Corría por la llanura cubierta de nieve, olfateando el aire, buscando un efluvio, aquel preciado efluvio. Había parado de nevar y los copos ya no se licuaban sobre su empapada pelambrera, pero el frío no lo disuadiría. Las almohadillas de sus patas estaban entumecidas, pero corría frenéticamente a pesar de que los músculos le ardían, y avanzaba más y más deprisa, hasta que el paisaje se tornó borroso a su vista. Tenía que encontrarla.
De repente, un enorme lobo gris, cubierto por las cicatrices de muchos combates, descendió del cielo para correr a su lado persiguiendo al sol. Era otro gran lobo gris, pero no tan grande como él. Sus dientes desgarrarían las gargantas de los que se la habían llevado. ¡Sus mandíbulas aplastarían sus huesos!
«Tu hembra no está aquí —le comunicó Saltador—, pero tu presencia aquí es muy fuerte y llevas demasiado tiempo para tu cuerpo. Debes regresar, Joven Toro, o morirás».
«He de encontrarla», contestó. Hasta sus pensamientos parecían jadear. No pensaba en sí mismo como Perrin Aybara. Era Joven Toro. En una ocasión había encontrado al halcón allí, y podía hacerlo otra vez. Tenía que encontrarla. Comparada con esa necesidad, la muerte no significaba nada.
En un centelleo gris, el otro lobo se lanzó contra su costado. Y, aunque Joven Toro era más corpulento, estaba cansado y cayó pesadamente al suelo. Incorporándose trabajosamente en la nieve, soltó un gruñido y se lanzó a la garganta de Saltador. «¡No hay nada que importe más que el halcón!»
El lobo cubierto de cicatrices voló en el aire como un pájaro, y Joven Toro acabó despatarrado sobre la nieve. Saltador se posó suavemente en el suelo, a su espalda.
«¡Óyeme, cachorro! —explicó ferozmente Saltador—. ¡Tu mente está confundida, es presa del miedo! Ella no está aquí, y tú morirás si permaneces más tiempo. Búscala en el mundo de vigilia. Sólo podrás encontrarla allí. ¡Regresa, y encuéntrala!»
Los ojos de Perrin se abrieron de golpe. Estaba exhausto y sentía vacío el estómago, pero el hambre era una sombra en comparación con el vacío que había en su pecho. Todo él era un vacío, alejado incluso de sí mismo, como si fuese otra persona que viera sufrir a Perrin Aybara. Por encima, el techo de una tienda de rayas azules y doradas se agitaba con el viento. El interior de la tienda se encontraba en penumbra, pero la luz del sol imprimía un leve fulgor a la brillante lona. Y lo ocurrido el día anterior no había sido una pesadilla, como tampoco lo era lo de Saltador. Luz, había intentado matar a Saltador. En el Sueño del Lobo la muerte era… definitiva. El ambiente estaba caldeado, pero él tiritó. Yacía sobre un colchón de plumas, en un gran lecho con los gruesos postes de las esquinas tallados y dorados profusamente. Entre el olor a carbón ardiendo en los braseros, percibió un perfume almizclado, y a la mujer que lo llevaba. No había nadie más. Ni siquiera levantó la cabeza de la almohada para preguntar.
—¿Aún no la han encontrado, Berelain? —La cabeza le pesaba demasiado para levantarla.
Una de las sillas de campaña crujió ligeramente cuando la mujer se movió. Perrin había estado allí antes, a menudo, con Faile, para discutir planes. La tienda era lo bastante grande para albergar a toda una familia, y los muebles de Berelain no habrían desentonado en un palacio, con sus tallas intrincadas y sus dorados, si bien todos —mesas, sillas y el propio lecho— estaban ensamblados con clavijas, y podían desmontarse para cargarlos en una carreta; sin embargo, las clavijas no ofrecían verdadera solidez.
Mezclado con el aroma de su perfume, Berelain olió a sorprendida de que él supiese que se encontraba allí, mas su voz sonó sosegada.
