16 Un encuentro inesperado

El paseo de vuelta a la ciudad —más de tres kilómetros a través de cerros bajos— hizo que se adormeciera el dolor de la pierna de Mat y que volviera a despertarse antes de que remontaran una elevación desde la que se divisaba Ebou Dar al fondo, detrás de la muralla blanca revocada, exageradamente ancha, que ninguna catapulta de asedio había sido capaz de derribar. También la ciudad era blanca, aunque se veían unas pocas cúpulas puntiagudas que lucían finas franjas de colores. Los enlucidos edificios, minaretes, torres y palacios resplandecían incluso en un gris día invernal. Aquí y allí una torre mostraba una línea resquebrajada e irregular en la parte alta o se veía un hueco donde se había destruido un edificio; pero, a decir verdad, eran contados los daños ocasionados por la conquista de los seanchan. Habían sido demasiado rápidos, demasiado fuertes, y se habían hecho con el control de la ciudad antes de que pudiera organizarse una verdadera resistencia.

Sorprendentemente, el comercio que existía en esta época del año apenas había acusado la toma de la ciudad. Los seanchan lo fomentaban, si bien a los mercaderes y los capitanes de barco y tripulaciones se les exigía prestar el juramento de obediencia a los Precursores y de servir a los Que Llegan Antes. En la práctica, tal cosa significaba en gran parte llevar la misma vida de antes, de modo que pocos se oponían. El enorme puerto estaba más y más abarrotado cada vez que Mat lo contemplaba. Esa tarde parecía que podría haber atravesado a pie desde Ebou Dar propiamente dicha hasta el Rahad, un barrio peligroso que prefería no volver a visitar nunca. A menudo, en los días que siguieron a aquel en que pudo volver a caminar otra vez, había bajado a los muelles para observar. No los barcos con velas nervadas ni los de los Marinos, que los seanchan aparejaban de nuevo y dotaban con sus propias tripulaciones, sino las naves en las que ondeaban las Abejas Doradas de Illian, o la Mano y la Espada de Arad Doman, o las Tres Lunas Crecientes de Tear. Había dejado de hacerlo ya. Ahora apenas si dirigió una mirada hacia el puerto. Aquellos dados rodando en su cabeza atronaban como una tormenta. Fuera lo que fuese lo que se avecinaba, dudaba mucho que resultara de su agrado. Casi nunca lo era cuando los dados le avisaban.

En medio del constante flujo de tráfico por las grandes puertas en arco de la entrada y de gente a pie que se apelotonaba para entrar, una ancha columna de carretas y carros de bueyes se extendía todo el trecho hasta la elevación donde se encontraban, esperando para acceder a la ciudad y sin apenas avanzar. Todos los que viajaban a caballo eran seanchan, ya tuviesen la piel tan blanca como los cairhieninos o tan oscura como la de los Marinos, y no sólo sobresalían por ir montados. Algunos de los hombres llevaban pantalones muy amplios y extrañas chaquetas ajustadas, con un cuello alto que se ajustaba a la garganta hasta la barbilla, e hileras de brillantes botones de metal en la pechera, o capas con trabajados bordados casi tan largas como un vestido de mujer. Pertenecían a la Sangre, al igual que las mujeres vestidas con trajes de montar de corte extraño que parecían hechos de finas tablas, con faldas pantalón bajo las que asomaban botas tobilleras de colores, y amplias mangas que colgaban hasta los estribos. Unas cuantas se cubrían con velos de encaje que les tapaban completamente el rostro salvo los ojos, a fin de no dejarlo expuesto a la vista de gentes de baja cuna. No obstante, la mayoría de los jinetes, con gran diferencia, lucían armaduras de brillantes colores, con petos de láminas imbricadas. Entre los soldados también había algunas mujeres, si bien era imposible distinguirlas bajo aquellos yelmos semejantes a cabezas de insectos monstruosos. Al menos ninguno llevaba la armadura negra y roja de la Guardia de la Muerte; incluso otros seanchan parecían sentirse nerviosos encontrándose cerca de miembros de ese cuerpo de elite, detalle suficiente para que Mat los evitara todo lo posible.

En cualquier caso, ninguno de los seanchan se molestó en dedicar más de una ojeada breve a tres hombres y un chico que caminaban lentamente hacia la ciudad, a lo largo de la columna de carretas y carros que esperaban entrar. Es decir, los hombres caminaban despacio; Olver iba brincando. La pierna resentida de Mat marcaba el paso a todos, si bien él intentaba que los demás no notaran demasiado que se apoyaba en el bastón. Por lo general los dados anunciaban incidentes de los que se las ingeniaba para salir por los pelos, ya fuesen batallas o edificios derrumbándose sobre su cabeza. O Tylin. Temía lo que ocurriría cuando dejasen de rodar esta vez.

