Caminando junto a Egwene a través del prado marchito de Campo de Emond, Elayne se entristeció al ver los cambios. Egwene parecía conmocionada. Cuando había aparecido en el Tel’aran’rhiod le colgaba una larga trenza por la espalda, llevaba un sencillo vestido de paño, nada menos, y bajo el repulgo del vestido asomaban unos zapatos fuertes. Elayne suponía que era la clase de atuendo que había llevado su amiga cuando vivía en Dos Ríos. Ahora su oscuro cabello le llegaba a los hombros, recogido por una pequeña cofia de encaje fino, y sus ropas eran tan delicadas como las de Elayne, de un color azul intenso, con bordados de plata en el corpiño, en el alto cuello y en los bordes de la falda y de las mangas. Unos escarpines de terciopelo, trabajados con plata, habían sustituido a los zapatos de grueso cuero. Elayne necesitaba mantener enfocada la concentración para que su traje de montar, de seda verde, no sufriera cambios, quizás a un estilo que la avergonzaría, pero en el caso de su amiga los cambios operados, sin lugar a dudas, eran un acto deliberado.
Esperaba que Rand todavía amase Campo de Emond, pero había dejado de ser el pueblo donde él y Egwene habían crecido. No había gente en el Mundo de los Sueños, aunque obviamente se había convertido en una villa de considerable tamaño, y próspera, ya que casi una casa de cada tres estaba construida de piedra bien labrada, alguna de tres pisos, y había más con el techo de tejas de todos los colores del arco iris que con techumbre de paja. Algunas calles estaban pavimentadas con adoquines bien encajados, nuevos y sin desgastar todavía, e incluso había una gruesa muralla de piedra rodeando la población, con torres y puertas reforzadas con hierro que no habrían desentonado en una ciudad de las Tierras Fronterizas. Al otro lado de la muralla se veían molinos harineros y aserraderos, una fundición y grandes talleres para tejedores, tanto de paños como de alfombras, y en el interior había tiendas de carpinteros, alfareros, costureras, cuchilleros, plateros y orfebres, y muchos de sus productos eran tan finos como los que podían verse en Caemlyn, aunque algunos de los estilos parecían proceder de Arad Doman o Tarabon.
El aire era fresco, pero no frío, y no había señal de nieve en el suelo, al menos de momento. Aquí el sol se encontraba en su cenit, aunque Elayne confiaba en que todavía fuese de noche en el mundo de vigilia. Deseaba disfrutar de un sueño real, descansado, antes de tener que afrontar lo que trajera la mañana. Siempre se sentía cansada en los últimos días; había tanto que hacer y eran tan pocas las horas… Había tenido que acudir a Campo de Emond porque no parecía probable que un espía pudiera encontrarlas allí, pero Egwene se había entretenido observando los cambios habidos en el lugar de su nacimiento. Y Elayne tenía sus propias razones, aparte de Rand, para desear echar un vistazo a la villa. El problema —uno de ellos— era que en el mundo de vigilia podía transcurrir una hora mientras uno pasaba cinco o diez en el Mundo de los Sueños, pero también podía ocurrir al contrario. Cabía la posibilidad de que en Caemlyn ya se hubiese hecho de día.
Egwene se paró al borde del prado y volvió la vista hacia el ancho puente de piedra que trazaba un arco sobre el rápido y caudaloso arroyo procedente de un manantial, el cual brotaba de un afloramiento rocoso con la fuerza suficiente para derribar a un hombre. Un macizo pilar de mármol, todo él cubierto con nombres cincelados, se alzaba en el centro del prado, así como dos altas astas de bandera con bases de piedra.
—Un monumento a una batalla —murmuró—. ¿Quién habría imaginado algo así en Campo de Emond? Aunque Moraine dijo que una vez se disputó una gran batalla en este lugar, durante la Guerra de los Trollocs, cuando sucumbió Manetheren.
—Aparecía en la historia que estudié —contestó quedamente Elayne, que tenía prendida la vista en las vacías astas de bandera. Vacías de momento. Allí no podía sentir a Rand. Oh, sí, todavía permanecía dentro de su cabeza al igual que Birgitte, un núcleo, prieto como una piedra, de emociones y sensaciones físicas que resultaban más difíciles de interpretar ahora que él se encontraba lejos; sin embargo, en el Tel’aran’rhiod no sabía en qué dirección se encontraba. Echaba en falta ese conocimiento, por pequeño que fuera. Lo echaba de menos a él.
En lo alto de las astas aparecieron estandartes que duraron justo el tiempo suficiente para ondear perezosamente una vez. El tiempo suficiente para ver en uno un águila roja volando sobre un campo azul. No un águila cualquiera, no: el Águila Roja. En cierta ocasión, mientras visitaba el lugar con Nynaeve en el Tel’aran’rhiod, le había parecido atisbarla, pero decidió que debía de haberse equivocado. Maese Norry había empezado a sacarla de su error. Amaba a Rand; pero, si alguien del lugar donde había crecido estaba intentando levantar a Manetheren de su antigua tumba, tendría que tomar cartas en el asunto por mucho que le doliese a él. Aquel estandarte y aquel nombre todavía tenían suficiente poder para representar una amenaza para Andor.