—No. Tus exploradores no han regresado todavía, y los míos… Cuando cayó la noche sin que hubiesen vuelto, envié a toda una compañía. Encontraron muertos a mis hombres. Los emboscaron y los asesinaron antes de que hubiesen recorrido más de nueve o diez kilómetros. Ordené a lord Gallenne que reforzase la vigilancia alrededor de los campamentos. Arganda también tiene una guardia nutrida de hombres a caballo, pero envió patrullas. Desoyendo mi consejo. Es un necio. Cree que nadie excepto él puede encontrar a Alliandre. Dudo incluso que crea que los demás lo están intentando realmente. Desde luego, no cree que los Aiel lo hagan.
Las manos de Perrin se crisparon sobre las suaves mantas de lana que lo cubrían. A Gaul no lo pillarían por sorpresa, ni a Jondyn, aunque fuesen Aiel. Todavía seguían rastreando, y eso significaba que Faile estaba viva. Habrían regresado hacía mucho si hubiesen encontrado su cadáver. Tenía que creer eso. Tenía que aferrarse a eso. Levantó un poco una de las mantas azules. Estaba desnudo.
—¿Hay alguna explicación para esto?
La voz de la mujer no cambió, pero en su olor se mezcló la cautela.
—Tú y tu mesnadero habríais muerto congelados si no hubiese ido a buscarte cuando Nurelle regresó con la noticia de la suerte corrida por mis exploradores. Nadie más se atrevía a molestarte; al parecer, gruñías como un lobo a cualquiera que lo hacía. Cuando te encontré, estabas tan entumecido que ni siquiera oías lo que se te decía, y el otro hombre se hallaba a punto de desplomarse de bruces. Tu criada, Lini, se ocupó de él, ya que sólo le hacía falta sopa caliente y mantas, pero yo tuve que traerte aquí. En el mejor de los casos, habrías perdido algunos dedos de no ser por Annoura. Ella… Parecía temer que morirías incluso después de la Curación. Tu sueño era tan profundo que parecías muerto. Dijo que tu tacto era como el de alguien que ya hubiese perdido el alma; helado, por muchas mantas que apilamos sobre ti. Yo también lo noté cuando te toqué.
Demasiadas explicaciones, e insuficientes. Sintió aflorar la ira, una rabia distante, pero la aplastó antes de que cobrase fuerza. Faile se sentía celosa cuando le gritaba a Berelain. Pues de él no recibiría gritos esa mujer.
—Grady o Neald podrían haber hecho lo que quiera que hubiese sido necesario —dijo con voz fría—. Incluso Seonid y Masuri se encontraban más cerca.
—Mi consejera fue la primera que me vino a la mente. Nunca pensé en los demás hasta que casi había llegado aquí. En cualquier caso, ¿qué importa quién realizó la Curación?
Tan verosímil. Y si preguntaba por qué la Principal de Mayene en persona lo estaba cuidando en una tienda oscura, en lugar de sus criadas o alguno de sus saldados o incluso Annoura, también tendría otra respuesta verosímil. Perrin no quería oírla.
—¿Dónde están mis ropas? —preguntó mientras se incorporaba sobre los codos. Su voz seguía vacía de expresión.
Una única vela, en una mesa pequeña situada junto a la silla ocupada por Berelain, alumbraba la tienda, pero para sus ojos era más que suficiente, aunque estuviesen irritados por el cansancio. Ella iba vestida con bastante recato, con un traje de montar de color verde, de cuello alto y rematado con un volante fruncido de puntilla que le enmarcaba la barbilla. Vestir con recato a Berelain era como cubrir a una pantera con una piel de cordero: su semblante se mostraba ligeramente ensombrecido, hermoso y receloso. Cumpliría sus promesas pero, al igual que una Aes Sedai, por sus propias razones; y, sobre aquellas cosas que no había hecho promesa alguna, podía apuñalarlo a uno por la espalda.
