él compartían, recogiendo apresuradamente las ropas colgadas en el alto armario y metiéndolas de cualquier manera en uno de los cestos de mimbre, cuando la joven entró finalmente en el cuarto, seguida de Nynaeve y de Alivia.

—Luz, vas a estropearlo todo haciendo eso —exclamó Min, que lo apartó del cesto con el hombro. Empezó a sacar prendas y a doblarlas ordenadamente sobre la cama, junto a su espada sellada con el nudo de paz—. ¿Por qué hacemos el equipaje? —preguntó, aunque no le dio ocasión de responder—. La señora Nalhera dice que no estarías tan hosco si te azotase todas las mañanas. —Se echó a reír mientras sacudía una de las chaquetas que allí no se había puesto. Rand le había dicho que le compraría otras nuevas, pero ella se negó a dejar las chaquetas y polainas bordadas—. Le contesté que lo tendría en cuenta. Lan le gusta mucho. —Inopinadamente dio un timbre agudo a su voz, imitando la de la posadera—. «Un hombre gentil con buenas modales es mucho mejor que una cara bonita, eso es lo que yo digo siempre».

Nynaeve resopló.

—¿Quién quiere un hombre que salte por el aro cada vez que a una le apetece?

Rand la miró de hito en hito, y Min se quedó boquiabierta. Eso era exactamente lo que Nynaeve hacía con Lan, y Rand no entendía cómo ese hombre podía aguantarlo.

—Piensas demasiado en los hombres, Nynaeve —comentó Alivia. La antigua Zahorí frunció el ceño, pero en vez de replicar se quedó callada y tocando uno de los brazaletes, una pieza peculiar de oro con eslabones planos, que se extendía por el envés de su mano izquierda hasta los anillos que llevaba en los cuatro dedos. La mujer de más edad sacudió la cabeza como si la desilusionara que no hubiera réplica.

—Me he puesto a hacer el equipaje porque nos marchamos, y hemos de hacerlo deprisa —contestó con premura Rand. Puede que Nynaeve se quedase callada durante unos segundos, por extraño que fuera, pero si la expresión de su cara se tornaba más sombría empezaría a darse tirones de la trenza y se pondría a gritar hasta que nadie pudiese meter baza durante horas.

Antes de que hubiese acabado de relatar lo que le había anticipado a Lan, Min dejó de doblar prendas y empezó a meter sus libros en el segundo cesto con tal premura que ni siquiera los envolvió en las ropas como solía hacer siempre. Las otras dos mujeres se quedaron mirándolo fijamente como si nunca lo hubiesen visto. Por si acaso no habían sido tan rápidas como Min en captar el mensaje, añadió:

—Rochaid y Kisman me tendieron una emboscada. Sabían que seguía a uno de ellos. Kisman consiguió escapar, de modo que, si conoce esta posada, Dashiva, Gedwyn, Torvil y él podrían aparecer por aquí, puede que dentro de dos o tres días, o puede que dentro de una hora.

—No estoy ciega —repuso Nynaeve, todavía sin quitarle los ojos de encima. En su voz no se advertía acaloramiento; ¿protestaría por simple costumbre?—. Si quieres que nos movamos rápido, ayuda a Min en lugar de quedarte ahí plantado como un pasmarote. —Lo miró unos segundos más y luego sacudió la cabeza antes de salir del cuarto.

Alivia se frenó cuando iba a seguirla y le lanzó una mirada iracunda a Rand. No, ya no quedaba nada de sumiso en ella.

—Actuando así acabarás consiguiendo que te maten —dijo con tono desaprobador—. Aún te queda mucho por hacer para buscar la muerte antes de tiempo. Debes permitirnos que te ayudemos.

Rand frunció el ceño cuando la puerta se cerró tras la seanchan.

—¿Has tenido algunas visiones de ella, Min?

—Todo el tiempo, pero no de la clase a la que te refieres, nada que entienda. —Arrugó la nariz al ver un libro y luego lo apartó a un lado. No había muchas probabilidades de que abandonase un solo volumen de su biblioteca, nada reducida por cierto. Sin duda se proponía llevárselo y leerlo a la primera oportunidad que tuviese. Se pasaba horas con la nariz metida en aquellos libros—. Rand —empezó lentamente—, hiciste todo eso, matar a un hombre y enfrentarte a otro, y… Rand, no sentí nada. En el vínculo, me refiero. Ni miedo, ni cólera. ¡Ni siquiera preocupación! Nada.

—No estaba furioso con él. —Rand sacudió la cabeza y se puso de nuevo a guardar ropas en el cesto—. Era preciso matarlo, nada más. ¿Y por qué iba a sentir miedo?

—Oh —dijo la joven con un hilo de voz—. Entiendo. —Luego volvió a examinar los libros. El vínculo se había quedado silencioso, como si estuviese absorta en sus pensamientos, pero a través de esa quietud se deslizaba un hilo de preocupación.

—Min, prometo que no permitiré que te ocurra nada. —Ignoraba si podría cumplir tal promesa, pero su intención era hacerlo.

Ella le sonrió, casi riendo. Luz, qué hermosa era.

—Lo sé, Rand. Y yo no permitiré que te ocurra nada a ti. —El amor fluyó a través del vínculo como la calidez de un sol de mediodía—. Sin embargo, Alivia tiene razón. Tienes que dejar que te ayudemos de algún modo. Si describes bien a esos tipos quizá podríamos hacer indagaciones. Es obvio que tú solo no puedes registrar toda la ciudad.

