23 Perder el sol

Procurando mantener bien ceñida al cuerpo la extraña capa de paño con una mano e intentando no caerse de la silla de montar, aún menos familiar, Shalon taconeó torpemente su caballo y siguió a Harine y a Moad, su Maestro de Espadas, por el agujero en el aire que conducía desde un establo del Palacio del Sol a… No sabía bien adónde, excepto que era una amplia y alargada área —¿un claro, lo llamaban? Le parecía que sí—, un claro más grande que la cubierta de un surcador, entre árboles raquíticos desperdigados por las colinas. Los pinos, la única especie que conocía, eran demasiado pequeños y retorcidos para que tuviesen utilidad, salvo extraer trementina y brea. La mayoría de los demás tenían las grises ramas desnudas y le recordaban huesos. El sol matinal asomaba por encima de las copas y, si acaso, el frío parecía aún más penetrante allí que en la ciudad que habían dejado atrás. Esperaba que el caballo no resbalara y la tirara sobre las rocas que asomaban allí donde la nieve no cubría las hojas medio podridas del suelo. Desconfiaba de los caballos. A diferencia de los barcos, los animales tenían sus propias ideas. Eran criaturas demasiado traicioneras para subirse encima de ellas. Y además tenían dientes. Cada vez que su montura enseñaba los suyos, tan cerca de sus piernas, Shalon se encogía y le palmeaba el cuello al tiempo que emitía sonidos tranquilizadores. Al menos, esperaba que esa bestia los considerara así.

La propia Cadsuane, de verde oscuro, montaba con aire seguro en el alto caballo de crin y cola negras, manteniendo el tejido que creaba el acceso. Los caballos no la preocupaban. Nada la preocupaba.

Un repentino soplo de aire agitó la capa gris oscuro, extendida sobre la grupa de su montura, pero ella no dio señales de sentir el frío. Los adornos dorados del cabello que colgaban alrededor del moño se mecieron cuando giró la cabeza para mirar a Shalon y a sus compañeros. Era una mujer guapa, pero no ese tipo de mujer a la que se miraría dos veces en medio de la multitud, salvo por el detalle de que su cara lisa no encajaba con el cabello surcado de hebras grises. Una vez que se la conocía, ya era demasiado tarde.

Shalon habría dado mucho con tal de ver cómo se hacía ese tejido, incluso si ello significaba permanecer cerca de Cadsuane, pero no le había permitido entrar en el establo hasta que el acceso estuvo abierto, y ver extender una vela en un penol no enseñaba cómo montarla y mucho menos cómo fabricarla. Lo único que sabía era el nombre. Pasó con el caballo frente a la Aes Sedai, evitando su mirada, pero aun así la sintió. Los ojos de esa mujer le ponían los pelos de punta. No veía salida, pero confiaba en encontrar una estudiando a las Aes Sedai. Estaba dispuesta a admitir que sabía muy poco de ellas —nunca había visto una antes de llegar a Cairhien, y sólo se acordaba de ellas para dar las gracias a la Luz por no haber sido elegida para convertirse en una de ellas—, pero existían corrientes muy profundas entre las compañeras de Cadsuane. Unas corrientes muy fuertes que podían alterar todo lo que parecía obvio en la superficie.

Las cuatro Aes Sedai que habían pasado detrás de Cadsuane esperaban en sus caballos al otro lado del… claro, junto a tres Guardianes. Al menos, Shalon estaba segura de que Ihvon era el fogoso Gaidin de Alanna, y que Tomás lo era de la baja y robusta Verin, pero también estaba convencida de haber visto con la chaqueta negra de Asha’man al jovencísimo muchacho que se encontraba cerca de la regordeta Daigian. No podía ser su Guardián, claro. ¿O sí? Eben no era más que un chiquillo. Sin embargo, cuando la mujer lo miraba, su habitual orgullo exagerado parecía hincharse aún más. Kumira, una mujer de aspecto agradable con unos ojos azules que podían tornarse penetrantes como cuchillos cuando algo despertaba su interés, observaba al joven Eben de un modo tan intenso que lo extraño era que el chico no estuviera tendido en el suelo, más exprimido que una foca a la que le han sacado toda la grasa.

—No voy a aguantar esto mucho más —rezongó Harine al tiempo que taconeaba con los talones desnudos para seguir adelante.

Su falda de brocado amarillo no la ayudaba a mantener una postura segura en la silla, al igual que le ocurría a Shalon con la suya azul. Se mecía y resbalaba con los movimientos del animal de tal modo que parecía a punto de caerse a cada paso. El viento sopló de nuevo, agitando las puntas del fajín y haciendo ondear su Capa, pero desechó la idea de sujetar la prenda. Las capas no servían de mucho en los barcos; estorbaban, podían enredarse en los brazos y las piernas cuando éstos hacían falta para sobrevivir.

Moad había rechazado ponerse una, prefiriendo la chaqueta azul acolchada que llevaba en los mares más fríos. Nesune Bihara, toda vestida con paño broncíneo, cruzó el acceso mirando a uno y otro lado como si intentase ver a todos a la vez, y después pasó Elza Penfell, que exhibía un gesto hosco por alguna razón y sujetaba la capa verde orlada con piel. Ninguna de las otras Aes Sedai parecía tomarse la molestia de resguardarse del frío.

