Otro criado casi se fue de bruces al suelo por la pronunciada reverencia. Elayne suspiró y siguió caminando grácilmente por los pasillos de palacio. Al menos intentó caminar así. La heredera del trono, majestuosa y serena. Lo que deseaba era correr a pesar de que la oscura falda probablemente la habría hecho tropezar y caer si lo hubiese intentado. Casi podía sentir los ojos desorbitados del orondo criado siguiéndolas a sus compañeras y a ella. Una irritación sin importancia, que pasaría; un grano de arena en el zapato. «¡Rand Más-listo-que-nadie al’Thor es más irritante que un grano en el culo!», pensó. ¡Si se las arreglaba para escabullirse de ella esta vez…!
—Recordad —dijo firmemente—. ¡Ni una palabra de los espías ni de la horcaria ni de nada de eso! —Sólo le faltaba que decidiera «rescatarla». Los hombres hacían ese tipo de cosas estúpidas; Nynaeve lo llamaba «pensar con el pelo del pecho». ¡Luz, probablemente intentaría traer de vuelta a la ciudad a los Aiel y a los saldaeninos! Por amargo que resultara admitirlo, ella no podría impedírselo si lo hacía, no sin un enfrentamiento abierto, e incluso así podría no ser suficiente.
—No le cuento cosas que no necesita saber —contestó Min al tiempo que miraba ceñuda a una criada desgarbada y con los ojos abiertos como platos, cuya reverencia casi la hizo dar con sus huesos en las baldosas marrón rojizas.
Elayne miró de reojo a Min, recordando cuando ella llevaba polainas, y se preguntó por qué no intentarlo de nuevo. Desde luego daban mucha más libertad de movimientos que la falda. Pero no se pondría botas de tacón, decidió juiciosamente. Hacían parecer a Min casi tan alta como Aviendha, e incluso Birgitte se contoneaba al caminar cuando las llevaba de ese estilo, y con las ajustadas polainas que lucía Min y la chaqueta que apenas le cubría las caderas resultaba definitivamente escandaloso.
—¿Le mientes? —El tono de Aviendha estaba cargado de recelo. Incluso el modo en que se ajustó el oscuro chal sobre los hombros denotaba desaprobación; lanzó una mirada fulminante a Min.
—Por supuesto que no —replicó ésta, cortante, y le devolvió la mirada hosca—. No a menos que sea necesario.
Aviendha se echó a reír y después pareció sobresaltarse por haberse reído; adoptó de inmediato un gesto pétreo.
¿Qué iba a hacer con ellas?, pensó Elayne. Tenían que caerse bien. Forzosamente. Pero, desde que se habían conocido, las dos mujeres se habían estado observando como gatas desconocidas encerradas en un cuarto pequeño. Oh, se habían mostrado de acuerdo en todo —en realidad no quedaba otra alternativa, habida cuenta de que ninguna de ellas podía adivinar cuándo tendrían a ese hombre al alcance de las tres— pero confiaba en que no hicieran otra demostración sobre la destreza en manejar sus cuchillos; de un modo muy despreocupado, sin que implicase amenaza alguna, pero también de un modo muy desenvuelto. Por otro lado, a Aviendha le había impresionado bastante el número de cuchillos que Min llevaba encima.
Un criado joven y larguirucho, que llevaba en una bandeja unas caperuzas altas para las lámparas de pie, le hizo una reverencia mientras Elayne pasaba ante él. Por desgracia, la miraba tan fijamente que olvidó prestar atención a su carga. El estruendo de cristal al hacerse añicos en el suelo retumbó en el pasillo.
Elayne volvió a suspirar. Esperaba que todos se acostumbrasen pronto al nuevo orden de las cosas. No era ella el foco de todas aquellas miradas asombradas, por supuesto, ni Aviendha ni siquiera Min, aunque probablemente ella atraía algunas. No; eran Caseille y Deni, que las seguían de cerca, quienes hacían que los ojos se abriesen como platos y los criados tropezaran. Ahora tenía ocho guardias de escolta, y esas dos eran las que estaban de guardia a su puerta cuando despertó.
Muy probablemente algunos de los gestos de sorpresa se debían a que Elayne tuviera escoltas femeninas, además de que en la guardia hubiera mujeres. Todavía nadie se había acostumbrado a eso. Birgitte había dicho que las haría parecer ceremoniales, y lo había conseguido. Debía de haber puesto a trabajar hasta la última costurera y sombrerera de palacio tan pronto como había salido de los aposentos de Elayne la noche antes. Lucían sombrero de color rojo intenso, con una larga pluma blanca descansando sobre la ancha ala, así como una banda amplia, también roja, en bandolera sobre el pecho, bordeada con puntilla nívea y con Leones Blancos rampantes a todo lo largo. Las chaquetas carmesí con cuellos blancos eran de seda, y el corte se había cambiado un poco para que sentara mejor y llegara casi hasta la rodilla, por encima de los pantalones escarlatas, adornados con una banda blanca a lo largo de los laterales de las perneras. El encaje colgaba muy fruncido en las bocamangas y los cuellos; y las botas negras se habían frotado hasta hacerlas brillar. Su aspecto era gallardo, y hasta Deni, con sus plácidos ojos, se pavoneaba un poco. Elayne sospechaba que se sentirían incluso más enorgullecidas una vez que los cinturones y vainas labrados con oro estuviesen listos, así como los yelmos y los petos lacados. Birgitte había ordenado hacer petos apropiados para mujeres; ¡eso sí que habría hecho que a los armeros de palacio se les salieran los ojos de las órbitas!
En aquel momento Birgitte estaba muy atareada entrevistando mujeres para completar las veinte de la escolta personal. Elayne la percibía concentrada, sin signos de actividad física, de modo que debía de tratarse de eso, a menos que estuviese leyendo o jugando a las guijas, pero rara vez se tomaba un rato de asueto de sus tareas. Elayne esperaba que el número se limitara a veinte. Y que Birgitte estuviese lo bastante ocupada para no advertir que enmascaraba el vínculo hasta que fuera demasiado tarde. Y pensar que había estado tan preocupada por que Birgitte no percibiera lo que ella no quisiera, cuando la solución estaba en hacer una simple pregunta a Vandene. La respuesta había servido también como un penoso recordatorio de lo poco que sabía realmente sobre ser Aes Sedai, en especial en esas cosas que otras hermanas daban por sentadas. Aparentemente, todas las hermanas que tenían Guardianes sabían cómo hacerlo, incluso las que mantenían celibato.
Era extraño cómo surgían las cosas a veces. De no ser por las escoltas personales, por haberse planteado cómo arreglárselas para esquivarlas a ellas y a Birgitte, jamás se le habría ocurrido preguntar, jamás habría aprendido el enmascaramiento a tiempo para lo de ahora. No es que tuviera planeado eludir a sus escoltas en breve, pero era mejor estar preparada en previsión de que lo necesitara. Ciertamente, Birgitte ya no iba a permitirles a Aviendha y a ella deambular por la ciudad solas, ni de día ni de noche.
La llegada a la puerta de los aposentos de Nynaeve alejó de su mente todo pensamiento sobre Birgitte. A excepción de que no debía enmascarar el vínculo hasta el último momento. Rand estaba al otro lado de esa puerta. Rand, que a veces ocupaba sus pensamientos hasta que se preguntaba si era como una de esas estúpidas mujeres de los relatos que perdían la cabeza por un hombre. Siempre había pensado que esas historias las habían escrito hombres. Sólo que a veces Rand hacía que se sintiese idiota. Por lo menos él no se daba cuenta, gracias a la Luz.
