3 Costumbres

Durante la primera hora tras haber sido capturada y mientras caminaba penosamente a través del bosque nevado, Faile temió congelarse. Las ráfagas de viento eran racheadas, intermitentes. Muy pocos de los dispersos árboles conservaban las hojas, y la mayoría de las que quedaban colgaban mustias, muertas. El viento penetraba en el bosque sin obstáculos y, a pesar de la corta duración de las ráfagas, su soplo era puro hielo. Perrin apenas ocupaba sus pensamientos, excepto con la esperanza de que de algún modo se enterara de los tratos secretos de Masema. Y lo de los Shaido, por supuesto; incluso si era ese pendón de Berelain la única que podía decírselo. Esperaba que la Principal hubiera escapado de la emboscada y le contase todo a Perrin. Y, después, que se cayera a un agujero y se rompiese el cuello. Sin embargo, tenía preocupaciones mucho más apremiantes que su marido. Había sido ella la que había tildado de otoñal el tiempo actual, pero lo cierto es que había gente que moría congelada en un otoño saldaenino; además, de sus ropas lo único que conservaba eran las oscuras medias de lana. Una de ellas le ataba los brazos a la espalda, por los codos, en tanto que la otra la llevaba anudada al cuello, a guisa de traílla. Las palabras valerosas servían de poco abrigo a la piel desnuda. Tenía demasiado frío para sudar, pero las piernas empezaron a dolerle enseguida por el esfuerzo de mantener el paso de sus captores. La columna Shaido, hombres y Doncellas velados, aflojaban el ritmo cuando la nieve les subía hasta las rodillas, pero de inmediato reanudaban un trote regular cuando volvía a bajarles a los tobillos, y no parecían cansarse. Unos caballos no avanzarían más deprisa en largas distancias. Tiritando, siguió adelante con esfuerzo, bregando por inhalar aire entre los dientes, que mantenía prietos para que no le castañetearan.

Los Shaido eran menos numerosos de lo que había calculado durante el ataque, unos ciento cincuenta, creía, y casi todos portaban lanzas o arcos, prestos para usar. La posibilidad de que alguien los pillara por sorpresa era mínima. Siempre alertas, caminaban silenciosamente a excepción del tenue crujido de la nieve bajo sus botas flexibles, altas hasta las rodillas. Pero los tonos verdes, grises y pardos de sus ropas destacaban en la blancura del paisaje. El color verde se había incorporado al cadin’sor desde que cruzaron la Pared del Dragón, le habían contado Bain y Chiad, para facilitar el camuflaje en un entorno verde. ¿Por qué no habrían añadido el blanco, para el invierno? Ahora se los podía divisar a cierta distancia. Faile procuró no pasar ningún detalle por alto, recordar cualquier cosa que pudiera ser de utilidad después, llegado el momento de escapar. Esperaba que sus compañeras prisioneras estuviesen haciendo lo mismo. Perrin habría salido en su busca, sin duda, pero la idea de ser rescatada no entró en sus cálculos en ningún momento. «Espera el rescate y quizás esperarás siempre». Además, tenían que escapar lo más rápidamente posible, antes de que sus captores se reuniesen con el resto de los Shaido. Todavía no sabía cómo, pero tenía que haber algún modo. La única baza a su favor era que el grueso del clan Shaido debía encontrarse a días de distancia. Esa zona de Amadicia era un completo caos, pero no parecía posible que hubiese miles de Shaido demasiado cerca sin que hubiesen tenido noticia de ello.