—Sobre el arcón que está ahí —dijo, señalando con un gesto grácil de la mano, oculta casi bajo la pálida puntilla—. He hecho que Rosene y Nana las limpien, pero necesitas descanso y comida más que las ropas. Y, antes de ocuparnos de la comida y de cuestiones más importantes, quiero que sepas que nadie espera más que yo que Faile esté viva.
Su expresión era tan sincera que Perrin la habría creído si hubiese sido cualquier otra persona. ¡Incluso se las ingeniaba para oler a sinceridad!
—Necesito mi ropa ahora. —Se giró para sentarse en un lado de la cama, con las mantas envueltas en las piernas. Las prendas que había llevado el día anterior se encontraban primorosamente dobladas sobre un arcón de viaje tallado y dorado. También estaban allí su capa forrada con piel, doblada en un extremo del arcón, y su hacha, apoyada cerca de sus botas en las alfombras floreadas que cubrían el suelo. Luz, qué cansado se sentía. Ignoraba cuánto tiempo había permanecido en el Sueño del Lobo, pero estar despierto allí era estar en vigilia en lo que al cuerpo concernía. Su estómago retumbó sonoramente—. Y comida.
Berelain hizo un sonido de exasperación con la garganta y se levantó, alisándose la falda y con la barbilla bien levantada en un gesto de desaprobación.
—Annoura no se sentirá muy complacida contigo cuando regrese de su charla con las Sabias —manifestó firmemente—. Uno no puede hacer caso omiso de las Aes Sedai, sin más. No eres Rand al’Thor, como te lo demostrarán antes o después.
Sin embargo, salió de la tienda, dejando entrar una ráfaga de aire frío a su paso. En su enfado, ni siquiera se molestó en coger una capa. A través de la momentánea brecha entre los paños de la entrada, Perrin vio que seguía nevando. Hasta Jondyn tendría dificultades para encontrar rastros después de la noche anterior. Intentó no pensar en eso.
Cuatro braseros caldeaban el interior de la tienda, pero el frío le mordió los pies tan pronto como los plantó en las alfombras, y lo hizo acercarse presuroso a sus ropas. Trotó hacia ellas, más bien, pero sin exagerar. Estaba tan cansado que se habría tendido en las alfombras y se habría vuelto a dormir. Encima, se sentía tan débil como un corderillo recién nacido. A lo mejor el Sueño del Lobo tenía algo que ver con eso —ir allí tan intensamente, abandonando el cuerpo— pero a buen seguro la Curación había agravado las cosas. Sin haber comido nada desde el desayuno del día anterior y tras pasar una noche bajo la nevada, no le quedaban reservas de las que tirar. Ahora las manos le temblaban al realizar la simple tarea de ponerse la ropa interior. Jondyn la encontraría. O Gaul. La encontrarían viva. Ninguna otra cosa en el mundo importaba. Se sentía entumecido.
No había esperado que la propia Berelain regresara, pero una bocanada de aire frío entró llevando su perfume mientras él aún tiraba de los pantalones para acabar de ponérselos. La mirada de la mujer en su espalda fue como el roce acariciante de unos dedos, pero Perrin se obligó a seguir con lo suyo como si se encontrase solo. La mujer no tendría la satisfacción de verlo darse prisa porque lo estuviese observando. No miró hacia ella.
—Rosene va a traer comida caliente —dijo Berelain—. Me temo que sólo hay guiso de carnero, pero le dije que pusiera cantidad suficiente para tres hombres. —Vaciló, y él oyó sus escarpines moviéndose con inquietud en las alfombras. La oyó suspirar suavemente—. Perrin, sé que lo estás pasando muy mal. Hay cosas que quizá desees decir que no puedes hablar con otro hombre. Y no te imagino llorando en el hombro de Lini, así que te ofrezco el mío. Podemos hacer una tregua hasta que se encuentre a Faile.
—¿Una tregua? —repitió mientras se agachaba con cuidado para meterse una bota; con cuidado para no irse de bruces al suelo. Los gruesos calcetines de lana y las gruesas suelas de cuero harían entrar en calor sus pies muy pronto—. ¿Por qué necesitamos una tregua?
