9 Una taza de té

De vuelta en el vestidor de sus aposentos, Elayne se cambió el traje de montar con ayuda de Essande, la jubilada de cabello blanco a la que había elegido como doncella. La delgada mujer, de aspecto digno, era un poquito lenta, pero conocía su trabajo y no perdía el tiempo con charlas ociosas. De hecho, rara vez pronunciaba palabra aparte de alguna sugerencia sobre el atuendo que podía ponerse y el comentario, repetido a diario, sobre lo mucho que Elayne se parecía a su madre. A un extremo del cuarto, en el alto hogar de mármol ardían gruesos troncos de leña, pero el fuego apenas templaba el frío del ambiente. Elayne se puso rápidamente un vestido de fino paño azul, con cuentas de perlas que creaban dibujos en el cuello alto y a lo largo de las mangas; después se ciñó el cinturón de plata trabajada, que completó con una pequeña daga enfundada en una vaina, también de plata. Por último se calzó los escarpines de terciopelo azul, con bordados plateados. Cabía la posibilidad de que no tuviese tiempo para cambiarse otra vez antes de recibir a los mercaderes, y debía impresionarlos. Tendría que asegurarse de que Birgitte se encontrara presente en la entrevista; ella sí que resultaba muy impresionante con su uniforme. Además, hasta asistir a la audiencia de unos mercaderes le parecería un agradable descanso en sus tareas. A juzgar por el acalorado nudo de irritación que Elayne percibía en el fondo de su mente, aquellos informes estaban resultando ser un trabajo penoso para la capitana general de la Guardia de la Reina.

Mientras se ponía unos pendientes de perlas, Elayne despidió a Essande para que regresara junto a su propio hogar, en el Alojamiento de los Jubilados. Elayne sospechaba que a la mujer le dolían las articulaciones, pero Essande lo había negado cuando le ofreció la Curación. De todos modos, ella ya estaba preparada. No se pondría la diadema de heredera del trono; ésta se quedaría en el pequeño cofre de marfil que había sobre su tocador. No poseía muchas joyas, ya que la mayoría las había empeñado. Y el resto quizá seguiría el mismo camino cuando se llevara la plata al prestamista. No tenía sentido preocuparse por eso ahora. Disponía de unos instantes para sí misma, y después tendría que volver a ocuparse de sus deberes.

La sala de estar, forrada con oscuros paneles de madera y con anchas cornisas de pájaros tallados, tenía dos grandes hogares de repisas muy trabajadas, uno a cada extremo del cuarto, de manera que el ambiente estaba más caldeado que el del vestidor, si bien allí también hacían falta las alfombras extendidas sobre las baldosas blancas. Para su sorpresa, encontró a Halwin Norry en la sala. Al parecer, el deber le salía al paso, sin darle respiro.

El jefe amanuense se levantó de una de las sillas de respaldo bajo cuando Elayne entró, sosteniendo prietamente contra su pecho una carpeta de cuero, y rodeó a trompicones la mesa con volutas talladas en los bordes que ocupaba el centro de la habitación a fin de hacer una torpe reverencia. Norry era alto y delgado, su nariz era larga y su escaso cabello parecía erizarse detrás de las orejas semejando plumas blancas. A menudo le recordaba una grulla. Por muchos escribientes que tuviese a su mando, él seguía utilizando la pluma a juzgar por la pequeña mancha de tinta que se marcaba en el borde de su tabardo rojo. La mancha no parecía reciente, sin embargo, y Elayne se preguntó si la carpeta no estaría ocultando otras. El jefe amanuense había cogido la costumbre de llevar así la carpeta cuando se había puesto su atuendo oficial, dos días después que la señora Harfor. La cuestión era si se había vestido así como una muestra de respeto hacia ella o simplemente porque la señora Harfor lo había hecho.

—Perdonad que sea tan precipitado, milady —dijo—, pero creo que hay asuntos importantes, aunque no propiamente urgentes, que tratar con vos.

Importantes o no, su voz seguía siendo un sonsonete monótono.