—Quizá podré ver al Coramoor, dice —masculló Harine mientras tiraba de las riendas hasta que la yegua giró hacia el lado del claro opuesto al lugar donde se reunían las Aes Sedai—. ¡Quizá! Y me ofrece esta «oportunidad» como si ella me concediese un privilegio. —No era preciso que citase un nombre; cuando decía «ella» de ese modo no podía referirse más que a una única mujer—. ¡Tengo derecho, alcanzado a través de un trato y un acuerdo! ¡Se niega a proporcionarme el séquito convenido! ¡He tenido que dejar atrás a mi Navegante y a mis escoltas! —Erian Boroleos apareció a través del acceso, tan alerta como si esperara encontrarse con una batalla, seguida por Beldeine Nyram, que ni siquiera tenía aspecto de Aes Sedai. Ambas llevaban trajes en color verde, el de Erian completo y el de Beldeine con cuchilladas en las mangas y la falda. ¿Significaría algo eso? Seguramente no—. ¿Es que voy a tener que presentarme ante el Coramoor como un grumete que saluda a la Navegante poniendo la mano sobre el corazón? —Cuando se juntaban varias Aes Sedai se podía ver perfectamente sus rostros lisos, intemporales, de manera que no se sabía si una tenía veinte años o el doble aun cuando su cabello fuera blanco, y Beldeine simplemente parecía una muchacha de veinte. Y ese detalle revelaba tan poco como su falda—. ¿Es que voy a tener que airear las ropas de mi cama y lavarlas? ¡Ha tirado por la borda el protocolo! ¡No lo permitiré! ¡Se acabó!

Aquellas protestas no eran nuevas, las había expresado una docena de veces desde la noche anterior. Dichas condiciones eran estrictas, pero Harine no había tenido más opción que acceder, lo cual contribuía a hacerlas más amargas.

Shalon sólo escuchaba a medias, asintiendo y dando las respuestas adecuadas en voz baja. Acuerdo, desde luego. Su hermana esperaba que se cumpliese el acuerdo. Tenía casi toda su atención puesta en las Aes Sedai, aunque subrepticiamente. Moad simulaba no escuchar; claro que era el Maestro de Espadas de Harine. Ésta podía estar tan tensa como un nudo mojado con cualquier otra persona, pero a Moad le daba tanta libertad que uno pensaría que el hombre de ojos duros y cabello gris era su amante, sobre todo habida cuenta de que ambos eran viudos. Al menos lo pensaría si no conociese a Harine, la cual jamás tomaría como amante a alguien de posición más baja que la suya, y ahora, por supuesto, eso significaba que no podía tomar ninguno. En cualquier caso, una vez que hicieron detener a los caballos cerca de los árboles, Moad se acodó en la alta perilla de la silla, con la mano en la larga y tallada empuñadura de marfil de su espada, metida en el fajín verde, y observó sin disimulo a las Aes Sedai y a los hombres que las acompañaban. ¿Dónde había aprendido a montar a caballo? De hecho parecía sentirse… cómodo. Cualquiera advertiría su rango a primera vista, empezando por los ocho pendientes de gran peso y los nudos del fajín, aun cuando no llevase la espada y la daga a juego. ¿Acaso las Aes Sedai no tenía un modo de hacer lo mismo? ¿De verdad podían ser tan desorganizadas? Supuestamente la Torre Blanca era como un artilugio mecánico que trituraba tronos y les daba una nueva forma a voluntad. Claro que, al parecer, la maquinaria estaba ahora rota.

—Por cierto, ¿adónde nos ha traído, Shalon?

La voz de Harine, fría y cortante como una cuchilla, hizo que Shalon se quedase pálida. Servir a las órdenes de una hermana menor siempre resultaba difícil, pero con Harine era aún peor. En privado se mostraba más que fría, y en público era capaz de hacer colgar por los tobillos a una Navegante, cuanto más a una Detectora de Vientos. Y desde que esa mujer de los confinados en tierra, Min, le había dicho que algún día llegaría a ser Señora de los Barcos, se había vuelto aún más incisiva. Mirando con dureza a Shalon, alzó la caja de perfume de oro como para sofocar un olor desagradable, a pesar de que el frío acababa con cualquier perfume.

Shalon alzó rápidamente la vista al cielo, intentando hacer un cálculo por el sol. Deseó no haber tenido que dejar su sextante en el Espuma blanca —no se permitía que ningún confinado en tierra viera un sextante, y mucho menos ver cómo se utilizaba—, si bien no estaba segura de que le hubiese servido de gran ayuda. Los árboles serían bajos, pero aun así no divisaba el horizonte. Más hacia el norte las colinas daban paso a montañas que se extendían hacia el nordeste y sudoeste. Tampoco sabía a qué altura se encontraban; había muchas subidas y bajadas en el terreno para su gusto. Con todo, cualquier Detectora de Vientos sabía cómo hacer unos cálculos aproximados. Y cuando Harine exigía información, esperaba que se la diesen.

—Sólo puedo hacer una estimación, Señora de las Olas —contestó, a lo que Harine apretó las mandíbulas, pero ninguna Detectora de Vientos presentaría una estimación como si fuera un cálculo exacto—. Creo que nos encontramos a trescientos o cuatrocientas leguas al sur de Cairhien. Es todo lo que puedo decir. —Cualquier aprendiza en su primer día que utilizara una varacuerda para dar una estimación tan imprecisa habría recibido un buen castigo a manos del jefe de cubierta, pero sus palabras parecieron quemarle la lengua a Shalon cuando ésta comprendió el alcance de lo que había dicho. Una singladura de un centenar de leguas en un día era una buena marca para un deslizador. Moad frunció los labios, pensativo.

Harine asintió lentamente, mirando a través de Shalon como si pudiese ver deslizadores a toda vela surcando distancias a través de accesos tejidos en el aire con el Poder. Los mares serían realmente suyos, entonces. La mujer se sacudió e, inclinándose hacia Shalon, clavó sus ojos en los de la Detectora de Vientos como si fuesen arpones.