—Esperad aquí y no dejéis pasar a nadie —ordenó a las dos mujeres guardias. No podía permitirse el lujo de interrupciones ahora. Con suerte, el uniforme de la escolta era lo bastante reciente para que nadie lo relacionara con ella—. Sólo tardaré unos minutos.
Saludaron, cruzando el brazo sobre el pecho, y tomaron posiciones a ambos lados de la puerta, Caseille con gesto pétreo y una mano sobre la empuñadura de la espada, y Deni sosteniendo el largo garrote con las dos manos y esbozando una leve sonrisa. Elayne estaba convencida de que la corpulenta mujer pensaba que Min la había llevado allí para reunirse con un amante secreto. Y sospechaba que Caseille también. No habían sido todo lo discretas que habrían debido delante de las dos mujeres; nadie había mencionado su nombre, pero había habido suficientes «él esto» «él aquello». Al menos, ninguna había intentado recurrir a una excusa para marcharse y avisar a Birgitte. Si eran sus escoltas, eran sus escoltas, no las de Birgitte. Sólo que no podrían impedir que Birgitte entrara si ella enmascaraba el vínculo demasiado pronto.
Y se dio cuenta de que estaba muy nerviosa. El hombre con el que soñaba todas las noches se encontraba al otro lado de esa puerta, y ella seguía plantada allí, como una tonta. Había esperado tanto tiempo, lo había deseado tanto… y ahora casi tenía miedo. No dejaría que aquello fuera mal. Con un esfuerzo, recobró la compostura.
—¿Preparadas? —Su voz no sonaba tan fuerte como habría deseado, pero al menos no temblaba. Sentía un cosquilleo en el estómago como si revolotearan dentro mariposas del tamaño de ardillas. Hacía mucho que no le ocurría algo así.
—Por supuesto —contestó Aviendha, pero antes tuvo que tragar saliva.
—Estoy lista —musitó débilmente Min.
Entraron sin llamar y cerraron rápidamente la puerta tras ellas.
Nynaeve se levantó de la silla de un brinco, con los ojos muy abiertos, antes de que las tres acabaran de entrar en la habitación, pero Elayne apenas si reparó en ella o en Lan, a pesar de que el aroma dulzón de la pipa de Guardián impregnaba la estancia. Rand estaba realmente allí; le había costado creer que era verdad. El horrible disfraz que Min había descrito había desaparecido, salvo por la tosca ropa, y estaba… guapísimo.
Él también saltó de la silla al verla, pero antes de encontrarse totalmente de pie se tambaleó y se agarró a la mesa con las dos manos, sacudido por las arcadas. Elayne abrazó la Fuente y dio un paso hacia él, pero se detuvo y se obligó a soltar el Poder. Su habilidad en la Curación era escasa y, de todos modos, Nynaeve sé había movido con igual rapidez; el brillo del saidar envolvió de golpe a la antigua Zahorí, que alzó las manos hacia Rand.
—No es algo que puedas Curar, Nynaeve —dijo él bruscamente mientras retrocedía y la rechazaba con un ademán—. En cualquier caso, parece que te has salido con la tuya. —Su semblante era una rígida máscara que ocultaba las emociones, pero Elayne tenía la sensación de que se la bebía con los ojos. Y también a Aviendha. Se sorprendió de que aquello la alegrara. Había esperado que ocurriera así, habría confiado en arreglárselas por el bien de su hermana, y ahora no había hecho falta el menor esfuerzo. Enderezarse fue un visible esfuerzo para él, y también apartar la mirada de las dos, a pesar de que intentó ocultar ambas cosas—. Se ha hecho tarde, Min. Tenemos que irnos.
Elayne se quedó boquiabierta.
—¿Crees que puedes irte sin siquiera hablar conmigo, con nosotras? —consiguió articular.
—¡Hombres! —mascullaron casi a la par Min y Aviendha, que se miraron sorprendidas. Se apresuraron a descruzar los brazos. Por un instante, a despecho de lo distintas que eran en casi todo, habían sido casi imágenes idénticas del desdén femenino.
—Los que intentaron matarme en Cairhien convertirían este palacio en un montón de escombros si supieran que me encuentro aquí —dijo quedamente Rand—. Quizás incluso con que sólo lo sospecharan. Supongo que Min os ha contado que fueron Asha’man. No confiéis en ninguno de ellos. Excepto en tres, tal vez. Damer Flinn, Jahar Narishma y Eben Hopwil. Es posible que podáis fiaros de ellos. En cuanto al resto… —Apretó los puños contra los costados, al parecer sin darse cuenta—. A veces una espada se revuelve en la propia mano, pero sigo necesitando una. Limitaos a manteneros lejos de cualquier hombre con chaqueta negra. Mirad, no hay tiempo para hablar. Es mejor que me marche cuanto antes.
Elayne pensó que se había equivocado. No era exactamente como lo había soñado. En él había habido un atisbo de muchacho a veces, pero eso había desaparecido por completo. Lo lamentó profundamente por él. No creía que él lo lamentara, o que pudiera.
—Tiene razón en algo —intervino Lan, hablando sin quitarse la pipa de los labios y en el mismo tono quedo. Otro hombre que parecía que jamás hubiese sido un muchacho. Sus ojos eran dos pedazos de hielo azul bajo la cinta de cuero trenzado que le ceñía la frente—. Cualquiera que esté cerca de él corre peligro. Cualquiera.
Por alguna razón, Nynaeve resopló. Después puso la mano sobre una bolsa de cuero, en la que se marcaban unos bultos duros, que había en la mesa y sonrió. Aunque al cabo de un momento su sonrisa flaqueó.
—¿Acaso mi primera hermana y yo tememos al peligro? —demandó Aviendha, poniéndose en jarras. El chal resbaló de los hombros y cayó al suelo, pero estaba tan concentrada que ni siquiera se dio cuenta—. Este hombre tiene toh con nosotras, Aan’allein, y nosotras con él. Hay que arreglarlo.
—Ignoro qué tiene que ver en esto «to» o «na» —dijo Min, con sorna—, ¡pero no voy a ninguna parte hasta que hables con ellas, Rand! —Fingió no reparar en la mirada iracunda que le lanzó Aviendha.
Suspirando, Rand se apoyó contra la esquina de la mesa y se pasó los dedos por los rizos rojizos que le caían sobre el cuello. Parecía estar discutiendo consigo mismo entre dientes.
—Lamento que hayáis tenido que ocuparos de las sul’dam y las damane —dijo finalmente. Parecía que lo sentía, aunque no mucho; era como si hubiese dicho que lamentaba que hiciera frío—. Se suponía que Taim debía entregárselas a las hermanas que, según yo creía, estaban con vosotras. Pero supongo que cualquiera puede cometer un error así. Quizá pensó que todas las Zahoríes y Mujeres Sabias que Nynaeve ha reunido eran Aes Sedai. —Su sonrisa era tranquila. No se reflejó en sus ojos.
—Rand —advirtió Min en voz queda.
Tuvo el valor de mirarla inquisitivamente, como si no supiera qué quería decir. Luego continuó.