Casi todas las carretas y los carros que salían de la ciudad iban conducidos por seanchan, o bien éstos caminaban junto a los vehículos; eran gentes vestidas de manera más sencilla que las que iban a caballo y de aspecto apenas peculiar, pero lo más probable era que los que esperaban en la fila para entrar fueran ebudarianos o habitantes de la zona de los alrededores, hombres con chalecos largos, mujeres con las faldas recogidas con puntadas a un costado para mostrar enaguas de colores o una pierna enfundada en la media, y en carretas y carros tirados por bueyes. En la cola se veían algunos forasteros, mercaderes con carretas tiradas por pequeños troncos de caballos. En invierno había más comercio allí, en el sur, que más hacia el norte, donde los mercaderes tenían que enfrentarse a calzadas nevadas; y algunos de ellos venían de bastante lejos. Una fornida domani con un lunar en la broncínea mejilla, que iba a la cabeza de un grupo de cuatro carretas, se arrebujaba en la capa y dirigía una mirada hosca a un hombre que iba sentado junto al conductor, cinco carretas más adelante en la línea, un tipo de aspecto adulador que ocultaba el espeso bigote tras un velo tarabonés. Un competidor, sin duda. Una kandoreña, que lucía una gran perla en la oreja izquierda y cadenas de plata sobre el pecho, permanecía tranquilamente en su silla de montar, con la enguantada mano reposando sobre la perilla, quizás aún ignorante de que su castrado gris y los caballos de tiro de su carreta participarían en el sorteo una vez que hubiese entrado en la ciudad. Los seanchan se habían quedado con un caballo de cada cinco de los lugareños y, para no ahuyentar al comercio, uno de cada diez de los forasteros. Pagándoselos, desde luego, y a un buen precio en otros tiempos, pero ni mucho menos el del mercado actual dada la gran demanda. Mat siempre se fijaba en los caballos, aunque fuera dándose cuenta a medias de lo que hacía y sin ser apenas consciente de ello. Un grueso cairhienino, que vestía una chaqueta tan sosa como las de los conductores de sus carretas, gritaba enfadado por el retraso, y su bonita yegua zaina pateaba con nerviosismo. Buena estampa la de esa yegua; iría a parar a manos de un oficial, seguramente. ¿Qué ocurriría cuando los dados se parasen?

Las grandes puertas en arco que daban acceso a la ciudad estaban guardadas, si bien era muy probable que sólo los seanchan reconocieran como tal a esas personas. Sul’dam con los vestidos azules y rayos en las franjas laterales caminaban arriba y abajo de la riada de tráfico, con las damane vestidas de gris y sujetas por los plateados a’dam. Una única de esas parejas habría bastado para sofocar cualquier tumulto que no llegase a un ataque a gran escala, y quizás incluso eso, pero no era ésa la verdadera razón de su presencia. Los primeros días que siguieron a la toma de Ebou Dar, mientras él permanecía confinado en la cama, esas seanchan habían registrado toda la ciudad buscando mujeres a las que llamaban marath’damane, y ahora se aseguraban de que no entrase ninguna. Cada sul’dam llevaba una correa extra enrollada al hombro, por si acaso. También patrullaban los muelles, y esperaban la llegada de cada barco o bote.

A un lado de las puertas se alzaba una plataforma alargada, con picas de seis metros de alto en las que aparecían las cabezas —ya ennegrecidas pero todavía reconocibles— de una docena de hombres y dos mujeres que habían sufrido el peso de la justicia seanchan. Sobre sus despojos colgaba el símbolo de esa justicia, un hacha de verdugo con filo curvo y el mango forrado con cuerda blanca, anudada de forma intrincada. Un cartel debajo de cada cabeza anunciaba el delito cometido: asesinato o violación, robo con violencia, asalto a un miembro de la Sangre. Los delitos menos graves se castigaban con multas o flagelación o haciendo da’covale a la persona. Los seanchan eran ecuánimes a la hora de impartir justicia. Ninguno de los despojos expuestos pertenecía a un miembro de la Sangre —a los que merecían ser ejecutados se los enviaba de vuelta a Seanchan o se los estrangulaba con una cuerda blanca— pero tres de aquellas cabezas habían ido unidas a un tronco seanchan, y el peso de la justicia caía por igual en los de alta o baja posición. Dos carteles con la palabra «rebelión» escrita colgaban debajo de las cabezas de una mujer que había sido Señora de los Barcos de los Atha’an Miere y de su Maestro de Armas.

Mat había pasado por las puertas tan a menudo que ya apenas reparaba en ello. Olver pasó brincando y entonando una cancioncilla. Beslan y Thom caminaban con las cabezas juntas, y en una ocasión Mat oyó que Thom susurraba «asunto peligroso», pero no le importaba de qué hablaban. Entonces entraron en el oscuro túnel por el que la calzada atravesaba la muralla, y el retumbo de las carretas habría hecho imposible escuchar nada aun en el caso de que hubiese querido. Manteniéndose pegados a un lado, bien separados de las ruedas de los carruajes, Beslan y Thom siguieron avanzando delante de él, hablando en quedos murmullos, con Olver corriendo tras ellos. Cuando Mat volvió a salir a la luz del día, tropezó con la espalda de Thom antes de darse cuenta de que los otros se habían parado, justo en la boca del túnel. A punto de hacer un comentario cáustico, de repente reparó en lo que los dos hombres observaban fijamente. La gente que venía caminando detrás los apartó a un lado, empujando, pero él siguió mirando de hito en hito.