—Debes aprender a hacer esto, cueste lo que cueste. Dile que me espiarás si te enseña. Si la convences, seguramente lo haría, si la Luz quiere. O al menos podrías relacionarte con una de las otras para descubrirlo.

Shalon se humedeció los labios con la lengua. Esperaba que Harine no hubiese reparado en su sobresalto.

—La rechacé antes, Señora de las Olas. —Había necesitado dar una explicación del motivo por el que las Aes Sedai la habían retenido durante una semana, y una versión de la verdad le pareció lo más seguro. Harine lo sabía todo, excepto el secreto que Verin le había sonsacado. Excepto que Shalon había accedido a las exigencias de Cadsuane a fin de ocultar ese secreto. Que la Gracia de la Luz la protegiera; lamentaba lo ocurrido con Ailil, pero se había sentido tan sola que navegó demasiado lejos antes de darse cuenta de lo que hacía. Con Harine no había charlas vespertinas acompañadas por vino endulzado con miel para paliar los largos meses de separación de su esposo Mishael. En el mejor de los casos, transcurrirían muchos más meses antes de que pudiese yacer en sus brazos—. Con todo respeto, ¿por qué iba a creerme ahora?

—Porque ansías ese conocimiento. —Harine hizo un gesto seco con la mano, como si cortase el aire—. Los confinados en tierra siempre creen en la codicia. Tendrás que decir ciertas cosas, por supuesto, para probar tu sinceridad. Yo decidiré qué cuentas cada día. Quizá pueda guiarla hacia el rumbo que quiero.

Shalon tuvo la sensación de que unos dedos duros como el acero se hundían en su cráneo. Había intentado contarle a Cadsuane lo menos posible y con la mínima frecuencia factible, sólo lo suficiente para salir del paso y hasta que hallase un modo de librarse de ella. Si tenía que hablar con la Aes Sedai a diario y, lo que era peor, mentirle descaradamente, la mujer le sacaría más de lo que ella querría. Más de lo que Harine querría. Mucho más. Tan cierto como que amanecía cada día.

—Perdonad, Señora de las Olas —empezó con toda la deferencia que fue capaz—, pero si se me permite decirlo…

Se interrumpió cuando Sarene Nemdhal se acercó a caballo y frenó el animal delante de ellas. Las últimas Aes Sedai y Guardianes habían cruzado el acceso, y Cadsuane dejó que éste desapareciera. Corele, una mujer delgada aunque bonita, reía y sacudía la negra melena mientras hablaba con Kumira. Merise, alta, de ojos aún más azules que los de Kumira, un rostro más que atractivo y lo bastante severo para dar que pensar a Harine, realizaba gestos secos para dirigir a los cuatro hombres que conducían los animales de carga. Todos los demás cogían las riendas, al parecer preparándose para salir del claro.

Sarene era encantadora, aunque, por supuesto, la ausencia de joyas reducía el efecto de su aspecto, al igual que el sencillo vestido blanco que llevaba. Los confinados en tierra no parecían disfrutar con los colores. Hasta su capa negra estaba forrada con piel blanca.

—Cadsuane me ha pedido… me ha dado instrucciones de que sea vuestra ayudante, Señora de las Olas —anunció mientras inclinaba la cabeza respetuosamente—. Responderé a vuestras preguntas hasta donde me sea posible, y os ayudaré en lo referente a las costumbres lo mejor que pueda. Soy consciente de que quizás os sintáis incómoda por mi presencia; pero, cuando Cadsuane ordena algo, debemos obedecer.

Shalon sonrió. Dudaba que la Aes Sedai supiera que, en los barcos, una ayudante era lo que los confinados en tierra llamarían sirviente. Harine seguramente se reiría y exigiría saber si la Aes Sedai sabía lavar la ropa blanca adecuadamente. Sería estupendo que estuviese de buen humor.

No obstante, en lugar de reírse Harine se puso muy tiesa en la silla, como si la columna vertebral se hubiese convertido en un mástil.

—¡No me siento incómoda! —espetó—. Simplemente prefiero… plantear mis preguntas a otra persona…, a Cadsuane. Sí. A Cadsuane. ¡Y, por supuesto, yo no tengo que obedecer, ni a ella ni a nadie! ¡A nadie! ¡Salvo a la Señora de los Barcos!

Shalon frunció el entrecejo; no era propio de su hermana hablar de un modo tan atolondrado. Tras inhalar profundamente, Harine continuó en tono más firme, aunque, en cierto modo, de una manera tan extraña como antes.

—Hablo en nombre de la Señora de los Barcos de los Atha’an Miere, ¡y exijo el debido respeto! Lo exijo, ¿me has entendido? ¿Lo entiendes?

—Puedo pedirle que nombre a otra persona —contestó, pensativa, Sarene, como si esperara que esa petición no cambiaría nada—. Debéis entender que ese día me dio instrucciones muy específicas. Pero no debí perder los estribos. Ése es un defecto que tengo. El genio pronto destruye la lógica.

—Sé lo que es obedecer órdenes —gruñó Harine, agazapándose en la silla como si estuviera a punto de lanzarse al cuello de Sarene—. ¡Yo apruebo la obediencia de las órdenes! —En lugar de hablar, casi gruñía—. Sin embargo, las órdenes que ya se han cumplido pueden olvidarse. No es necesario referirse más a ellas. ¿Me entiendes?