Una vez, a poco de emprender la marcha, había intentado mirar hacia atrás para ver a las mujeres que habían sido capturadas con ella, pero el único resultado fue acabar de bruces en un banco de nieve. Medio enterrada en el polvo blanco, jadeó, conmocionada por la impresión del frío, y volvió a aspirar aire bruscamente cuando el enorme Shaido que sujetaba la correa la puso de pie. Tan ancho como Perrin y una cabeza más alto que él, Rolan se limitó a agarrarla por el pelo y tirar para incorporarla, tras lo cual la obligó a reanudar la marcha con un enérgico azote en la desnuda nalga y retomó el ritmo de largas zancadas que la forzó a caminar rápidamente. El cachete habría servido para hacer que una yegua se moviera; a despecho de su desnudez, en los azules ojos de Rolan no había nada de la mirada del varón a una mujer. Una parte de ella se alegró profundamente; y otra parte se quedó ligeramente… desconcertada. Ni que decir tiene que no quería que ese Aiel la mirara con lujuria o interés siquiera, ¡pero aquellas miradas apacibles eran casi insultantes! Después de aquello, procuró por todos los medios no caerse, aunque, a medida que pasaban las horas sin hacer un alto en la marcha, mantenerse en pie simplemente fue requiriendo un mayor esfuerzo.

Al principio le preocupó qué partes de su cuerpo se congelarían antes, pero para cuando la mañana hubo dado paso a la tarde sin hacer un alto, su atención se enfocó exclusivamente en sus pies. Rolan y los que marchaban delante de él aplastaban la nieve haciendo una especie de camino, pero aun así quedaban fragmentos de costra helada, de bordes afilados, y Faile empezó a dejar manchas rojas en sus huellas. Peor era el propio frío. Había visto los resultados de la congelación. ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que los dedos empezaran a ponérsele negros? Tambaleándose, flexionaba los pies al dar los pasos, y no dejaba de abrir y cerrar las manos. Los dedos, tanto de las manos como de los pies, eran los que corrían mayor peligro de congelarse, pero antes o después pasaría lo mismo con la piel desnuda, expuesta a los rigores del frío. En cuanto a la cara y al resto del cuerpo, sólo le cabía esperar que no sufrieran secuelas. Flexionar las extremidades era doloroso y hacía que los cortes en los pies le escocieran, pero cualquier sensación era mejor que no sentir nada. Cuando tal cosa ocurría, entonces es que quedaba poco tiempo de vida. Flexionar y dar un paso, flexionar y dar otro. Ése era el único pensamiento que ocupaba su mente: seguir caminando sobre las piernas temblorosas y evitar que manos y pies se le congelaran. Siguió adelante.

De pronto, chocó bruscamente contra Rolan y rebotó contra su ancho pecho, jadeando. Medio aturdida, si no atontada del todo, no se había dado cuenta de que el Aiel se había parado, al igual que los que lo precedían; en la columna, algunos miraban hacia atrás mientras que el resto vigilaba el entorno con cautela, empuñadas las armas como si esperasen un ataque. Eso fue todo lo que le dio tiempo a ver antes de que Rolan le agarrara un puñado de pelo de nuevo y se agachara para levantarle un pie y examinárselo. ¡Luz, ese hombre la trataba realmente como a una yegua!

Luego le soltó el cabello y el pie, le rodeó las piernas con un brazo y un instante después el enfoque visual de Faile giró al ser aupada sobre su hombro, cabeza abajo, junto al estuche del arco de cuerno que llevaba colgado a la espalda. La indignación de Faile aumentó cuando el Aiel la movió despreocupadamente hasta encontrar una postura más cómoda para cargar con ella, pero la mujer ahogó su ira antes de que la dominara. No era el lugar ni el momento. Sus pies ya no tocaban la nieve, y eso era lo que importaba. Además, así podía recobrar el aliento. No obstante, al menos podía haberle avisado.