Las calles de Ebou Dar siempre estaban llenas de gente, pero no hasta ese punto; era como si una presa se hubiera roto y hubiera anegado la ciudad con una riada de humanidad. La multitud abarrotaba la calle delante de él de lado a lado, rodeando grupos de ganado de un tipo que nunca había visto: reses blancas con manchas y largos cuernos enroscados hacia arriba; cabras de un color marrón claro, de pelo suave y tan largo que rozaba el pavimento de la calzada; ovejas con cuatro cuernos. Todas las calles que alcanzaba a ver se encontraban igual de abarrotadas. Carros y carretas avanzaban a paso de tortuga a través del gentío, cuando se movían; los gritos y maldiciones de los carreteros casi se ahogaban en el barullo de voces y el ruido de animales. No entendía palabras concretas, pero sí distinguía el acento. El lento acento, arrastrando las vocales, de los seanchan. Algunos daban codazos a los que tenían al lado y lo señalaban a él y a su llamativo atuendo; en realidad miraban boquiabiertos todo y lo señalaban todo, como si jamás hubiesen visto una taberna o una cuchillería, pero aun así Mat rezongó entre dientes y se caló mas el sombrero.

—El Retorno —murmuró Thom, y si Mat no hubiese estado pegado a su hombro no lo habría oído—. Mientras pasábamos el rato con Luca, se ha producido el Corenne.

Mat había imaginado que el Regreso del que los seanchan no dejaban de hablar era una invasión, un ejército. Uno de los carreteros gritó y agitó el largo látigo en dirección a unos chiquillos que habían trepado por el costado de la carreta para tocar lo que parecían ser cepas en barriles con tierra. Otra carreta transportaba una prensa de imprenta, y una más, que empezaba a girar fuera del túnel, llevaba lo que parecían cubas de cerveceros, y con un tenue aroma a lúpulo. Cajones llenos de gallinas, patos y gansos de extraños colores se amontonaban en algunas de aquellas carretas; nada de aves destinadas al mercado, sino los animales de cría de un granjero. Era un ejército, desde luego, sólo que no del tipo que él había imaginado. Una clase de ejército que sería más difícil de combatir que uno de soldados.

—¡Así se cieguen mis ojos, tendremos que abrirnos pasos a través de eso! —gruñó Beslan mientras se ponía de puntillas para otear más lejos por encima de la muchedumbre—. ¿Hasta dónde tendremos que llegar para encontrar una calle despejada?

Mat recordó lo que realmente no había mirado cuando lo tuvo ante sus ojos: el puerto lleno de barcos. Lleno a rebosar. Tal vez el doble o el triple de naves de las que había cuando se habían dirigido al campamento de Luca con las primeras luces del día, y no pocas de ellas todavía maniobraban con las velas desplegadas. Lo que significaba que todavía podían quedar más esperando a entrar en puerto. ¡Luz! ¿Cuántas podían haber soltado su carga desde por la mañana? ¿Cuántas quedarían todavía sin descargar? Luz, ¿cuánta gente podía transportar aquel número de naves? ¿Y por qué habían acudido todas allí, en lugar de ir a Tanchico? Un escalofrío le recorrió la columna vertebral. Quizás éstas no eran todas.

—Será mejor que intentéis ir por calles secundarias y callejones —dijo levantando la voz para hacerse oír sobre el barullo—. O no llegaréis a palacio antes de la noche.

Beslan se volvió hacia él.

—¿No vienes con nosotros? Mat, si vuelves a intentar comprar pasaje en un barco… Sabes que esta vez no te lo pasará así como así.

Mat sostuvo la ceñuda mirada del hijo de la reina con otra igual.

—Sólo quiero pasear por ahí un rato —mintió.

Tan pronto como regresara a palacio, Tylin empezaría a mimarlo y a hacerle carantoñas. Lo que tampoco estaría tan mal en realidad —no, nada mal— sólo que a ella no le importaba quién la veía acariciarle las mejillas y susurrarle ternezas en el oído, ni siquiera su hijo. Además, ¿y si los dados se paraban cuando llegara junto a la mujer? «Posesiva» no alcanzaba a describir a Tylin últimamente. ¡Rayos y centellas, esa mujer podía haber decidido casarse con él! No quería casarse, todavía no; además, sabía con quién se uniría en matrimonio, y esa persona no era Tylin Quintara Mitsobar. Pero ¿qué podía hacer él si la reina decidía lo contrario?