Shalon la miró de reojo. ¿De qué hablaba? ¿Qué órdenes había llevado a cabo Sarene, y por qué Harine quería que se olvidaran? Moad no hizo el menor esfuerzo en disimular su gesto de enarcar las cejas. Harine se dio cuenta de la expresión escrutadora del hombre y su semblante se tornó tormentoso, aunque Sarene no pareció advertir nada.

—No veo cómo se puede olvidar algo deliberadamente —respondió lentamente al tiempo que se le marcaba una leve arruga en el entrecejo—, pero supongo que os referís a que deberíamos fingir que es así. ¿Es eso? —Las trencillas adornadas con cuentas, que asomaban por debajo de la capucha, tintinearon cuando sacudió la cabeza ante tamaña tontería—. Muy bien, de acuerdo. Responderé a vuestras preguntas todo lo mejor que sepa. ¿Qué queréis saber?

Harine respiró profunda y sonoramente. Aquello podía interpretarse como una demostración de impaciencia, pero a Shalon le pareció que era alivio lo que indicaba. ¡Alivio!

Fuera o no así, Harine volvió a ser la de siempre, dueña de sí misma y autoritaria, y sostuvo la mirada de la Aes Sedai como si intentara hacer que ésta la bajara.

—Puedes decirme dónde nos encontramos y adónde nos dirigimos —demandó.

—Estamos en las Colinas de Kintara —dijo Cadsuane, que apareció de repente junto al grupo; su montura se encabritó y pateó en el aire, esparciendo nieve—. Y nos dirigimos a Far Madding. —No sólo se mantuvo en la silla, ¡sino que ni siquiera pareció notar los movimientos bruscos del animal!

—¿El Coramoor se encuentra en ese sitio, Far Madding?

—La paciencia es una virtud, según me enseñaron, Señora de las Olas. —A pesar de utilizar el tratamiento adecuado, en su actitud no había respeto. Todo lo contrario—. Cabalgaréis conmigo. Mantened el paso e intentad no caeros. Resultaría muy desagradable que tuviera que llevaros como si fueseis sacos de grano. Una vez que lleguemos a la ciudad, guardad silencio a menos que yo os diga que habléis. No consentiré que creéis problemas por culpa de la ignorancia. Y os dejaréis guiar por Sarene. Tiene instrucciones.

Shalon esperaba un estallido de cólera, pero Harine contuvo la lengua, si bien merced a un obvio esfuerzo. No bien Cadsuane hubo dado media vuelta, Harine masculló furiosa, pero apretó los dientes cuando el caballo de Sarene empezó a moverse. Era evidente que sus rezongos no eran para que los oyesen las Aes Sedai.

Resultó que cabalgar con Cadsuane significaba ir detrás de ella a través de los árboles y en dirección sur. De hecho, a su lado marchaban Alanna y Verin, y una mirada de ésta, cuando Harine intentó unirse a ellas, dejó claro que no era bienvenida. De nuevo Shalon esperó un estallido que no se produjo. Por el contrario, Harine miró ceñuda a Sarene por alguna razón, y después tiró bruscamente de las riendas para volver grupas y ocupar de nuevo su posición entre Shalon y Moad. No se molestó en hacer más preguntas a Sarene, que cabalgaba al otro lado de Shalon, y se limitó a lanzar miradas fulminantes a las espaldas de las mujeres que marchaban delante. Si Shalon no hubiese conocido bien a Harine, habría dicho que en aquellas miradas había más de enfurruñamiento que de cólera.

Por su parte, Shalon se alegró de cabalgar en silencio. Montar a caballo ya era bastante difícil por sí mismo como para tener que hablar al mismo tiempo. Además, de repente comprendió el motivo por el que Harine se comportaba de manera tan peculiar: debía de estar intentando limar asperezas con las Aes Sedai. Tenía que ser eso. Harine nunca controlaba el genio si no era imprescindible. El esfuerzo de hacerlo ahora debía de tenerla con la sangre hirviendo. Y, si sus esfuerzos no tenían el resultado que esperaba, entonces la herviría a ella. Pensar en eso le dio dolor de cabeza a Shalon. La Luz la ayudara y la guiara; tenía que haber un modo de espiar a su hermana sin que acabase con la mejilla de la cadena desprovista de honores y a sí misma destinada a servir en una chalana, a las órdenes de una Navegante que rumiara por qué nunca había ascendido y más que dispuesta a descargar su resentimiento en todos los que la rodeaban. Y otra cosa igualmente mala era que Mishael podría declarar sus votos de matrimonio rotos. Tenía que haber algún modo.

A veces se giraba en la silla para mirar a las Aes Sedai que cabalgaban detrás. No había nada provechoso en observar a las que iban delante; de tanto en tanto, Cadsuane y Verin intercambiaban unas palabras, pero tan juntas las cabezas y hablando en voz tan baja que era imposible oír lo que decían. Alanna parecía absorta en lo que había al frente, los ojos clavados siempre en el sur. En dos o tres ocasiones aceleró la marcha de su montura unos cuantos pasos, hasta que Cadsuane la hizo volver atrás con una queda palabra que Alanna obedeció a regañadientes a la par que lanzaba una mirada sulfurada o adoptaba una mueca hosca. Cadsuane y Verin se mostraban solícitas con ella, la primera dándole palmaditas en el brazo, casi igual que Shalon hacía en el cuello de su montura, y la segunda sonriéndole, como si Alanna estuviera recuperándose de una enfermedad. Lo cual no le aclaraba nada a Shalon, de modo que Shalon se puso a pensar en las otras.