—Por supuesto, maese Norry. No querría apremiaros para que seáis breve. —El hombre parpadeó, y Elayne intentó reprimir un suspiro. Pensó si no estaría algo sordo, a juzgar por el modo en que inclinaba la cabeza hacia uno u otro lado, como para captar mejor lo que se le decía. Quizás ésa fuera la razón de que mantuviese un tono casi invariable. En cualquier caso, Elayne alzó la voz un poco, por si acaso. Aunque también podía ocurrir que fuera simplemente un pesado—. Sentaos y explicadme esos asuntos importantes.

Ella ocupó uno de los sillones tallados que había lejos de la mesa y le señaló otro, pero Norry permaneció de pie. Siempre lo hacía. Elayne se recostó en el respaldo para escuchar, cruzó una pierna sobre la otra y se arregló los vuelos de la falda.

El jefe amanuense no recurrió a la carpeta. Todo lo que hubiera escrito en los papeles estaría igualmente dentro de su cabeza, con total precisión; las hojas las llevaba sólo por si acaso ella pedía ver los datos con sus propios ojos.

—Lo primero, milady, y quizá lo más importante, es que se han descubierto grandes depósitos de alumbre en vuestras posesiones de Danabar. Un alumbre de primera calidad. Creo que los banqueros se mostrarán menos… uhmm… indecisos respecto a mis peticiones en vuestro nombre una vez que sepan esto. —Esbozó una breve sonrisa, una fugaz curvatura en sus finos labios. Tratándose de él, aquello era casi dar saltos de alegría.

Elayne se había sentado erguida tan pronto como el jefe amanuense mencionó el alumbre, y su sonrisa fue mucho más amplia. De hecho, tenía ganas de ponerse a dar saltos de alegría. Posiblemente lo habría hecho si su acompañante hubiese sido cualquier otra persona. Su euforia era tal que por un momento la irritación de Birgitte desapareció de su cabeza. Tintoreros y tejedores consumían alumbre en grandes cantidades, así como los fabricantes de vidrio y los de papel, entre otros. El único productor de alumbre de calidad era Ghealdan —o lo había sido hasta ese momento—, y los impuestos de su comercio habían bastado para sostener el trono de Ghealdan durante generaciones. El alumbre procedente de Tear y de Arafel distaba mucho de ser tan fino, pero aun así ingresaba en los cofres de esos países tanto dinero como el comercio de aceite de oliva y de gemas.

—Sí que es una noticia importante, maese Norry. La mejor que me han dado hoy. —La mejor desde que había llegado a Caemlyn, probablemente, pero sin duda la mejor de ese día—. ¿Cuánto tardaréis en vencer esa… «indecisión» de los banqueros?

Más bien había sido un portazo en las narices, sólo que sin ser tan groseros. Los banqueros sabían el número exacto de soldados que la respaldaban en ese momento, y cuántos eran los que tenían sus oponentes. Aun así, a Elayne no le cabía duda de que la riqueza que representaba el alumbre los convencería. Y al parecer Norry tampoco tenía dudas al respecto.

—Muy poco, milady, y creo que el acuerdo tendrá unas condiciones muy buenas. Les diré que, si su mejor oferta es insuficiente, tantearé a sus colegas de Tear o de Cairhien. No querrán correr el riesgo de perder los derechos arancelarios, milady. —Dijo todo aquello en su tono inexpresivo y monótono, sin atisbo alguno de la satisfacción que habría mostrado cualquier otro—. Serán préstamos contra futuros ingresos, naturalmente, y naturalmente habrá gastos. La propia explotación del yacimiento. El transporte. Danabar es una región montañosa, y hay cierta distancia hasta el camino de Lugard. No obstante, habrá suficiente para realizar vuestras aspiraciones para la Guardia, milady. Y para vuestra Academia.

—Deduzco que utilizar el término «suficiente» es quedarse corto si habéis renunciado a convencerme de que deje a un lado mis planes para la Academia, maese Norry —contestó Elayne, a punto de echarse a reír.

