11 Ideas importantes

Sin echar siquiera una ojeada, Rand entró en una amplia y oscura habitación a través del acceso. La tensión de mantener el tejido, de luchar contra el saidin, lo hizo tambalearse; tenía ganas de vomitar, de doblarse por la cintura y arrojar todo lo que tenía dentro. Sostenerse derecho requirió todo un esfuerzo de voluntad. Se colaba un poco de luz por las rendijas de los postigos de los escasos ventanucos, situados en una pared a cierta altura, justo la claridad suficiente para ver mientras estuviera henchido de Poder. Muebles y enormes formas cubiertas con paños casi llenaban el cuarto, intercalados con grandes barriles destinados a almacenar loza, baúles de diversas formas y tamaños, cajas, cajones y menudencias. Entremedias sólo quedaban pasillos de poco más de un paso de ancho. Había tenido la seguridad de que no se toparía con criados que buscaran algo o estuviesen limpiando. El piso alto del Palacio Real tenía varios almacenes como aquél, semejantes a áticos de grandes granjas y casi dejados en el olvido. Además, después de todo era ta’veren. Suerte que no había nadie cuando abrió el acceso. Uno de sus bordes había cortado limpiamente la esquina de un baúl vacío, forrado de cuero podrido y agrietado, y el otro extremo había hecho un corte, suave como cristal, a lo largo del borde de una mesa taraceada, abarrotada de jarrones y cajas de madera. Quizás alguna reina de Andor había comido en esa mesa, uno o dos siglos atrás.

«Un siglo o dos —rió sordamente Lews Therin dentro de su cabeza—. Cuánto tiempo. ¡Por amor de la Luz, suéltalo ya! ¡Esto es la Fosa de la Perdición!» —La voz menguó a medida que el hombre huía a los recovecos de la mente de Rand.

Por una vez tenía sus propias razones para hacer caso a las protestas de Lews Therin. Hizo una señal a Min para que lo siguiera desde el claro del bosque que había al otro lado del acceso, y, tan pronto como la joven lo hizo, Rand soltó el saidin y dejó que se cerrara tras ella en una veloz línea de luz vertical. Afortunadamente, la náusea desapareció al mismo tiempo. La cabeza todavía le daba vueltas un poco, pero por lo menos ya no se sentía como si fuera a vomitar o a desplomarse o ambas cosas. Aun así, la sensación de inmundicia permaneció pues la contaminación del Oscuro rezumaba de los tejidos que había atado a su alrededor. Se cambió la bolsa de cuero de un hombro a otro para ocultar el gesto de limpiarse el sudor de la cara con la manga. Sin embargo, no habría tenido que preocuparse de que Min lo notara.

Las botas de la joven, azules y con tacones, removieron el polvo del suelo al primer paso, y con el segundo lo levantaron. Min sacó un pañuelo adornado con puntillas de la manga de la chaqueta justo a tiempo de recibir en él un sonoro estornudo, al que siguió un segundo y un tercero, cada cual más fuerte que el anterior. Ojalá, pensó Rand, hubiese accedido a llevar un vestido. La chaqueta azul tenía bordadas flores blancas en las mangas y en las solapas, y el ceñido pantalón, de un tono azul más claro, le moldeaba las piernas. Con los guantes de montar —también azules— bajo el cinturón, y la capa bordeada de adornos dorados y sujeta con un broche en forma de rosa, daba la impresión de haber llegado por medios más normales, pero atraería la mirada de todos. Él vestía ropas de basto paño marrón, del tipo que llevaría cualquier bracero. En los últimos días había hecho ostentación de su presencia en casi todos los sitios en los que había estado, pero esta vez no sólo quería marcharse antes de que alguien se enterara de que estaba allí, sino que tampoco quería que nadie, salvo unas pocas personas concretas, supiera siquiera que había ido.

—¿Por qué me miras con esa sonrisita y te tocas la oreja como un lelo? —demandó Min mientras guardaba de nuevo el pañuelo en la manga. Sus grandes y oscuros ojos rebosaban suspicacia.

—Sólo pensaba lo hermosa que eres —respondió quedamente él. Lo era. No podía mirarla sin pensar eso. O sin lamentar ser demasiado débil para alejarla de su lado por su seguridad.

Ella respiró hondo y estornudó antes de poder llevarse la mano a la boca; luego le lanzó una mirada enconada, como si fuese culpa de él.

—He abandonado mi caballo por ti, Rand al’Thor. Me he rizado el pelo por ti. ¡He renunciado a mi vida entera por ti! ¡No pienso renunciar también a mi chaqueta y a mis pantalones! Además, aquí nadie me ha visto con vestido más tiempo del que tardaba en cambiármelo por mi ropa habitual. Sabes que no funcionará si no me reconocen. Y tú, desde luego, no puedes pretender haber entrado de la calle sin más, con esa cara.

De manera inconsciente, Rand se pasó la mano por la mandíbula tanteándose su propio rostro, pero no era el que Min veía. Cualquiera que lo mirase vería a un hombre varios centímetros más bajo y varios años mayor que Rand al’Thor, de cabello negro y lacio, ojos castaños y sin brillo, y con una verruga en la bulbosa nariz. Sólo alguien que lo tocase podría penetrar la Máscara de Espejos. Ni siquiera un Asha’man lo notaría, al tener invertidos los tejidos. Aunque, si había Asha’man en palacio, eso querría decir que sus planes habían salido peor de lo que creía. Esta visita no podía, no debía, llegar a una matanza. En cualquier caso, ella tenía razón: con esa cara no le habrían permitido entrar en el Palacio Real de Andor sin escolta.

—Qué más da, mientras podamos acabar con esto y marcharnos rápidamente —dijo—. Antes de que alguien tenga tiempo para pensar que si tú estás aquí entonces quizá yo también esté.

—Rand —musitó la joven, y él la miró con recelo. Min le puso una mano en el pecho y alzó la vista hacia su rostro con una expresión seria—. Rand, de verdad necesitas ver a Elayne. Y a Aviendha, supongo. Sabes que probablemente se encuentre aquí. Si te…

Él sacudió la cabeza, y al instante deseó no haberlo hecho. Todavía no se le había pasado totalmente el mareo.

—¡No! —repuso bruscamente. ¡Luz! Dijese lo que dijese Min, no podía creer que Elayne y Aviendha, ambas, lo amaran. O que el hecho de que lo amaran, si era un hecho, no la molestase. ¡Las mujeres no eran extrañas hasta ese extremo! Elayne y Aviendha tenían razones para odiarlo, no para amarlo, y al menos Elayne lo había dejado bien claro. ¡Y lo que era peor es que él las amaba, además de amar a Min! Debía ser duro como el acero, pero temía que se haría añicos si tenía que enfrentarse a las tres al mismo tiempo—. Encontraremos a Nynaeve y a Mat y nos marcharemos lo antes posible. —Min abrió la boca, pero Rand no le dio ocasión de hablar—. No discutas conmigo, Min. ¡No es el momento!

La joven ladeó la cabeza y esbozó una sonrisa divertida.

—¿Y cuándo discuto contigo? ¿No hago siempre exactamente lo que me dices? —Como si esa mentira no fuera suficiente, añadió—: Lo que iba a decir es que, si quieres que nos demos prisa, ¿por qué seguimos plantados como pasmarotes en este polvoriento almacén? —Como para dar énfasis, soltó otro estornudo.

Aun yendo vestida así, ella era la que menos llamaría la atención, de modo que asomó la cabeza fuera del cuarto en primer lugar. Por lo visto la planta de almacenaje no estaba totalmente en el olvido; los goznes de la puerta apenas chirriaron. Ta’veren o no, se sintió aliviado al encontrar vacío el largo pasillo. Hasta el criado más tímido se habría extrañado al verlos salir de un desván en la planta más alta del palacio. Con todo, no tardarían en topar con gente. El Palacio Real no contaba con un cuerpo de servicio tan numeroso como el Palacio del Sol o la Ciudadela de Tear, pero aun así allí eran cientos los criados que había. Rand se puso junto a Min e intentó andar de manera desgarbada y mirar boquiabierto los coloridos tapices, los paneles de madera tallada y los pulidos arcones altos. Ninguno era tan fino como lo serían en los pisos de más abajo, pero un bracero se quedaría embobado.

—Tenemos que llegar a otro piso inferior cuanto antes —murmuró. Todavía no se veía a nadie, pero muy bien podrían encontrar a diez personas a la vuelta de la esquina—. Recuerda, pregunta al primer criado que veamos dónde están Nynaeve y Mat. No entres en detalles a menos que no tengas más remedio.

—Vaya, gracias por recordármelo, Rand. Sabía que algo se me había olvidado, y no conseguía acordarme qué. —Su fugaz sonrisa era demasiado tirante, y masculló algo entre dientes.