Una no ascendía en los barcos sólo por su habilidad en Tejer los Vientos o predecir el tiempo o determinar una posición. También había que captar la intención que subyacía en las palabras de una orden, e interpretar pequeños gestos y expresiones faciales; había que advertir quién manifestaba respeto por quién, incluso de un modo sutil, pues con el valor y la habilidad por sí solos únicamente se ascendía hasta cierta posición.

Cuatro de las Aes Sedai, Nesune, Erian, Beldeine y Elza, cabalgaban en un grupo, no muy lejos de ella, aunque no iban realmente juntas, sino solamente ocupando una misma posición. No hablaban ni se miraban. No parecían caerse muy bien. Mentalmente, Shalon las tenía ubicadas en el mismo bote que Sarene. Las Aes Sedai fingían ser un solo grupo a las órdenes de Cadsuane, pero saltaba a la vista que no era verdad. Merise, Corele, Kumira y Daigian navegaban en otro bote, el dirigido por Cadsuane. A veces Alanna parecía encontrarse en uno de los botes, y otras veces en el contrario, en tanto que Verin daba la sensación de hallarse en cierto modo en el de Cadsuane, pero no dentro de él; quizá nadando junto a él, con Cadsuane agarrándola de la mano. Como si aquello no fuera ya bastante extraño, estaba el tema de la deferencia.

Curiosamente, al parecer las Aes Sedai valoraban la fuerza en el Poder por encima de la experiencia o la habilidad. Determinaban el rango según la fuerza, como la marinería cuando peleaba en tabernas de la costa. Todas manifestaban respeto por Cadsuane, desde luego, y sin embargo existían singularidades entre el resto. Conforme a su propia jerarquía, algunas de las ocupantes del bote de Nesune se encontraban en posición de esperar deferencia por parte de algunas de las del bote de Cadsuane; pero, aunque éstas cumplían con ello, lo hacían como a un superior que ha cometido un delito grave conocido por todos. Según esa jerarquía, Nesune se encontraba en posición más alta que cualquier otra excepto Cadsuane y Merise, pero encaraba a Daigian —que se hallaba en el escalón más bajo— con un aire de deliberado desafío respecto a ese crimen, al igual que las demás de su bote. Todo ello con mucha discreción: una barbilla levemente levantada, una ceja ligeramente enarcada, un mínimo rictus en la comisura de los labios… aunque obvio a los ojos adiestrados para ascender en los barcos. Quizá no hubiese nada que pudiera ayudarla; pero, si tenía que entresacar la estopa, el único modo era encontrar una hilaza y tirar de ella.

El viento empezó a soplar; las ráfagas le aplastaban la capa contra la espalda y la agitaban a los costados, pero Shalon apenas lo notó.

Los Guardianes podrían ser otra hebra. Todos marchaban en retaguardia, ocultos por las Aes Sedai que cabalgaban detrás de Nesune y las otras tres. En realidad, Shalon había esperado que entre doce Aes Sedai hubiese más que esos siete Guardianes. Se suponía que cada Aes Sedai tenía uno, si no más. Sacudió la cabeza irritada. Salvo el Ajah Rojo, claro. No ignoraba todo sobre las Aes Sedai.

En cualquier caso, la pregunta no era cuántos Guardianes había, sino si todos lo eran. Estaba segura de que había visto también al viejo y canoso Damer y al guapo Jahar con chaquetas negras, antes de que empezaran a juntarse tan repentinamente con las Aes Sedai. En aquellos momentos no había tenido muchas ganas de mirar directamente a los que vestían las chaquetas negras y, a decir verdad, también había estado medio ciega con la delicada Ailil, pero sabía que no se equivocaba. Y, fuera cual fuese el caso de Eben, casi tenía la certeza de que los otros dos ahora eran Guardianes. Casi. Jahar reaccionaba tan rápidamente como Nethan o Bassane cuando Merise abría la boca, y, por el modo en que Corele sonreía a Damer, o el hombre era su Guardián o era el que le calentaba la cama, y Shalon no se imaginaba a una mujer como Corele llevando a su lecho a un hombre mayor, casi calvo y algo cojo. Puede que no supiese mucho sobre las Aes Sedai, pero estaba convencida de que vincular a hombres que encauzaban no era una práctica aceptada. Si pudiera demostrar que lo habían hecho, quizás eso fuera un cuchillo lo bastante afilado para cortar la cuerda y liberarse de Cadsuane.

—Los hombres ya no pueden encauzar —murmuró Sarene.

Shalon se giró tan deprisa en la silla que tuvo que agarrarse a la crin del caballo con las dos manos para evitar caerse. El viento le echó la capa sobre la cabeza, y se vio obligada a pelearse con la prenda para colocársela de nuevo. Salían de los árboles, por encima de una calzada que trazaba una curva hacia el sur, dejando atrás las colinas en dirección a un lago. Éste se hallaba a poco menos de dos kilómetros, en el borde de un terreno llano cubierto de hierba marchita, y semejaba un mar pardo que se extendía hasta el horizonte. El lago, bordeado en el oeste por una estrecha franja de carrizos, era una lamentable imitación de una extensión de agua, no superior a quince kilómetros de longitud y aún menos de anchura. Una isla de buen tamaño se alzaba en el centro, rodeada por una alta muralla jalonada de torres hasta donde alcanzaba la vista, y que protegía una ciudad. Shalon captó todo eso en una breve ojeada, y sus ojos se prendieron después en Sarene. Era casi como si la mujer le hubiese leído la mente.

—¿Los habéis… amansado? —Creía que ése era el término correcto, aunque, al parecer, hacer tal cosa mataba al hombre en cuestión. Siempre había imaginado que, por la razón que fuese, se trataba de un modo extraño de «suavizar» lo que en realidad era una ejecución.