De repente recordó el murmullo de Thom: «asunto peligroso». Conocía a Thom y conocía a Beslan. Olver miraba boquiabierto a los seanchan, y echó a correr para ver mejor algo, sólo que Mat lo cogió a tiempo por el hombro y, a pesar de sus protestas, lo llevó a empujones hasta las manos de Thom.

—Llevad al chico a palacio e impartidle vuestras clases una vez que Riselle haya acabado con la de la lectura. Y olvidad cualquier locura que tengáis en mente. Podríais acabar con la cabeza expuesta fuera de la muralla, así como también la de Tylin. —Y la suya, dicho fuera de paso. ¡Que eso no se le olvidara nunca!

Los dos hombres le sostuvieron la mirada con gesto inexpresivo, lo que venía a confirmar sus sospechas.

—Quizá debería pasear contigo —dijo por último Thom—. Podríamos hablar. Eres increíblemente afortunado, Mat, y posees cierta tendencia a… digamos el riesgo y la ventura.

Beslan asintió. Olver se retorció entre las manos de Thom, intentando ver al mismo tiempo todo cuanto los rodeaba, sin preocuparse por lo que hablaban los mayores.

Mat gruñó con aspereza. ¿Por qué todo el mundo quería que fuese un héroe? Antes o después aquello iba a conducirlo a la muerte.

—No necesito hablar de nada. Están aquí, Beslan. Si no pudisteis impedirles que entraran, tampoco podréis expulsarlos; es tan cierto como que ahora hay luz del día. Rand se ocupará de ellos, si hemos de hacer caso a los rumores. —De nuevo el remolino de colores giró en su cabeza, casi ahogando el sonido de los dados durante un instante.

»Prestasteis el jodido juramento de esperar el Retorno; todos lo prestamos. —Rehusar habría significado acabar cargado de cadenas y enviado a trabajar en los muelles o a limpiar los canales del Rahad. Lo cual, a su entender, anulaba la validez del juramento—. Esperad a Rand. —Los colores surgieron de nuevo y desparecieron al instante. ¡Rayos y centellas! Sólo tenía que dejar de pensar en… ciertas personas. De nuevo se produjo el remolino en su cabeza—. Todavía podría salir bien, si dais tiempo al tiempo.

—No lo entiendes, Mat —replicó ferozmente Beslan—. Madre aún se sienta en el trono, y Suroth dice que gobernará Altara, no sólo el territorio que dirigimos alrededor de Ebou Dar, y puede que más sitios, incluso, pero madre tiene que mentirle a la cara y jurar fidelidad a una mujer que está al otro lado del Océano Aricio. Suroth dice que yo debería casarme con una mujer de su Sangre y afeitarme los laterales de la cabeza, y madre le hace caso en todo.

»Puede que Suroth finja que somos sus iguales, pero madre tiene que hacerle caso. Diga lo que diga Suroth, Ebou Dar ya no es realmente nuestro, y tampoco lo será el resto del reino. Quizá no podamos expulsarlos por la fuerza de las armas, pero podemos calentar el país demasiado para que se queden en él. Eso lo descubrieron los Capas Blancas. Pregúntales a qué se refieren con lo de «el Mediodía Altaranés».

Mat podía deducirlo sin necesidad de preguntarle a nadie. Se mordió la lengua para no replicar que había más soldados seanchan en Ebou Dar que Hijos de la Luz en todo Altara durante la Guerra de los Capas Blancas. Una calle repleta de seanchan no era un buen sitio para dar rienda suelta a la lengua, aun en el caso de que la mayoría parecieran ser granjeros y artesanos.

—Pareces ansioso por poner tu cabeza en lo alto de una pica —advirtió en voz baja; lo más baja posible y que aún fuese audible en medio de aquel guirigay de voces, mugidos y graznidos—. Sabes lo de sus Escuchadores. Ese tipo de ahí que parece un mozo de cuadra podría ser uno de ellos, o esa flaca mujer cargada con el fardo a la espalda.

Beslan dirigió una mirada tan furibunda a las dos personas que Mat había indicado, que si en realidad hubiesen sido Escuchadores podrían haberlo denunciado sólo por eso.

—Quizá cambies de opinión cuando lleguen a Andor —gruñó el joven, y se metió entre la multitud, apartando a empellones a todo el que se encontraba en su camino. A Mat no le habría extrañado que hubiese estallado una pelea, y sospechaba que era eso lo que el joven iba buscando.

Thom se dio media vuelta para ir en pos de él, con Olver, pero Mat lo agarró de la manga.

—Apacígualo si puedes, Thom. Y, ya puestos, apacíguate tú también. Habría dicho que a estas alturas ya debías de estar harto de afeitarte a ciegas.

—Tengo la cabeza fría, y estoy intentando que se enfríe la suya —replicó secamente el antiguo juglar—. No puede quedarse de brazos cruzados: es su país. —Un atisbo de sonrisa asomó a su arrugada cara—. Dices que no vas a correr riesgos, pero lo harás. Y, cuando lo hagas, en comparación cualquier cosa que pudiéramos intentar Beslan y yo parecería un paseo vespertino por el jardín. Estando tú presente, hasta el barbero es ciego. Vamos, chico —dijo, encaramando a Olver sobre sus hombros—. Puede que Riselle no te deje apoyar la cabeza si llegas tarde para la lección.