No sin esfuerzo, arqueó el cuello para ver a sus compañeras, y sintió alivio al comprobar que todas continuaban en el grupo. Prisioneras desnudas, cierto, pero estaba segura de que sólo habrían dejado atrás un cadáver. Las que todavía seguían de pie llevaban atadas al cuello medias o tiras de tela cortadas de sus ropas, y la mayoría tenía los brazos atados a la espalda. Alliandre ya no intentaba inclinarse sobre sí misma para cubrirse. Otras preocupaciones habían reemplazado el pudor de la reina de Ghealdan. Jadeante y temblorosa, se habría desplomado de no ser porque el achaparrado Aiel que le examinaba los pies la tenía sujeta por los hombros. Achaparrado en un Aiel significaba que en la mayoría de los sitios su aspecto habría pasado inadvertido, salvo por los hombros casi tan anchos como los de Rolan. Alliandre tenía el oscuro cabello suelto y despeinado a la espalda, y el semblante demacrado. Detrás de la reina, Maighdin parecía encontrarse casi en tal mal estado como ella, jadeante, con el cabello dorado rojizo revuelto y los azules ojos mirando al vacío, pero aun así se las arreglaba para mantenerse erguida por sí misma mientras una Doncella muy delgada le examinaba uno de los pies. De algún modo, la doncella de Faile tenía más porte de reina que Alliandre, si bien una reina de aspecto desastroso.

En comparación, Bain y Chiad parecían encontrarse en tan buenas condiciones físicas como los Shaido, aunque la mejilla de Chiad estaba hinchada y amoratada por el golpe recibido cuando las atraparon, y la sangre oscura que apelmazaba el rojo y corto cabello de Bain y que le manchaba la cara parecía haberse congelado. Eso no era bueno; podría dejar una cicatriz. Sin embargo, ninguna de las dos Doncellas respiraba con dificultad, y ellas mismas se examinaron los pies. De todas las prisioneras eran las únicas que no iban atadas… salvo por costumbres más fuertes que unas cadenas. Habían aceptado tranquilamente su suerte, servir un año y un día como gai’shain. Bain y Chiad podrían ser de ayuda en una huida —Faile no estaba segura de hasta qué punto las coartaba la costumbre— pero ellas mismas no intentarían escapar.

Las últimas prisioneras, Lacile y Arrela, trataban de imitar la conducta de las Doncellas, por supuesto, aunque con poco éxito. Un Aiel alto se había limitado a coger a la diminuta Lacile bajo un brazo para examinarle los pies, y la humillación teñía de rojo sus pálidas mejillas. Arrela era alta, pero las dos Doncellas que se habían hecho cargo de ella eran más altas que la propia Faile, y manejaban a la teariana con indiferente soltura. El ceño crispaba su cara morena por el examen de que era objeto y tal vez por el rápido intercambio del lenguaje de señas entre ellas. Faile esperaba que la teariana no causara problemas, no ahora. Todos los componentes de Cha Faile intentaban ser como los Aiel, vivir como creían que ellos vivían, pero Arrela deseaba ser una Doncella, y le molestaba que Sulin y las demás no quisieran enseñarle ese lenguaje. Habría sido peor aún si hubiera sabido que Bain y Chiad le habían enseñado un poco a Faile. No lo suficiente para comprender todo lo que las Doncellas decían ahora, pero sí algo. Mejor que Arrela no lo entendiera. Pensaban que la habitante de las tierras húmedas tenía los pies delicados y que ella en conjunto era demasiado blanda y estaba mal criada, lo que sin duda habría hecho estallar a la teariana.

Resultó que Faile no tendría que haberse preocupado por Arrela. La teariana se puso tensa cuando una de las Doncellas se la cargó al hombro —fingiendo que se tambaleaba mientras utilizaba la mano libre para lanzar un rápido mensaje a la otra Doncella, que soltó una risotada detrás del velo—, pero después de ver que Bain y Chiad colgaban boca abajo, sumisamente, en el hombro de unos Aiel, Arrela se relajó. Lacile chilló cuando el hombretón que la sostenía la volteó de pronto para echársela también al hombro, pero después la joven se calló, si bien su rostro seguía rojo como la grana. Su emulación de las Aiel acabó resultando ser una ventaja, desde luego.

Por el contrario, con Alliandre y Maighdin, las últimas que Faile había esperado que causaran problemas, la situación fue totalmente distinta. Cuando comprendieron lo que sucedía, las dos se resistieron ferozmente. No podía llamarse lucha realmente, estando las dos desnudas, exhaustas, con los brazos atados a la espalda, pero se retorcieron y gritaron y dieron patadas a todos los que tenían cerca, y Maighdin llegó incluso a clavarle los dientes en la mano a un Aiel descuidado, y aguantó el mordisco como un perro de presa.