Sarene parpadeó, y Shalon comprendió que la Aes Sedai había hablado para sí misma en voz alta. Durante un instante Sarene observó a Shalon mientras descendían la cuesta en pos de Cadsuane, y después volvió de nuevo la mirada hacia la isla.

—Te fijas en las cosas, Shalon. Sería mejor que guardases para ti lo que has notado sobre los hombres.

—¿Como por ejemplo que son Guardianes? —inquirió en tono bajo—. ¿Es ésa la razón de que hayáis podido vincularlos? ¿Porque los amansasteis? —Confiaba en sonsacar alguna admisión parcial de algo, pero la Aes Sedai se limitó a mirarla fijamente. No volvió a hablar hasta que llegaron al pie de la colina y giraron hacia la calzada, detrás de Cadsuane. La calzada era ancha, de tierra prensada y endurecida a costa de su incesante tráfico, pero sólo ellos la ocupaban.

—No es exactamente un secreto —dijo al cabo Sarene, y no de muy buena gana aunque, según ella misma, no era un secreto—, pero tampoco es algo que sepa mucha gente. No hablamos de Far Madding a menudo ni la visitamos, salvo las hermanas oriundas de aquí, e incluso ellas sólo vienen en contadas ocasiones. Aun así, deberías saberlo antes de entrar. La ciudad posee un ter’angreal. O quizá sean tres ter’angreal. Nadie lo sabe de cierto. Resulta tan imposible estudiarlo o estudiarlos como anularlos. Debieron de construirse durante el Desmembramiento, cuando el miedo a los varones dementes que encauzaban Poder era un tema de actualidad. Sin embargo, pagar semejante precio por la seguridad… —Las trenzas adornadas con cuentas repicaron sobre su pecho al sacudir la cabeza con incredulidad—. Esos ter’angreal reproducen un stedding. Al menos en las cosas importantes, me temo, aunque supongo que un Ogier no pensaría lo mismo. —Soltó un suspiro pesaroso.

Shalon la contempló boquiabierta, e intercambió una mirada desconcertada con Harine y con Moad. ¿Por qué las fábulas asustaban a una Aes Sedai? Harine abrió la boca, y después indicó con un gesto a Shalon que planteara la pregunta obvia. ¿Acaso esperaba que se hiciese asimismo amiga de Sarene para facilitarle a ella el camino? La cabeza le dolía terriblemente. Pero también sentía curiosidad.

—¿Y qué cosas son ésas? —preguntó con tiento. ¿De verdad la mujer creía en esos cuentos de que había gente de tres metros de altura que cantaba a los árboles? También se decía algo sobre hachas. ¡Que viene el alfinio para robarte el pan! ¡Que viene el Ogier a descabezarte de un hachazo! Luz, no había oído eso desde que Harine aún usaba los andadores. Con su madre ascendiendo de posición en los barcos, ella se había encargado de criar a Harine al tiempo que a su propio primogénito. Los ojos de Sarene se abrieron mucho por la sorpresa.

—¿De verdad no lo sabéis? —Su mirada volvió hacia la isla, y por su expresión cualquiera diría que estaba a punto de entrar en una sentina—. Dentro de los steddings no se puede encauzar. Ni siquiera se percibe la Fuente Verdadera. Ningún tejido creado en el exterior afecta a lo que está dentro, si bien eso no importa. En realidad, aquí existen dos steddings, uno dentro del otro. El mayor afecta a los varones, pero entraremos en el más pequeño antes de que lleguemos al puente.

—¿Así que no podréis encauzar allí dentro? —inquirió Harine. Cuando la Aes Sedai, ensimismada en la contemplación de la ciudad, respondió negando con la cabeza, una fina y gélida sonrisa asomó a los labios de la Señora de las Olas—. Quizá después de que encontremos alojamiento, tú y yo mantengamos una charla sobre «instrucciones y aprendizaje».

—¿Lees filosofía? —Sarene parecía impresionada—. Actualmente no se tiene muy buen concepto de la Teoría del Aprendizaje, pero siempre he creído que podrían adquirirse muchas enseñanzas de esa materia. Una charla para cambiar impresiones será agradable y así apartará de mi mente otros temas. Si Cadsuane lo permite.

La interpretación errónea de la Aes Sedai a su velada amenaza dejó tan atónita a Harine que incluso olvidó sujetarse a la silla; sólo gracias a que Moad la agarró del brazo no se fue al suelo.

Shalon nunca había oído hablar a su hermana de filosofía, y le traía sin cuidado lo que había querido decir. No podía apartar la vista de Far Madding y tragó saliva con esfuerzo. Había aprendido a aislar a otras del Poder, claro, y ella a su vez lo había experimentado como parte del entrenamiento; pero, aun así, cuando se estaba aislada todavía se percibía la Fuente. ¿Qué sería no percibirla, como el sol fuera del alcance visual, más allá del rabillo del ojo? ¿Qué se sentiría al perder el sol? A medida que se aproximaban al lago, percibía la Fuente más de lo que la había sentido la primera vez que experimentó el gozo de tocarla. Apenas pudo controlar el deseo de beber de ella, pero las Aes Sedai verían el brillo, sabrían que la había abrazado, y seguramente sabrían por qué. No podía avergonzarse a sí misma ni avergonzar a Harine de ese modo.

Pequeñas embarcaciones salpicaban la superficie del lago, ninguna de ellas de más de diez o doce metros de eslora; algunas faenaban con redes, otras se deslizaban al impulso de los remos. A juzgar por las olas que levantaba el viento en la superficie, las cuales chocaban a veces unas contra otras y levantaban surtidores de espuma, las velas habrían sido más un inconveniente que una ayuda. Aun así, las barcas casi resultaban una imagen familiar, aunque ni mucho menos como los cuatro, ocho o doce botes de líneas elegantes que solían transportar en los barcos. Un pequeño consuelo entre tantas cosas extrañas.