Ella guardó silencio mientras Perrin se ponía la otra bota y doblaba la vuelta por debajo de la rodilla; siguió sin hablar hasta que él se hubo atado los lazos de la camisa y metió los faldones por la cintura del pantalón.
—Muy bien, Perrin. Si quieres que sea así, así será.
Significara lo que significara tal cosa, lo dijo con gran determinación. De repente Perrin se preguntó si su olfato le fallaba. ¡La mujer olía a ofendida, nada menos! Pero, cuando la miró exhibía una débil sonrisa. Por otro lado, aquellos ojos enormes tenían un brillo de ira.
—Los hombres del Profeta empezaron a llegar antes de que amaneciese —siguió Berelain en un tono enérgico—, pero, que yo sepa, él no ha llegado todavía. Antes de que lo veas de nuevo…
—¿Que «empezaron» a llegar? —la interrumpió—. Masema accedió a traer sólo una guardia de honor, cien hombres.
—Accediera a lo que accediese, había tres o cuatro mil hombres la última vez que miré, un ejército de rufianes, todos los que hubiera en kilómetros a la redonda capacitados para empuñar una lanza, al parecer. Y siguen llegando más de todas direcciones.
Perrin se puso la chaqueta a toda prisa y se abrochó el cinturón sobre la prenda, colocando el peso del hacha a la altura de la cadera. Siempre parecía más pesada de lo que debería.
—¡Eso ya lo veremos! ¡Así me abrase, no permitiré que nos enjarete sus sabandijas asesinas!
—Sus sabandijas son una simple molestia comparadas con él. El peligro radica en Masema. —Su voz era fría, pero un miedo firmemente controlado se filtraba en su aroma. Siempre ocurría cuando hablaba de Masema—. Las hermanas y las Sabias tienen razón en eso. Si necesitas más pruebas que las que tienes ante tus propios ojos, además se ha estado reuniendo con los seanchan.
Aquello fue un mazazo, sobre todo después de la información de Balwer sobre los combates en Altara.
—¿Cómo lo sabes? —demandó—. ¿Por tus husmeadores?
Berelain tenía dos que había traído de Mayene, y los enviaba a descubrir lo que pudieran en todas las ciudades y pueblos por los que pasaban. Entre los dos nunca se enteraban de tanto como Balwer. Al menos, según lo que ella le contaba. Berelain sacudió ligeramente la cabeza, con pesar.
—No. Lo he sabido por los… partidarios de Faile. Tres de ellos nos encontraron justo antes de que los Aiel atacaran. Habían hablado con hombres que habían visto aterrizar a una enorme criatura voladora. —Tembló un poco ostentosamente, pero por su olor la reacción era real. Y no era de sorprender. Él había visto algunas de esas bestias en una ocasión, y parecían más Engendros de la Sombra que los propios trollocs—. Una criatura que transportaba una pasajera. La siguieron hasta Abila, hasta Masema. No creo que fuese un primer encuentro. Sonaba a algo conocido, llevado a cabo con anterioridad.
De repente sus labios se curvaron en una sonrisa ligeramente burlona, coqueta. Esta vez, su olor coincidía con su expresión.
—No fue muy amable de tu parte hacerme creer que esa pasa seca de tu secretario descubría más cosas que mis husmeadores, cuando contabas con dos docenas de informadores que se hacían pasar por seguidores de Faile. He de admitir que me engañaste. Siempre hay sorpresas nuevas en ti. ¿Por qué ese gesto de sobresalto? ¿De verdad pensabas que podías confiar en Masema después de todo lo que hemos visto y oído?