—En cualquier caso, parece que tenéis suficientes para que se encarguen de un puñado de mujeres hasta que podáis entregárselas a las… otras hermanas, las que van con Egwene. Las cosas nunca salen exactamente como uno espera, ¿verdad? ¿Quién habría pensado que unas pocas hermanas que huyeron de Elaida acabarían organizando una rebelión contra la Torre Blanca? ¡Y con Egwene como Sede Amyrlin! Y con la Compañía de la Mano Roja por ejército. Supongo que Mat podrá seguir allí durante un tiempo. —Por alguna razón, parpadeó y se tocó la frente; luego continuó en un tono entre indiferente e irritado—. Bien. Un extraño giro de los acontecimientos por doquier. A este paso, no me sorprendería que mis amigas de la Torre reunieran el coraje suficiente para darse a conocer.
Elayne miró a Nynaeve con la ceja enarcada. ¿Zahoríes y Mujeres Sabias? ¿La Compañía de la Mano Roja el ejército de Egwene, y Mat con ellos? El intento de Nynaeve de abrir los ojos en un gesto de inocencia la hizo parecer más culpable que un reo. Elayne supuso que tampoco importaba tanto. Ya se enteraría de la verdad a no tardar si es que se lo podía convencer para que acudiera ante Egwene. Fuera como fuese, tenía asuntos más importantes que tratar con él. Estaba balbuceando como un necio, por muy despreocupado que quisiera mostrarse, lanzándoles cualquier cebo que les llamara la atención con la esperanza de distraerlas de su propósito.
—Eso no te funcionará, Rand. —Elayne apretó las manos contra la falda para evitar agitar el índice en su dirección en un gesto admonitorio. O un puño; no sabía cuál de las dos cosas. ¿Las «otras» hermanas? Las «verdaderas» Aes Sedai era lo que había estado a punto de decir. ¿Cómo se atrevía? ¡Como lo de sus «amigas» en la Torre! ¿De verdad creía todavía lo que decía la extraña carta de Alviarin? Cuando habló su voz sonó fría y firme, denotando que no consentiría estupideces—. Nada de eso importa un bledo ahora. De lo que tenemos que hablar es de ti, de Aviendha, de Min y de mí. Y hablaremos. ¡Ya lo creo que lo haremos, Rand al’Thor, y no te irás de palacio hasta que hayamos acabado!
Durante unos segundos larguísimos él se limitó a mirarla, sin que su expresión cambiase. Luego respiró hondo, de manera audible, y su rostro se tornó granito.
—Te amo, Elayne. —Sin que mediara pausa, y siempre con semblante pétreo, continuó como si las palabras brotaran como el agua de una presa rota—. Te amo, Aviendha. Te amo, Min. Y a ninguna una pizca menos o más que a las otras dos. No quiero sólo a una, os quiero a las tres. Así que, ahí tenéis: soy un libertino. Ahora podéis alejaros y darme la espalda sin mirar atrás. Es una locura, de todos modos. ¡No puedo permitirme amar a nadie!
—Rand al’Thor —chilló Nynaeve—, ¡eso es lo más desvergonzado que jamás te he oído decir! ¡La mera idea de confesar a tres mujeres que las amas! ¡Eres mucho peor que un libertino! ¡Discúlpate ahora mismo!
Lan se había quitado bruscamente la pipa de la boca y miraba a Rand de hito en hito.
—Te amo, Rand —se limitó a contestar Elayne—. Y aunque tú no me lo has pedido, quiero casarme contigo. —Se sonrojó levemente, pero se proponía ser mucho más atrevida a no tardar, de modo que suponía que esto poco importaba. Nynaeve abría y cerraba la boca, sin articular ningún sonido.
—Mi corazón está en tus manos, Rand —dijo Aviendha, que pronunció su nombre como algo singular y preciado—. Si preparas una guirnalda nupcial para mi primera hermana y para mí, la aceptaré.
También ella se sonrojó e intentó encubrirlo agachándose para recoger el chal del suelo y luego poniéndoselo en los brazos. Según las costumbres Aiel, nunca habría debido decir tal cosa. Finalmente Nynaeve consiguió articular un sonido: un chillido.
—Si a estas alturas no sabes que te amo —intervino Min—, ¡entonces es que estás ciego, sordo y muerto! —Ella no se sonrojó, desde luego; en sus oscuros ojos chispeaba un brillo pícaro, y parecía a punto de echarse a reír—. En cuanto a casarnos, bueno, ya arreglaremos eso entre las tres, ¡para que lo sepas!
Nynaeve se agarró la trenza con las dos manos y tiró de ella de manera firme y sostenida al tiempo que resoplaba por la nariz. Lan había empezado a hacer un detenido examen del contenido de la cazoleta de la pipa. Rand observaba a las tres como si jamás hubiese visto una mujer y se preguntara qué eran.
—Estáis locas de remate —dijo al fin—. Me casaría con cualquiera de vosotras, con todas, ¡la Luz me ayude!, pero es imposible y lo sabéis.
Nynaeve se desplomó sobre un sillón mientras sacudía la cabeza. Mascullaba algo entre dientes, aunque lo único que Elayne logró entender fue algo del Círculo de Mujeres tragándose la lengua por la impresión.
—Hay algo más que debemos discutir —dijo Elayne. ¡Luz, Min y Aviendha lo miraban como si fuese un pastelillo! Con esfuerzo consiguió que su propia sonrisa fuera menos… ansiosa—. En mis aposentos, creo. No hay necesidad de molestar a Nynaeve y a Lan. —Más bien, temía que la antigua Zahorí intentara impedirlo si lo oía. Era muy rápida a la hora de hacer valer su autoridad en lo referente a asuntos Aes Sedai.
—Sí —contestó lentamente Rand. Y luego, curiosamente, añadió—: Ya te dije que habías ganado, Nynaeve. No me marcharé sin verte antes.
—¡Oh! —Nynaeve dio un respingo—. Sí. Por supuesto que no. Lo he visto crecer —parloteó al tiempo que dirigía una sonrisa descompuesta a Elayne—. Casi desde el principio. Lo vi dar sus primeros pasos. No puede marcharse sin antes sostener una larga charla conmigo.
Elayne la observó con recelo. Luz, hablaba de un modo que recordaba a una vieja niñera. Aunque Lini nunca había divagado de ese modo. Esperaba que Lini siguiera viva y en perfectas condiciones, pero se temía mucho que no fuera verdad ni lo uno ni lo otro. ¿Por qué actuaba así Nynaeve? La mujer se traía algo entre manos; y, si no pensaba recurrir a su posición para llevarlo a cabo, entonces se trataba de algo que hasta ella sabía que no era correcto.
De repente Rand pareció ondear, como si el aire que lo rodeaba rielara por el calor, y Elayne se olvidó de todo lo demás. En un instante era… otro, más bajo y grueso, tosco y bruto. Y de aspecto tan repulsivo que ni siquiera consideró el hecho de que él estaba utilizando la mitad masculina del Poder. El negro y grasiento cabello le caía sobre un rostro de palidez enfermiza en el que abundaban las verrugas con pelo, incluida una en la bulbosa nariz, encima de los gruesos y fláccidos labios por los que la baba parecía a punto de resbalar. Entrecerró los ojos y tragó con esfuerzo, aferrándose a los brazos del sillón, como si no pudiese soportar verlas observándolo.
—Sigues siendo maravilloso, Rand —dijo Elayne con delicadeza.
—Ja! —saltó Min—. ¡Esa cara haría que una cabra se desmayara!