Mat lo siguió con la mirada, ceñudo, mientras se alejaba, avanzando mucho más deprisa que Beslan a pesar de llevar a Olver encima. ¿Qué había querido decir Thom? Él nunca corría riesgos a menos que lo obligaran. Nunca. Echó una ojeada hacia la mujer flaca, y al tipo con estiércol pegado en las botas. Luz, realmente podían ser Escuchadores. Cualquiera podía serlo. La idea bastó para que sintiese un picorcillo entre los omóplatos, como si alguien lo estuviese vigilando.

Recorrió una buena distancia a lo largo de calles que, de hecho, se encontraban más abarrotadas de personas, animales y carretas a medida que se acercaba a los muelles. Los puestos instalados en los puentes tenían cerrados los postigos. Los vendedores ambulantes habían recogido las mantas donde exhibían sus mercancías, y los saltimbanquis y juglares que de costumbre actuaban en todos los cruces de calles no habrían dispuesto de espacio para ejecutar sus números en el caso de que no se hubiesen marchado también. Los seanchan eran tantos que sólo podía decirse que había demasiados, y uno de cada cinco era un soldado, circunstancia que resultaba obvia —aun cuando no llevasen armadura— por la dureza de sus ojos y su postura, tan distintas de las de un granjero o un artesano. De vez en cuando un grupo de sul’dam y damane avanzaba por la calle en medio del pequeño espacio libre que la gente dejaba a su alrededor, mayor incluso que el que se abría al paso de un soldado. No era el miedo lo que inducía a la gente a apartarse, al menos en el caso de los seanchan, los cuales hacían respetuosas reverencias a las mujeres de vestidos azules con las franjas rojas marcadas por rayos, y sonreían aprobadoramente cuando las parejas pasaban ante ellos. Mat pensó que Beslan estaba loco. A los seanchan no los expulsaría nadie excepto un ejército de Asha’man como el que, según el rumor, se había enfrentado a ellos en el este, hacía una semana. O alguien armado con los secretos de los Iluminadores. ¿Para qué demonios le haría falta a Aludra un fundidor de campanas?

Puso gran empeño en no tener los muelles a la vista. Ya había aprendido esa lección. Lo que quería realmente era jugar una partida de dados, una que durase hasta bien entrada la noche. Preferiblemente lo bastante tarde para que Tylin estuviese dormida cuando él regresara a palacio. Ella le había escamoteado los dados, afirmando que no le gustaba que jugase mientras aún seguía postrado en la cama. Afortunadamente, siempre podían encontrarse otros dados; en cualquier caso, con su suerte siempre era mejor utilizar los del otro. Por desgracia, cuando descubrió que Tylin no estaba dispuesta a pagar un pase para que saliera —¡la mujer fingió que no sabía de lo que hablaba!— Mat los había utilizado para darle un poco de su propia medicina. Un grave error, por muy divertido que resultara en ese momento. Puesto que los pases caducaban, la actitud de Tylin había sido mucho peor que antes.

Las tabernas y tugurios en los que entró estaban tan abarrotados como las calles, sin espacio apenas para levantar la jarra de cerveza y cuanto menos para tirar los dados, rebosantes de seanchan que reían y cantaban y de ebudarianos cabizbajos que, sumidos en un silencio hosco, observaban a los seanchan. Aun así, preguntó a los taberneros y mozos de cervecería si disponían de un cuchitril que pudiera alquilar, pero todos respondieron sacudiendo la cabeza. En realidad no había esperado otra cosa. Ni siquiera antes de las nuevas llegadas había habido un hueco disponible. Con todo, empezó a sentirse tan desanimado como los mercaderes forasteros a los que veía con la mirada fija en sus copas de vino, sin duda preguntándose cómo iban a sacar sus mercancías de la ciudad sin disponer de caballos. Mat tenía oro para pagar lo que pidiese Luca y aún le sobraría, pero estaba todo en un baúl, en el palacio de Tarasin, y no tenía intención de sacar mucha cantidad de golpe, y menos después de que los sirvientes de palacio lo hubieron transportado de vuelta desde los muelles como quien acarrea un ciervo cobrado en una cacería. En aquella ocasión lo único que había estado haciendo era hablar con capitanes de barco; si Tylin se enteraba —y se enteraría— de que intentaba salir de palacio con más oro del que necesitaba para una velada de juego… ¡Oh, no! Tenía que encontrar una habitación, una buhardilla en el ático de una posada, aunque fuera tan pequeña como un armario, cualquier cosa donde pudiese ir guardando el oro que sacase en pequeñas cantidades, o tenía que venirle un golpe de suerte con los dados; le daba igual que fuese una cosa o la otra. Sin embargo, acabó por darse cuenta de que no iba a encontrar ni lo uno ni lo otro ese día. Y los jodidos dados seguían rueda que te rueda dentro de su cabeza, repicando.