«Estamos muertos —murmuró Lews Therin—. Los muertos deberían guardar silencio en sus tumbas, pero jamás lo hacen».

Rand apenas escuchó la voz dentro de su cabeza. De repente había comprendido que no era preciso que describiese a Kisman y a los otros. Podía dibujarlos con tanta precisión que cualquiera reconocería sus caras. Sólo que él nunca había sido capaz de trazar una línea. Pero Lews Therin sí sabía cómo hacerlo. Aquello debería haberlo asustado; debería, pero no lo hizo.


Isam caminaba de un lado a otro de la habitación observando las cosas a la luz siempre presente del Tel’aran’rhiod. Las ropas de la cama pasaban de estar arrugadas a encontrarse completamente estiradas y pulcramente colocadas de una ojeada a la siguiente. El cobertor cambiaba de un dibujo de flores a otro de color rojo oscuro y más acolchado. Lo efímero siempre cambiaba allí, y él ya apenas se fijaba. No podía utilizar el Tel’aran’rhiod del modo que lo hacían los Elegidos, pero allí era donde se sentía más libre. Allí podía ser quien quería. La idea lo hizo reírse.

Se detuvo junto a la cama y con cuidado desenfundó las dos dagas envenenadas, tras lo cual pasó del Mundo Invisible al de vigilia, y al hacerlo se convirtió en Luc. Parecía lo apropiado.

La habitación estaba a oscuras en el mundo de vigilia, pero la luz de la luna que se colaba por la única ventana bastaba para que Luc distinguiese las formas de dos personas durmiendo bajo las mantas. Sin la menor vacilación, hundió una daga en cada una de ellas. Despertaron con unos gritos ahogados, pero Luc sacó las armas y arremetió una y otra vez. Con el veneno no era probable que ninguna de las dos personas tuviese fuerza para gritar lo bastante alto para que la oyesen fuera del cuarto, pero quería ser el autor material de esas muertes, darles su toque personal, cosa que no garantizaba la sustancia ponzoñosa. A no tardar las figuras dejaron de sacudirse cuando hundió las hojas entre las costillas.

Limpió las dagas con la colcha y volvió a enfundarlas con tanto cuidado como había tenido al desenvainarlas. Se le habían concedido muchos dones, pero la inmunidad al veneno o a cualquier otra arma no era uno de ellos. A continuación sacó una vela pequeña de su bolsillo y sopló para retirar parte de la ceniza que cubría las brasas amontonadas en la chimenea, lo suficiente para encender el pabilo. Siempre le gustaba ver a las personas que mataba, aunque fuese después, si no podía hacerlo mientras llevaba a cabo el asesinato. Había disfrutado especialmente con aquellas dos Aes Sedai en la Ciudadela de Tear. La incredulidad plasmada en sus caras cuando él pareció surgir de la nada, el terror cuando comprendieron que no había ido a salvarlas, eran recuerdos muy preciados. Ése había sido Isam, no él, pero no por ello los recuerdos perdían valor. Ninguno de los dos conseguía matar Aes Sedai muy a menudo.

Durante un momento estudió los rostros de la pareja tendida en la cama, después apagó la llama de la vela con los dedos y guardó ésta en el bolsillo antes de regresar al Tel’aran’rhiod.

Su patrocinador actual lo esperaba. Era un hombre, de eso estaba seguro, pero Luc no conseguía verlo claramente. No ocurría como con esos escurridizos Hombres Grises, en los que uno no reparaba, simplemente. Una vez había matado a uno de ellos, en la propia Torre Blanca. Al tacto eran fríos, vacíos como una cáscara hueca. Fue como matar a un cadáver. No, con ese hombre era distinto, como si hiciese algo para que sus ojos se deslizaran sobre él del mismo modo que el agua resbalaba sobre el cristal. Incluso visto por el rabillo del ojo no pasaba de ser una mancha borrosa.

—La pareja que dormía en esta habitación dormirá para siempre —informó Luc—, pero el hombre era calvo, y la mujer tenía el pelo cano.

—Lástima —dijo el hombre, y su voz pareció diluirse en los oídos de Luc, de manera que no podría reconocerla si la escuchaba sin el disfraz. Tenía que tratarse de uno de los Elegidos. Muy pocos salvo los Elegidos sabían cómo llegar hasta él, y ninguno de esos pocos hombres podía encauzar, o de lo contrario habrían osado intentar darle órdenes. A excepción del propio Gran Señor, y más recientemente los Elegidos, sus servicios se solicitaban con respeto, si bien ninguno de los Elegidos que Luc conocía había tomado tantas precauciones como éste.

—¿Quieres que lo intente otra vez? —preguntó Luc.

—Quizá. Cuando te lo diga, pero no antes. Recuerda, ni una palabra de esto a nadie.

—Como ordenes —contestó Luc al tiempo que hacía una reverencia, pero el hombre creó un acceso, un agujero que se abría a un claro nevado de un bosque, y se marchó antes de que Luc se irguiera.

Era una verdadera lástima. Estaba deseando matar a su sobrino y a la zorra; pero, si había que dejar pasar un tiempo, cazar siempre resultaba muy placentero. Se convirtió en Isam. A Isam le gustaba matar lobos más incluso de lo que le gustaba a Luc.

Загрузка...