La calzada se convirtió en una lengua de tierra que penetraba casi un kilómetro en el lago, y de repente la Fuente desapareció. Sarene suspiró, pero fue la única señal de que había notado algo. Shalon se lamió los labios. No era tan malo como había temido. Se sentía… vacía, pero eso podía soportarlo. Siempre y cuando no tuviera que soportarlo mucho tiempo. El viento, racheado y en remolinos, trataba de quitarles las capas, y de pronto pareció mucho más frío.

Al final de la lengua de tierra, entre la calzada y el agua se alzaba un pueblo de casas de piedra gris con tejados de pizarra. Las mujeres del pueblo iban y venían presurosas, cargadas con cestos, pero se detuvieron al ver el grupo de jinetes. Más de una se tocó la nariz mientras observaba fijamente. Shalon se había acostumbrado en Cairhien a esas miradas fijas. En cualquier caso, la fortificación que se alzaba al otro lado del pueblo atrajo su atención, una mole de diez metros de altura, de bloques de piedra, con soldados vigilando a través de las viseras de barras de los yelmos, desde las torres situadas en las esquinas. Algunos sostenían ballestas en las manos. De una gran puerta forrada de hierro, en el extremo más próximo al puente, más soldados con cascos salieron a la calzada; llevaban armaduras de láminas cuadradas, con el emblema de una espada dorada en el hombro. Algunos portaban espadas a la cintura, y otros largas lanzas o ballestas. Shalon se preguntó si esperaban que las Aes Sedai intentarían pasar a la fuerza. Un oficial, con una pluma amarilla en el yelmo, le dio el alto a Cadsuane alzando la mano; después se acercó a ella y se quitó el yelmo, dejando a la vista su cabello surcado por hebras de plata, que le cayó hasta la cintura. Su gesto era duro, ceñudo.

Cadsuane se inclinó en la silla para intercambiar unas cuantas palabras con el hombre, en voz baja, y luego sacó una bolsa de dinero de la alforja. El hombre la cogió y se retiró, tras lo cual hizo un gesto llamando a uno de los soldados, un tipo alto y flaco que no llevaba yelmo. Sostenía un escritorio portátil, y su cabello, recogido en la nuca como el del oficial, también le llegaba hasta la cintura. Inclinó la cabeza con respeto antes de preguntar el nombre a Alanna, y lo escribió cuidadosamente, con la lengua pillada entre los dientes y mojando la pluma cada dos por tres. Sosteniendo el yelmo contra la cadera, el oficial de gesto hosco seguía estudiando con semblante inexpresivo a los demás que estaban detrás de Cadsuane. La bolsa de dinero colgaba de su mano como si se hubiese olvidado de ella. No parecía saber que había hablado con una Aes Sedai. O quizás es que no le importaba. Allí una Aes Sedai era como cualquier otra mujer. Shalon se estremeció. Allí, ella no era diferente de cualquier otra mujer, despojada de sus dotes durante su estancia. Despojada.

—Anotan los nombres de todos los forasteros —informó Sarene—. A las Consiliarias les gusta saber quién está en la ciudad.

—Quizás admitirían a una Señora de las Olas sin sobornos —comentó secamente Harine.

El huesudo soldado se apartó de Alanna y, antes de dirigirse hacia ellas, reaccionó con el respingo habitual de los confinados en tierra al ver las joyas de Shalon y Harine.

—¿Vuestro nombre, señora, por favor? —preguntó amablemente a Sarene al tiempo que inclinaba la cabeza otra vez.

La mujer se lo dio sin mencionar que era Aes Sedai, y Shalon fue igualmente escueta al dar el suyo, pero Harine agregó sus títulos también: Harine din Togara Dos Vientos, Señora de las Olas del clan Shodein, embajadora extraordinaria de la Señora de los Barcos de los Atha’an Miere. El tipo parpadeó; después se mordió la punta de la lengua y se inclinó sobre el escritorio portátil. Harine frunció el ceño; cuando quería impresionar a alguien, esperaba que esa persona se mostrara debidamente impresionada.

Mientras el delgaducho tipo escribía, un soldado bajo y fornido tocado con yelmo, que llevaba una bolsa de cuero colgada al hombro, se abrió paso entre el caballo de Harine y el de Moad, empujando con el hombro. Detrás de las barras de la visera, una cicatriz fruncida a lo largo de la mejilla tiraba de la comisura de los labios torciéndola en una mueca socarrona, pero inclinó la cabeza con respeto ante Harine. Y entonces intentó coger la espada de Moad.

—Debéis permitírselo o dejar las armas aquí hasta que partáis —se apresuró a explicar Sarene cuando el Maestro de Espadas desvió la vaina, poniéndola fuera del alcance de las manos del tipo fornido—. Este servicio es por el que Cadsuane ha pagado, Señora de las Olas. En Far Madding a ningún hombre se le permite llevar más que el cuchillo del cinturón, a menos que el arma lleve el nudo de paz para que no se pueda desenvainar. Ni siquiera los guardias de la muralla, como son estos hombres, pueden llevarse una espada de su puesto de servicio. Es así, ¿verdad? —le preguntó al soldado flaco, el cual contestó afirmativamente y añadió que era una buena medida.