Bueno, era cierto, pero Min no debería haberlo dicho. Aviendha se echó a reír.
—Tienes sentido del humor, Min Farshaw. Esa cara haría que un rebaño entero de cabras cayera redondo por la impresión.
Oh, Luz. ¡Sí que lo conseguiría! Elayne se tragó una carcajada justo a tiempo.
—Soy quien soy —contestó Rand mientras se levantaba del sillón—. Sólo que no lo veis.
Cuando Deni vio a Rand con el disfraz, la sonrisa se borró en el rostro de la baja y fornida mujer. Caseille se quedó boquiabierta. «Adiós a las ideas de amantes secretos», pensó Elayne, riendo divertida para sus adentros. Estaba convencida de que Rand atraía tantas miradas como las mujeres de la guardia, caminando desgarbadamente entre ellas, con un gesto ceñudo y hosco. Desde luego nadie sospecharía quién era. Los criados con los que se cruzaron por los pasillos a buen seguro pensaron que lo habían prendido al sorprenderlo cometiendo un delito. Su aspecto encajaba perfectamente con tal suposición. Caseille y Deni no le quitaban ojo de encima como si ellas pensasen lo mismo.
Las dos mujeres casi llegaron a discutir cuando se dieron cuenta de que Elayne tenía intención de hacerlas esperar fuera de sus aposentos mientras ellas tres conducían dentro al hombre. De repente el disfraz de Rand ya no parecía divertido en absoluto. Caseille apretó los labios, y la ancha cara de Deni adquirió un gesto de tozudo desagrado. Elayne casi tuvo que agitar ante sus narices el anillo de la Gran Serpiente para conseguir que ocuparan sus puestos junto a la puerta; ceñudas, claro. Cerró tras de sí la puerta con suavidad, dejando fuera aquellas expresiones malhumoradas, pero en realidad le habría gustado dar un fuerte portazo. Luz, el maldito hombre podría haber escogido algo un poco menos desagradable para su disfraz.
En cuanto a él, fue directamente hacia la mesa taraceada y se apoyó en ella mientras el aire rielaba a su alrededor y recobraba su propia apariencia. Las cabezas de los dragones en el envés de las manos brillaban con un centelleo metálico, rojas y doradas.
—Necesito beber —dijo con voz pastosa al fijarse en la jarra plateada de cuello alto que había sobre la mesa alargada, pegada a la pared.
Todavía sin mirarlas ni a ella ni a Min ni a Aviendha se dirigió con pasos inestables hacia allí y llenó una copa de plata que casi vació de un trago. El vino dulce con especias lo habían dejado cuando se llevaron el servicio de desayuno, de modo que debía de estar helado a estas alturas. No esperaban que volviera a sus aposentos tan pronto, y el fuego del hogar eran meras ascuas bajo las cenizas. Sin embargo, que ella viera, no hizo intención de calentar el vino encauzando, pues al menos habría debido salir algo de vapor del líquido. ¿Y por qué había ido hasta la mesa para coger el vino, en lugar de encauzar para trasladarlo hasta donde se encontraba él? Era el tipo de cosas que él solía hacer, que las copas o las lámparas flotaran de un sitio a otro con flujos de Aire.
—¿Te encuentras bien, Rand? —preguntó Elayne—. Quiero decir que si estás enfermo. —El estómago se le contrajo con la idea de qué enfermedad podría ser, tratándose de él—. Nynaeve puede…
—Estoy todo lo bien que cabe esperar —repuso impasible. Seguía de espaldas a ellas. Vació del todo la copa y la volvió a llenar—. Bien, ¿qué es lo que no queréis que oiga Nynaeve?
Elayne enarcó las cejas; luego hubo un intercambio de miradas con Aviendha y Min. Si él se había dado cuenta del subterfugio, entonces también lo había hecho Nynaeve, sin lugar a dudas. ¿Por qué las había dejado marcharse? ¿Y cómo lo había pillado él? Aviendha sacudió levemente la cabeza, sorprendida. Min también sacudió la cabeza, pero con una sonrisa que venía a decir que debían esperar de él cosas así de vez en cuando. Elayne sintió una fugaz punzada —no exactamente de celos; los celos quedaban descartados entre ellas— de irritación porque Min hubiese pasado tanto tiempo con él y ella no. En fin, si Rand quería entrar en el juego de las sorpresas…
—Queremos vincularte de Guardián —dijo, arreglando los vuelos del vestido mientras tomaba asiento en un sillón. Min lo hizo en la mesa, con las piernas colgando, y Aviendha se acomodó en la alfombra, cruzada de piernas, y extendió con cuidado la falda de gruesa lana—. Las tres. Es costumbre pedirlo antes.
Él se volvió bruscamente, tanto que se derramó parte del vino de la copa y más de la jarra de la que se estaba sirviendo antes de que reaccionara y la pusiera derecha. Mascullando una maldición se apartó de la humedad que se extendía en la alfombra y soltó la jarra en la bandeja. Una gran mancha oscura decoraba su tosca chaqueta, así como gotas de vino que intentó sacudirse con la mano libre. Muy satisfactorio, sí.
—Estáis realmente locas —gruñó—. Sabéis lo que me aguarda. Sabéis lo que eso significa para cualquier mujer que esté vinculada conmigo. Aun en el caso de que no me vuelva loco, tendrá que pasar por la experiencia de sentir mi muerte y soportarlo hasta que lo supere. Además, ¿qué quieres decir con que las tres, Elayne? Min no puede encauzar. En cualquier caso, Alanna Mosvani se os adelantó, sin molestarse en pedirlo antes. Ella y Verin llevaban a varias chicas de Dos Ríos a la Torre Blanca. Hace dos meses que estoy vinculado.
—¿Y no me lo has dicho, pastor cabeza hueca? —demandó Min—. ¡Si lo hubiese sabido…! —Sacó hábilmente un cuchillo de la manga; después miró con ferocidad el arma y volvió a guardarla. Ese remedio habría sido tan duro para Rand como para Alanna.
—Eso fue en contra de la costumbre —comentó Aviendha, casi preguntando. Rebulló en la alfombra y toqueteó el cuchillo de su cinturón.
—Totalmente —repuso Elayne con expresión sombría. Que una hermana hiciese tal cosa a cualquier hombre era repugnante, pero ¡que Alanna se lo hubiese hecho nada menos que a Rand…! Recordó a la morena y fogosa Verde, con su humor impetuoso y su temperamento impetuoso—. ¡Alanna tiene más toh con él de lo que pueda compensar en una vida entera! Y con nosotras. ¡Y, aunque no muera, deseará que la hubiera matado después de que le ponga las manos encima!
—Después de que le pongamos las manos encima —dijo Aviendha, que asintió para dar énfasis a sus palabras.
—Bien. —Rand miraba fijamente el vino de la copa—. Veréis que todo esto no tiene razón de ser. Eh… creo que será mejor que me reúna con Nynaeve ahora. ¿Vienes, Min? —A despecho de lo que le habían dicho hablaba como si no lo creyera realmente, como si Min fuese a abandonarlo ahora. No había miedo en su voz, sólo resignación.