El jefe amanuense cuidaba con tanto celo de la tesorería de Andor como haría una gallina con un pollito, y se había opuesto categóricamente a que se hiciese cargo de la escuela que Rand había ordenado fundar en Caemlyn, repitiendo sus argumentos una y otra vez hasta que su voz semejaba un taladro abriéndole un agujero en el cráneo. Hasta la fecha la escuela consistía simplemente en unos pocos estudiosos con sus alumnos, esparcidos por varias posadas de la Ciudad Nueva, pero aun siendo invierno llegaban más cada día, y habían empezado a hacer oír sus voces reclamando más espacio. Ni que decir tiene que Elayne no pensaba entregarles el palacio, pero necesitaban un sitio. Norry intentaba administrar el oro de Andor, pero ella miraba por el futuro del país. Se aproximaba el Tarmon Gai’don, pero su obligación era dar por hecho que habría un futuro después, tanto si Rand volvía a hacer pedazos el mundo como si no. En caso contrario, no tenía sentido continuar nada, y no quería quedarse sentada a esperar. Aun cuando supiese con certeza que la Última Batalla acabaría con todo, no creía que pudiera quedarse mano sobre mano. Rand había empezado a fundar escuelas por si acaso acababa destruyendo el mundo, con la esperanza de salvar algo, pero esta escuela sería de Andor, no de Rand al’Thor. La Academia de la Rosa, dedicada a la memoria de Morgase Trakand. Habría un futuro, y ese futuro recordaría a su madre.

—¿O habéis decidido que, después de todo, el oro de Cairhien puede provenir del Dragón Renacido?

—Todavía creo que el riesgo es mínimo, milady, pero que ya no merece la pena tenerlo en consideración habida cuenta de la información que me ha llegado sobre Tar Valon. —Su tono no se alteró, pero resultaba obvio que estaba agitado. Cual arañas que bailaran, sus dedos tamborilearon en la carpeta que sujetaba contra el pecho, y después se detuvieron—. La… uhmmm… Torre Blanca ha publicado un edicto en que reconoce a… uhmmm… lord Rand como el Dragón Renacido y le ofrece… uhmmm… protección y guía. También impone anatema a todo aquel que trate con él salvo a través de la Torre. Es sensato mostrarse precavido con la ira de Tar Valon, milady, como vos misma sabéis.

Dirigió una mirada significativa al anillo de la Gran Serpiente que brillaba en la mano apoyada sobre el brazo del sillón. Estaba al tanto de la división de la Torre, por supuesto —a decir verdad, a estas alturas sólo algún campesino en una granja aislada de Seleisin no lo sabría—, pero el jefe amanuense había sido muy discreto y no le había preguntado de qué lado se encontraba. Sin embargo, era obvio que había estado a punto de decir «la Sede Amyrlin» en lugar de «la Torre Blanca», y sólo la Luz sabía qué otro término en lugar de «lord Rand». No se lo tuvo en cuenta. Era un hombre cauto, cualidad muy necesaria en su puesto.

Pero la proclamación de Elaida la dejó estupefacta. Fruncido el entrecejo, toqueteó el anillo con aire pensativo. Elaida había llevado ese aro más tiempo de lo que ella había vivido. Era arrogante, obcecada, ciega a cualquier punto de vista excepto el suyo propio, pero no era estúpida. Todo lo contrario.

—¿De verdad cree que él aceptaría semejante oferta? —musitó, más para sí misma—. ¿Protección y «guía»? ¡No se me ocurre un modo mejor de irritarlo! —¿Guía? ¡Nadie podía guiar a Rand a la fuerza!

—Podría ser que él ya hubiese aceptado, milady, según lo que me cuenta la persona con la que mantengo correspondencia en Cairhien. —Norry se habría estremecido ante la sugerencia de que en cierto modo era un jefe de espionaje. En fin, habría torcido el gesto con desprecio, como mínimo. El jefe amanuense administraba la tesorería, controlaba a los subalternos que se ocupaban de anotar los asuntos financieros y aconsejaba al trono en asuntos de estado. Ciertamente no tenía una red de informadores, como la tenían los Ajahs e incluso algunas hermanas en particular, pero sí mantenía un intercambio de cartas regularmente con gente entendida y a menudo bien conectada de otras capitales, para que de ese modo sus consejos estuvieran basados en los acontecimientos—. Envía una paloma sólo una vez por semana y, al parecer, nada más enviar la última, alguien atacó el Palacio del Sol utilizando el Poder Único.