Rand suspiró. Aquello era demasiado importante para que empezara con sus jueguecitos, pero iba a hacerlo si él se lo permitía. Y no es que ella lo viera como un juego. Aun así, a veces sus ideas sobre lo que era o no importante diferían mucho de las suyas. Muchísimo. Tendría que vigilarla estrechamente.

—Vaya, señora Farshow —dijo una voz de mujer detrás de ellos—. Es la señora Farshow, ¿verdad?

La bolsa se meció y golpeó la espalda de Rand cuando éste giró sobre sí mismo. La rellena y canosa mujer que miraba a Min sin salir de su asombro era quizá la última persona que querría haber encontrado, aparte de Elayne o Aviendha. Preguntándose por qué llevaría una gonela roja con el León Blanco en la pechera, hundió los hombros y evitó mirarla directamente. No era más que un bracero haciendo su trabajo. No había razón para que le dedicara más que una mirada de pasada.

—¿Señora Harfor? —exclamó Min con una sonrisa radiante—. Sí, soy yo. Y vos sois justo la mujer que buscaba. Me temo que me he perdido. ¿Podéis indicarme dónde encontrar a Nynaeve al’Meara? ¿Y a Mat Cauthon? Este tipo trae algo que Nynaeve encargó.

La primera doncella miró ligeramente ceñuda a Rand antes de volver su atención a Min. Enarcó una ceja al fijarse en sus ropas, o quizá fuera por el polvo que tenían, pero no hizo ningún comentario.

—¿Mat Cauthon? No creo conocerlo. A menos que sea uno de los nuevos criados o guardias —añadió dubitativa—. En cuanto a Nynaeve Sedai, está muy ocupada. Supongo que no le importará que recoja yo lo que quiera que sea y lo lleve a su habitación.

Rand se irguió bruscamente. ¿Nynaeve Sedai? ¿Por qué las otras, las verdaderas Aes Sedai, permitían que siguiera con ese juego? ¿Y Mat no estaba allí? Por lo visto no había estado en ningún momento. En su cabeza giraron arremolinados los colores y una imagen que casi distinguió. En un abrir y cerrar de ojos desapareció, pero él se tambaleó. La señora Harfor volvió a dirigirle una mirada ceñuda, y aspiró sonoramente el aire por la nariz. Tal vez creía que estaba borracho.

Min también frunció el entrecejo, pero en un gesto pensativo, mientras se daba golpecitos en la mejilla con un dedo, bien que sólo duró un momento.

—Creo que Nynaeve… Sedai quiere verlo. —La vacilación apenas se notó—. ¿Podríais conducirlo a sus habitaciones, señora Harfor? Tengo otro asunto que tratar antes de marcharme. Bueno, Nuli, cuida tus modales y haz lo que te manden. Buen chico.

Rand abrió la boca; pero, antes de que tuviese tiempo de pronunciar palabra, Min se alejó corredor adelante, casi corriendo. La capa ondeaba a su espalda de tan deprisa que caminaba. ¡Maldición, iba a intentar dar con Elayne! ¡Podía echarlo todo a rodar!

«Tus planes fracasan porque deseas vivir, loco. —La voz de Lews Therin era un susurro áspero, jadeante—. Acepta que estás muerto. ¡Acéptalo y deja de atormentarme, loco!»

Rand acalló aquella voz hasta reducirla a un zumbido apagado, el de un mosquito en la oscuridad de su cabeza. ¿Nuli? ¿Qué clase de nombre era ése?

La señora Harfor siguió mirando boquiabierta a Min hasta que la joven desapareció al girar la esquina del corredor. Después dio un tirón innecesario a la gonela para ajustarla y enfocó su desaprobación en Rand. Incluso con la Máscara de Espejos veía a un hombre mucho más alto que ella, pero Reene Harfor no era una mujer que dejara que algo tan insignificante le hiciera perder la calma ni por un instante.

—No me fío de tu aspecto, Nuli —manifestó, fruncidas las cejas—, así que cuidado con lo que haces. Seguirás mi consejo si tienes dos dedos de frente.

Sujetando la correa de la bolsa cargada al hombro con una mano, Rand se llevó la otra hacia la frente en un saludo respetuoso.

—Sí, señora —masculló con un timbre áspero. La primera doncella podría reconocer su voz real. Se suponía que Min se ocuparía de hablar hasta que encontrasen a Nynaeve y a Mat. ¿Qué demonios iba a hacer si traía a Elayne? Y quizás a Aviendha. Probablemente estaba también allí. ¡Luz!—. Perdón, señora, pero deberíamos darnos prisa. Es urgente que vea a la señora Nynaeve lo antes posible. —Movió ligeramente la bolsa—. Está deseando recibir esto. —Si había acabado para cuando Min regresara, quizá podría escabullirse con ella antes de que tuviera que enfrentarse a las otras dos.

—Si Nynaeve Sedai pensara que es urgente —contestó de manera cortante la oronda mujer, poniendo énfasis en el título que él había omitido—, habría dejado recado de que se te esperaba. Bien, sígueme, y guárdate tus comentarios para ti.

Echó a andar sin esperar respuesta, sin mirar atrás, caminando con aire majestuoso. Después de todo, ¿qué otra cosa podía hacer él excepto lo que le había mandado? Según recordaba Rand, la primera doncella estaba acostumbrada a que todo el mundo hiciera lo que se le mandaba. Apretó el paso para alcanzarla y sólo dio un paso a su lado antes de que la mirada estupefacta de la mujer lo hiciera retroceder al tiempo que se tocaba de nuevo la frente y murmuraba disculpas. No estaba habituado a tener que caminar detrás de nadie, y aquello no contribuyó a mejorar su humor. Todavía le quedaba un vestigio del mareo, y seguía percibiendo la inmundicia de la infección. Últimamente parecía estar malhumorado la mayoría del tiempo, a menos que Min se encontrara con él.

No habían caminado mucho cuando empezaron a aparecer sirvientes en el pasillo, limpiando el polvo, lustrando y yendo y viniendo rápidamente en todas direcciones. Obviamente la ausencia de gente cuando Min y él salieron del almacén no era algo frecuente. Ta’veren, otra vez. Bajaron un tramo de una escalera de servicio, encastrada en la pared, y el número de criados aumentó. Y también el de otras personas, muchas mujeres que no iban de uniforme. Domani de piel cobriza, cairhieninas bajas y pálidas, mujeres de tez aceitunada y ojos oscuros que desde luego no eran andoreñas. Lo hicieron sonreír, una tensa sonrisa satisfecha. Ninguna tenía lo que él llamaría un rostro intemporal, e incluso varias mostraban arrugas que jamás marcaban ninguna cara Aes Sedai, pero a veces se le ponía carne de gallina cuando se acercaba a una de ellas. Estaban encauzando o, al menos, en contacto con el saidar. La señora Harfor lo condujo por delante de puertas cerradas donde también sintió ese cosquilleo. Detrás de aquellas puertas otras mujeres tenían que estar encauzando.

—Perdón, señora —dijo con la voz tosca que había adoptado para Nuli—. ¿Cuántas Aes Sedai hay aquí, en palacio?

—Eso no es de tu incumbencia —replicó secamente la mujer. No obstante, le echó una ojeada por encima del hombro, suspiró y transigió—. Supongo que no hay nada malo en que lo sepas. Cinco, contando a lady Elayne y a Nynaeve Sedai. —Hubo un toque de orgullo en su voz—. Ha pasado mucho tiempo desde que tantas Aes Sedai pidieron derecho de hospedaje aquí al mismo tiempo.

Rand se habría echado a reír, aunque no con regocijo. ¿Cinco? No, eso incluía a Nynaeve y a Elayne. Tres Aes Sedai verdaderas. ¡Tres! Quienesquiera que fuesen las demás no importaban realmente. Había empezado a creer que los rumores sobre cientos de Aes Sedai moviéndose hacia Caemlyn con un ejército significaba que en verdad habría tantas dispuestas a seguir al Dragón Renacido. En cambio, incluso su esperanza primera de dos puñados de ellas había sido exageradamente optimista. Los rumores sólo eran rumores. O se trataba de otra intriga de Elaida. Luz, ¿dónde estaba Mat? El color surgió como un destello en su mente —por un momento pensó que era el rostro de Mat— y él se tambaleó.

—Si has venido ebrio aquí, Nuli —dijo con firmeza la señora Harfor—, lo lamentarás amargamente. ¡Yo misma me ocuparé de que sea así!

—Sí, señora —murmuró Rand, de nuevo llevándose la mano a la frente. Dentro de su cabeza, Lews Therin soltó una risa demente, gemebunda. Había tenido que acudir a palacio porque era necesario, pero ya empezaba a lamentarlo.