—Claro que la tiene —insistió Elayne. Se inclinó hacia él, tratando de hacerle aceptar lo que decía por pura fuerza de voluntad—. Un vínculo no te escuda de otro. Si las hermanas no vinculan al mismo hombre es por costumbre, Rand, porque no quieren compartirlo, no porque no pueda hacerse. Y tampoco va contra la ley de la Torre. —Por supuesto, algunas costumbres tenían tanto peso como la ley, al menos para las hermanas. Nynaeve no dejaba de dar la lata, más y más cada día, sobre conservar las tradiciones y la dignidad Aes Sedai. Cuando se enterase de esto, seguramente pondría el grito en el cielo—. Bien, pues, ¡nosotras sí que queremos compartirte! Te compartiremos, si accedes.
¡Qué fácil le había resultado decirlo! Hubo un tiempo en que estaba convencida de que no podría. Hasta que comprendió que quería a Aviendha tanto como a él, sólo que de un modo diferente. Y a Min también; otra hermana, aunque no se hubiesen adoptado. Si se le presentaba la ocasión, azotaría a Alanna hasta cubrirla de verdugones de la cabeza a los pies, pero con Aviendha y Min era distinto. Formaban parte de ella. En cierto modo eran ella, y viceversa.
—Te lo estoy pidiendo, Rand. —Suavizó su tono—. Te lo estamos pidiendo. Por favor, déjanos vincularte.
—Min —murmuró él, casi en tono acusador. Sus ojos se posaron llenos de desesperación en el rostro de Min—. Lo sabías, ¿verdad? Sabías que si las veía… —Sacudió la cabeza, incapaz de continuar o no queriendo hacerlo.
—Ignoraba lo del vínculo hasta que me lo contaron hace menos de una hora —contestó ella, sosteniendo su mirada con una ternura que Elayne jamás había visto—. Pero sabía, esperaba, lo que ocurriría si volvías a verlas. Algunas cosas han de ser, Rand. Han de ser.
Rand clavó la vista en la copa de vino; los segundos parecieron alargarse como horas. Finalmente la dejó en la bandeja.
—De acuerdo —respondió quedamente—. No puedo decir que no lo desee, porque mentiría. ¡Así la Luz me abrase por ello! Pero pensad en el precio. El que vosotras pagaréis.
Elayne no necesitaba pensar en eso. Lo había sabido desde el principio, lo había discutido con Aviendha para asegurarse de que ella también lo entendía. Se lo había explicado a Min. Toma lo que quieres y paga por ello, como rezaba el viejo dicho. Ninguna de ellas tenía que pensar sobre el precio; lo sabían y estaban dispuestas a pagarlo. Pero no había tiempo que perder. Ni siquiera ahora las tenía todas consigo de que él decidiese en el último momento que el precio era demasiado alto. ¡Como si la decisión fuese suya!
Se abrió al saidar, se coligó con Aviendha, compartiendo una sonrisa con ella. La percepción incrementada de la otra, ese compartir más íntimo de emociones y sensaciones físicas, siempre era un placer con su hermana. Se parecía mucho a lo que compartirían muy pronto con Rand. Lo había preparado cuidadosamente, estudiándolo desde todos los ángulos. Lo que había aprendido de los tejidos Aiel de la adopción había sido de gran ayuda. En aquella ceremonia fue cuando se le ocurrió la idea por primera vez.
Tejió Energía, un flujo de más de cien hilos, cada uno colocado con precisión, y situó el tejido sobre Aviendha, sentada en el suelo, y a continuación hizo otro tanto con Min, sentada en el tablero de la mesa. En cierto modo, no eran dos tejidos separados en absoluto. Brillaban con una similitud precisa, y parecía que al mirar uno también veía el otro. No eran los tejidos utilizados en la ceremonia de adopción, pero sí se basaban en los mismos principios esenciales. Se incluían; lo que le ocurría a alguien engranado en ese tejido, les ocurría a todos los que estuvieran engranados en él. Tan pronto como los tejidos quedaron acomodados, pasó la dirección del círculo de dos a Aviendha. Los tejidos ya hechos se mantuvieron, y Aviendha tejió inmediatamente otros idénticos alrededor de Elayne y después alrededor de Min otra vez, y los fundió con los de Elayne hasta que no se distinguieron unos de otros, antes de pasar el control a Elayne de nuevo. Ahora lo hacían con facilidad, después de muchísima práctica. Cuatro tejidos o, más bien, ahora tres, y sin embargo parecían el mismo.
Todo estaba dispuesto. Aviendha era una roca de seguridad, más firme de lo que jamás había sentido en Birgitte. Min seguía sentada en la mesa, asiendo el borde con las manos, y las piernas cruzadas por los tobillos; no podía ver los flujos, pero le dedicó una sonrisa de aplomo que sólo se echó a perder un poco cuando se lamió los labios. Elayne respiró profundamente. A sus ojos, las tres estaban rodeadas y arropadas en una delicada tracería de Energía que hacía parecer soso y sin gracia el más fino encaje. Y ahora sólo quedaba que funcionase como creía que lo haría.
Desde cada una de ellas extendió el tejido en finas hebras hacia Rand, retorciendo las tres hasta formar una sola, y cambiándola en el vínculo de Guardián. Aquel flujo lo puso sobre Rand con tanta delicadeza como si estuviera tapando a un bebé con una manta. La telaraña de Energía se acopló alrededor de él, entró en él. Rand ni siquiera parpadeó, pero estaba hecho. Elayne soltó el saidar. Hecho.
Él la miró fijamente, inexpresivo, y se llevó los dedos a las sienes despacio.
—Oh, Luz, Rand, el dolor —murmuró Min con la voz preñada de angustia—. No lo sabía; jamás lo imaginé. ¿Cómo puedes soportarlo? Hay dolores de los que ni siquiera pareces ser consciente, como si hubieses vivido con ellos desde hace tanto tiempo que ya forman parte de ti. Esas garzas en tus manos; todavía puedes sentir la marca ardiente. ¡Y esas cosas de tus brazos duelen! Y tu costado. ¡Oh, Luz, tu costado! ¿Por qué no estás gritando, Rand? ¿Por qué no gritas?
—Es el Car’a’carn —dijo, riendo, Aviendha—, ¡fuerte como la propia Tierra de los Tres Pliegues! —Su semblante denotaba orgullo, oh, cuánto orgullo; pero aun riendo las lágrimas resbalaban por sus morenas mejillas—. Las vetas de oro. Oh, las vetas de oro. Me amas, Rand.
Elayne se limitaba a mirarlo fijamente, sintiéndolo dentro de su mente. El dolor de heridas y daños que realmente había olvidado. La tensión y la incredulidad; el asombro. Sin embargo, sus emociones eran demasiado rígidas, como un nudo de resina de pino endurecida, casi pétrea. Empero, entretejidas con esas emociones, unas vetas doradas vibraban y brillaban cada vez que miraba a Min o a Aviendha. O a ella. La amaba. Las amaba a las tres. Y aquello hizo que deseara echarse a reír de júbilo. Otras mujeres podrían albergar dudas, pero ella siempre sabría la verdad de su amor por ella.
—Quiera la Luz que sepáis lo que habéis hecho —musitó él—. Quiera la Luz que no os… —La resina de pino se tornó un poco más dura. Estaba convencido de que sufrirían daño, y ya se estaba armando de valor—. Yo… He de irme ya. Al menos ahora sabré que estáis bien; no tendré que preocuparme por vosotras. —De repente sonrió; casi habría parecido un muchacho si la expresión también hubiese llegado a sus ojos—. Nynaeve estará frenética pensando que me he escabullido sin verla. Tampoco es que no se merezca ponerse un poco nerviosa.