—¿El Poder? —exclamó Elayne, que se echó bruscamente hacia adelante por la impresión. Norry asintió con la cabeza.

—Es lo que dice la persona que me escribe, milady. Tal vez fueron Aes Sedai, o Asha’man, o incluso los Renegados. Me temo que esto último es más rumores y hablillas que información. En cualquier caso, el ala de palacio donde se ubicaban los aposentos del Dragón Renacido quedó muy destruida, y él mismo ha desaparecido. Es creencia casi general que ha ido a Tar Valon a hincar la rodilla ante la Sede Amyrlin. Otros lo creen muerto en el ataque, pero son pocos. Mi consejo es que no hagáis nada hasta que tengáis una idea más clara de lo ocurrido. —Hizo una pausa y ladeó la cabeza, pensativo—. Por lo que sé y he visto de él, milady —añadió lentamente—, no lo creería muerto a menos que permaneciese tres días sentado junto a su cadáver.

Elayne abrió los ojos sorprendida. Aquello había sido casi un chiste. Al menos, un bosquejo de ocurrencia. ¡De Halwin Norry! Tampoco ella creía que Rand hubiese muerto. No creería que estaba muerto. En cuanto a lo de arrodillarse ante Elaida, era demasiado testarudo para someterse a nadie. Podrían superarse un montón de dificultades si fuese capaz de arrodillarse ante Egwene, pero no lo haría, aunque ella era su amiga de la infancia. Elaida tenía tantas posibilidades de conseguirlo como las de una cabra de conseguir pareja en un salón de baile, sobre todo después de que él se enterara de su proclama. Mas ¿quién lo había atacado? Desde luego los seanchan no podían haber llegado hasta Cairhien. Si los Renegados habían decidido actuar abiertamente, significaría más caos y destrucción de los que ya soportaba el mundo, pero la peor alternativa sería la de los Asha’man. Si sus propias creaciones se volvían contra él… ¡No! Ella no podría protegerlo, por mucho que necesitara ayuda. Tendría que arreglárselas solo.

«¡Necio! —rezongó para sus adentros—. ¡Seguramente anda por ahí con estandartes al viento, como si no hubiese nadie que quisiera matarlo! ¡Más vale que te valgas por ti mismo, Rand al’Thor, o te tumbaré a bofetadas cuando te ponga las manos encima!»

—¿Qué más cosas os han comunicado las personas con las que mantenéis correspondencia, maese Norry? —preguntó al tiempo que apartaba a Rand de sus pensamientos. Todavía no lo tenía a su alcance para ponerle las manos encima, y necesitaba concentrarse en intentar conservar Andor.

Esas personas que escribían a Norry tenían muchas cosas que contar, aunque algunas noticias eran ya bastante atrasadas. No todas utilizaban palomas, y las cartas entregadas a mercaderes de confianza podían tardar meses en llegar a su destino incluso en tiempos sin conflictos. Los mercaderes merecedores de poca confianza aceptaban el pago por el correo, pero luego no se molestaban en entregar la carta. Muy poca gente podía permitirse el lujo de contratar mensajeros. Elayne tenía en mente establecer un Correo Real si la situación lo permitía alguna vez. Norry se lamentaba del hecho de que sus últimas noticias de Ebou Dar y Amador habían quedado obsoletas por los acontecimientos ocurridos, que habían sido la comidilla de las calles durante semanas.

Tampoco todas esas noticias eran importantes. Los que le escribían no eran realmente informadores; simplemente comentaban las nuevas de su ciudad, lo que se hablaba en la corte. El tema de conversación en Tear era el incremento del número de barcos de los Marinos que entraban a través de los Dedos del Dragón sin la ayuda de los prácticos y que ahora abarrotaban el río y la ciudad, y el combate librado en el mar por los navíos de los Marinos contra los seanchan, aunque eso último era un simple rumor. Illian estaba tranquila, y llena de soldados de Rand que se recuperaban de una batalla contra los seanchan; no se sabía nada más, e incluso se ponía en duda que Rand hubiese estado en la ciudad. La reina de Saldaea seguía en su largo retiro en el campo, cosa que Elayne ya sabía, pero al parecer hacía meses que a la reina de Kandor tampoco se la había visto en Chachin, y el rey de Shienar supuestamente aún se encontraba realizando una extensa inspección por la Frontera de la Llaga, a pesar de que según los informes la Llaga pasaba por una época de tranquilidad como no se tenía memoria. En Lugard, el rey Roedran estaba agrupando a todos los nobles que podían aportar mesnaderos, y una ciudad ya preocupada por la presencia de dos grandes ejércitos acampados en las cercanías de la frontera con Andor —uno de ellos repleto de Aes Sedai y el otro de andoreños—ahora también tendría la preocupación de plantearse qué se proponía un disoluto gandul como Roedran.