—¡Basta, no seáis necias! —gritó Faile— ¡Alliandre, Maighdin! ¡Dejad que os lleven! ¡Obedecedme!

Ni doncella ni vasalla le hicieron el menor caso. Maighdin rugía como un león, sin soltar la mano mordida del Aiel. Alliandre fue reducida y acabó tendida en el suelo, todavía chillando y pateando. Faile abrió la boca para gritar otra orden.

—La gai’shain guardará silencio —gruñó Rolan mientras le daba una fuerte palmada en las nalgas.

Faile rechinó los dientes y masculló en voz baja. ¡Lo que le costó otra palmada! El hombre llevaba los cuchillos que le había quitado metidos en el cinturón. ¡Si pudiera coger aunque sólo fuese uno…! No. Lo que debía soportarse, podía aguantarse. Su propósito era escapar, no hacer gestos inútiles.

La resistencia de Maighdin duró un poco más que la de Alliandre, hasta que un par de hombres fornidos fueron capaces de obligarla a abrir la mandíbula y soltar la mano del Aiel. Hicieron falta dos. Para sorpresa de Faile, en lugar de abofetearla, el tipo al que había mordido sacudió la mano para quitarse la sangre ¡y se echó a reír! Pero no por ello se libró Maighdin. En un visto y no visto, la doncella de Faile se encontraba boca abajo sobre la nieve, al lado de la reina. Sólo les dieron unos segundos para dar un respingo y tiritar por el frío. Dos Shaido, uno de ellos una Doncella, aparecieron entre los árboles pelando las ramas laterales de sendas varas flexibles con los pesados cuchillos. Luego, con un pie plantado entre los omóplatos de cada mujer y un puño sobre los codos atados para apartar las manos que se agitaban, unos rojos verdugones empezaron a florecer sobre las blancas caderas.

Al principio, las dos mujeres siguieron peleando, retorciéndose a pesar de tenerlas sujetas. Sus esfuerzos resultaron aún más inútiles que cuando estaban de pie. De la cintura para arriba sólo se movían sus cabezas y las manos. Alliandre no dejaba de chillar que no podían hacerle eso a ella, algo comprensible tratándose de una reina, aunque absurdo en aquellas circunstancias. Obviamente podían, y lo hacían. Lo sorprendente fue que Maighdin gritara exactamente lo mismo. Habríase dicho que pertenecía a la realeza en lugar de ser la doncella de una noble. Faile sabía con certeza que Lini la había azotado sin que hiciese tantos aspavientos. En cualquier caso, las protestas no les sirvieron de nada ni a la una ni a la otra. Los metódicos varazos prosiguieron hasta que las dos patearon y aullaron, pero sin decir nada, y continuaron un poco más, por si acaso. Cuando finalmente fueron cargadas a hombros como las demás prisioneras, lloraban amargamente, desaparecido todo afán de lucha.

Faile no las compadeció. Las muy necias se merecían cada varazo, en su opinión. Aparte de los pies cortados y de la congelación, cuanto más tiempo pasaran a la intemperie desnudas, mayor la posibilidad de que alguna de ellas no sobreviviera para huir. Los Shaido debían de llevarlas a algún tipo de refugio, y Alliandre y Maighdin habían retrasado la llegada a él. Quizá la demora había sido sólo un cuarto de hora, pero unos minutos podían significar la diferencia entre la vida y la muerte. Además de lo cual, hasta los Aiel bajarían un poco la guardia una vez que encontrasen refugio y encendiesen hogueras. Y podían descansar, cargados como iban. Estarían preparadas para aprovechar la oportunidad cuando se presentara.

Con las prisioneras al hombro, los Shaido reemprendieron la marcha con aquel paso veloz. Si acaso, parecían avanzar a través del bosque más deprisa que antes. Al mecerse, Faile se golpeaba contra el estuche del arco, y además empezaba a marearse. Cada zancada de Rolan le ocasionaba una punzada en el estómago. Subrepticiamente, intentó encontrar otra posición en la que los zarandeos y golpes no fuesen tan fuertes.