—Había oído hablar de los cambios a Bode Cauthon y a las otras novicias del lugar —continuó Egwene, que miraba con la frente arrugada las casas que rodeaban el prado—, pero no imaginaba algo así. —Casi todas las viviendas eran de piedra. Una pequeña posada seguía aún junto a los grandes cimientos de otro edificio mucho más grande, con un enorme roble alzándose en medio, pero lo que parecía ser una posada muchas veces mayor estaba casi terminada al otro lado de los cimientos, con un gran cartel, en el que se leía «Los Arqueros», ya colgado sobre la puerta—. Me pregunto si mi padre seguirá siendo el alcalde. ¿Estarán bien mi madre y mis hermanas?
—Sé que mañana pones en marcha el ejército —dijo Elayne—, si es que no es ya mañana, pero a buen seguro podrías encontrar unas pocas horas para visitar este lugar una vez que llegues a Tar Valon. —Viajar hacía las cosas tan fáciles… Puede que ella misma enviase a alguien a Campo de Emond; si sabía en quién confiar para esa misión. O si pudiese prescindir de cualquiera de las personas de su confianza. Egwene sacudió la cabeza.
—Elayne, he tenido que ordenar que se azote a mujeres con las que he crecido porque no creen que sea la Sede Amyrlin o, si lo creen, porque piensan que pueden romper las reglas porque me conocen. —De repente una estola de siete colores apareció sobre sus hombros. Cuando reparó en ella, hizo una mueca y la prenda desapareció—. No me creo capaz de afrontar Campo de Emond como la Amyrlin —dijo tristemente—. Todavía no. —Se sacudió y su voz cobró firmeza—. La Rueda gira, Elayne, y todo cambia. He de acostumbrarme a ello. Me acostumbraré. —Al hablar así recordaba mucho a Siuan Sanche. La Siuan Sanche de Tar Valon, antes de que todo cambiase. Con estola o sin ella, Egwene actuaba como la Amyrlin—. ¿Estás segura de que no quieres que te envíe algunos de los soldados de Gareth Bryne? Los suficientes para que te ayuden a asegurar Caemlyn, al menos.
De repente se vieron rodeadas de una brillante capa de nieve que les llegaba a las rodillas. Un reluciente manto cubría los tejados, como tras una intensa nevada. Ésta no era la primera vez que tal cosa había ocurrido, y se limitaron a rehusar que el frío repentino las afectase, en lugar de imaginar capas y ropas más gruesas.
—Nadie va a atacarme antes de primavera —contestó Elayne. Los ejércitos no se movían en invierno, a menos que contasen con la ventaja de Viajar, como el de Egwene. La nieve lo empantanaba todo y, cuando se derretía, entonces era el barro el que ocasionaba problemas. Esas gentes de la Tierras Fronterizas a buen seguro habían iniciado su viaje hacia el sur pensando que el invierno no llegaría ese año—. Además, necesitarás a todos los hombres cuando llegues a Tar Valon.
Como era de esperar, Egwene asintió con la cabeza sin insistir más en su oferta. Incluso con el intenso reclutamiento llevado a cabo durante el último mes, Gareth Bryne no contaba todavía ni con la mitad de los soldados que le había dicho que necesitaría para tomar Tar Valon. Según Egwene, el hombre estaba dispuesto a iniciar la campaña con lo que tenía, pero obviamente el asunto la preocupaba.
—Tengo que tomar decisiones muy difíciles, Elayne. La Rueda gira según sus designios, pero sigo siendo yo la que tiene que decidir.
Siguiendo un impulso, Elayne se abrió paso por la nieve y rodeó a Egwene con sus brazos para estrecharla fuertemente. Es decir, empezó a abrirse paso entre la nieve, porque mientras abrazaba a su amiga la nieve desapareció, sin dejar siquiera una mancha húmeda en sus vestidos. Las dos se cimbrearon como si estuviesen bailando y faltó poco para que cayesen al suelo.
—Sé que tomarás la decisión correcta —manifestó Elayne, riendo a despecho de sí misma.
—Eso espero —repuso seriamente Egwene, que no se unió a su risa—, porque, decida lo que decida, habrá gente que morirá por ello. —Dio unas palmaditas en el brazo a Elayne—. En fin, tú conoces bien ese tipo de decisiones, ¿no es cierto? Y las dos necesitamos volver a nuestras camas. —Vaciló un instante antes de proseguir—. Elayne, si Rand se reúne de nuevo contigo, debes contarme lo que te diga, y si lo que hable te da cualquier indicio de lo que se propone hacer o adónde se propone ir.
—Te contaré todo lo que pueda, Egwene. —Elayne sintió una punzada de culpabilidad. Le había dicho todo, o casi todo, pero no que había vinculado a Rand con Min, Aviendha y ella. La ley de la Torre no prohibía lo que habían hecho. Un cuidadoso interrogatorio a Vandene había dejado muy claro eso, pero lo que no estaba tan claro era si se permitiría. Aun así, se repitió lo que le había oído decir a un mercenario arafelino reclutado por Birgitte: «Lo que no está prohibido está permitido». Casi sonaba como uno de los refranes de Lini, aunque dudaba que su niñera hubiese sido jamás tan permisiva—. Estás preocupada por él, Egwene. Más de lo habitual, quiero decir. Lo noto. ¿Por qué?
—Tengo razones para estarlo, Elayne. Los informadores nos hacen llegar rumores muy inquietantes. Sólo rumores, espero, pero si no lo son… —Ahora sí que su porte era de Sede Amyrlin, una esbelta y joven mujer que parecía fuerte como el acero y alta como una montaña. La determinación llenaba sus oscuros ojos y ponía un gesto firme en su mandíbula—. Sé que lo amas. Yo también lo quiero, pero no estoy intentando sanar a la Torre Blanca para que él pueda encadenar a las Aes Sedai como damane. Que duermas bien y tengas sueños placenteros, Elayne. Los sueños placenteros son más valiosos de lo que la gente imagina. —Y sin más desapareció, de vuelta al mundo de la vigilia.