No se quedó mucho tiempo en ningún sitio, y no sólo porque no hubiese juego o una habitación. Sus llamativas ropas —ropas que habían avergonzado hasta a un gitano— atraían las miradas. ¡Algunos seanchan pensaron que estaba allí para representar algún espectáculo e intentaron pagarle para que cantase! Estuvo a punto de cogerles el dinero una o dos veces, pero cambió de idea al saber que le pedirían que lo devolviese una vez que lo hubieran oído. Algunos de los ebudarianos, que llevaban los cuchillos curvos metidos en el cinturón y la rabia acumulada contra los seanchan, parecían querer descargarla con el payaso al que sólo le faltaba llevar la cara pintada para parecer el bufón de un noble. Mat se escabullía de vuelta a la atestada calle cada vez que veía que tipos así lo estaban observando. Había aprendido a fuerza de golpes que todavía no se encontraba en condiciones de luchar, y de poco le serviría a él que la cabeza de su asesino adornase luego otra pica junto a las puertas de entrada de la ciudad.

Descansó cuando encontró dónde hacerlo, sobre un barril vacío que había quedado abandonado junto a la entrada de un callejón, o en el inusitado hueco de un banco delante de una taberna, o en un escalón de piedra hasta que la propietaria del edificio salió y le quitó el sombrero con un golpe de su escoba. Tenía el estómago tan encogido que sentía como si le besara la espalda, empezaba a tener la impresión de que todo el mundo miraba boquiabierto su chillón atuendo, el frío húmedo lo había calado hasta los huesos, y los únicos dados en juego que iba a encontrar eran los que rodaban dentro de su cabeza con un estruendo semejante al trapaleo de cascos de caballo. No recordaba que nunca hubiesen sonado tan fuerte como en ese momento.

—¡No hay más remedio que regresar y ser el jodido perrito faldero de la reina! —gruñó mientras utilizaba el bastón para incorporarse del cajón roto tirado a un lado de la calle y en el que había estado sentado. Varios viandantes lo miraron como si ya llevase pintada la cara, pero Mat no hizo caso. No eran dignos de que lo hiciera. No iba a golpearlos en la cabeza con el bastón como merecían por mirar a un hombre con los ojos abiertos como platos.

Cayó en la cuenta de que en realidad las calles seguían tan atestadas como antes, y que ya se habría hecho de noche mucho antes de que llegara al palacio si intentaba ir abriéndose paso entre la multitud. Claro que, para entonces, quizá Tylin ya estaría durmiendo. Quizá. El estómago le sonó tan fuerte que casi ahogó el ruido de los dados. A lo mejor la reina ordenaba a las cocineras que no le diesen nada de comer si aparecía demasiado tarde.

Tras avanzar penosamente diez pasos entre la agolpada muchedumbre, Mat torció por un callejón estrecho y oscuro. Ni siquiera estaba pavimentado. El enyesado de las paredes sin ventanas se había desconchado en muchos sitios y dejaba a la vista los ladrillos de debajo. El aire estaba cargado de un pestilente olor a podrido, y Mat quiso creer que lo que se aplastaba bajo sus botas con un ruido fangoso al pisarlo era barro a pesar de que soltaba una peste horrible. Tampoco había gente, de manera que podía avanzar a buen paso; o, más bien, lo que podía considerarse a buen paso con sus capacidades actuales. Se moría de ganas por que llegase el día en el que pudiera volver a caminar unos cuantos kilómetros sin jadear, sin sentir dolor y sin necesitar apoyarse en un bastón. Un sinnúmero de callejones, algunos tan estrechos que rozaba con los hombros a los lados, cruzaban la ciudad en un laberinto en el que era fácil perderse. Sin embargo, Mat no se equivocó en un solo giro, ni siquiera cuando un pasaje angosto y sinuoso se bifurcaba de repente en tres e incluso cuatro, todos los cuales parecían serpentear más o menos en la misma dirección. Había tenido que evitar ser visto en Ebou Dar en muchas ocasiones, y conocía aquellos callejones como la palma de su mano. Pero, curiosamente, seguía teniendo la impresión de que alguien lo vigilaba. Suponía que no dejaría de notar esa sensación mientras llevara esas puñeteras ropas.