—Estáte quieta o te caerás —murmuró Rolan mientras le daba palmaditas en la cadera del mismo modo que habría hecho con un caballo para tranquilizarlo.

Faile levantó la cabeza y miró a Alliandre, fruncido el ceño. No era mucho lo que veía de la reina de Ghealdan, y esa parte estaba cruzada de verdugones escarlatas, desde las caderas hasta casi las rodillas en la parte posterior de los muslos. Pensándolo bien, un corto retraso y unos cuantos moretones quizá fuesen un pequeño precio a cambio de pegarle un buen mordisco a ese bruto que la zarandeaba como si fuese un saco de grano. Pero no en la mano. En la garganta sería mejor. Una idea muy osada, y completamente inútil. Y estúpida.

Aunque la llevaran a cuestas sabía que debía combatir el frío. En cierto modo, empezó a comprender, ir cargada era peor. Caminando al menos había tenido que luchar para mantenerse derecha y despierta; pero, a medida que avanzaba la tarde y crecía la oscuridad, el movimiento de balanceo sobre el hombro de Rolan parecía tener un efecto soporífero. No. Era el frío lo que le estaba embotando el cerebro, aletargando su sangre. Tenía que combatirlo o moriría.

Siguiendo un ritmo, movió las manos y los brazos atados, tensó y relajó las piernas, obligando a los músculos a activar el riego sanguíneo. Pensó en Perrin, planeando lo que su esposo debería hacer respecto a Masema y cómo lo convencería si rehusaba. Imaginó la discusión que tendrían cuando él se enterara de que había estado utilizando a los componentes de Cha Faile como espías, y planeó cómo afrontar su ira y conducirla. Era un arte guiar la ira de un marido en la dirección que se quería, y ella había aprendido de una experta: su madre. Sería una fantástica discusión. Y fantástica sería también la reconciliación que vendría después.

Pensar en esa reconciliación con Perrin hacía que se olvidara de flexionar los músculos, de modo que se centró en la discusión, en la planificación de su estrategia. Sin embargo, el frío le embotaba la mente; empezó a perder el hilo, y tuvo que sacudir la cabeza para comenzar de nuevo por el principio. Los gruñidos de Rolan de que se estuviera quieta ayudaban, era una voz en la que centrarse, que la mantenía despierta. Hasta los azotes en el trasero que la acompañaban eran una ayuda, a pesar de lo mucho que odiaba tener que admitir tal cosa; cada palmada era un sobresalto que la despertaba por completo. Al cabo de un tiempo, se esforzó por moverse más, después rebulló hasta estar a punto de caerse, para provocar los rudos azotazos. Cualquier cosa, con tal de mantenerse despierta. No habría sabido decir cuánto tiempo pasó, pero sus movimientos y zarandeos se fueron debilitando, hasta que Rolan dejó de gruñir, cuanto menos darle azotes. ¡Luz, quería que el tipo la golpeara como si fuese un tambor!

«¿Por qué demonios iba a querer yo tal cosa?», pensó, aturdida, y en un rinconcito de su mente embotada comprendió que la batalla estaba perdida. La noche parecía más oscura de lo que debería ser. Ni siquiera distinguía el brillo de la luna en la nieve. Se sentía deslizándose, más y más deprisa, hacia una oscuridad aún más profunda. Con un gemido silencioso, se sumió en el letargo.

Llegaron los sueños. Se encontraba sentada en el regazo de Perrin, cuyos brazos la ceñían tan fuerte que apenas podía moverse, delante de un gran fuego que ardía en un enorme hogar. Su barba rizada le arañaba las mejillas mientras le mordisqueaba las orejas casi dolorosamente. De repente, un ventarrón sopló a través de la habitación, ahogando el fuego como si fuese una vela. Y Perrin se convirtió en humo que se desvaneció en el viento. Sola en la horrible oscuridad, luchó contra el viento, pero éste la tiró y la hizo rodar una y otra vez hasta que se sintió tan mareada que no distinguía arriba de abajo. Sola y sin dejar de rodar en la helada oscuridad, sabiendo que nunca volvería a verlo.