—¿Y vuestro consejo en esto? —preguntó Elayne cuando Norry hubo acabado, a pesar de no necesitarlo.

En realidad, tampoco le había hecho falta en los otros asuntos. Los acontecimientos tenían lugar demasiado lejos para que afectasen a Andor o carecían de importancia, aparte de saber lo que ocurría en otros países. Aun así, se esperaba de ella que hiciese la pregunta aunque ambos sabían que ya tenía la respuesta: no hacer nada. Bien que Norry no había vacilado en contestar. En el caso de Murandy ni estaba lejos ni carecía de importancia, pero en esta ocasión el jefe amanuense vaciló y frunció los labios. Norry era lento y metódico, pero rara vez vacilaba.

—Ninguno en este caso, milady —dijo por último—. Normalmente, os habría aconsejado enviar un emisario a Roedran para intentar averiguar sus objetivos y sus razones. Quizá le den miedo los acontecimientos que tienen lugar al norte del país, o los ataques Aiel de los que tanto hemos oído hablar. Claro que también cabe la posibilidad de que, a pesar de no haber sido ambicioso nunca, tal vez ahora tiene proyectos para el norte de Altara. O Andor, considerando las circunstancias. Por desgracia… —Todavía sujetando la carpeta contra el pecho, extendió ligeramente las manos y suspiró, quizás en un gesto de disculpa o tal vez de consternación.

Por desgracia ella no era reina todavía, y ningún emisario suyo conseguiría acercarse a Roedran. Si él recibía a su enviado y después su reclamación del trono fracasaba, el aspirante que tuviera éxito podría apoderarse de una ancha franja de Murandy para darle una lección; sin olvidar que lord Luan y los otros ya habían ocupado un tramo de su territorio. Sin embargo, gracias a Egwene, ella tenía mejor información que el jefe amanuense. No estaba dispuesta a revelar su fuente, pero decidió aliviar el desasosiego del hombre. Eso debía de ser lo que le hacía fruncir la boca: saber lo que debería hacerse y ser incapaz de encontrar el modo de hacerlo.

—Conozco los objetivos de Roedran, maese Norry, y sus intereses radican en el propio Murandy. Los andoreños que se encuentran en ese país han aceptado juramentos de nobles murandianos del norte, cosa que pone nerviosos a los demás. Y hay un numeroso grupo de mercenarios… en realidad Juramentados del Dragón, aunque Roedran cree que son mercenarios, cuyo servicio ha contratado en secreto a fin de disponer de una fuerza disuasoria una vez que los otros ejércitos se hayan marchado. Planea utilizar la amenaza que representan las fuerzas extranjeras como presión para obligar a los demás nobles a comprometerse con él, de tal manera que cada cual tenga miedo de ser el primero en separarse cuando esas amenazas hayan desaparecido. Puede que se convierta en un problema en el futuro si su plan tiene éxito. Para empezar, querrá recobrar esos territorios del norte. Pero no plantea un problema inmediato para Andor.

Los ojos de Norry se abrieron de par en par, y el hombre ladeó la cabeza primero a un lado y después al otro, estudiándola. Se humedeció los labios con la lengua antes de hablar.

—Eso explicaría muchas cosas, milady. Sí, lo haría. —La lengua se paseó de nuevo por sus labios—. Había un punto que mencionaba la persona que me escribe desde Cairhien que… uhmmm… olvidé mencionar. Supongo que ya sabréis, que vuestra reclamación del Trono del Sol es bien conocida allí, y cuenta con mucho apoyo. Al parecer muchos cairhieninos hablan abiertamente de venir a Andor para ayudaros a conseguir el Trono del León y que así podáis sentaros en el Trono del Sol cuanto antes. Creo no equivocarme si digo que no necesitáis de mi consejo respecto a ese tipo de ofertas.