Rodeadas por el brillo del saidar, Nynaeve y Talaan se encontraban frente a frente, a cuatro pasos, delante de la chimenea donde un vivo fuego había conseguido ahuyentar el frío del ambiente. O quizás era el esfuerzo lo que le daba calor, pensó agriamente Nynaeve. Esta lección ya había durado una hora, según señalaba el reloj situado sobre la repisa tallada del hogar. Una hora de encauzar sin descanso haría entrar en calor a cualquiera. Se suponía que Sareitha tendría que haber estado allí, no ella, pero la Marrón se había escabullido de palacio dejando una nota sobre alguna gestión urgente en la ciudad. Careane se había negado a encargarse de las clases dos días seguidos, y Vandene seguía rehusando impartirlas con el absurdo argumento de que enseñar a Kirstian y a Zayra no le dejaba tiempo libre.

—Así —dijo, golpeando con el flujo de Energía alrededor del intento de rechazarla realizado por la aprendiza Atha’an Miere, delgada como un muchacho.

Agregando la fuerza de su propio flujo, Nynaeve empujó más a la chica y al mismo tiempo encauzó Aire en tres tejidos separados. Uno hizo cosquillas en la cintura de Talaan a través de la blusa de lino azul. Era un simple ardid, pero la jovencita dio un respingo de sorpresa y durante un instante su conexión con la Fuente se debilitó una pizca. En aquel fugaz momento, Nynaeve dejó de empujar el flujo de Talaan y disparó el suyo propio hacia su diana original. Forzar el escudo sobre la muchacha todavía era como asestar una bofetada a un muro —excepto que el ardor se repartió regularmente por toda su piel en lugar de hacerlo sólo en la palma de una mano, lo que tampoco era mucho mejor como alternativa—, pero el brillo del saidar desapareció justo en el momento en que los otros dos flujos de Aire pegaron los brazos de Talaan contra los costados y le ciñeron las rodillas.

Un trabajo bien hecho, tuvo que admitir Nynaeve. La muchacha era muy ágil, muy diestra con sus tejidos. Además, intentar escudar a alguien que estaba en contacto con el Poder era aventurado en el mejor de los casos y fútil en el peor, a menos que se fuera mucho más fuerte que la otra persona —a veces aun así—, y Talaan casi la igualaba hasta el punto de que la diferencia no contaba. Aquello sirvió para que no asomara una sonrisa a sus labios. Parecía que había pasado muy poco tiempo desde que las hermanas se habían quedado sorprendidas por su fuerza y creían que sólo la de algunos de los Renegados era mayor. Talaan no había empezado a retardar todavía; era poco más que una niña. ¿Quince años? ¡Quizá menos! Sólo la Luz sabía cuál era su potencial. Al menos, ninguna de las Detectoras de Vientos lo había mencionado, y, por supuesto, Nynaeve no tenía intención de preguntarlo. No sentía interés alguno en saber en qué medida iba a ser más fuerte que ella una muchacha de los Marinos. Ninguno en absoluto.

Moviendo con inquietud los pies descalzos sobre la ornamentada alfombra verde, Talaan realizó un fútil intento de romper el escudo que Nynaeve mantenía sin dificultad; después suspiró con aire de derrota y bajó los ojos. Aun cuando había tenido éxito en seguir las instrucciones de Nynaeve, se comportaba como si hubiese fracasado, y ahora estaba hundida en tal desánimo que cualquiera habría pensado que la firme sujeción de los flujos de Aire era lo único que la sostenía en pie.

Nynaeve dejó que se disiparan sus flujos, se ajustó el chal y abrió la boca para decirle a Talaan lo que había hecho mal. Y para señalar —una vez más— que era inútil intentar liberarse a menos que se fuera mucho más fuerte que quienquiera que te hubiese escudado. Las mujeres de los Marinos no parecían creer nada de lo que les decía a menos que se lo repitiera diez veces y se lo mostrara veinte.

—Utilizó tu propia fuerza contra ti —manifestó sin contemplaciones Senine din Ryal antes de que Nynaeve hablara—. Y de nuevo la distracción. Es como la lucha cuerpo a cuerpo. Tú sabes cómo luchar.

—Inténtalo otra vez —ordenó Zaida al tiempo que acompañaba sus palabras con un seco ademán de su mano oscura y tatuada.

Todas las sillas de la habitación se habían retirado contra la pared, aunque no era necesario realmente disponer de un espacio despejado, y Zaida presenciaba la lección sentada, flanqueada por seis Detectoras de Vientos, un derroche de rojos, amarillos y azules en sedas brocadas y linos teñidos con vivos colores, una exhibición de pendientes y aros de nariz y cadenas cargadas de medallones que inducía a encogerse. Así se hacía siempre; se utilizaba a una de las dos aprendizas para la lección de turno —o a Merilille, según había oído contar Nynaeve, a la que obligaban a ocupar el puesto de una aprendiza a menos que ella misma estuviera impartiendo la clase— mientras Zaida y uno u otro grupo de Detectoras de Vientos observaban. La Señora de las Olas no podía encauzar, por supuesto, aunque siempre se encontraba presente, y ninguna de las Detectoras de Vientos se levantaría para participar personalmente. Oh, no, nunca.

En opinión de Nynaeve, el grupo de ese día era muy extraño, considerando la obsesión de los Marinos por el rango. La propia Detectora de Vientos de Zaida, Shielyn, estaba sentada a su derecha; era una mujer esbelta, fríamente reservada, casi tan alta como Aviendha y mucho más que Zaida. Su presencia era apropiada, en opinión de Nynaeve; pero a la izquierda de Zaida se hallaba Senine, la cual servía en un remontador, un tipo de barco de los más pequeños de los Marinos, y el suyo se contaba entre los más pequeños de esa clase. Claro que la curtida mujer, con su rostro surcado de arrugas y el canoso cabello, en el pasado había llevado más pendientes que los seis que lucía ahora, y más medallones dorados en la cadena que se extendía sobre su mejilla izquierda. Había sido Detectora de Vientos de la Señora de los Barcos antes de que Nesta din Reas fuese elegida para ese puesto; pero, conforme a su ley, cuando moría la Señora de los Barcos o una Señora de las Olas, su Detectora de Vientos tenía que volver a empezar otra vez en el escalafón más bajo. Pero el que se encontrase allí no se debía sólo al respeto por su anterior posición, de eso no le cabía duda a Nynaeve. Rainyn, una mujer joven de tersas mejillas, que también servía en un remontador, ocupaba la silla próxima a la de Senine, y Kurin, una mujer de expresión pétrea y ojos fríos, se encontraba al lado de Shielyn, tiesa como una talla negra. Esa disposición relegaba a Caire y a Tebreille a las sillas más alejadas, y ambas eran Detectoras de Vientos de Señoras de las Olas, con cuatro gruesos anillos en cada oreja y casi tantos medallones como la propia Zaida. Aunque quizás era sólo para mantener separadas a las dos hermanas de mirada altanera. Se odiaban con una pasión que sólo los parientes consanguíneos eran capaces de experimentar. Tal vez ésa era la razón. Comprender a las Atha’an Miere era peor que tratar de comprender a los hombres. Una mujer podía volverse loca intentándolo.

Mascullando entre dientes, Nynaeve dio un tirón a su chal y se preparó, disponiendo los flujos. El puro gozo de abrazar el saidar apenas lograba superar su irritación. Inténtalo otra vez, Nynaeve. Otra vez, Nynaeve. Hazlo ahora, Nynaeve. Al menos Renaile no se encontraba allí. A menudo querían que les enseñara cosas que no sabía tan bien como las otras hermanas —demasiado a menudo, cosas de las que apenas sabía nada, hecho que admitía a regañadientes; en realidad no había recibido mucho entrenamiento en la Torre— y, cada vez que titubeaba lo más mínimo, Ranaile se complacía en hacerla sudar. Las otras también la hacían sudar, pero no parecían disfrutar tanto con ello. En fin, tras una hora muy aprovechada, se encontraba cansada. ¡Maldita Sareitha y su gestión!

Golpeó de nuevo, pero en esta ocasión el flujo de Energía de Talaan recibió el suyo con mucha más ligereza de lo que esperaba, y su flujo barrió al otro más lejos de lo que era su intención. De repente, seis tejidos de Aire salieron disparados de la chica hacia ella, que los cortó rápidamente con Fuego. Los flujos cercenados retornaron violentamente hacia Talaan y la sacudieron de manera visible; pero, antes de que hubiesen desaparecido del todo, aparecieron otros seis, más rápidos que antes. Nynaeve golpeó. Y se quedó boquiabierta al ver el tejido de Energía de Talaan que se enredaba a su alrededor y cortaba el contacto con el saidar. ¡Estaba escudada! ¡Talaan la había escudado! Como humillación final, flujos de Aire le sujetaron los brazos y las piernas fuertemente, ciñéndole la falda. Si no hubiese estado tan irritada con Sareitha aquello no habría ocurrido nunca.