Moad se encogió de hombros y soltó su espada del fajín; cuando el tipo con la perpetua mueca socarrona le pidió también la daga de empuñadura de marfil, se la entregó. El hombre metió la larga daga en su cinturón, tras lo cual sacó un carrete de alambre fino de la bolsa y empezó a envolver diestramente la espada en una red ligera. De vez en cuando hacía una pausa para arrancar un precinto de su cinturón y envolvía el pequeño disco de plomo alrededor de los alambres, pero sus manos eran rápidas y tenían mucha práctica.

—La lista de nombres se distribuirá a los otros dos puentes —continuó Sarene—, y los hombres tendrán que enseñar los alambres intactos o se los retendrá hasta que un magistrado determine que no se ha cometido un crimen. Incluso si no ha habido ninguno, la penalización es una fuerte multa, además de la flagelación. La mayoría de los forasteros depositan sus armas antes de entrar para ahorrarse las monedas, pero eso significaría que tendríamos que salir de la ciudad por este puente. Sólo la Luz sabe en qué dirección querremos ir cuando nos marchemos de aquí. —Miró hacia Cadsuane, que parecía estar refrenando a Alanna para que no cruzara el puente sola, y añadió casi en un susurro—: Al menos, confío en que ése sea su razonamiento.

—Esto es ridículo. —Harine resopló con desdén—. ¿Cómo va a defenderse sin su espada?

—No hace falta que ningún hombre se defienda en Far Madding, señora. —La voz del soldado fornido era áspera, pero no sonaba burlona; simplemente exponía un hecho—. Los vigilantes urbanos se ocupan de eso. Si permitiéramos llevar espada a todos los hombres que quisieran, a no tardar estaríamos tan mal como en cualquier otra parte. Me han contado lo que pasa, señora, y no queremos eso aquí. —Hizo una reverencia a Harine y avanzó a lo largo de la columna, seguido del tipo flaco que apuntaba los nombres.

Moad examinó brevemente la empuñadura y la vaina de sus armas, diestramente envueltas, y después volvió a colocarlas en el fajín, con cuidado de no enganchar la tela con los precintos.

—Las armas sólo se vuelven útiles cuando fallan las entendederas —comentó, a lo que Harine volvió a resoplar.

Shalon se preguntó cómo habría acabado ese soldado con una cicatriz en la cara si Far Madding era tan segura. Se escucharon protestas en la parte posterior del grupo, pero enseguida fueron acalladas; por Merise, habría apostado Shalon. A veces, esa mujer hacía que Cadsuane pareciera poco estricta en comparación. Sus Gaidines eran como los perros guardianes adiestrados que utilizaban los Amayares, prestos a saltar al oír un silbido, y Merise no vacilaba en reconvenir a los Guardianes de las otras Aes Sedai. Poco después todas las espadas estaban envueltas en el nudo de paz y se habían registrado los animales de carga en prevención de que hubiese armas escondidas, y el grupo empezó a cruzar el puente con el sonido de los cascos repicando sobre las piedras. Shalon intentó no perderse detalle, no tanto por interés como para no pensar en aquello que sentía en falta.

El puente era plano y tan ancho como la calzada que llevaba a él, con una especie de caballetes de piedra bajos que impedirían que una carreta se cayera por el borde, pero que no ofrecían resguardo a posibles atacantes, y también era largo, quizá más de un kilómetro, y recto como una flecha. De vez en cuando una de las embarcaciones pasaba por debajo, cosa que no habría sido posible si hubiesen tenido mástiles. Altas torres flanqueaban las puertas de la ciudad, reforzadas con bandas de hierro —según Sarene, se llamaba la puerta de Caemlyn—, donde los guardias con el emblema de la espada dorada en el hombro inclinaron la cabeza ante las mujeres y echaron miradas desconfiadas a los hombres. La calle que había más adelante…

Intentar ser observadora no servía de nada. La calle era ancha y recta, repleta de gente y carros, flanqueada por edificios de piedra de dos o tres pisos, pero todo parecía confundirse en un borrón. ¡No sentía la Fuente! Sabía que ésta volvería cuando abandonara ese lugar, y, Luz, deseaba irse ya, ahora. Pero ¿cuánto tiempo pasaría hasta que pudiera hacerlo? Tal vez el Coramoor se encontraba en la ciudad, y Harine quería amarrarse a él, quizá por ser quien era o quizá porque creía que eso la ayudaría a ascender a Señora de los Barcos. Hasta que Harine se marchara, hasta que Cadsuane las liberara del acuerdo, ella estaba anclada allí. Allí, donde no había Fuente Verdadera.

Sarene no dejaba de hablar, aunque Shalon apenas la escuchaba. Cruzaron una gran plaza, con una enorme estatua de una mujer en el centro, pero Shalon sólo captó su nombre, Einion Avharin, a pesar de que Sarene le estaba contando por qué la mujer era famosa en Far Madding y la razón por la que la estatua señalaba hacia la puerta de Caemlyn. Una hilera de árboles deshojados dividía la calle al otro lado de la plaza. Sillas de mano, carruajes y hombres con armaduras de placas cuadradas se movían entre la multitud, pero sólo sus ojos registraron esas imágenes. Temblando, se acurrucó. La ciudad desapareció. El tiempo desapareció. Todo desapareció excepto su miedo de que jamás volviera a sentir la Fuente. Hasta entonces no se había dado cuenta del consuelo que le había dado su presencia invisible. Siempre había estado allí, prometiendo un gozo inconcebible, una vida tan intensa que los colores se difuminaban cuando el Poder no la llenaba. Y ahora la propia Fuente se había disipado. Disipado. Era lo único que podía sentir. Sólo era consciente de eso. Se había disipado.

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