A pesar de no tener más remedio que abrirse paso con dificultad entre la masa de gente y animales para ir de un callejón a otro, y de vez en cuando avanzar a empujones a través de un puente que parecía un sólido muro de humanidad, se encontró cerca de palacio en el mismo tiempo que habría tardado en recorrer tres calles. Entró rápidamente por el pasaje oscuro, situado entre una taberna bien iluminada y una tienda de objetos de loza lacada, a esas horas cerrada, y se preguntó qué habrían preparado de cena en las cocinas. Más amplio que la mayoría, y lo bastante ancho para que cupiesen tres hombres si no les importaba tocarse con los hombros, aquel callejón desembocaba en la plaza de Mol Hara, casi enfrente del palacio de Tarasin. Suroth vivía allí, y el personal de cocina se había superado desde que la Augusta Señora los había hecho azotar a todos después de probar la primera comida. Puede que hubiese ostras con crema, y quizá pescado asado, y calamares con pimientos. Tras internarse diez pasos en las sombras, pisó algo que no se aplastó con un sonido fangoso, y Mat se fue al helado suelo al tiempo que soltaba un gemido; en el último instante se retorció para no caer sobre la pierna dañada. Un gélido líquido empapó de inmediato su chaqueta. Esperó que fuese agua.

Volvió a gruñir cuando unas botas cayeron sobre su hombro. El tipo tropezó con él y resbaló en el barro, deslizándose más hacia el interior del callejón, a la par que maldecía; cayó sobre una rodilla, pero recuperó el equilibrio justo a tiempo para no irse de bruces al suelo. Los ojos de Mat se habían acostumbrado a la penumbra lo suficiente para distinguir a un hombre delgado, de aspecto corriente. Un hombre que tenía la cara marcada con lo que parecía una cicatriz. Pero no era un hombre, sino una criatura a la que había visto desgarrar la garganta de su amigo con una mano, y sacarse un cuchillo hincado en las costillas para después arrojárselo a él. Y esa cosa habría aterrizado justo delante de él, a escasa distancia, si Mat no hubiese tropezado. Quizá un leve giro de su influencia ta’veren había actuado en su favor, ¡gracias a la Luz! Todas aquellas ideas pasaron por su mente en el espacio de tiempo que el gholam tardó en recuperar el equilibrio, apoyándose en la pared, para después volver la cabeza y asestarle una mirada feroz.

Mascullando un juramento, Mat recogió el bastón y lo arrojó torpemente contra la criatura, a guisa de lanza, apuntando a las piernas con la esperanza de que se enredara en él y así ganar unos segundos. El ser fluyó hacia un lado como si fuese agua, esquivando el bastón, mientras las botas resbalaban un poco en el barro, y después se lanzó sobre Mat. Pero el retraso había sido suficiente. Tan pronto como el bastón salió disparado de su mano, Mat buscó debajo de la camisa el medallón con forma de cabeza de zorro, rompió el cordón de un tirón y adelantó el colgante plateado. El gholam se arrojó contra él, y Mat agitó desesperadamente el medallón. La plata que había tenido un tacto fresco contra su pecho rozó la mano extendida de la criatura con un siseo semejante al de una loncha de tocino al tocar la sartén, y surgió olor a carne quemada. Con la fluida flexibilidad del azogue, gruñendo, el ser intentó evitar el medallón que giraba en el aire para coger a Mat por cualquier parte. Si le ponía las manos encima, Mat podía darse por muerto. Esta vez no se entretendría en jugar con él, como había hecho en el Rahad. Sin dejar de girar el cordón, logró tocarle con la cabeza de zorro primero una mano y luego la cara, y en cada ocasión el roce se vio acompañado del siseo y el olor a carne quemada, como si le hubiese dado con una plancha al rojo vivo. Enseñando los dientes, el gholam retrocedió, pero agazapado sobre las puntas de los pies, las manos crispadas como garras, presto para saltar sobre él a la menor vacilación.

Manteniendo los constantes giros del medallón, Mat se incorporó trabajosamente sin quitar ojo a la criatura que tenía aspecto de hombre. «Él desea tanto tu muerte como la de ella», le había dicho en el Rahad, sonriendo. Ahora no hablaba ni sonreía. No sabía quién era el «él» ni la «ella», pero el resto estaba claro como el agua. Y allí se encontraba, apenas capaz de sostenerse en pie. La cadera y la pierna le dolían de forma espantosa, y también las costillas. Por no mencionar el hombro sobre el que había aterrizado el gholam. Tenía que regresar a la calle, entre la gente. Quizá siendo muchos podrían detener a esa cosa. Era una esperanza ínfima, pero no veía ninguna otra. La calle no estaba lejos; podía oír el fárrago de voces, apenas atenuado por la distancia.

Retrocedió un paso, con cuidado, pero el pie le resbaló en algo que soltó un espantoso olor y que lo hizo golpearse contra la pared de la taberna. Sólo los frenéticos giros de la cabeza de zorro plateada mantuvieron alejado al gholam. Las voces de la calle sonaban tentadoramente próximas, pero tanto habría dado si hubiesen sonado en Barsine. Barsine había dejado de existir hacía mucho tiempo, y él no tardaría en hacer lo mismo.

—¡Ha entrado en ese callejón! —gritó un hombre—. ¡Seguidme, deprisa! ¡Se escapará!

Mat no apartó los ojos del gholam, cuya mirada se desvió de él hacia la calle y dejó entrever una vacilación.