—La muchacha la tiene —dijo Caire, cuya voz denotaba sorpresa. Por la fría mirada que le dedicó, nadie habría pensado que era la madre de Talaan. De hecho, la propia Talaan parecía avergonzada de su éxito, y soltó los flujos de inmediato al tiempo que bajaba la vista al suelo.

—Muy bien, Talaan —elogió Nynaeve ya que nadie más pronunciaba una palabra de ánimo o de alabanza. Se retiró el chal con gesto irritado y lo dejó caer sobre el doblez de los codos. No era necesario decirle a la chica que había tenido suerte. Era rápida, cierto, pero Nynaeve no las tenía todas consigo de si sería capaz de seguir encauzando mucho más tiempo. Ciertamente no se encontraba en su mejor momento—. Me temo que es todo el tiempo que tenía disponible hoy, así que…

—Inténtalo otra vez —ordenó Zaida, que se inclinó hacia adelante con gesto atento—. Quiero ver algo. —No era una explicación ni nada parecido a una disculpa, simplemente la exposición de un hecho. Zaida nunca daba explicaciones ni se disculpaba. Sólo esperaba obediencia.

Nynaeve consideró la idea de decirle a la mujer que de todos modos no podía ver nada de lo que hacían, pero la rechazó al instante; no lo haría, habiendo seis Detectoras de Vientos en la habitación. Dos días antes había expresado sus opiniones abiertamente, y desde luego no quería repetir la experiencia. Había intentado pensar en ello como una penitencia por hablar sin pensar, pero eso no servía de mucha ayuda. Deseó no haberles enseñado nunca a coligarse.

—Una vez más —accedió con voz tensa mientras se volvía hacia Talaan—, y después tengo que irme.

Esta vez estaba preparada para el truco de la chica. Encauzó y recibió el tejido de Talaan con mayor destreza y sin tanta fuerza. La muchacha le sonrió con incertidumbre. Así que pensaba que en esta ocasión no se dejaría distraer por flujos superfluos de Aire, ¿verdad? El tejido de Talaan empezó a enroscarse alrededor de Nynaeve, que hiló diestramente el suyo para atraparlo. Estaría preparada cuando la muchacha lanzara sus flujos de Aire. O quizá no fueran de Aire esta vez. Nada peligroso, sin duda. Era una clase práctica. Sólo que el flujo de Energía de Talaan no completó el rizo, y el de Nynaeve se abrió demasiado en el viraje mientras que el de la muchacha arremetía derecho, directamente, y se ceñía. De nuevo el saidar se apagó en ella, y las ataduras de Aire le comprimieron los brazos a los costados y las rodillas una contra otra.

Inhaló despacio, con cuidado. Tendría que felicitar a la joven. No había escapatoria de su trampa. De haber tenido una mano libre, Nynaeve se habría arrancado de cuajo la trenza.

—¡Espera! —ordenó Zaida, que se levantó y caminó grácilmente hacia Nynaeve; los pantalones de seda roja se rozaban con un suave frufrú sobre los pies descalzos y el fajín del mismo color, anudado de manera compleja, se mecía contra su muslo. Las Detectoras de Vientos se levantaron de las sillas al mismo tiempo y la siguieron por orden de rango. Caire y Tebreille se apresuraron a ocupar sus puestos junto a la Señora de las Olas, haciendo caso omiso la una de la otra fríamente, en tanto que Senine y Rainyn se situaron un paso detrás de todas.

Obedientemente, Talaan mantuvo el escudo en Nynaeve, así como las ataduras, dejándola de pie e inmóvil como una estatua. Y echando humo como un hervidor de agua que lleva cociendo demasiado tiempo. Rehusó rebullir y agitarse como un títere roto, y eso era lo único que podía hacer a excepción de permanecer plantada en el sitio. Caire y Tebreille la estudiaron con gélido desdén, Kurin con el duro desprecio que reservaba para todos los habitantes de tierra firme. La mujer de ojos pétreos no exhibía ninguna mueca de mofa ni expresión alguna, pero era imposible estar con ella mucho tiempo sin ser consciente de lo que opinaba. Sólo Rainyn mostraba un ligero atisbo de compasión, una leve sonrisa atribulada.

Los ojos de Zaida se prendieron en los de Nynaeve; eran más o menos igual de altas.

—¿Está sujeta tan firmemente como puedes, aprendiza?

Talaan inclinó la cabeza haciendo una profunda reverencia mientras se tocaba la frente, los labios y el corazón.

—Como ordenasteis, Señora de las Olas —repuso en un quedo susurro.

—¿Qué significa esto? —demandó Nynaeve—. Suéltame. ¡Puede que os salgáis con la vuestra amenazando así a Merilille, pero si habéis pensado por un momento que…!

—Nos has dicho que no hay modo de romper el escudo a menos que se sea mucho más fuerte —la interrumpió Zaida. Su tono no era duro, pero hablaba para que se la escuchara, no que se la oyera sólo—. Si la Luz quiere, descubriremos si lo que nos has contado es correcto. Es bien sabido que las Aes Sedai saben dar la vuelta a la verdad como un torbellino. Detectoras de Vientos, formaréis un círculo. Kurin, tú lo dirigirás. Si consigue liberarse, ocúpate de que no cause daño alguno. Como incentivo… Aprendiza, prepárate para girarla cabeza abajo cuando yo cuente cinco. Uno.

El brillo del saidar rodeó a las Detectoras de Vientos, todas juntas al coligarse. Kurin se puso con los pies separados y en jarras, como si se balanceara en la cubierta de un barco. La misma falta de expresión parecía transmitir que ya estaba convencida de que descubrirían evasivas si no una descarada mentira. Talaan inhaló profundamente, y por una vez se irguió muy derecha, sin parpadear siquiera y sin quitar los ojos de Zaida.

Nynaeve parpadeó. ¡No! ¡No podían hacerle esto a ella! ¡Otra vez no!

—Os repito —dijo con mucha más calma de la que sentía— que no hay forma de romper el escudo. Talaan es demasiado fuerte.

—Dos —continuó Zaida mientras se cruzaba de brazos y miraba fijamente a Nynaeve como si realmente pudiese ver los tejidos.

Nynaeve empujó cautelosamente el escudo. El resultado fue el mismo que si hubiese empujado un muro de piedra, habida cuenta de que no cedió un ápice.

—Escúchame Za… eh… Señora de la Olas. —Desde luego no había necesidad de enojar más aún a la mujer. Las Atha’an Miere eran muy puntillosas con la utilización del tratamiento apropiado. Y puntillosas con demasiadas cosas—. Estoy segura de que Merilille os ha contado algo sobre escudar, al menos. Prestó los Tres Juramentos. No puede mentir. —Quizás Egwene tenía razón respecto a la Vara Juratoria.

—Tres. —La firme mirada de Zaida no flaqueó un solo instante, su expresión no cambió.

—Escúchame —siguió Nynaeve sin importarle en absoluto si su tono sonaba un poco desesperado. Quizás algo más que un poco. Empujó el escudo más fuerte, y después con toda la fuerza de que fue capaz. Por el resultado que tuvo habría dado igual si hubiese golpeado una roca con la cabeza. Instintiva e inútilmente se debatió entre las ataduras de Aire que la retenían, de forma que los flecos del chal y los vuelos sueltos de la falda se mecieron a su alrededor. Había tantas posibilidades de soltarse de aquellas ataduras como de romper el escudo, pero no podía evitarlo. ¡Otra vez no! ¡No podía afrontarlo!—. ¡Tienes que escucharme!

—Cuatro.

¡No! ¡No! ¡Otra vez no! Arremetió frenéticamente contra el escudo, como si lo arañara. Sería tan duro como la piedra, pero la sensación que daba era más de ser cristal, resbaladizo y terso. Podía percibir la Fuente al otro lado, casi verla, como luz y calor justo al borde del campo de visión. Desesperada, jadeante, tanteó la suave superficie. Tenía un filo, como un círculo a la vez lo bastante pequeño para agarrarse con los dedos y lo bastante grande para cubrir el mundo, pero cuando intentó deslizarse por esa fisura se encontró de vuelta en el centro del resbaladizo y duro círculo. Era inútil. Lo había aprendido hacía tiempo, había intentado lo mismo hacía tiempo. El corazón le latía tan fuerte que parecía que se le saldría del pecho. Bregando en vano para recobrar la calma, tanteó precipitadamente para llegar al borde, lo palpó en toda su extensión sin intentar sortearlo. Había un punto donde parecía más… blando. Eso no lo había notado antes. El punto blando —¿un ligero bulto?— no daba la sensación de ser distinto del resto y tampoco era mucho más blando, pero aun así se lanzó contra él. Y se encontró de nuevo en el centro. Histérica, se abalanzó con todas sus fuerzas contra el punto, una y otra vez, sin pausa, pero en cada ocasión rebotó de nuevo hacia el centro. Otra vez. Y otra. ¡Oh, Luz! ¡Por favor! ¡Tenía que lograrlo antes de…!