—Hay algo más, Rand —dijo Elayne, que se calló para tragar saliva. Luz, y ella que había pensado que esta parte sería la fácil.
—Supongo que Aviendha y yo deberíamos hablar mientras tengamos ocasión —se apresuró a intervenir Min mientras se bajaba de un salto de la mesa—. En algún sitio en el que podamos estar solas. ¿Nos disculpáis?
Aviendha se levantó grácilmente de la alfombra y se alisó la falda.
—Sí. Min Farshaw y yo tenemos que conocernos mejor. —Miró a Min con aire dubitativo y se ajustó el chal. Pero salieron del cuarto agarradas del brazo.
Rand las siguió con la mirada, receloso, como si supiera que su marcha estaba planeada. Un lobo acorralado. Pero esas vetas de oro resplandecían dentro de la mente de Elayne.
—Hay algo tuyo que ellas tienen y yo no —empezó Elayne, que se atragantó al tiempo que enrojecía hasta la raíz del pelo.
¡Maldición! ¿Cómo encaraban esto otras mujeres? Con cuidado percibió dentro de la cabeza el manojo de sensaciones que era él, y el otro que era Birgitte. Todavía no había cambios en el segundo. Imaginó que lo envolvía en el pañuelo y que ataba éste prietamente, y Birgitte desapareció. Sólo quedó Rand. Y aquellas brillantes vetas. En su estómago ahora aleteaban mariposas del tamaño de perros lobo. Tragó saliva con dificultad y respiró muy, muy hondo.
—Tendrás que ayudarme con los botones —dijo, temblándole la voz—. No puedo quitarme el vestido yo sola.
Las dos mujeres de la guardia se movieron cuando Min salió al corredor con la Aiel, y se pusieron muy tiesas al cerrar aquélla la puerta, dándose cuenta de que nadie más salía del cuarto.
—Su gusto no puede ser tan malo —masculló entre dientes la baja y robusta de mirada adormilada, al tiempo que sus manos se tensaban sobre el largo garrote. Min suponía que el comentario no iba destinado a que lo oyese nadie.
—Demasiado coraje y demasiada inocencia —gruñó la delgada—. El capitán general nos advirtió sobre eso. —Puso una mano enguantada en la manilla con forma de cabeza de león.
—Entra ahí ahora, y puede que también te desuelle —dijo Min con aire risueño—. ¿Alguna vez la has visto encolerizada? ¡Podría hacer llorar a un oso!
Aviendha se soltó del brazo de Min y puso cierta distancia entre ambas. Sin embargo, su ceño se dirigió a las mujeres de la guardia.
—¿Dudáis que mi hermana sea capaz de encargarse de un único hombre? Es una Aes Sedai, y tiene el corazón de un león. ¡Y vosotras habéis jurado seguirla! Vais a donde os conduzca, pero no metéis la nariz donde no os llaman.
Las dos guardias intercambiaron una larga mirada. La mujer más gruesa se encogió de hombros. La delgada torció el gesto, pero retiró la mano del picaporte.
—He jurado mantener viva a esa muchacha —dijo con voz dura—, y tengo intención de cumplirlo. Así que vosotras, pequeñas, id a jugar con vuestras muñecas y dejadme hacer mi trabajo.
Min se planteó la idea de sacar un cuchillo y realizar uno de los malabarismos que Thom Merrilin le había enseñado. Sólo para demostrar quién era una niña. La mujer delgada no era joven, pero no había canas en su cabello, y parecía bastante fuerte. Y rápida. Min deseaba creer que parte del volumen de la otra mujer era grasa, pero lo dudaba. No veía imágenes ni halos alrededor de ninguna de ellas, pero tampoco mostraban el menor temor a hacer lo que quiera que considerasen necesario hacer. Bueno, al menos iban a dejar en paz a Rand y Elayne. Quizás el cuchillo no era necesario.
Por el rabillo del ojo advirtió que la Aiel apartaba de mala gana la mano del cuchillo de su cinturón. Si no dejaba de imitarla de ese modo, iba a empezar a pensar que había algo más en ese tejemaneje del Poder de lo que le habían contado. Claro que la cosa había empezado antes del tejemaneje con el Poder. Quizás es que pensaban de un modo parecido. Una idea perturbadora. Luz, toda esa charla sobre que se casara con las tres estaba muy bien para tema de conversación, pero ¿con cuál de ellas iba a casarse realmente?
—Elayne es valiente —les dijo a las mujeres de la guardia—. Tan valiente como la que más. Y no es estúpida. Si empezáis a pensar que lo es, a no tardar iréis por mal camino con ella. —Las dos mujeres la miraron desde la ventaja que les daban los quince o veinte años que le sacaban, firmes, impasibles y resueltas. Dentro de un momento volverían a decirle que se fuera a jugar—. En fin, no podemos seguir aquí, plantadas como pasmarotes si queremos hablar, ¿verdad, Aviendha?
—No —repuso la Aiel con voz tensa, sin dejar de mirar fieramente a las mujeres de la guardia—. No podemos quedarnos.
Las otras dos mujeres no dieron señal de reparar siquiera en su marcha. Tenían un trabajo que hacer, y éste no incluía observar a las amigas de Elayne. Min esperaba que realizasen bien su tarea. «No es estúpida en absoluto —pensó—. Sólo se deja llevar por su valor en ocasiones». Confiaba en que no la dejaran meterse en marañales de los que no pudiese salir.
Mientras caminaban pasillo adelante, observó de soslayo a la Aiel. Aviendha andaba tan separada de ella como era posible sin tener que irse a otro corredor. Sin mirar siquiera en dirección a Min, sacó un brazalete de marfil tallado con formas complejas que llevaba guardado en la bolsita del cinturón, y se lo puso en la muñeca izquierda con una leve y satisfecha sonrisa. Había estado de uñas desde el principio, y Min no entendía por qué. Se suponía que los Aiel estaban acostumbrados a que las mujeres compartiesen a un hombre; que era muchísimo más de lo que podía decir sobre sí misma. Lo que ocurría es que lo amaba tanto que estaba dispuesta a compartir, y si no quedaba más remedio que hacerlo prefería compartirlo con Elayne. Con ella no era nada parecido a compartir. Esta Aiel, en cambio, era una extraña. Elayne había dicho que era importante que las dos se conocieran, pero ¿cómo podían hacerlo si esa mujer no parecía querer hablar con ella?
Con todo, no pasó mucho tiempo preocupándose por Elayne ni por Aviendha. Lo que había en su mente era demasiado maravilloso. Rand. Un pequeño núcleo que le revelaba todo sobre él. Había tenido la seguridad de que todo el asunto fallaría, para ella al menos. ¿Qué se sentiría al hacer el amor con él después de esto, sabiéndolo absolutamente todo? ¡Luz! Por supuesto, también Rand lo sabría todo sobre ella. ¡Desde luego, no estaba muy segura de lo que sentía respecto a eso!
De repente se dio cuenta de que el manojo de emociones y sensaciones no era igual que al principio. Había un… rojo fragor ahora, como un rugiente incendio arrasando un bosque seco como yesca. ¿Qué podría…? ¡Luz! Tropezó y recobró el equilibrio a tiempo de no irse al suelo. ¡Si hubiese sabido que alentaba dentro de él aquel horno, aquella abrasadora ansia, le habría dado miedo dejarlo que la tocara! Por otro lado… Podría ser agradable saber que ella hacía estallar semejante infierno. Se moría de impaciencia por comprobar si ella le producía el mismo efecto que… Volvió a tropezar, y en esta ocasión tuvo que agarrarse a un arcón alto de complejas tallas. ¡Oh, Luz! ¡Elayne! Min sentía el rostro ardiéndole. ¡Aquello era como espiar entre las cortinas del lecho!