Corría por una tierra helada, resbalando y tropezando de ventisquero en ventisquero, cayendo, incorporándose para echar a correr dominada por el pánico, inhalando aire tan frío que le hería la garganta como fragmentos de cristal. Los carámbanos brillaban en las desnudas ramas que la rodeaban, y un viento gélido soplaba a través del bosque deshojado. Perrin estaba muy enfadado, y ella tenía que huir. No recordaba por qué habían discutido, sólo que de algún modo había provocado en su hermoso lobo una inmensa cólera, hasta el punto de que había empezado a tirar cosas. Sólo que Perrin no tiraba cosas. Lo que iba era a ponerla boca abajo sobre sus rodillas, como había hecho en una ocasión, hacía mucho tiempo. Sin embargo, ¿por qué huía de eso? Todavía quedaba por venir la reconciliación. Y, por supuesto, haría que pagara la humillación. En realidad, lo había hecho sangrar un poco una o dos veces, con el tiro acertado de un cuenco o una jarra, sin querer hacerle daño realmente, y sabía que él nunca le haría daño a ella. Pero también sabía que debía correr, seguir adelante, o moriría.

«Si me alcanza —pensó—, al menos una parte de mí estará caliente». Y empezó a reírse por eso, hasta que la blanca y muerta tierra a su alrededor se puso a girar, y supo que ella también estaría muerta muy pronto.

La monstruosa hoguera se alzaba imponente ante ella, una enorme pila de gruesos troncos envueltos en el rugiente fuego. Estaba desnuda. Y tenía frío; mucho, mucho frío. Por mucho que se acercase a la hoguera, sentía el frío en los huesos, la carne tan helada que se quebraría si recibía un golpe. Se acercó más y más. El calor de las llamas aumentó hasta que la hizo encogerse de dolor, pero el frío glacial permanecía atrapado dentro de su piel. Más cerca. ¡Oh, Luz, quemaba, quemaba! Y el frío seguía dentro. Más cerca. Empezó a gritar al sentir el espantoso dolor de la quemadura, pero por dentro seguía siendo de hielo. Más cerca. Más cerca. Iba a morir. Chilló, pero sólo había silencio, y frío.

Era de día, pero un espeso manto de nubes cubría el cielo. La nieve caía constante, copiosamente; los copos ligeros como algodón giraban en el viento a través de los árboles. No era un viento fuerte, pero lamía con lenguas de hielo. En las ramas se amontonaba la nieve hasta que se apilaba demasiado y se venía abajo por su propio peso y por el viento, descargando más rociadas blancas sobre el suelo. El hambre le hincaba sus dientes romos en el estómago. Un hombre muy delgado y muy alto, con una capucha de lana blanca cubriéndole el rostro, le metía algo en la boca a la fuerza, el borde de una taza grande de loza. Sus ojos eran increíblemente verdes, como esmeraldas, y los rodeaban cicatrices fruncidas. Estaba arrodillado en una gran manta marrón, con ella, y otra manta, con rayas grises, envolvía su desnudez. El sabor de té caliente, muy cargado de miel, fue como un estallido en su lengua, y agarró débilmente la delgada muñeca del hombre con las dos manos, por si intentaba apartar la taza de su boca. Sus dientes castañeteaban contra la taza, pero tragó el dulzón y caliente brebaje con ansia.

—No tan deprisa; no debes derramar ni una gota —dijo mansamente el hombre de ojos verdes. La mansedumbre no encajaba con aquel rostro fiero, y tampoco con la voz de timbre grave—. Ofendieron tu honor. Pero eres habitante de las tierras húmedas, así que quizá no cuenta en tu caso.

Poco a poco cayó en la cuenta de que aquello no era un sueño. Las ideas fluían en un lento goteo de sombras que se disipaban si intentaba retenerlas con demasiado empeño. El bruto de la túnica blanca era un gai’shain. La traílla y las ataduras habían desaparecido. El hombre soltó su muñeca de los dedos que la sujetaban sin fuerza, pero lo hizo para verter un líquido oscuro del odre que llevaba colgado en el hombro. De la taza salió vapor y aroma a té.