Elayne asintió, con bastante deferencia dadas las circunstancias, pensaba. La ayuda de Cairhien sería peor incluso que los mercenarios, ya que había habido demasiadas guerras entre Andor y Cairhien. El hombre no había olvidado mencionarlo. Halwin Norry nunca olvidaba nada. Así pues, ¿por qué había decidido contárselo, en lugar de dejar que el asunto la cogiese de sorpresa, tal vez con la llegada de partidarios cairhieninos? ¿Su exhibición de conocimientos lo había impresionado? ¿O le había hecho temer que ella llegase a descubrir que se había reservado la información? Norry aguardó pacientemente su reacción, como una grulla apergaminada esperando… ¿a un pez?

—Preparad una carta para que la firme y la selle, maese Norry, que se enviará a todas las casas principales de Cairhien. Empezad exponiendo mi derecho al Trono del Sol como hija de Taringail Damodred, y añadid que iré allí a presentar mi reclamación cuando los acontecimientos en Andor se encuentren más resueltos. Decid que no llevaré soldados, pues sé que soldados andoreños en suelo de Cairhien instigarían a todo el país contra mí, y con razón. Terminad manifestando mi agradecimiento por el apoyo ofrecido a mi causa por muchos cairhieninos, y mi esperanza de que cualesquiera divisiones que existan en Cairhien se pueden subsanar pacíficamente.

Los inteligentes sabrían entender el mensaje que había tras esas frases y, con suerte, se lo explicarían a cualquiera que no tuviese tanta lucidez.

—Una respuesta muy hábil, milady —dijo Norry, que encogió los hombros en un remedo de reverencia—. Así lo haré. Si se me permite preguntar, milady, ¿habéis tenido tiempo para firmar las cuentas? Oh, no importa. Enviaré a alguien a recogerlas más tarde. —Tras una reverencia apropiada, aunque no menos torpe que la anterior, se preparó para marcharse y entonces hizo una pausa—. Perdonad que sea tan osado, milady, pero me recordáis mucho a la anterior reina, vuestra madre.

Mirando la puerta que se cerraba tras él, Elayne se preguntó si podría contarlo entre los suyos. Administrar Caemlyn sin escribientes y subalternos, cuanto menos Andor, era imposible, y el jefe amanuense tenía el poder de poner de rodillas a una reina si no se lo controlaba. Un halago no era lo mismo que una declaración de lealtad.

No dispuso de mucho tiempo para reflexionar sobre ello, ya que, unos segundos después de la partida de Norry, entraron tres doncellas de uniforme que llevaban bandejas; las dejaron en fila sobre la larga mesa lateral que había junto a una de las paredes.

—La primera doncella nos dijo que milady había olvidado comer —manifestó una mujer oronda, de cabello gris, que hizo una reverencia al tiempo que gesticulaba hacia la más joven de sus compañeras para que retirara las altas tapas en forma de campana—, así que envía un surtido para que milady pueda elegir.

Un surtido. Sacudiendo la cabeza ante aquella exhibición, Elayne recordó que había pasado mucho tiempo desde que había desayunado, a la salida del sol. Había cuarto trasero de carnero en rodajas, con salsa de mostaza; capón asado con higos secos; panecillos dulces con piñones; crema de puerros y patatas; rollos de col con pasas y pimientos; y empanada de calabaza, por no mencionar una pequeña bandeja con tarta de manzana y otra con pastel borracho, coronado con crema cuajada. De dos jarras de vino de plata salía vapor, por si prefería un tipo de especias a otro. Una tercera jarra contenía té. Y apartada desdeñosamente en un rincón de una de las bandejas estaba la comida que siempre ordenaba a mediodía: sopa poco espesa y pan. Reene Harfor lo desaprobaba; afirmaba que Elayne estaba «delgada como una barra».