Probó rápidamente el truco del que Elayne le había hablado, imaginando que ataba el núcleo de emociones en su pañuelo. No ocurrió nada. Lo intentó de nuevo, frenéticamente, pero el rugiente fuego siguió allí. Tenía que dejar de mirar, dejar de sentir. ¡Cualquier cosa con tal de tener la atención en cualquier otra parte, menos allí!. ¡Cualquier cosa! Quizá, si se ponía a hablar…
—Debería haberse tomado la infusión de corazoncilla —balbució. Jamás decía lo que veía excepto a los implicados, y sólo cuando éstos querían oírlo, pero tenía que hablar, de lo que fuera—. Va a quedarse embarazada. Dos criaturas, un niño y una niña, ambos sanos y fuertes.
—Ella quiere sus bebés —murmuró la Aiel. Sus verdes ojos miraban fijamente al frente; tenía prieta la mandíbula, y el sudor le perlaba la frente—. Yo tampoco tomaré la infusión si… —Se sacudió y dirigió una mirada ceñuda a Min desde el ancho del pasillo que las separaba—. Mi hermana y las Sabias me hablaron de ti. ¿De verdad ves cosas sobre la gente que se hacen realidad?
—A veces. Y, si entiendo lo que significan, se cumplen —contestó Min. Sus voces, altas para escucharse la una a la otra, resonaron en el pasillo. Los criados con uniformes rojos y blancos se volvieron para mirarlas. Min se acercó al centro del corredor. Se acercaría la mitad del camino a la otra mujer, ni un centímetro más. Al cabo de un momento, Aviendha se situó a su lado.
Min se preguntó si debía contarle lo que había visto mientras estaban todos juntos. También Aviendha tendría bebés de Rand. ¡Cuatro a la vez! Sin embargo, en aquello había algo extraño. Los bebés nacerían sanos, pero aun así seguía habiendo algo raro. Y a menudo a la gente no le gustaba saber su futuro, aun cuando dijese que sí. Ojalá hubiera alguien que pudiese decirle si ella también…
Caminaban en silencio, y Aviendha se enjugó el sudor de la cara y tragó saliva con esfuerzo. Min también tuvo que tragar. Todo lo que Rand estaba sintiendo se encontraba en aquel núcleo. ¡Todo!
—El truco del pañuelo ¿tampoco te ha funcionado a ti? —preguntó con voz ronca.
Aviendha parpadeó y el rubor le enrojeció la cara.
—Eso está mejor —dijo al cabo de un momento—. Gracias, yo… Con él dentro de la cabeza se me había olvidado. —Frunció el entrecejo—. ¿A ti no te funcionó?
Min sacudió la cabeza con abatimiento. ¡Esto era indecente!
—Pero hablar me ayuda. —Tenía que hacerse amiga de esta mujer, de algún modo, si querían que aquel peculiar asunto tuviese alguna esperanza de funcionar—. Lamento lo que he dicho. Sobre lo del toh, me refiero. Conozco un poco vuestras costumbres. Hay algo en ese hombre que me vuelve impertinente y atrevida. Soy incapaz de controlar la lengua. Pero no pienses que voy a dejarte que empieces a azotarme o a trincharme. Puede que tenga toh, pero habremos de encontrar otro modo de satisfacerlo. Siempre podría ocuparme de almohazar tu caballo, cuando tengamos tiempo.
—Eres tan orgullosa como mi hermana —murmuró Aviendha, fruncido el entrecejo. ¿Qué quería decir con eso?—. También tienes un buen sentido del humor. —Parecía que hablara consigo misma—. No te pusiste en ridículo respecto a Rand y a Elayne, como haría la mayoría de las mujeres de las tierras húmedas. Y me recordaste lo de… —Con un suspiro, se subió el chal hasta los hombros—. Sé dónde hay algo de oosquai. Si te emborrachas lo bastante para no pensar, entonces… —Iba mirando al frente y de repente se quedó parada en seco—. ¡No! —gruñó—. ¡Todavía no!
Min se quedó boquiabierta al ver quién venía en su dirección. La consternación alejó de golpe a Rand de su pensamiento. Por comentarios oídos, sabía que el capitán general de la guardia de Elayne era una mujer y, además, su Guardián, pero nada más. Esa mujer tenía una gruesa trenza rubia, tejida de manera compleja, echada sobre el hombro de la chaqueta corta, de color rojo y con cuello blanco, y sus amplios pantalones iban metidos en las botas de tacón, tan altos como los de Min. A su alrededor se agitaban halos e imágenes fugaces, más de los que Min había visto nunca alrededor de nadie, miles aparentemente, que se precipitaba en cascada unos sobre otros. El capitán general de la guardia y Guardián de Elayne se… tambaleó ligeramente, como si ya le hubiese dado al oosquai. Los sirvientes que la veían decidieron que tenían trabajo que hacer en otra parte de palacio y las dejaron solas en el pasillo. Aparentemente no vio a Min ni a Aviendha hasta que casi topó con ellas.
—¡Maldición! Tú la ayudaste en esto, ¿verdad? —gruñó mientras clavaba los vidriosos ojos azules en la Aiel—. Primero desaparece de mi mente, ¡y después…! —Se estremeció y tuvo que hacer un esfuerzo visible para controlarse, pero incluso entonces su respiración siguió siendo agitada. Sus piernas parecían no querer sostenerla en pie. Se lamió los labios, tragó saliva y continuó, furiosa—. ¡Así se abrase, no puedo concentrarme lo suficiente para desentenderme de ello! ¡Deja que te diga que si está haciendo lo que creo que está haciendo, voy a ir dándole patadas por todo el jodido palacio, y después la azotaré en el trasero de manera que no pueda sentarse en un mes aunque tenga que encontrar horcaria para hacerlo! ¡Y a ti también!
—Mi primera hermana es una mujer adulta, Birgitte Trahelion —replicó Aviendha. A despecho de su tono truculento, tenía encogidos los hombros y no sostenía directamente la mirada de la otra mujer—. ¡Tienes que dejar de tratarnos como si fuésemos niñas!
—Cuando se comporte como una adulta, entonces la trataré como tal, pero no tiene derecho a hacer esto, ¡no dentro mi jodida cabeza! ¡No dentro de mi…! —De repente, los azules ojos de Birgitte se desorbitaron. La mujer rubia abrió la boca y se habría desplomado si Min y Aviendha no la hubiesen cogido por los brazos. Apretó los párpados y soltó un sollozo, sólo uno, y gimió—. ¡Un mes no, dos! —Se sacudió las manos de las otras dos mujeres de un tirón, se puso erguida y clavó en Aviendha los ojos azul claro como agua y tan duros como el hielo—. Aíslala de mí y dejaré que salgas de esto sin llevarte tu parte.
La mirada hosca e indignada que le dirigió Aviendha le resbaló.