Por un instante, Elayne se quedó mirando el espacio ocupado antes por Egwene. ¿A qué se había referido? ¡Rand jamás haría algo así! ¡Aunque sólo fuese por amor a ella, no lo haría! Tanteó aquel núcleo duro como una roca que sentía en el fondo de su mente. Encontrándose él tan lejos, las vetas de oro brillaban sólo en el recuerdo. Por supuesto que no haría eso. Inquieta, salió del sueño, de vuelta a su cuerpo dormido.
Necesitaba descansar, pero no bien había regresado a su cuerpo cuando la luz del sol cayó sobre sus párpados. ¿Qué hora era? Tenía acordadas citas a las que acudir, deberes que cumplir. Quería dormir meses enteros; se debatió contra el deber, pero éste se impuso. Le esperaba un día duro, repleto de ocupaciones. Todos los días pasaba lo mismo. Abrió los ojos de golpe; los sentía irritados, como si los tuviese llenos de arena, como si no hubiese dormido nada en absoluto. Por la luz que se colaba por las ventanas, el amanecer hacía rato que había quedado atrás. Podía quedarse tumbada allí, simplemente. El deber. Aviendha rebulló en sueños, y Elayne le dio un fuerte codazo en las costillas. Si ella tenía que despertarse, entonces Aviendha no iba a quedarse holgazaneando.
Aviendha despertó sobresaltada y alargó la mano hacia el cuchillo que había en la mesita auxiliar, al lado de la cama; pero, antes de que su mano llegase a tocar la oscura empuñadura de asta, apartó los dedos.
—Algo me despertó —murmuró—. Creía que había un Shaido… ¡Eh, mira el sol! ¿Por qué me has dejado dormir tanto? —demandó mientras bajaba precipitadamente de la cama—. Sólo porque tenga permiso para quedarme contigo no… —Sus palabras quedaron amortiguadas brevemente al sacarse de un tirón el camisón arrugado por la cabeza—… significa que Monaelle no vaya a azotarme si cree que estoy siendo perezosa. ¿Es que piensas pasarte tumbada ahí todo el día?
Con un gemido, Elayne salió de la cama. Essande ya esperaba a la puerta del vestidor; nunca despertaba a Elayne a menos que ésta se acordara de dar la orden la noche anterior. La joven se rindió a los casi silenciosos cuidados de la mujer de cabello blanco en tanto que Aviendha se vestía y compensaba el mutismo de la sirvienta con una sarta de comentarios risueños acerca de que una debía de sentirse como un bebé al tener a alguien que la vistiese, y que quizás Elayne había olvidado cómo hacerlo y por eso necesitaba que alguien la vistiera. Había ocurrido lo mismo todas las mañanas desde que habían empezado a compartir la cama. A Aviendha le resultaba muy divertido. Elayne no pronunció palabra, salvo para contestar a las sugerencias de su doncella respecto a lo que debería ponerse, hasta que el último botón de nácar estuvo abrochado y ella se examinó con ojo crítico en el espejo de cuerpo entero.
—Essande —dijo entonces, como de pasada—, ¿están preparadas las ropas de Aviendha? —El vestido de fino paño azul, con un toque de bordado en plata, serviría bien para lo que tenía que hacer ese día.
—¿Os referís a todas las bonitas sedas y encajes de lady Aviendha, milady? —inquirió, sonriente, Essande—. Oh, sí. Todas limpias y planchadas y recogidas —contestó, señalando los armarios que cubrían una pared.
Elayne giró la cabeza y sonrió a su hermana. Aviendha miraba fijamente los armarios, como si cobijaran víboras, y luego tragó saliva y acabó de ceñirse a las sienes el pañuelo oscuro doblado, con precipitación. Una vez que hubo dado permiso para irse a Essande, Elayne añadió:
—Es sólo por si las necesitas.
—Está bien, vale —murmuró Aviendha, que se puso el collar de plata—. Se acabaron las bromas de que una mujer te viste.
—Estupendo. O le diré que empiece a vestirte a ti. Eso sí que sería realmente divertido.
Por los rezongos entre dientes sobre la gente que no aguantaba una broma, resultó obvio que Aviendha no coincidía con esa opinión. Elayne casi esperaba que su hermana exigiera que se desecharan todos los vestidos que había adquirido. Le sorprendía un tanto que Aviendha no se hubiera ocupado ya de hacerlo.
El almuerzo que engulló Aviendha en la sala de estar consistió en jamón curado con pasas, huevos cocinados con ciruelas pasas, pescado salado preparado con piñones, pan untado con una gruesa capa de mantequilla, y té espeso y almibarado como jarabe por tanta miel. Bueno, quizá no fuera tan empalagoso, pero ése era el aspecto que tenía. Elayne no puso mantequilla en el pan, y añadió muy poca miel en el té; y, en lugar de jamón, huevos y pescado, comió unas gachas calientes de cereales y hierbas que se suponía que eran muy saludables. No sentía síntomas de estar encinta, por mucho que Min le hubiese dicho a Aviendha, pero Min también se lo había contado a Birgitte, cuando las tres empezaron a embriagarse. Entre su Guardiana, Dyelin y Reene Harfor, ahora se encontraba limitada a una dieta «adecuada para una mujer en su estado». Si tenía ganas de darse un capricho y mandaba a alguien a la cocina, nunca le llegaba por un motivo u otro, y, si se escabullía hasta allí en persona, las cocineras le dirigían miradas tan desaprobadoras que volvía a marcharse sin haber tomado nada.