La expresión de Perrin no tenía que ver con Masema. Esa noticia podía significar mucho o no tener la menor importancia. A lo mejor el hombre pensaba que también podía atraer a los seanchan a las filas del lord Dragón. Estaba lo bastante loco para eso. Sin embargo… ¿Faile tenía a esos necios trabajando como espías? ¿Entrando subrepticiamente en Abila? Y sólo la Luz sabía dónde más. Claro que ella siempre decía que el espionaje era el trabajo de la esposa, pero prestar atención a las hablillas de palacio era una cosa, y esto otra muy distinta. Al menos podría habérselo contado. ¿O no le había dicho nada porque sus seguidores no eran los únicos que metían la nariz donde no debían? Eso sería muy propio de Faile. Su mujer tenía realmente el espíritu de un halcón. Podría parecerle divertido espiar ella misma. No, no iba a enfadarse con ella, ahora no. Luz, seguro que le parecería divertido hacer algo así.
—Me alegra ver que puedes ser discreto —murmuró Berelain—. No lo habría imaginado en ti, con tu forma de ser, pero la discreción puede ser algo bueno. Especialmente ahora. A mis hombres no los mataron Aiel, a menos que los Aiel hayan cambiado sus costumbres y utilicen ballestas y hachas.
Perrin alzó bruscamente la cabeza y, a despecho de sus buenas intenciones, le lanzó una mirada feroz.
—¿Te acabas de acordar de ese detalle? ¿Hay algo más que se te haya pasado por alto contarme, cualquier cosa que se te haya ido de la cabeza?
—¿Cómo puedes dudar de mi sinceridad? —dijo casi riéndose—. Tendría que desnudarme para revelarte más de lo que ya te he revelado. —Extendió los brazos hacia los lados y se retorció ligeramente, cual una serpiente, como para demostrarlo.
Perrin gruñó, asqueado. Faile había desaparecido, sólo la Luz sabía si seguía viva —¡Luz, que siguiese viva!—, y Berelain elegía ese momento para exhibirse más que nunca. Mas, era quien era. Debería sentirse agradecido de que hubiese guardado un comportamiento decente mientras él se vestía.
Mirándolo pensativamente, Berelain pasó la yema del dedo a lo largo del labio inferior.
—Pese a lo que puedas haber oído contar, has sido sólo el tercer hombre que se ha acostado en mi cama.
Sus ojos… humeaban. Y, no obstante, a juzgar por su actitud podría haber dicho que era el tercer hombre con el que había hablado ese día. Su olor… La única idea que le venía a la cabeza era un lobo mirando a un ciervo atrapado entre las zarzas.
—Los otros dos —continuó la Principal— fueron por motivos políticos. Lo tuyo será por placer. En más de un sentido —acabó con un inusitado dejo mordiente.
Justo en ese momento Rosene entró en la tienda, junto a una ráfaga de aire helado; llevaba la capa azul echada hacia atrás y traía una bandeja ovalada de plata, cubierta con un paño de lino blanco. Perrin cerró la boca de golpe, rogando porque la sirvienta no hubiese oído nada. Berelain sonreía como si no le importase. La fornida mujer soltó la bandeja en la mesa más grande, y a continuación extendió la falda a rayas azules y doradas en una profunda reverencia a la Principal, y otra, más breve, dirigida a él. Sus oscuros ojos se detuvieron unos instantes en Perrin y sonrió, tan complacida como su señora, antes de cerrarse la capa y salir apresuradamente obedeciendo a un gesto rápido de Berelain. Lo había oído, vaya que sí. De la bandeja salía un olor a estofado de carnero y vino con especias que provocó nuevos ruidos en el estómago de Perrin, pero éste no se habría quedado a comer aunque hubiese tenido rotas las piernas.
Se echó la capa sobre los hombros y salió mientras se ponía los guanteletes. Al tiempo que caminaba sobre la blanda nieve vio que un espeso manto de nubes ocultaba el sol, pero habían pasado algunas horas desde el amanecer, a juzgar por la luz. Se habían practicado caminos aplastando la nieve caída, pero los blancos copos que caían del cielo se apilaban en las ramas desnudas de los árboles caducos y ponían una nueva capa en las especies perennes. La tormenta no había llegado a su fin, ni mucho menos. Luz, ¿cómo podía esa mujer hablarle así? ¿Por qué hablaba así, precisamente ahora?