Tiritando tan violentamente que casi se cayó, Faile se ajustó la manta de rayas alrededor del cuerpo. Un intenso dolor en los pies empezó a hacerse patente; de haberlo intentado Faile no habría podido ponerse de pie. Tampoco es que quisiera hacerlo. La manta le cubría todo, salvo los pies, siempre y cuando se mantuviera encogida; si se levantaba dejaría las piernas al aire, y puede que algo más. Sin embargo, era en el calor en lo que pensaba, no en el pudor, aunque era poco lo que le quedaba de ambas cosas. Los dientes del hambre se volvieron más afilados; no podía dejar de tiritar. Se sentía helada por dentro, y el calor del té ya era un recuerdo. Sus músculos parecían masa de pastel cuajada hacía una semana. Deseaba bajar la vista a la taza que se llenaba poco a poco, codiciando el contenido, pero se obligó a buscar a sus compañeras.

Todas estaban en fila junto a ella, Maighdin, Alliandre y todas las demás, desplomadas sobre las rodillas, encima de mantas, tiritando bajo mantas moteadas de copos de nieve. Delante de cada una de ellas había un gai’shain arrodillado, con un odre lleno y una taza, e incluso Bain y Chiad bebían como si estuviesen muertas de sed. Alguien había limpiado la sangre de la cara de Bain; pero, a diferencia de la última vez que Faile las había visto, las dos Doncellas parecían tan demacradas e inestables como las demás. Desde Alliandre hasta Lacile, sus compañeras estaban… ¿Cómo era la frase de Perrin? Ah, sí. Estaban hechas unos zorros. Pero todas seguían vivas, y eso era lo importante. Sólo los vivos podían escapar.

Rolan y los otros algai’d’siswai que se habían encargado de ellas formaban un grupo al otro extremo de la línea de mujeres arrodilladas. Eran cinco hombres y tres mujeres; a las Doncellas el manto de nieve les llegaba casi hasta la rodilla. El velo negro colgaba sobre el torso, y observaban a sus prisioneras y a los gai’shain con gesto impasible. Por un instante, Faile los miró con el entrecejo fruncido, intentando captar algo que se le escapaba. Sí, por supuesto. ¿Qué había sido de los demás? Huir sería más fácil si el resto se había marchado por alguna razón. Y había algo más, otra vaga incógnita que no acababa de pillar.

De repente, lo que había detrás de los ocho Aiel le saltó a la vista, y la pregunta y la respuesta le llegaron al mismo tiempo. ¿De dónde habían salido los gai’shain? A unos cien pasos de distancia, medio velado por los desperdigados árboles y la nieve que caía, fluía un constante río de gente, animales de carga, carros y carretas. Un río no; una riada de Aiel en marcha. En lugar de ciento cincuenta Shaido, ahora tenía que vérselas con todo el clan al completo. Parecía imposible que tanta gente pudiera pasar a un día o dos de marcha de Abila sin levantar cierta alarma, aun contando con la anarquía que reinaba en el campo, pero tenía la prueba delante de sus ojos. Sintió como si le cayese una losa encima. Quizá la huida no fuese más difícil, pero lo dudaba.

—¿Cómo me ofendieron? —preguntó entrecortadamente, y luego cerró la boca con fuerza para que los dientes dejaran de castañetear, aunque volvió a abrirla cuando el gai’shain llevó de nuevo la taza a sus labios. Tragó el precioso calor, se atragantó, y se obligó a beber más despacio. El té estaba tan cargado de miel que en otras circunstancias le habría parecido empalagoso, pero ahora calmó un poco su hambre.