De repente se dio cuenta de que Zaida todavía no había dicho cinco. Aspiró aire como si hubiese corrido quince kilómetros, mirando con los ojos desorbitados. El sudor le resbalaba por la cara, por la espalda, entre los senos, vientre abajo. Las piernas le temblaban. La Señora de las Olas tenía los ojos clavados en los suyos mientras se daba golpecitos en el labio con el esbelto dedo, pensativa. El brillo aún envolvía al círculo de seis mujeres, y Kurin seguía pudiendo pasar por una pétrea estatua de gesto despectivo, pero Zaida no había dicho cinco.

—¿Realmente lo ha intentado con tanto denuedo como parece, Kurin, o todo ese retorcerse y esos gimoteos no son más que una comedia? —preguntó al cabo la Señora de las Olas.

Nynaeve trató de adoptar una mirada feroz e indignada. ¡No había gimoteado! Su gesto ceñudo causó tan poca impresión en Zaida como la lluvia sobre una roca.

—Con el esfuerzo que ha hecho, Señora de las Olas, podría haber acarreado un remontador a la espalda —admitió de mala gana Kurin. Sin embargo, las negras e impasibles cuentas que eran sus ojos seguían trasluciendo desprecio. Sólo quienes vivían en el mar le merecían cierto respeto a esa mujer.

—Suéltala, Talaan —ordenó Zaida, y el escudo y las ataduras desaparecieron mientras la Señora de las Olas giraba sobre sus talones y se dirigía de vuelta a las sillas, sin molestarse en dirigir ni una ojeada de pasada a Nynaeve—. Detectoras de Vientos, hablaré con vosotras después de que se haya marchado. Nos veremos mañana a la misma hora, Nynaeve Sedai.

La antigua Zahorí se arreglaba los vuelos de la falda y sacudía, irritada, el chal en un intento de recobrar algo de dignidad. No resultaba fácil, estando toda sudorosa y temblando. ¡No había gimoteado! Trató de no mirar a la joven que la había escudado. ¡Dos veces! Allí plantada, sumisa como una malva, con los ojos prendidos en la alfombra. ¡Ja! Nynaeve se ajustó el chal a los hombros con brusquedad.

—Mañana es el turno de Sareitha Sedai, Señora de los Vientos. —Al menos su voz sonaba firme—. Estaré ocupada hasta…

—Tus enseñanzas son más edificantes que las de las otras —repuso Zaina, todavía sin molestarse siquiera en mirarla—. A la misma hora, o enviaré a tus pupilas a buscarte. Puedes marcharte ya. —Eso último sonó más como «fuera de aquí».

Merced a un gran esfuerzo, Nynaeve se tragó sus argumentos. Sabían amargos. ¿Más edificantes? ¿Qué significaba eso? Mejor no saberlo.

Hasta que saliera de la habitación seguiría siendo la maestra —los Marinos eran rígidos en sus reglas; Nynaeve suponía que descuidar las normas en alta mar podía desembocar en problemas, pero ojalá estas mujeres se diesen cuenta de que no se encontraban en un barco—; seguiría siendo la maestra, lo cual significaba que no podía marcharse ofendida, por mucho que deseara hacerlo así. Peor aún, sus reglas eran muy específicas en cuanto a las instructoras de tierra adentro. Podría haberse negado a cooperar, simplemente, pero si incumplía el acuerdo en lo más mínimo ¡esas mujeres lo propagarían desde Tear hasta sólo la Luz sabía dónde! El mundo entero sabría que las Aes Sedai habían roto su promesa. No quería ni imaginar lo que tal cosa haría con el prestigio de las Aes Sedai. ¡Rayos y centellas! ¡Egwene tenía razón, y maldita fuese por ello!

—Gracias, Señora de las Olas, por permitirme instruirte —dijo al tiempo que hacía una venia y se tocaba la frente, los labios y el corazón con los dedos. No fue una reverencia muy pronunciada, sino una rápida inclinación de cabeza que era todo lo que recibirían ese día. Es decir, dos. A las Detectoras de Vientos había que hacerles otra—. Gracias, Detectoras de Vientos, por permitirme instruiros.

Las hermanas que fueran finalmente con las Atha’an Miere explotarían cuando se enteraran de que sus pupilas podían decirles qué enseñarles y cuándo, e incluso ordenarles qué hacer cuando no estuviesen enseñando. En un barco de los Marinos, una maestra de los habitantes en tierra firme sólo superaba en rango, aunque por muy poco, a los marineros. Y las hermanas ni siquiera obtendrían las rebosantes bolsas de oro que se ofrecían a otros preceptores para engatusarlos a fin de que se embarcaran.

Zaida y las Detectoras de Vientos reaccionaron como lo harían si el miembro más bajo de una tripulación hubiese anunciado su partida. Es decir, permanecieron en un apiñado y silencioso grupo, obviamente esperando a que se fuera y con escasa paciencia, por cierto. Sólo Rainyn le concedió una mirada breve, impaciente. Era una Detectora de Vientos, al fin y a la postre. Talaan seguía en el mismo sitio, una figura sumisa, con la mirada fija en la alfombra, delante de sus pies descalzos.

Alta la cabeza y la espalda recta, Nynaeve salió de la habitación haciendo gala de hasta el último jirón de dignidad que fue capaz de recobrar. Unos jirones sudorosos, arrugados. Ya en el pasillo, agarró la puerta con las dos manos y la cerró con un golpe, lo más fuerte que pudo. El enorme retumbo resultó muy satisfactorio. Siempre podía decir que la hoja de madera se le había escapado, si alguien protestaba. Y así había sido en realidad, una vez que le dio un buen empujón.

Tras dar la espalda a la puerta, se sacudió las manos con gesto satisfecho. Y dio un respingo al encontrarse cara a cara con la persona que la esperaba en el pasillo.

Vestida con un sencillo atuendo azul oscuro que le había proporcionado una de las Allegadas, Alivia no parecía una mujer fuera de lo corriente a primera vista; era un poco más alta que Nynaeve, con unas finas arrugas marcadas en los rabillos de sus ojos azules y hebras blancas en su cabello rubio. Pero aquellos ojos azules ardían de intensidad, como los de un halcón enfocados en la presa.

—La señora Corly me envía a deciros que le gustaría veros hoy en la cena —anunció el halcón de azules ojos, con su fuerte acento seanchan—. La señora Karistovan, la señora Arman y la señora Juarde estarán allí.

—¿Qué haces aquí sola? —demandó Nynaeve. Deseó ser capaz, como les ocurría a la mayoría de las otras hermanas, de ser consciente de la fuerza de otra mujer sin pensar siquiera en ello, pero eso era otra de las cosas que no había tenido tiempo de aprender. Quizás alguna de las Renegadas superase a Alivia, pero desde luego nadie más. Y era seanchan. Nynaeve deseó que hubiese alguien más aparte de ellas dos. Incluso Lan, pero le había ordenado que se mantuviese lejos durante las clases a las mujeres de los Marinos. No estaba segura de que él hubiese creído su explicación el otro día de que se había resbalado en la escalera—. ¡Se supone que no puedes ir a ninguna parte sin acompañante!

Alivia se encogió de hombros, un leve movimiento de uno de ellos. Pocos días atrás había sido un sumiso manojo de sonrisitas tontas que hacía parecer descarada a Talaan. Ahora no sonreía tontamente por nadie.

—No había nadie libre, así que salí sola. En cualquier caso, si me tenéis vigilada siempre, nunca llegaréis a confiar en mí, y yo jamás conseguiré matar sul’dam. —Aquello sonaba aún más escalofriante al manifestarlo en un tono tan indiferente—. Deberíais estar aprendiendo de mí. Esos Asha’man dicen que son armas, y no son malas armas, lo sé a ciencia cierta, pero yo soy mejor.