—Recuerda —dijo Berelain a su espalda, sin hacer el menor esfuerzo por bajar el tono de la voz—. Discreción.
Perrin se encogió y apretó el paso. Se había alejado varios metros de la gran tienda de rayas cuando cayó en la cuenta de que había olvidado preguntar la ubicación de los hombres de Masema. A su alrededor, los soldados de la Guardia Alada, armados y con las capas puestas, se calentaban junto a las hogueras, muy cerca de sus monturas, ya ensilladas y estacadas en rectas hileras. También sus lanzas estaban a mano, formando conos de puntas aceradas y cintas rojas ondeando al viento. A pesar de los árboles, podría haberse trazado una línea recta en cualquier fila de las lumbres, las cuales eran tan semejantes en tamaño entre sí como era humanamente posible hacerlo. Los carros de suministros que habían adquirido en su camino hacia el sur estaban todos cargados, los caballos de tiro equipados con los arreos, y también situados en hileras muy rectas.
Los árboles no ocultaban del todo la cima de la colina. Hombres de Dos Ríos seguían montando guardia allí arriba, pero las tiendas habían sido desmontadas, y Perrin divisó los caballos albardones ya cargados. También le pareció atisbar una chaqueta negra; uno de los Asha’man, aunque no alcanzó a distinguir cuál de ellos. Entre los ghealdanos, grupos de hombres contemplaban fijamente la cumbre de la colina, pero aun así parecían estar tan preparados como los mayenienses. Los dos campamentos habían sido dispuestos casi con idéntica precisión. Sin embargo, no había señal por ninguna parte de que miles de hombres estuviesen agrupándose, ninguna franja ancha de nieve pisoteada que pudiera seguirse. En realidad, no se veía una sola huella entre los tres campamentos. Si Annoura se encontraba con las Sabias, entonces es que llevaba mucho tiempo en lo alto de la colina. ¿De qué estarían hablando? Probablemente de cómo matar a Masema sin que pudiera descubrirse que eran las responsables. Echó una ojeada a la tienda de Berelain, pero la idea de regresar allí, con ella, le erizaba el pelo de la nuca.
A corta distancia de la tienda de rayas seguía montada otra de menor tamaño perteneciente a las dos sirvientas de Berelain. A pesar de que seguía nevando, Rosene y Nana se encontraban sentadas fuera en unas banquetas plegables, abrigadas con su capa, la capucha echada, y calentándose las manos en una lumbre pequeña. Parecidas como dos gotas de agua, ninguna de ellas era bonita, pero tenían compañía; seguramente ésa era la razón de que no estuviesen dentro, junto a un brasero. Sin duda Berelain insistía en que sus criadas guardasen un comportamiento más decoroso que el que ella tenía. Normalmente, los husmeadores de la Principal rara vez hablaban más de tres palabras seguidas, al menos en presencia de Perrin, pero ahora sostenían con Rosene y Nana una charla animada, salpicada de risas. Con sus ropas corrientes, los dos tipos resultaban tan anodinos que nadie repararía en ellos si tropezaba con uno en la calle. Perrin aún no tenía muy claro quién era Santes y quién Gendar. Un cazo pequeño, retirado a un lado de la lumbre, olía a estofado de carnero; Perrin intentó no prestar atención, pero a pesar de ello su estómago volvió a hacer ruidos.
La charla cesó cuando Perrin se encaminó hacia ellos y, antes de que llegase a la lumbre, las miradas de Santes y Gendar fueron de él a la tienda de Berelain, los rostros totalmente inexpresivos. Después se arrebujaron en su capa y se marcharon, evitando sus ojos. Rosene y Nana también miraron a Perrin y después hacia la tienda; rieron disimuladamente tras las manos. Perrin no supo si enrojecer o ponerse a dar gritos.