—Tengo órdenes de evitar llamar la atención, salvo de aquellos a los que siego —espetó—, así que vivirás un poco más. Un poco más.

Dio media vuelta y corrió callejón adelante; resbaló algo en el barro, pero aun así dio la impresión de fluir cuando giró en la esquina, por detrás de la taberna.

Mat corrió en pos del ser. No habría sabido decir por qué, salvo que éste había intentado matarlo, que lo intentaría de nuevo y que él tenía el vello erizado. De modo que iba a matarlo cuando se le antojara, ¿no? Si el medallón podía herirlo, quizá también podía matarlo.

Llegó a la esquina de la taberna y vio al gholam al mismo tiempo que éste miraba hacia atrás y lo veía a él. De nuevo, la criatura vaciló un instante. La puerta trasera de la taberna, abierta de par en par, dejaba salir los sonidos de bulliciosa algarabía. La criatura metió las manos en un agujero donde faltaba un ladrillo, en la pared del edificio de enfrente de la taberna, y Mat se puso tenso. No parecía que aquella cosa necesitara armas, pero si había escondido una allí… No creía que pudiera salir vivo de un enfrentamiento con el ser blandiendo cualquier tipo de arma. A las manos les siguieron los brazos, y a continuación la cabeza del gholam penetró por el agujero. Mat se quedó boquiabierto. El torso del ser se deslizó por el hueco, luego las piernas, y desapareció… a través de una abertura del tamaño de las dos manos de Mat.

—Creo que jamás vi algo igual —dijo quedamente alguien a su lado, y Mat dio un brinco de sobresalto al darse cuenta de que ya no estaba solo. El que había hablado era un viejo cargado de hombros, de pelo blanco, con una enorme nariz ganchuda plantada en medio de un semblante triste; llevaba un fardo colgado a la espalda. En ese momento enfundaba una daga muy larga en una vaina metida debajo de la chaqueta.

—Yo sí —dijo con voz apagada Mat—. En Shadar Logoth. —A veces fragmentos de su propia memoria, que él pensaba que había perdido, surgían no sabía de dónde, y ése acababa de hacerlo al contemplar al gholam. Era un recuerdo que habría preferido que permaneciera dormido.

—No hay muchos que sobrevivan a una visita allí —comentó el viejo mientras lo observaba. Su cara arrugada le resultaba de algún modo familiar a Mat, pero no era capaz de situarla—. ¿Y qué demonios te llevó a Shadar Logoth?

—¿Dónde están tus amigos? —preguntó Mat—. La gente a la que gritabas. —En el callejón sólo estaban ellos dos. Seguían oyéndose los ruidos de la calle, pero no sonaba grito alguno advirtiendo que alguien iba a escapar si no se apresuraban.

—No estoy seguro de que nadie ahí fuera entendiese lo que les gritaba —respondió el viejo, encogiéndose de hombros—. Bastante difícil es ya entenderlos a ellos. Sea como sea, pensé que a lo mejor eso haría huir al tipo. Sin embargo, después de ver eso… —Señaló con un gesto el agujero de la pared y soltó una risa desganada que dejó a la vista una dentadura mellada—. Creo que tú y yo tenemos la suerte del Oscuro.

Mat torció el gesto. Esa frase la había escuchado demasiadas veces refiriéndose a él, y no le gustaba. Principalmente porque no estaba seguro de que no fuera verdad.

—Quizá la tengamos —murmuró—. Perdona, debería presentarme al hombre que me ha salvado el cuello. Soy Mat Cauthon. ¿Acabas de llegar a Ebou Dar? —Aquel fardo a la espalda le daba la apariencia de alguien que está de viaje—. Te resultará difícil encontrar un sitio donde dormir. —Tomó con cuidado la sarmentosa mano que el otro hombre le tendía. Era un cúmulo de huesos nudosos, como si todos se hubiesen roto a la vez y se hubiesen soldado mal. Pero el apretón era firme.

—Soy Noal Charin, Mat Cauthon. Y no, llevo aquí un tiempo, pero mi catre en el ático de Los Patos Dorados lo ocupa ahora un gordo mercader illiano, comerciante de aceite, al que han levantado de su cuarto esta mañana para dárselo a un oficial seanchan. Pensé que podría pasar la noche en este callejón. —Se frotó un lado de la enorme nariz con un huesudo dedo y rió como si dormir en un callejón no tuviera la menor importancia—. No será la primera vez que he dormido al raso, incluso en una ciudad.

—Creo que puedo arreglar eso —dijo Mat, pero el resto de lo que iba a decir no salió de sus labios. Cayó en la cuenta de que los dados seguían rodando en su cabeza. Se había olvidado de ellos con el ataque del gholam, pero seguían brincando, todavía esperando a pararse. Si le estaban advirtiendo de algo peor que el gholam, entonces no quería saberlo. Sólo que lo acabaría sabiendo, de eso no tenía la menor duda. Lo sabría; cuando fuera demasiado tarde.

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