—Es posible —replicó, cortante, Nynaeve mientras se ajustaba el chal—. Y quizá nosotras sabemos más de lo que crees. —No le importaría nada hacer a esa mujer una demostración de unos cuantos tejidos que había aprendido de Moghedien. Incluidos unos pocos que todas habían estado de acuerdo en que eran demasiado crueles para utilizarlos con nadie. Sólo que… Tenía casi la absoluta certeza de que la otra mujer podía superarla sin dificultad, dijese lo que dijese. Mantener el tipo bajo aquella mirada intensa no resultaba nada fácil—. Hasta que decidamos lo contrario, no darás pie a que vuelva a verte sin dos o tres Allegadas si sabes lo que te conviene.

—Si vos lo decís —repuso Alivia, ni por asomo azorada—. ¿Qué mensaje queréis que transmita a la señora Corly?

—Dile que he de declinar su amable invitación. ¡Y tú recuerda lo que te he dicho!

—Se lo diré —manifestó la seanchan con su peculiar acento que arrastraba las vocales y pasando completamente por alto la reconvención—. Pero no creo que fuera exactamente una invitación. Una hora después de anochecer, indicó. Puede que queráis recordar eso. —Tras una leve y enterada sonrisa, se marchó sin apresurarse en absoluto a regresar a donde debía estar.

Nynaeve lanzó una mirada furibunda a la espalda de la mujer que se alejaba, y no porque también hubiese pasado por alto hacerle una reverencia. Bueno, no sólo por eso. Lástima que no hubiese conservado algo de su actitud meliflua, hacia las hermanas al menos. Tras lanzar una ojeada a la puerta que ocultaba a las Atha’an Miere, Nynaeve se planteó el seguir a Alivia para asegurarse de que hacía lo que se le había ordenado. No obstante, echó a andar en dirección contraria. Sin prisas. Sería muy desagradable si las mujeres de los Marinos salían y decidían que había estado escuchando a escondidas, pero desde luego no se apresuró. Simplemente le apetecía caminar a paso vivo. Eso era todo.

Las Atha’an Miere no eran las únicas en palacio a las que quería evitar. De modo que no se trataba exactamente de una invitación, ¿eh? Sumeko Karistovan, Chilares Arman y Famelle Juarde habían sido parte del Círculo con Reanne Corly. La cena sólo era una excusa. Querrían hablar con ella sobre las Detectoras de Vientos. Más concretamente, sobre la relación entre las Aes Sedai que estaban en palacio y las «espontáneas» de los Marinos. No la reprenderían exactamente por no saber mantener la dignidad de la Torre Blanca. No habían llegado tan lejos; aún no, aunque parecía que se acercaban más cada día. Empero, a lo largo de toda la cena no dejarían de sucederse las preguntas mordaces y los comentarios aún más afilados, pero nada lo bastante claro para que pudiera ordenarles que se callaran; cosa que dudaba que hicieran si no recurría a una orden. Y eran muy capaces de ir a buscarla si no se reunía con ellas. Tratar de enseñarles a mostrar carácter había sido un tremendo error por su parte, bien que al menos no era la única que tenía que aguantarlo; con todo, creía que Elayne se las había arreglado para eludir lo peor. Oh, qué ganas tenía de verlas con los vestidos blancos de Aceptadas puestos. ¡Y aún tenía más ganas de no volver a ver a las Atha’an Miere nunca jamás!

—¡Nynaeve! —sonó un grito a su espalda, extrañamente ahogado. Con el acento de las gentes de los Marinos—. ¡Nynaeve!

Obligándose a retirar la mano de la trenza, Nynaeve giró sobre sus talones, dispuesta a echar una bronca a quien fuera. Ahora no era una maestra, no estaban en un barco ¡y podían dejarla en paz de una puñetera vez!

Talaan llegó ante de ella, y se paró tan bruscamente que sus pies descalzos resbalaron sobre las baldosas de color rojo oscuro. La joven, que jadeaba, giró la cabeza a un lado y a otro como si tuviese miedo de que alguien apareciera de repente. Se encogía cada vez que un criado uniformado aparecía un momento a lo lejos, y sólo volvía a respirar cuando veía que sólo era un sirviente.

—¿Puedo ir a la Torre Blanca? —preguntó, falta de aliento, mientras se retorcía las manos y cambiaba el peso de un pie a otro—. Nunca me escogerán. Un sacrificio, lo llaman, dejar el mar para siempre, pero yo sueño con convertirme en novicia. Echaré mucho de menos a mi madre, pero… Por favor. Tienes que llevarme a la Torre. ¡Debes hacerlo!

Nynaeve parpadeó sorprendida. Muchas mujeres soñaban con convertirse en Aes Sedai, pero nunca había oído a nadie decir que soñaba con convertirse en novicia. Además… Las Atha’an Miere rehusaban el pasaje a las Aes Sedai en cualquier barco cuya Detectora de Vientos pudiera encauzar; pero, para evitar que las hermanas investigaran más a fondo, de vez en cuando se elegía a una aprendiza para que fuese a la Torre Blanca. Egwene aseguraba que sólo había tres hermanas de origen Atha’an Miere actualmente, todas débiles en el Poder. Durante tres mil años aquello había bastado para convencer a la Torre de que la habilidad era infrecuente y muy reducida en las mujeres de los Marinos y, por ende, que no merecía la pena investigarlo. Talaan tenía razón; nadie tan fuerte como ella recibiría permiso para ir a la Torre, ni siquiera ahora, que su subterfugio estaba llegando a su fin. De hecho, parte del acuerdo con ellas era que a las hermanas Atha’an Miere se les diera permiso para dejar de ser Aes Sedai y regresar a los barcos. ¡La Antecámara pondría el grito en el cielo por eso!

—Bueno, el entrenamiento es muy duro, Talaan —contestó suavemente—, y debes tener al menos quince años. Además… —Otra cosa que la chica había dicho se abrió paso en su mente—. ¿Que echarás de menos a tu madre? —preguntó, incrédula, sin importarle cómo sonaba aquello.

—¡Tengo diecinueve! —replicó, indignada, Talaan. Mirando su rostro y su cuerpo de muchachito Nynaeve no supo si creerle—. Y por supuesto que echaré de menos a mi madre. ¿Acaso no es natural? Oh, entiendo. No lo has comprendido. En privado somos muy afectuosas, pero debemos evitar cualquier muestra de favor en público. Eso es un delito serio entre nosotros. Podría provocar que despojaran de su rango a mi madre, y que a las dos nos colgaran cabeza abajo en los aparejos para ser azotadas.

Nynaeve torció el gesto ante la mención de colgar cabeza abajo.

—Desde luego entiendo muy bien que quisieras evitar eso —dijo—. Aun así…

—¡Todo el mundo intenta evitar el menor atisbo de favor, pero para mí es peor, Nynaeve!

Realmente, la muchacha, la joven, tendría que aprender a no interrumpir a una hermana si se convertía en novicia. Lo que no significaba que pudiese. Nynaeve trató de tomar de nuevo la iniciativa, pero las palabras salieron como un torrente de Talaan.

—Mi abuela es Detectora de Vientos de la Señora de las Olas del clan Rossaine. Mi bisabuela es Detectora de Vientos del clan Dacan, y su hermana del clan Takana. Para mi familia es un honor que cinco de nosotras hayamos llegado tan arriba. Y todo el mundo está atento a que haya alguna señal de que la familia Gelyn abuse de su influencia. Y con toda razón, lo sé; no puede permitirse el trato de favor. ¡Pero mi hermana estuvo como aprendiza cinco años más de lo normal, y mi prima seis! Así nadie puede argumentar que se las favoreció. ¡Cuando miro las estrellas y doy nuestra posición correctamente, se me castiga por ser lenta a pesar de que tengo la respuesta tan rápidamente como la Detectora de Vientos Ehvon! ¡Cuando pruebo el mar y digo la costa a la que nos aproximamos, se me castiga porque el gusto que he nombrado no es exactamente el que nota la Detectora de Vientos Ehvon! ¡Te he escudado dos veces, pero esta noche me colgarán por los tobillos por no hacerlo más deprisa! ¡Y se me castiga por fallos que a otras les pasan por alto, por fallos que nunca cometo pero que podría cometer! ¿Tu entrenamiento como novicia fue así de duro, Nynaeve?

—Mi entrenamiento de novicia —repitió débilmente la mujer. Ojalá la chica dejara de sacar a relucir lo de estar colgada por los tobillos—. Sí. Bueno. No te gustaría realmente saberlo. —¿Cuatro generaciones de mujeres con el don? ¡Luz! Hasta una hija siguiendo los pasos de la madre ya era poco corriente. La Torre querría tener a Talaan, por supuesto. Sin embargo, eso no iba a ocurrir—. Supongo que Caire y Tebreille se quieren realmente, ¿verdad? —dijo con el propósito de cambiar de conversación.