—¿Sabéis por casualidad dónde se están reuniendo los hombres del Profeta? —preguntó. Mantener un tono de voz desapasionado resultaba duro viendo las cejas enarcadas y las sonrisas de las dos mujeres—. Vuestra señora olvidó decirme el lugar exacto.
La pareja intercambió una mirada, oculta bajo las capuchas, y volvió a reír tapándose la boca con las manos. Perrin se preguntó si serían estúpidas, pero dudaba que Berelain soportara gente boba cerca de ella mucho tiempo.
Tras muchas risitas disimuladas, intercalando ojeadas hacia él, a la tienda de Berelain y entre ellas, Nana respondió que no estaba muy segura pero que creía que era en aquella dirección al tiempo que agitaba la mano vagamente hacia el sudoeste. Rosene añadió que había oído decir a su señora que se encontraban a unos tres kilómetros. O tal vez a unos cinco. Seguían riendo tontamente cuando Perrin se alejó. A lo mejor eran tontas de verdad.
Caminó cansinamente alrededor de la colina, pensando qué tenía que hacer. La profundidad del manto blanco por el que tuvo que avanzar, una vez que dejó atrás el campo mayeniense, no contribuyó precisamente a mejorar su malhumor. Y tampoco la decisión a la que llegó. Y había empeorado cuando alcanzó el campamento de su propia gente.
Todo se había hecho conforme a sus órdenes. Los cairhieninos, abrigados con las capas, se encontraban sentados en las carretas cargadas, con las riendas sujetas alrededor de la muñeca o pilladas bajo la cadera, y otras figuras de estatura baja se movían a lo largo de las hileras de remonta, tranquilizando a los caballos sujetos a ronzales. Los hombres de Dos Ríos que no se hallaban en la colina estaban en cuclillas alrededor de docenas de lumbres pequeñas repartidas entre los árboles, vestidos para cabalgar y sujetando las riendas de sus monturas. Nada de filas ordenadas, no como entre los soldados de los otros campamentos, pero se habían enfrentado a trollocs y a Aiel. Todos llevaban el arco colgado de través a la espalda, y la aljaba en la cadera, a veces equilibrando su peso con una espada, ya fuese larga o corta. Sorprendentemente, Grady estaba junto a una de las lumbres. Los dos Asha’man solían mantenerse apartados de los demás hombres, y viceversa. Nadie hablaba, simplemente se concentraban en mantenerse calientes. Los rostros sombríos revelaron a Perrin que Jondyn no había regresado aún, ni Gaul, ni Elyas ni ningún otro. Todavía quedaba una posibilidad de que la trajeran de vuelta. O, al menos, que descubrieran dónde la tenían retenida. Durante un tiempo pareció que aquéllas serían las dos últimas buenas ideas que iba a tener el resto del día. El Águila Roja de Manetheren y su propia bandera del Lobo Rojo colgaban flojamente bajo la nevada, en dos astiles apoyados contra un carro.
Había planeado utilizar aquellos dos estandartes con Masema del mismo modo que había hecho para bajar al sur, ocultando su intención tras lo obvio. Si un hombre estaba lo bastante loco para intentar reclamar la antigua gloria de Manetheren, nadie le prestaría atención; y por la mera razón de que marchaba con un pequeño ejército, siempre y cuando no remoloneara, la gente se sentía tan complacida de ver alejarse a un loco que no se molestaba en intentar detenerlo. Ya había suficientes problemas en el país para buscarse otros sin necesidad. Que luchasen otros, y sangraran y perdiesen hombres que harían falta cuando llegase el momento de la siembra en primavera. Las fronteras de Manetheren se habían extendido casi hasta donde ahora estaba Murandy, y, con suerte, Perrin podría haberse encontrado en Andor, donde Rand ejercía un fuerte dominio, antes de tener que renunciar al engaño. Ahora eso había cambiado, y sabía el precio. Un precio muy grande. Estaba dispuesto a pagarlo, sólo que no sería él quien lo pagaría. No obstante, lo acosarían las pesadillas por ello.