—Vosotros, los habitantes de las tierras húmedas, no sabéis nada —dijo desdeñoso el hombre de las cicatrices—. Los gai’shain no llevan nada de ropa hasta que se les pueden proporcionar las adecuadas. Pero temían que os congelaseis hasta morir, y lo único que tenían para abrigaros eran sus chaquetas. Se te humilló, al tratarte de débil, si es que los habitantes de las tierras húmedas tenéis orgullo. Rolan y otros muchos del grupo son Mera’din, pero Efalin y los demás deberían haber sabido a qué atenerse. Efalin no debería haberlo permitido.

¿Humillarla? Más bien enfurecerla. Reacia a apartar la cara de la bendita taza, giró los ojos hacia el gigantón que la había transportado como un saco de grano y le había azotado las nalgas sin compasión. Recordó vagamente haber agradecido aquellas fuertes palmadas, pero eso era imposible. ¡Pues claro que era imposible! Rolan no tenía el aspecto de un hombre que hubiese pasado todo un día y parte de la noche trotando, cargado además con el peso de alguien. El aliento de su respiración, que se condensaba al contacto con el aire, salía de su boca de manera regular. ¿Mera’din? Le parecía recordar que eso significaba «sin hermanos» en la Antigua Lengua, lo que no le aclaraba nada, pero había percibido un timbre de desprecio en la voz del gai’shain. Tendría que preguntarles a Bain y Chiad, y esperaba que ésa no fuera una de las cosas sobre las que los Aiel no debían hablar con los habitantes de las tierras húmedas, ni siquiera con los que eran amigos íntimos. Cualquier tipo de información podía ayudar a llevar a buen fin la huida.

De modo que habían abrigado a sus prisioneras para resguardarlas del frío, ¿verdad? Bueno, pues si no hubiese sido por Rolan y los demás, ninguna habría corrido el peligro de congelarse. Aun así, quizá le debiera un pequeño favor. Muy pequeño, considerándolo todo. A lo mejor sólo le cortaba las orejas. Si es que alguna vez tenía ocasión de hacerlo, encontrándose rodeada de miles de Shaido. ¿Miles? El número de Shaido ascendía a cientos de miles, y decenas de miles de ellos eran algai’d’siswai. Furiosa consigo misma, luchó contra la desesperación. Escaparía; todas escaparían, ¡y se llevaría las orejas de ese hombre como trofeo!

—Me ocuparé de que Rolan lo pague como merece —masculló cuando el gai’shain apartó la taza de sus labios para volver a llenarla. El hombre le lanzó una mirada de sospecha, y Faile se apresuró a añadir—: Como bien dices, soy habitante de las tierras húmedas. Casi todas nosotras lo somos. No seguimos el ji’e’toh. Según vuestras costumbres, no se nos debería hacer gai’shain, ¿me equivoco? —La cara surcada de cicatrices del hombre no acusó ningún cambio, ni el más mínimo. En algún rincón de su cerebro se formó el pensamiento de que era demasiado pronto, que todavía no conocía el terreno que pisaba, pero su razonamiento, aún embotado por el frío, no dejó que la idea llegara a su mente para hacerle contener la lengua—. ¿Y si los Shaido deciden romper otras costumbres? Podrían decidir no dejarte marchar cuando hayas cumplido tu tiempo de servicio.

—Los Shaido rompen muchas costumbres —contestó plácidamente él—, pero yo no. Me queda medio año más de vestir de blanco. Hasta entonces, serviré como exige la tradición. Si ya estás en condiciones de hablar tanto, entonces es que has bebido suficiente té.

Faile le cogió la taza torpemente. Las cejas del hombre se enarcaron, y ella se apresuró a ajustarse con una mano la manta que la cubría, sintiendo que las mejillas le ardían. Él sí sabía que estaba mirando a una mujer. ¡Luz, no hacía más que meter la pata, como un buey ciego! Tenía que pensar, que concentrarse. Su cerebro era la única arma con la que contaba. Y, por el momento, más que cerebro parecía que tenía un queso congelado. Bebió el dulce y caliente té mientras se planteaba un nuevo enfoque de la situación y si de algún modo podía sacar ventaja de estar rodeada por miles de Shaido. Sin embargo no se le ocurrió nada. Nada de nada.

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