—Mi tía es taimada y falsa. —Talaan resopló—. Disfruta con cualquier humillación que pueda causar a mi madre. Pero mi madre la pone en su sitio, como merece. Un día, Tebreille va a encontrarse sirviendo en un remontador, ¡bajo el mando de una Navegante con mano de hierro y con dolor de muelas! —Asintió con gesto sombrío y a la vez satisfecho. Y después dio un brinco, abiertos los ojos como platos, cuando un criado pasó presuroso a su espalda. Aquello le recordó su propósito. Volvió a intentar vigilar en todas direcciones a la vez mientras hablaba deprisa—. No puedes decirlo durante las lecciones, por supuesto, pero servirá en cualquier otro momento. Anuncia que voy a la Torre, y no podrán negártelo. ¡Eres Aes Sedai!

Nynaeve miró a la chica con los ojos desorbitados. ¿Y acaso lo habrían olvidado todo al respecto la siguiente vez que impartiese una lección? ¡Esa muchacha tonta había visto lo que le hacían!

—No sé hasta qué punto deseas ir, Talaan, pero…

—Gracias —la interrumpió la joven, que hizo una rápida reverencia—. ¡Gracias! —Y volvió sobre sus pasos a toda carrera.

—¡Espera! —gritó Nynaeve, que avanzó un trecho tras ella—. ¡Vuelve! ¡No he prometido nada!

Los criados se giraron para mirarla y siguieron lanzando ojeadas sorprendidas en su dirección aun después de haber reanudado sus ocupaciones. Nynaeve habría corrido en pos de la tonta muchacha si no hubiera sido porque temía que tendría que llegar a donde estaban Zaida y las otras. Y a buen seguro que esa necia soltaría que iba a la Torre, que Nynaeve lo había prometido. ¡Luz, probablemente se lo diría de todos modos!

—Tienes un gesto como si acabaras de tragarte una ciruela podrida —comentó Lan, que apareció a su lado, alto y absolutamente atractivo con su chaqueta verde que tan bien le quedaba.

Nynaeve se preguntó cuánto tiempo llevaría allí. Parecía imposible que un hombre tan grande, de presencia tan imponente, pudiera mantenerse tan inmóvil que uno no reparaba en él, aun sin llevar la capa de Guardián.

—Toda una cesta —masculló al tiempo que apretaba la cara contra el ancho pecho de su esposo. Era muy agradable apoyarse en su fuerza, sólo durante un momento, mientras él le acariciaba el cabello suavemente. Aun cuando tuviera que apartar a un lado la empuñadura de la espada, clavada en sus costillas. Y cualquiera a quien no le gustara ver tal demostración de afecto en público podía irse al infierno. Nynaeve veía cómo un desastre se sumaba a otro. Incluso si les decía a Zaida y a las demás que no tenía intención de llevarse a Talaan a ninguna parte, iban a desollarla. En esta ocasión no podría ocultárselo a Lan; si es que había conseguido hacerlo la primera vez. Reanne y las otras se enterarían. ¡Y Alise! Empezarían a tratarla como a Merilille, pasando por alto sus órdenes, demostrándole tan poco respeto como las Detectoras de Vientos a Talaan. De algún modo le endosarían la responsabilidad de vigilar a Alivia, cosa que daría lugar a alguna catástrofe, a la más absoluta humillación. Últimamente parecía que era lo único que sabía hacer: encontrar otra manera de que la humillasen. Y, como si todo eso no fuera bastante, cada cuatro días aún tenía que enfrentarse a Zaida y a las Detectoras de Vientos.

—¿Recuerdas cómo me retuviste en nuestros aposentos ayer por la mañana? —murmuró a la par que alzaba la vista hacia su cara, a tiempo de ver una sonrisa reemplazando el gesto de preocupación. Por supuesto que lo recordaba. Nynaeve sintió que le ardían las mejillas. Hablar con amigas era una cosa, pero ser atrevida con su propio esposo todavía le parecía otra muy distinta—. ¡Bueno, pues quiero que me lleves allí ahora mismo y no dejes que me ponga ninguna ropa durante un año! —Al principio aquello la había enfurecido, mucho. Pero él tenía medios para hacerle olvidar que estaba furiosa.

Lan echó la cabeza hacia atrás y soltó una risa plena, sonora, y ella, al cabo de un momento, se unió a él. Sin embargo, deseaba llorar. No había hablado en broma, ni mucho menos.

Tener marido significaba que no debía compartir una cama con otra mujer, o con dos, además de disponer de una sala de estar. No era grande, pero siempre resultaba cómodo y acogedor, con una buena chimenea y una pequeña mesa y cuatro sillas. Desde luego, todo lo que Lan y ella necesitaban. No obstante, sus esperanzas de hallar intimidad allí se hicieron añicos tan pronto como entraron en la sala. La primera doncella esperaba en el centro de la alfombra de flores, tan majestuosa como una reina, tan perfectamente bien vestida como si acabara de ponerse las ropas, y en absoluto complacida. Y en un rincón del cuarto había un tipo de aspecto tosco, tanto él como su atuendo, y con una horrible verruga en la nariz; llevaba colgada al hombro una pesada bolsa de cuero.

—Este hombre afirma tener algo que queríais urgentemente —dijo la señora Harfor una vez que hubo hecho una breve reverencia. Muy breve, aunque correcta; las otras las tenía reservadas para Elayne. Su modo de hablar sonaba tan desaprobador hacia Nynaeve como hacia el tipo de la verruga—. No me importa decíroslo, pero no me gusta su aspecto.

Encontrándose tan cansada, abrazar la Fuente estaba casi fuera de su alcance, pero se las ingenió para hacerlo en un visto y no visto, espoleada por ideas de asesinos y la Luz sabía qué. Lan debía de haber captado algún cambio en su expresión, porque dio un paso hacia el tipo de la verruga; no llegó a tocar su espada, pero de repente su actitud fue como si empuñase ya un arma. Ignoraba cómo le leía el pensamiento a veces, cuando otra tenía su vínculo, pero eso la complacía. Se las había ingeniado para igualar a Talaan —¡en fuerza al menos!— pero no estaba segura de ser capaz de encauzar lo suficiente en ese momento para tirar una silla.

—Yo no… —empezó.

—Perdón, señora —murmuró con premura el tipo tosco a la par que hacía una reverencia—. La señora Nela Thane dijo que queríais verme de inmediato. Asunto del Círculo de Mujeres, dijo. Algo sobre Cenn Buie.

Nynaeve se sacudió para salir del pasmo, y al cabo de un momento se acordó de cerrar la boca.

—Sí —contestó lentamente mientras miraba fijamente al individuo. Ver otra cosa aparte de aquella horrible verruga resultaba difícil, pero de lo que no le cabía duda era de que nunca había visto al tipo. Asunto del Círculo de Mujeres. A ningún hombre se le permitiría meter las narices en eso. Era algo secreto. Aun así, no soltó el saidar—. Eh… ahora recuerdo. Gracias, señora Harfor. Sin duda son muchas las cosas de las que debéis ocuparos.

En lugar de coger la indirecta, la primera doncella vaciló y la miró ceñuda, desconfiada. El gesto ceñudo pasó hacia el tipo tosco y después se detuvo en Lan y se borró. Asintió para sí misma, ¡como si la presencia del hombre cambiara de algún modo las cosas!

—Os dejaré, entonces. Estoy segura de que lord Lan puede ocuparse de este individuo.

Soltando un resoplido de indignación, Nynaeve apenas esperó a que la puerta se cerrase para girar hacia el tipo y su verruga.

—¿Quién eres? —demandó—. ¿Cómo sabes esos nombres? No eres de Dos Rí…

El hombre… tremoló como una onda en el agua. No había otro modo de explicarlo. Tremoló y se hizo más alto, y de repente era Rand, haciendo una mueca de asco y tragando saliva, vestido con ropas arrugadas de paño, con aquellas terribles cabezas rojas y doradas reluciendo en el envés de sus manos, y la bolsa de cuero cargada al hombro. ¿Dónde había aprendido a hacer eso? ¿Quién le había enseñado? Nynaeve se resistió al impulso de disfrazarse, sólo durante un momento, para demostrarle que también ella podía hacerlo.

—Veo que no seguiste tu propio consejo —le dijo Rand a Lan, como si ella no estuviese allí—. Pero ¿por qué le permites que finja ser Aes Sedai? Aunque las verdaderas Aes Sedai la dejen, puede hacerse daño.

—Porque es Aes Sedai, pastor —repuso quedamente Lan. ¡Que tampoco la miró a ella! Y todavía parecía presto para desenvainar la espada en un visto y no visto—. En cuanto a lo otro… A veces es más fuerte que uno. ¿Lo seguiste tú?