No echaba de menos realmente el vino con especias y los dulces y las otras cosas que ahora tenía prohibidas —en fin, no mucho, excepto cuando Aviendha engullía tartas o pudines—, pero todo el palacio sabía que estaba embarazada. Y, por supuesto, eso significaba que se sabía cómo se había quedado en ese estado, ya que no de quién. Con los hombres no era tan malo, aparte del hecho de que lo sabían y de que ella sabía que estaban enterados, pero las mujeres no se molestaban en disimular que estaban al tanto. Ya fuera que aceptaran o reprobaran la situación, la mitad la miraba como si fuese un marimacho, y la otra mitad con expresión especuladora. Obligándose a tragar las gachas —en realidad no sabían tan mal, pero le habría encantado comer un poco del jamón que Aviendha estaba cortando en lonchas o un poco de los huevos con pasas—, se metió en la boca otra cucharada de las grumosas gachas; casi deseaba empezar con las náuseas del embarazo para que así Birgitte compartiese la sensación de tener el estómago revuelto.
El primer visitante que entró en sus aposentos esa mañana, aparte de Essande, fue el candidato principal entre las mujeres de palacio como padre de su recién engendrado hijo.
—Mi reina —saludó el capitán Mellar al tiempo que hacía una reverencia acompañada por una floritura con su sombrero—. El jefe amanuense espera la venia de vuestra majestad. —Los ojos del capitán, oscuros e impasibles, ponían de manifiesto que nunca tendría pesadillas por los hombres que había matado, y el fajín orlado de encaje que le cruzaba el pecho y las puntillas del cuello y los puños le daban un aspecto aún más duro. Aviendha se limpió con una servilleta de lino la grasa que le manchaba la mejilla y lo observó con los ojos inexpresivos. Las dos mujeres de la guardia que flanqueaban las puertas en el exterior hicieron una ligera mueca. Mellar ya tenía fama de pellizcar los traseros de las componentes de este cuerpo, al menos de las más guapas, por no mencionar los comentarios desdeñosos respecto a sus habilidades que hacía en las tabernas de la ciudad. Para las mujeres de la guardia, eso último era mucho peor.
—Todavía no soy reina, capitán —repuso secamente Elayne. Siempre intentaba ajustarse todo lo posible al tema con el hombre—. ¿Cómo va el reclutamiento de mi guardia personal?
—Hasta ahora sólo treinta y dos, milady. —Sin soltar el sombrero, el hombre de cara chupada apoyó las dos manos en la empuñadura de la espada, en una postura relajada que difícilmente podía considerarse adecuada encontrándose en presencia de la que había llamado su reina. Y tampoco lo era su sonrisa—. Lady Birgitte ha marcado unos niveles rigurosos, que pocas mujeres pueden alcanzar. Dadme diez días y encontraré cien hombres que los superarán y que os tendrán en tanta estima como yo.
—Creo que no, capitán Mellar. —Le costó esfuerzo evitar dar un timbre frío a su voz. Ese hombre tenía que haber oído los rumores referentes a ellos dos. ¿Acaso pensaba que porque no los había negado podía parecerle… atractivo? Apartó el plato todavía medio lleno de gachas y contuvo un escalofrío. ¿Treinta y dos ya? El número aumentaba rápidamente. Algunas de las Cazadoras del Cuerno que venían demandando rango últimamente habían llegado a la conclusión de que servir en el cuerpo de guardia personal de Elayne otorgaba cierto estilo. Elayne admitía que las mujeres no podían estar de servicio día y noche; pero, por mucho que dijese Birgitte, la meta de cien le parecía excesiva. No obstante, su Guardiana se cerraba en banda ante cualquier sugerencia de reducir ese número—. Por favor, decidle al jefe amanuense que puede pasar —ordenó, a lo que él respondió con otra estudiada reverencia.
Elayne se levantó para alcanzarlo en la puerta y, mientras Mellar abría una de las hojas con los leones tallados, le puso una mano en el brazo y sonrió.
—Gracias de nuevo por salvarme la vida, capitán —dijo, esta vez con un timbre cálido.
¡El tipo le sonrió con aire de suficiencia! Las mujeres de la guardia que Elayne alcanzó a ver en el pasillo antes de que la puerta se cerrase tras él tenían la vista al frente, como estatuas de piedra, y cuando Elayne se volvió se encontró con la mirada de Aviendha fija en ella y apenas más expresiva que la que le había dirigido antes a Mellar. Esa pizca de expresión, sin embargo, era de estupefacción, y Elayne suspiró.
Cruzó la sala y se inclinó para rodear con el brazo los hombros de su hermana y hablarle en voz queda, para que sólo la oyese ella. Confiaba en las mujeres de su guardia personal lo bastante para compartir cosas, pero había otras que no osaría decirles.
—Vi que pasaba una doncella, Aviendha. Las criadas chismorrean más que los hombres, y cuantas más crean que este hijo es de Doilin Mellar, más seguro estará. Si es necesario, dejaré que ese hombre me pellizque el trasero.