La primera doncella había propagado sus opiniones. La criada de cabello gris puso un gesto de reproche mientras colocaba el pan, la sopa clara y el té sobre la mesa del centro de la habitación, con una servilleta de lino blanco, una taza de porcelana azul con su platillo, y un tarro de plata con miel. Y unos pocos higos en un plato. Un estómago lleno a mediodía daba paso a una mente embotada por la tarde, como Lini solía decir. Pero nadie compartía sus opiniones. Las tres doncellas eran mujeres rellenas, e incluso la más joven parecía decepcionada cuando se marcharon con el resto de la comida.

La sopa estaba muy buena, caliente y ligeramente picante, y el té tenía un agradable sabor a menta, pero a Elayne no la dejaron mucho tiempo sola con su comida, ni con su idea de que a lo mejor probaba un poquito del pastel borracho. Antes de que hubiese tragado dos bocados, Dyelin entró en la estancia como un remolino, respirando agitada. Elayne dejó la cuchara y le ofreció té antes de caer en la cuenta de que sólo había una taza, que ya estaba usando ella, pero Dyelin lo rechazó con un ademán. Su rostro mostraba un ceño ominoso.

—Hay un ejército en el Bosque de Braem —anunció—, un ejército como no se había visto desde la Guerra de Aiel. Un mercader que venía de Nueva Braem trajo la noticia esta mañana. Se trata de un hombre fiable, llamado Tormon; un illiano que no es dado a fantasías ni a asustarse de su propia sombra. Dice que vio arafelinos, kandoreses y shienarianos, en distintos lugares. En conjunto, miles. Decenas de miles. —Se dejó caer en un sillón y se abanicó con la mano. Tenía la cara congestionada, como si hubiese ido corriendo a llevar la noticia—. ¿Qué demonios hacen gentes de las Tierras Fronterizas cerca de la frontera de Andor?

—Apostaría a que es por Rand —comentó Elayne, que sofocó un bostezo, apuró la taza de té y se sirvió más. La mañana había sido agotadora, pero el té la reanimaría.

—No creerás que los ha enviado él, ¿verdad? —Dyelin había dejado de abanicarse con la mano y se sentó erguida—. ¿Para… apoyarte?

Esa posibilidad no se le había ocurrido a Elayne. A veces lamentaba haber permitido que la otra mujer conociera sus sentimientos por Rand.

—No puedo creer que sea… Quiero decir, que fuese tan tonto.

¡Luz, sí que estaba cansada! A veces Rand se comportaba como si fuera el rey del mundo, pero por supuesto nunca se… No claro que no.

Disimuló otro bostezo y de repente abrió mucho los ojos mirando la taza. Un sabor fresco, a menta. Con cuidado la soltó; o lo intentó. Casi no acertó a llegar al platillo, y la taza se volcó, derramando el té sobre la mesa. Té mezclado con horcaria. Aun sabiendo que era inútil, intentó conectar con la Fuente, de llenarse con la vida y el gozo del saidar, pero habría conseguido lo mismo si hubiese tratado de coger el aire con una red. La irritación de Birgitte, más apaciguada que antes, seguía ubicada en un rincón de su mente. Intentó que saliera a flote el miedo, o el pánico, pero su cabeza parecía rellena de lana, totalmente embotada. «¡Ayúdame, Birgitte! —pensó—. ¡Ayúdame!»

—¿Qué ocurre? —demandó Dyelin mientras se echaba hacia adelante bruscamente—. Has pensado algo y, por tu gesto, es algo horrible.

Elayne parpadeó al mirarla. Había olvidado que la otra mujer se encontraba allí.

—¡Ve! —dijo con voz pastosa, y tragó saliva en un intento de aclararse la garganta. Sentía la lengua como si fuese el doble de grande de su tamaño—. ¡Trae ayuda! ¡Me… han envenenado! —Explicarlo llevaría mucho tiempo—. ¡Ve!

Dyelin la miró boquiabierta, petrificada, y después se incorporó de golpe, asiendo la empuñadura del cuchillo del cinturón.