Rand la miró entonces. Para fruncir el entrecejo con incredulidad. Y siguió haciéndolo aun cuando Nynaeve se ajustó intencionadamente el chal para que los flecos amarillos se mecieran. No obstante, lo que dijo mientras sacudía lentamente la cabeza fue:

—No. Tienes razón. A veces uno es demasiado débil para hacer lo que debería.

—¿De qué demonios habláis? —inquirió, cortante, Nynaeve.

—Sólo de cosas de las que hablan los hombres —repuso Lan.

—No lo entenderías —abundó Rand.

La mujer aspiró sonora y despectivamente por la nariz. Cotorreo y cháchara ociosa, ésas eran las conversaciones de los hombres nueve veces de cada diez. En el mejor de los casos. Cansada —de mala gana— soltó el saidar. Desde luego, no tenía que protegerse de Rand, pero le habría gustado mantener el contacto con la Fuente un poco más, simplemente tocarla, ni que estuviese cansada ni que no.

—Sabemos lo de Cairhien, Rand —dijo mientras se hundía, agradecida, en un sillón. ¡Esas malditas mujeres de los Marinos la habían agotado!—. ¿Es por eso por lo que estás aquí, vestido así? Si lo que intentas es ocultarte de quienquiera que fuera… —Parecía cansado. Más duro de como lo recordaba, pero muy cansado. Sin embargo permaneció de pie. Cosa curiosa, se parecía mucho a Lan, presto para empuñar una espada que ni siquiera llevaba. Quizás ese intento de matarlo bastaría para hacerlo entrar en razón—. Rand, Egwene puede ayudarte.

—No estoy ocultándome exactamente —contestó—. Al menos, hasta que acabe con ciertos hombres a los que es necesario matar. —¡Luz, hablaba de ello con tanta naturalidad como Alivia! ¿Por qué Lan y él seguían vigilándose y fingían que no lo hacían?—. En cualquier caso, ¿cómo podría ayudarme Egwene? —continuó mientras dejaba la bolsa sobre la mesa. Al posarse en el tablero, hizo un ruido suave pero sólido, con algo pesado en su interior—. ¿También se encuentra aquí? Vosotras tres y dos Aes Sedai de verdad. ¡Sólo dos! No. No tengo tiempo para eso. Necesito que guardes algo hasta que…

—Egwene es la Sede Amyrlin, estúpido cabeza de chorlito —gruñó Nynaeve. Era estupendo poder interrumpir a alguien, para variar—. Elaida es una usurpadora. ¡Espero que tengas suficiente sentido común para no acercarte a ella! ¡No saldrías de esa entrevista por tu propio pie, eso te lo aseguro! Aquí hay cinco Aes Sedai de verdad, incluyéndome a mí, y otras trescientas más con Egwene y un ejército, dispuestas a derrocar a Elaida. ¡Mírate! ¡Por muy aguerridas que sean tus palabras, alguien casi consiguió matarte, y ahora vas por ahí a escondidas, vestido como un mozo de cuadra! ¿Qué lugar es más seguro para ti que al lado de Egwene? ¡Ni siquiera esos Asha’man tuyos se atreverían a atacar a trescientas hermanas! —Oh, sí, verdaderamente estupendo. Él intentó ocultar su sorpresa, pero fracasó estrepitosamente y la miró de hito en hito.

—Te sorprendería lo que mis Asha’man se atreverían a hacer —repuso con sequedad al cabo de un momento—. Supongo que Mat está con el ejército de Egwene, ¿no? —Se llevó la mano a la cabeza y se tambaleó.

Sólo fue un instante, pero Nynaeve se había levantado de la silla antes de que él se hubiera enderezado. Abrazando el saidar con esfuerzo, alzó las manos para cogerle la cabeza entre ellas y tejió trabajosamente un Ahondamiento a su alrededor. Había tratado de hallar un método mejor para saber qué mal aquejaba a una persona, hasta el momento sin éxito. Pero bastó. No bien el tejido se acomodó en él, Nynaeve se quedó sin aliento. Conocía lo de su herida en Falme, que nunca se curaba del todo y se resistía a toda la Curación que ella conocía, como una pústula de maldad en su carne. Ahora había otra herida medio curada encima de la primera, y ésa también palpitaba de maldad. Una maldad distinta, de algún modo, como un espejo de la otra, pero igual de virulenta. Y ella no podía tocar ninguna de las dos con el Poder. En realidad no quería tocarlas —¡sólo de pensarlo se le ponía la piel de gallina!— pero lo intentó. Y algo invisible la frenó. Como una salvaguardia. Una salvaguardia que no podía ver. ¿Una salvaguardia de saidin?

Aquello bastó para que dejase de encauzar y retrocediese un paso. Se aferró a la Fuente; por muy cansada que estuviera, tendría que obligarse a soltarla. Ninguna hermana podía pensar en la mitad masculina del Poder sin experimentar al menos un atisbo de miedo. Él la miraba desde su imponente altura, sosegadamente, y eso la hizo estremecerse. Parecía un hombre distinto del Rand al’Thor que había visto crecer. Se alegraba mucho de que Lan estuviese allí, por duro que le resultara admitir tal cosa. De repente se dio cuenta de que Lan no se había relajado lo más mínimo. Podía charlar con Rand como dos hombres que se fumaban una pipa y tomaban una cerveza, pero creía que Rand era peligroso. Y Rand lo miraba a él como si lo supiera y lo aceptara.

—Nada de eso es importante ahora —dijo Rand mientras se volvía hacia la bolsa que había dejado en la mesa.

Nynaeve no supo si se refería a sus heridas o a dónde estaba Mat. De la bolsa sacó dos estatuillas de un palmo de alto, un hombre con aspecto de sabio, barbudo, y una mujer igualmente sabia y serena, ambos con ropas sueltas y ondeantes y sosteniendo en alto una esfera de cristal. Por el modo en que las sostenían, era más pesadas de lo que aparentaban.

—Quiero que me las guardes hasta que mande a buscarlas, Nynaeve —siguió Rand. Con la mano sobre la figurilla de la mujer, vaciló—. Y también a ti. Te necesitaré cuando las utilice. Cuando las utilicemos. Después de que me haya ocupado de esos hombres. Eso es lo primero.

—¿Utilizarlas? —repitió, recelosa. ¿Por qué matar a alguien era lo primero? Pero ésa pregunta carecía de importancia—. ¿Para qué? ¿Son ter’angreal?

Él asintió con la cabeza.

—Con éste puedes tocar el sa’angreal más grande que jamás se ha hecho para una mujer. Está enterrado en Tremalking, tengo entendido, pero eso no importa. —Su mano se había desplazado a la figurilla del hombre—. Con éste puedo tocar su equivalente masculino. Una vez me dijo… alguien que un hombre y una mujer que utilizasen esos sa’angreal podrían desafiar al Oscuro. Cabe la posibilidad de que se utilicen algún día para eso, pero entre tanto confío en que sirvan para limpiar la mitad masculina de la Fuente.

—Si tal cosa fuese posible, ¿no lo habrían hecho en la Era de Leyenda? —inquirió quedamente Lan. Quedamente del mismo modo que la hoja de acero de una espada se desliza fuera de su funda—. En cierta ocasión me dijiste que yo podría hacerle daño a ella. —Parecía imposible que su voz sonase más dura, pero lo hizo—. Ahora tú podrías matarla, pastor. —Y su tono dejó claro que no lo permitiría.

Rand sostuvo la fría mirada del Guardián con otra no menos fría.

—Ignoro por qué no lo hicieron. Y no me importa por qué. Hay que intentarlo.

Nynaeve se mordió el labio inferior. Suponía que la presencia de Rand hacía de ésta una ocasión pública en su relación matrimonial —cambiar del momento público al privado, decidir cuál era cuál, a veces la aturdía—, pero no le importó que Lan hubiese hablado cuando debería haber permanecido callado. Lo cierto era que él no era muy bueno en eso, pero a ella le gustaba un hombre sin pelos en la lengua. Necesitaba pensar; no sobre su decisión, que ya la había tomado, sino en cómo ponerla en práctica. A Rand podría no gustarle. Desde luego, a Lan no le gustaría. Bueno, los hombres siempre querían que las cosas se hiciesen a su manera, y a veces una debía enseñarles que no podían salirse con la suya en todas las ocasiones.

—Creo que es una idea maravillosa —dijo. Eso no era exactamente mentir. Sin duda era maravillosa, comparada con las alternativas—. Pero no veo razón para que me quede aquí esperando sentada a que me llames, como si fuese una doncella. Haré lo que quieres, pero nos iremos todos juntos.

Su suposición había sido acertada: a ninguno de los dos les gustó ni pizca.

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