—Entiendo —contestó lentamente Aviendha, que frunció el entrecejo y se quedó contemplando fijamente su plato, como si viese en él algo más que los huevos y las pasas, y empezó a empujarlos con el cubierto.
Maese Norry le presentó su habitual informe del mantenimiento de palacio y la ciudad, chismes recibidos de sus corresponsales en capitales extranjeras y noticias recogidas de mercaderes, banqueros y otras personas que tenían contactos más allá de las fronteras, pero la primera de todas fue, con mucho, la más importante para Elayne, si no la más interesante.
—Los dos banqueros más prominentes de la ciudad se muestran más… inclinados a avenirse a razones, milady —dijo con aquella voz seca como polvo. Sosteniendo contra el pecho la carpeta de cuero, miró a Aviendha de reojo. Todavía no se había acostumbrado a su presencia mientras presentaba los informes. Ni a la de las mujeres de la guardia. Aviendha le sonrió enseñándole los dientes, y el hombre parpadeó y después tosió tapándose la boca con la huesuda mano—. Maese Hoffley y la señora Adnscale estaban… indecisos al principio, pero conocen el mercado del alumbre tan bien como yo. Sería aventurado decir que sus cofres se encuentran a vuestra disposición ahora, pero he acordado el ingreso de veinte mil coronas de oro a la cámara blindada de palacio, cantidad que se irá incrementando a medida que se necesite.
—Informad de ello a lady Birgitte —respondió Elayne, que disimuló su alivio. Birgitte todavía no había contratado suficientes guardias para controlar una ciudad del tamaño de Caemlyn, cuanto menos el país, pero Elayne no podía contar con recibir las rentas de sus heredades antes de la primavera, y los mercenarios costaban mucho dinero. Ahora no los perdería por falta de oro antes de que Birgitte reclutase hombres para reemplazarlos—. ¿Qué más, maese Norry?
—Me temo que hay que dar la máxima prioridad a las alcantarillas, milady. Las ratas se están reproduciendo en ellas como si ya fuese primavera, y…
El hombre mezclaba unas cosas con otras, según lo que a su entender era más urgente. Norry parecía tomarse como un fracaso personal no haber descubierto aún a los responsables de la liberación de Elenia y Naean, a pesar de haber transcurrido sólo una semana desde su rescate. El precio del trigo estaba subiendo desorbitadamente, junto con los de todos los productos comestibles, y ya era evidente que la reparación de los tejados de palacio se alargaría más de lo previsto y costaría más de lo que los albañiles habían calculado al principio; pero el precio de los alimentos siempre subía conforme avanzaba el invierno, y las obras de los albañiles siempre costaban más de lo que se había dicho en un primer momento. Norry admitió que la última correspondencia recibida de Nueva Braem databa de varios días atrás, pero los llegados de las Tierras Fronterizas parecían conformes con seguir donde se encontraban, cosa que él no entendía. Cualquier ejército, y más uno tan grande como se decía era ése, tenía que estar dejando pelados de recursos los campos del entorno a estas alturas. Elayne tampoco entendía por qué lo hacían, pero se alegraba de que fuera así. De momento. Rumores en Cairhien sobre Aes Sedai que juraban fidelidad a Rand daban al menos un motivo para la preocupación de Egwene, aunque resultaba difícil de creer que cualquier hermana hiciese semejante cosa. Aquélla era la noticia menos importante, desde el punto de vista de Norry, pero no para Elayne. Rand no podía permitirse el lujo de provocar el distanciamiento de las hermanas del bando de Egwene; no podía permitirse el lujo de perder el apoyo de ninguna Aes Sedai. Sin embargo, parecía encontrar el modo de hacerlo.
Reene Harfor reemplazó enseguida a Halwin Norry; la mujer saludó a las mujeres de la guardia con un gesto de la cabeza y dedicó una sonrisa a Aviendha. Si a la rellena y canosa mujer le había extrañado en algún momento que Elayne llamase «hermana» a Aviendha, jamás lo había demostrado, y ahora parecía que su aprobación era genuina. No obstante, ni que sonriese ni que no, su informe resultó mucho más sombrío que cualquiera de los del jefe amanuense.
—Jon Skellit está a sueldo de la casa Arawn, milady —dijo Reene, y la severidad de su rostro era digna de un verdugo—. Se lo ha visto ya aceptar dos veces una bolsa de dinero de manos de hombres que se sabe están a favor de Arawn. Y no cabe duda de que Ester Norham también está a sueldo de alguien. No ha robado, pero tiene más de cincuentas coronas de oro escondidas debajo de una baldosa suelta, y anoche agregó otras diez.
—Proceded como en los otros casos —instruyó tristemente Elayne. La primera doncella había desenmascarado a nueve espías seguros, hasta el momento, cuatro de ellos empleados por alguien cuya identidad Reene aún no había sido capaz de descubrir. Que se hubiese desenmascarado a alguien bastaba para encolerizar a Elayne, pero los casos del barbero y la peluquera eran peores, ya que ambos habían estado al servicio de su madre. Una lástima que no les hubiese parecido apropiado trasladar su lealtad a la hija de Morgase.