La puerta se abrió y un criado asomó la cabeza, vacilante. Elayne sintió una oleada de alivio. Dyelin no la acuchillaría habiendo un testigo. El hombre se lamió los labios mientras sus ojos iban de una a otra mujer. Entonces entró y desenvainó un cuchillo largo de su cinturón. Otros dos hombres con uniformes rojos y blancos entraron a continuación, ambos desenvainando sendos cuchillos.

«No moriré como un gatito dentro de un saco», pensó amargamente Elayne. Merced a un ímprobo esfuerzo se puso de pie. Las rodillas se le doblaron y tuvo que sujetarse a la mesa con una mano, pero utilizó la otra para desenfundar su propia daga. La hoja adornada con grabados en el borde era poco más larga que su mano, pero bastaría. Tendría que haber bastado, pero sentía los dedos como madera en torno a la empuñadura. Hasta un niño la desarmaría. «No sin defenderme —pensó. Era como abrirse paso a través de una masa gelatinosa, pero aun así su determinación no decayó—. ¡No sin luchar!»

Curiosamente parecía que había pasado muy poco tiempo. Dyelin empezaba a girarse hacia sus esbirros, el último de los cuales cerraba la puerta tras él en ese momento.

—¡Asesinos! —gritó Dyelin, que levantó el sillón y lo arrojó contra los hombres—. ¡Guardias! ¡Guardias!

Los tres intentaron esquivar el sillón, pero uno no fue lo bastante rápido y le dio de lleno en las piernas. Con un chillido, cayó contra el hombre que tenía a su lado y ambos acabaron en el suelo. El otro, un joven delgado, rubio, de brillantes ojos azules, avanzó con el cuchillo adelantado.

Dyelin le salió al paso con el suyo, arremetiendo, pero él se movió con la agilidad de un hurón, esquivando el ataque fácilmente. La larga cuchilla de su arma centelleó, y Dyelin reculó bruscamente al tiempo que chillaba, con una mano apretada contra el estómago. El hombre se desplazó hacia adelante, diestramente, asestando cuchilladas, y la noble gritó y cayó al suelo como una muñeca de trapo. El individuo pasó por encima de Dyelin y se dirigió hacia Elayne.

Para ella no existía nada más que él y el cuchillo que sostenía en su mano. No se precipitó sobre ella. Aquellos enormes ojos azules la estudiaron con cautela mientras avanzaba con pasos medidos, regulares. Por supuesto; sabía que era Aes Sedai. Debía de estar preguntándose si la poción había hecho su trabajo. Elayne intentó mantenerse erguida, mirarlo ferozmente, ganar unos cuantos segundos con ese farol, pero él asintió en silencio mientras sopesaba su cuchillo, sin duda decidiendo que si Elayne hubiese podido hacer algo ya lo habría hecho a estas alturas. En su semblante no había complacencia. Simplemente tenía que realizar un trabajo, nada más.

De pronto se paró y bajó la vista, estupefacto, para mirarse a sí mismo. También Elayne se quedó mirando fijamente; a los treinta centímetros de acero que sobresalían de su pecho. La sangre burbujeó en la boca del hombre mientras caía sobre la mesa, que se desplazó violentamente por el impacto.

Elayne se tambaleó y cayó de rodillas, apenas capaz de agarrarse de nuevo al borde de la mesa para no desplomarse en el suelo. Estupefacta, contempló al hombre que sangraba sobre la alfombra. Por la espalda le asomaba la empuñadura de una espada. Su mente empezó a desbarrar. Esa alfombra nunca podría quedar limpia, con tanta sangre. Sus ojos se alzaron, pasaron sobre la forma inmóvil de Dyelin, que parecía que no respiraba, y llegaron a la puerta. A la puerta abierta. Uno de los otros dos asesinos yacía delante, con la cabeza torcida en un ángulo extraño, y sólo unida a medias al cuello. El tercero forcejeaba con otro hombre vestido con chaqueta roja, los dos rodando por el suelo y gruñendo, ambos luchando por hacerse con la misma daga. Con la mano libre, el asesino en ciernes trataba de soltar los dedos del otro, cerrados sobre su garganta. El otro. Un hombre de facciones afiladas como un hacha. Y con la chaqueta de cuello blando de la Guardia.

«Deprisa, Birgitte —pensó, aturdida—. Por favor, date prisa».

La oscuridad se la tragó.

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