—¡Eres Birgitte Arco de Plata! —exclamó Min. Había estado segura de ello aun antes de que Aviendha dijese el nombre. No era de extrañar que la Aiel se comportase como si temiera que aquellas amenazas fueran a llevarse a cabo en ese mismo instante. ¡Birgitte Arco de Plata!—. ¡Te vi en Falme!
Birgitte dio un respingo, como si alguien le hubiese tocado el trasero, y después echó un rápido vistazo en derredor. Al comprobar que se encontraban solas, se relajó. Un poco. Miró a Min de arriba abajo.
—Vieras lo que vieses, Arco de Plata ha muerto —manifestó, rotunda—. Ahora soy Birgitte Trahelion, nada más. —Sus labios se torcieron con una mueca sarcástica—. La jodida «lady» Birgitte Trahelion, si no te importa. Así bese a una cabra en el Día de la Madre si no puedo remediar eso. ¿Y quién demonios eres tú? ¿Vas siempre exhibiendo las piernas como una puñetera danzarina de las plumas?
—Soy Min Farshaw —replicó, cortante. ¿Y ésa era Birgitte Arco de Plata, heroína de cientos de leyendas? ¡Era una malhablada! ¿Y a qué se refería con lo de que Arco de Plata había muerto? ¡Pero si la tenía justo delante! Además, esa multitud de imágenes y halos se sucedían demasiado deprisa para que las captara claramente, pero no le cabía duda de que señalaban más aventuras de las que una mujer podía tener a lo largo de toda una vida. Cosa extraña, algunas imágenes estaban conectadas con un hombre feo que era mayor que ella, y otras a un hombre feo que era mucho más joven, pero de algún modo Min supo que se trataba de la misma persona. Ni que fuese una leyenda ni que no, aquel aire de superioridad la irritaba sobremanera—. Elayne, Aviendha y yo acabamos de vincular a un Guardián —dijo sin pensar—. Y si Elayne lo está celebrando un poco, en fin, más vale que lo pienses dos veces antes de entrar en su cuarto como un vendaval, o serás tú la que acabe con las posaderas doloridas.
Aquello bastó para ser de nuevo consciente de Rand. El ardiente incendio seguía allí, en absoluto atenuado, pero gracias a la Luz él ya no… La sangre se le agolpó en las mejillas. Rand había yacido en sus brazos suficientes veces, sin aliento entre el revoltijo de ropas de la cama, ¡pero esto parecía realmente cotillear entre las cortinas!
—¿Él? —dijo quedamente Birgitte—. ¡Por la leche de una madre! Podría haberse enamorado de un cortabolsas o un cuatrero, pero tuvo que elegirlo a él, la muy necia. Por lo que vi en ese sitio que has mencionado, es demasiado guapo para ser bueno para cualquier mujer. En cualquier caso, tiene que parar.
—¡No tienes derecho! —insistió Aviendha con voz malhumorada.
Birgitte adoptó una actitud de paciencia. Tensa, pero de paciencia al fin y al cabo.
—Puede que su comportamiento sea tan apropiado como el de una doncella talmouri excepto cuando llega la hora de poner la cabeza en el tajo, pero creo que acabará teniendo el valor de conducirlo por los mismos pasos otra vez y, aunque haga lo que hizo hace un rato para que yo no la sintiese, se le olvidará y la tendré de nuevo en mi cabeza. ¡Y maldita sea si consiento pasar por lo mismo una vez más! —Cuadró los hombros, obviamente dispuesta a reanudar la marcha y enfrentarse a Elayne.
—Enfócalo como una buena broma —dijo Aviendha, suplicante. ¡Suplicante!—. Te ha gastado una buena broma, eso es todo.
La mueca en los labios de Birgitte puso de manifiesto la opinión que le merecía eso.
—Hay un truco que Elayne me dijo —se apresuró a intervenir Min al tiempo que agarraba a Birgitte de la manga—. A mí no me funcionó, pero quizás…
Por desgracia, después de explicárselo…
—Sigue ahí —informó Birgitte al cabo de un momento, el gesto sombrío—. Apártate de mi camino, Min Farshaw, o… —instó mientras se soltaba el brazo.
—¡Oosquai! —La voz de Aviendha se alzó desesperadamente. ¡De hecho se retorcía las manos!—. ¡Sé donde hay oosquai! ¡Si se está ebrio…! ¡Por favor, Birgitte! Yo… me comprometeré a obedecerte, como una aprendiza a su maestra, ¡pero por favor, no la interrumpas! ¡No la avergüences así!
—¿Oosquai? —murmuró Birgitte mientras se frotaba la mandíbula—. ¿Se parece al brandy? Ummm. ¡Creo que la chica está poniéndose colorada! En realidad actúa como una mojigata la mayor parte del tiempo, ¿sabéis? ¿Una broma, decías? —De repente sonrió y extendió los brazos—. Condúceme a ese oosquai, Aviendha. No sé qué pensaréis hacer vosotras, pero yo voy a emborracharme lo bastante para… quitarme la ropa y ponerme a bailar sobre la mesa. Y ni un pelo más.
Min no entendía nada, y tampoco por qué Aviendha se quedaba mirando fijamente a Birgitte y de repente empezaba a reír diciendo que era «una broma fantástica», pero lo que sí sabía de seguro era la razón de que Elayne estuviera enrojeciendo, si es que era cierto. Ese duro núcleo de sensaciones en su cabeza era otra vez un fuego abrasador y descontrolado.
—¿Podríamos ir ya por ese oosquai? —pidió—. ¡Quiero emborracharme como una rata ahogada, y deprisa!
Cuando Elayne despertó a la mañana siguiente el dormitorio estaba helado, caía una ligera nevada sobre Caemlyn, y Rand se había marchado. Excepto dentro de su cabeza. Eso bastaría. Sonrió; una lenta sonrisa. Por ahora bastaría. Se estiró lánguidamente bajo las mantas y recordó su entrega y su abandono la noche anterior —¡y también buena parte del nuevo día! ¡Casi no podía creer que hubiera sido ella!— y pensó que debería estar roja como la grana. Pero quería ser desenfrenada con Rand, y no creía que jamás volviera a sonrojarse por nada relacionado con él.
Y lo mejor de todo era que le había dejado un regalo. Sobre la almohada, cuando despertó, había un lirio dorado recién florecido, con el rocío fresco en los lozanos pétalos. No imaginaba dónde habría podido encontrar esa flor en pleno invierno. Realizó un tejido de Conservación alrededor del lirio y lo dejó sobre una de las mesillas, donde lo vería cada mañana al despertar. El tejido se lo había enseñado Moghedien, pero mantendría la flor fresca para siempre, sin que las gotas de rocío se evaporaran, un recordatorio constante del hombre al que había entregado su corazón.
La mañana comenzó con la noticia de que Alivia había desaparecido durante la noche, un asunto serio que tenía alborotadas a las Allegadas. Y, hasta que Zaida apareció hecha una furia porque Nynaeve no había acudido a una lección con las Atha’an Miere, no se enteró de que también la antigua Zahorí y Lan se habían marchado de palacio, y nadie sabía adónde o cómo. Hasta mucho después no supo que de la colección de angreal y ter’angreal que había traído de Ebou Dar faltaban los tres angreal más poderosos, además de otros objetos. Algunos de esos últimos, estaba segura, eran a propósito para una mujer que esperara que la atacaran en cualquier momento con el Poder Único. Lo cual hizo aún más inquietante la nota rápidamente garabateada por Nynaeve y que ésta había dejado entre los restantes objetos.