Aviendha torció el gesto cuando la señora Harfor contestó que así lo haría, pero que no tenía sentido despedir a los espías, o matarlos, como había sugerido la Aiel. Lo único que se conseguiría con ello sería que los sustituyesen por otros espías que les serían desconocidos. «Un espía es el arma de tu enemigo hasta que sabes quién es —había dicho su madre—. Entonces pasa a ser un arma a tu disposición». «Cuando descubras a un espía —le había dicho Thom—, guárdalo entre algodones y dale de comer con cuchara como a un bebé». A los hombres y las mujeres a su servicio que la habían traicionado se les permitiría «descubrir» lo que Elayne quisiera que supiesen, y no todo ello verdad, como por ejemplo el número de soldados que Birgitte había reclutado.
—¿Algo nuevo respecto al otro asunto, señora Harfor?
—Todavía nada, milady, pero albergo esperanzas —respondió Reene con una expresión aún más severa que antes—. Albergo esperanzas.
A continuación de la primera doncella entraron dos delegaciones de mercaderes, la primera consistente en un numeroso grupo de kandoreses con pendientes engastados de gemas y las cadenas de plata del gremio cruzadas sobre el torso, y luego, justo detrás de ellos, media docena de illianos, con un mínimo toque de bordados en sus chaquetas o vestidos en el mejor de los casos, y de un color liso y apagado en la mayoría de ellos. Elayne los recibió en una de las salas de audiencias más pequeñas. Los tapices que flanqueaban el hogar de mármol representaban escenas de caza, en lugar del emblema del León Blanco, y los pulidos paneles de madera de las paredes carecían de tallas. Eran mercaderes, no diplomáticos, aunque algunos parecieron sentirse desairados porque sólo les ofreciese vino y ella no compartiera la bebida. Kandoreses o illianos, también miraron con recelo a las dos mujeres de la guardia que la siguieron a la sala y se apostaron junto a la puerta, aunque si para entonces no se habían enterado del rumor que corría sobre el intento de asesinarla es que tenían que estar sordos. Otras seis componentes de su guardia personal aguardaban al otro lado de la puerta.
Los kandoreses estudiaban subrepticiamente a Aviendha cuando no escuchaban con atención a Elayne, y los illianos evitaron mirarla tras la primera ojeada sorprendida. Era evidente que interpretaban como relevante la presencia de una Aiel, a pesar de que ésta se limitara a estar sentada en el suelo, en un rincón, sin decir palabra; empero, ya fuesen illianos o kandoreses, los mercaderes querían lo mismo: la confirmación de que Elayne no encolerizaría al Dragón Renacido hasta el punto de que éste interfiriese con el comercio al enviar sus ejércitos de Aiel a saquear Andor, si bien no dieron la cara para decirlo expresamente así. Tampoco mencionaron que los Aiel y la Legión del Dragón tenían grandes campamentos a pocos kilómetros de Caemlyn. Bastó con sus corteses preguntas respecto a los planes de Elayne, ahora que había hecho retirar el Estandarte del Dragón y la Enseña de la Luz. Les respondió lo mismo que respondía a todos, que Andor se aliaría con el Dragón Renacido, pero que no era una nación conquistada. A cambio, ellos le contestaron con vagos augurios de bienestar y sugirieron que apoyaban incondicionalmente su petición al Trono del León, sin decir, de hecho, nada que se le pareciera. Después de todo, si ella fracasaba en sus aspiraciones, no serían bienvenidos en Andor bajo el gobierno de quienquiera que alcanzase la corona en su lugar.
Después de que los illianos se hubieron marchado tras hacer reverencias y saludos corteses, Elayne cerró los ojos un instante y se frotó las sienes. Todavía le quedaba una reunión con una delegación de vidrieros antes de la comida de mediodía, y otras cinco más con mercaderes o artesanos por la tarde; un día muy ocupado, repleto de tópicos y ambigüedades excesivamente comedidos. Como Nynaeve y Merilille se habían marchado, le tocaba a ella otra vez dar clase a las Detectoras de Vientos esa noche, una experiencia que, en el mejor de los casos, resultaba menos agradable que cualquier reunión con mercaderes. Quizá le quedase un poco de tiempo para estudiar los ter’angreal que había sacado de Ebou Dar antes de que estuviese tan agotada que no pudiera mantener abiertos los ojos. Resultaba embarazoso cuando Aviendha tenía que llevarla a la cama, pero no había modo de evitarlo. Eran muchas las cosas que tenía que hacer y siempre le faltaba tiempo.
Quedaba casi una hora antes de la reunión con los vidrieros, pero Aviendha se opuso sin contemplaciones a su sugerencia de echar una ojeada a los objetos de Ebou Dar.
—¿Es que Birgitte ha hablado contigo? —demandó Elayne mientras su hermana casi la arrastraba escaleras arriba por un estrecho tramo. Cuatro mujeres de la guardia las precedían, y las demás iban detrás, deliberadamente haciendo caso omiso de lo que pasaba entre Aviendha y ella, aunque le pareció ver que Rasoria Domanche, una fornida Cazadora del Cuerno con ojos azules y el cabello de un color rubio que rara vez se encontraba entre los tearianos, esbozaba una sonrisa.
—¿Acaso necesito que ella me diga que pasas demasiadas horas encerrada en palacio y que duermes excesivamente poco? —replicó Aviendha con desdén—. Necesitas un poco de aire fresco.
Ciertamente el aire en la columnata era fresco; mucho, a pesar de que el sol estaba alto en el cielo gris. Frías ráfagas soplaban entre las columnas, de manera que las mujeres de la guardia, prestas para defenderla de las palomas —única amenaza que existía allí—, tenían que sujetarse los sombreros adornados con plumas. En un arranque perverso, Elayne se negó a aislarse del frío.
—Dyelin habló contigo —rezongó mientras tiritaba.
Dyelin afirmaba que una mujer embarazada necesitaba dar largos paseos diarios. No se había andado por las ramas recordándole que, a pesar de su condición de heredera del trono, en realidad de momento sólo era Cabeza Insigne de la casa Trakand; y que, si la Cabeza Insigne de Trakand quería charlar con la Cabeza Insigne de Taravin, podría hacerlo mientras paseaban arriba y abajo por los pasillos del palacio o no hablarían en absoluto.
—Monaelle ha dado a luz siete hijos —contestó Aviendha—. Dice que tengo que ocuparme de que tomes el aire. —A pesar de que sólo llevaba el chal echado sobre los hombros, no daba señales de sentir el frío viento. Claro que las Aiel eran tan buenas como las hermanas a la hora de despreocuparse de los elementos. Rodeándose con los brazos, Elayne frunció el entrecejo—. Deja de enfurruñarte, hermana. —Aviendha señaló uno de los patios de los establos, que se veía entre los tejados blancos—. Mira, Reanne Corly ya está comprobando si Merilille Ceandevin ha regresado.
La ya familiar línea vertical de luz apareció en el patio y rotó sobre sí misma hasta formar un agujero en el aire de casi tres metros de alto y otros tantos de ancho.
Elayne contempló ceñuda la cabeza de Reanne. No estaba «enfurruñada». Quizá no debería haber enseñado a Reanne a Viajar, ya que la Allegada no era todavía Aes Sedai, pero ninguna de las otras hermanas era lo bastante fuerte para conseguir que el tejido funcionase, y si se permitía que las Detectoras de Vientos lo aprendieran, entonces, a su modo de ver, también debía permitirse que aprendiesen las pocas Allegadas que eran capaces de hacerlo. Además, ella no podía ocuparse de todo. Luz, ¿realmente el invierno había sido tan crudo antes de que aprendiera a impedir que el frío o el calor la afectasen?
Para su sorpresa, Merilille cruzó el acceso sacudiéndose nieve de la oscura capa forrada con piel, seguida por los guardias con yelmos que la habían acompañado cuando había partido hacía siete días. Zaida y las Detectoras de Vientos se habían mostrado muy molestas —por no decir algo peor— con la marcha de la Aes Sedai, pero la Gris había aprovechado la oportunidad de escapar de ellas aunque sólo fuera durante unos días. Había hecho falta comprobar a diario si se proponía regresar, abriendo un acceso en el mismo punto, si bien Elayne no había esperado verla aparecer hasta pasada, como mínimo, una semana en el mejor de los casos. Cuando el último de los diez guardias de capa roja hubo puesto pie en el patio, la esbelta y menuda hermana Gris desmontó, entregó las riendas a una caballeriza, y se apresuró a entrar en palacio antes de que la mujer tuviese tiempo para algo más que apartarse de su camino.
—Estoy «disfrutando» del aire fresco —comentó Elayne, conteniendo apenas el castañeteo de dientes—. Pero, si Merilille ha regresado, tengo que bajar.
Aviendha enarcó una ceja como si sospechara una maniobra de evasión, pero fue la primera en empezar a bajar la escalera. La vuelta de Merilille era importante, y, a juzgar por sus prisas, o traía noticias muy buenas o muy malas.
Para cuando Elayne y su hermana entraron en la sala de estar —seguidas por dos de las mujeres de la guardia, naturalmente, que se apostaron en la puerta—, Merilille ya se encontraba allí. Su capa, con manchas de humedad, descansaba en una silla, los guantes de color gris claro estaban sujetos debajo del cinturón, y su negro cabello necesitaba un cepillado. El pálido semblante de la Aes Sedai tenía ojeras púrpuras, y denotaba un cansancio tan profundo como el que sentía la propia Elayne.
A pesar de su rapidez en subir desde el patio de los establos, Merilille no se encontraba sola. Birgitte se hallaba de pie con ceño pensativo, apoyado un brazo en la repisa tallada de la chimenea. Con la otra mano se aferraba la larga trenza dorada, casi como Nynaeve. Hoy vestía unos amplios pantalones de color verde oscuro y la corta chaqueta roja, una combinación que hacía daño a los ojos. El capitán Mellar hizo una estudiada reverencia, acompañada por una floritura de su sombrero de plumas blancas. No tenía por qué estar allí, pero Elayne lo dejó quedarse e incluso le dirigió una agradable sonrisa. Una sonrisa muy cálida.
La joven y regordeta doncella que acababa de dejar una gran bandeja de plata sobre un aparador parpadeó y miró a Mellar con los ojos muy abiertos, antes de acordarse de hacer una reverencia y marcharse. Elayne mantuvo la sonrisa hasta que la puerta se hubo cerrado. Estaba dispuesta a hacer cualquier cosa que sirviera para que su bebé no corriera peligro. En la bandeja había vino caliente con especias, para los demás; para ella, un té flojo. En fin, por lo menos estaba caliente.
—Tuve mucha suerte —dijo con un suspiro Merilille una vez que se hubo sentado; echó una ojeada vacilante a Mellar por encima de la copa de vino. Conocía la historia de cómo había salvado la vida a Elayne, pero se había marchado antes de que los rumores empezaran—. Resultó que Reanne había abierto el acceso a menos de ocho kilómetros del lugar donde acampan las gentes de las Tierras Fronterizas. No se han movido de allí desde que llegaron. —Encogió la nariz—. De no ser por el tiempo, el hedor de las letrinas y del estiércol de caballo sería insoportable. Tenías razón, Elayne. Los cuatro dirigentes están allí, en cuatro campamentos separados por unos pocos kilómetros. Cada cual cuenta con un ejército. Encontré a los shienarianos el primer día, y desde entonces casi todo el tiempo lo he dedicado a hablar con Easar de Shienar y con los otros tres. Nos reuníamos en un campamento diferente cada día.
—Y también dedicaríais algo de tiempo a observar, espero —adujo respetuosamente Birgitte desde la chimenea. Se mostraba respetuosa con todas las Aes Sedai salvo con aquella con que estaba vinculada—. ¿Cuántos son?
—Imagino que no sabréis la cifra exacta —intervino Mellar, cuya actitud denotaba que no esperaba otra cosa. Por una vez su rostro estrecho no sonreía. Con la mirada fija en la copa, se encogió de hombros—. No obstante, cualquier cosa que vieseis podría ser de utilidad. Si son muchos, a lo mejor se mueren de hambre antes de que representen una amenaza para Caemlyn. El ejército más grande del mundo se reduce a un número de cadáveres andantes si no se cuenta con vituallas ni forraje.
Se echó a reír, y Birgitte le lanzó una mirada sombría, pero Elayne levantó ligeramente la mano junto al costado, una señal para que la otra mujer guardara silencio.
—No andan sobrados de suministros, capitán —dijo fríamente Merilille, que se sentó más derecha a pesar de su evidente cansancio—, pero tampoco pasan hambre. Yo no contaría con la inanición para vencerlos, llegado el caso. —Después de haber pasado un tiempo alejada de las Atha’an Miere, sus grandes ojos ya no tenían una expresión de sobresalto perpetuo; y, a despecho de su sosegada compostura de Aes Sedai, resultaba evidente que había decidido que Doilin Mellar no le caía bien, hubiese salvado la vida de quien fuera—. En cuanto a su número, yo calculo que algo más de doscientos mil, y dudo mucho que nadie, a excepción de sus propios oficiales, tenga una cifra más exacta que ésa. Aun con hambre, ésas son muchas espadas.
Mellar repitió el gesto de encogerse de hombros, sin alterarse por las miradas severas de la Aes Sedai.
La delgada Gris no volvió a mirarlo pero tampoco hizo caso omiso de él de un modo obvio; en lo concerniente a ella, fue como si el hombre se hubiese convertido en una pieza más del mobiliario.
—Hay al menos diez hermanas con ellos, Elayne —prosiguió—, aunque hicieron un gran esfuerzo en ocultar ese detalle. No son partidarias de Egwene, diría yo, pero eso no significa que tengan que serlo de Elaida. Me temo que son muchas las hermanas que parecen haberse sentado a un lado hasta que los problemas de la Torre se hayan resuelto. —Volvió a suspirar, quizás esta vez no debido al cansancio.
Con una mueca, Elayne dejó la taza de té. No habían subido miel, y no le gustaba amargo.
—¿Qué quieren, Merilille? Los dirigentes, no las hermanas. —La presencia de diez Aes Sedai en aquel ejército lo hacía diez veces más peligroso, en especial para Rand. No, para cualquiera—. No han estado todo ese tiempo sentados ahí fuera, en la nieve, por gusto.
La Gris extendió ligeramente sus esbeltas manos.
—A largo plazo, sólo puedo hacer suposiciones. A corto plazo, quieren reunirse contigo, y lo antes posible. Enviaron mensajeros a Caemlyn cuando llegaron a Nueva Braem, pero en esta época del año puede pasar otra semana o más antes de que lleguen aquí. A Tenobia de Saldaea se le escapó, o fingió que se le escapaba, que saben que tienes cierta conexión, o al menos cierta relación, con cierta persona en la que también tienen interés, al parecer. De algún modo, se han enterado de tu presencia en Falme cuando ocurrieron ciertos acontecimientos. —Mellar frunció el entrecejo, desconcertado, pero nadie le aclaró nada—. No quise revelar el asunto de Viajar debido a esas hermanas, pero dije que podría volver pronto con una respuesta.
Elayne intercambió una mirada con Birgitte, que también se encogió de hombros, aunque en su caso no fue por indiferencia ni por desdén. El mayor obstáculo en las esperanzas de Elayne de utilizar al ejército de las Tierras Fronterizas para influir en sus oponentes al trono había sido cómo ponerse en contacto con unos dirigentes entronizados siendo ella simplemente la Cabeza Insigne de Trakand y la hija heredera de una reina difunta. El gesto de Birgitte daba a entender que debía darse por satisfecha de que se hubiese despejado el obstáculo, pero Elayne se preguntaba cómo se habían enterado esas gentes de las Tierras Fronterizas de cosas que muy pocos sabían. Y, si era así, ¿de cuántas más estaban enterados? Protegería al hijo que llevaba en las entrañas.
—¿Te importaría regresar allí de inmediato, Merilille? —preguntó. La otra hermana accedió con prontitud y abriendo ligeramente los ojos, lo que sugería que aguantaría cualquier cosa con tal de no tener que volver con las Detectoras de Vientos un poco más de tiempo—. En tal caso, iremos juntas. Si quieren reunirse pronto conmigo, hoy es un buen momento.
Sabían demasiado para retrasarlo. No podía permitir que hubiese nada que amenazara a su hijo. ¡Nada!