15 Una razón para necesitar a un fundidor de campanas

La carreta con forma de cajón le recordaba a Mat las de los gitanos que había visto, una pequeña casa sobre ruedas, aunque la función de ésta, repleta de anaqueles, armarios y bancos de trabajo adosados a las paredes, no era la de servir de habitáculo. Mat rebulló incómodo en la banqueta de tres patas, el único sitio disponible para sentarse, al tiempo que arrugaba la nariz por los olores extraños y acres. La pierna y las costillas rotas casi se habían curado ya, así como los cortes que había sufrido cuando todo aquel puñetero edificio se desplomó sobre su cabeza, pero todavía le dolían las heridas de vez en cuando. Además, esperaba despertar compasión. A las mujeres les encantaba mostrarse compasivas, si se hacía bien el papel. Mat se obligó a dejar de dar vueltas al sello en el dedo. Si uno dejaba que una mujer se diera cuenta de que estaba nervioso, enseguida lo interpretaba a su modo y al momento siguiente tiraba la compasión por la ventana.

—Escucha, Aludra —dijo, adoptando su sonrisa más encantadora—, a estas alturas deberías saber que los seanchan no harán el menor caso a tus fuegos artificiales. Esas damane realizan una cosa que llaman Luminarias del Cielo que, según he oído comentar, hacen que tus mejores fuegos de artificios parezcan unas pocas chispas elevándose por la chimenea. Sin ánimo de ofender.

—Yo no he visto esas Luminarias del Cielo —repuso displicentemente la mujer con su fuerte acento tarabonés. Tenía la cabeza inclinada sobre un mortero de madera del tamaño de un barril, sobre uno de los bancos de trabajo, y a pesar de llevar sujeto el oscuro y largo cabello en la nuca con una cinta azul, en una lazada floja, el pelo le caía hacia adelante, tapándole la cara. El largo delantal blanco, salpicado de chafarrinones, no impedía que se apreciara lo bien que se ajustaba a sus caderas el vestido verde oscuro, pero Mat estaba más interesado en lo que la mujer hacía. Bueno, igual de interesado. Aludra machacaba un polvo grueso y negro con un majador de madera, casi tan largo como su brazo. El polvo se parecía al que Mat había visto dentro de los fuegos de artificio que había abierto cortándolos con el cuchillo, pero aún no sabía qué lo componía—. En cualquier caso —continuó la mujer, ajena al escrutinio de Mat—, no voy a revelarte los secretos de la Corporación. Lo entiendes, ¿verdad?

Mat se encogió. Llevaba días trabajando y preparando el terreno para llevarla a este tema, desde que en una visita casual al espectáculo ambulante de Valan Luca se había enterado de que la mujer se encontraba en Ebou Dar, y desde el principio había temido que Aludra mencionara la Corporación de Iluminadores.

—Pero ya no eres una Iluminadora, ¿recuerdas? Te dieron la pat… Ejem. Dijiste que habías abandonado la Corporación. —No por primera vez, Mat se planteó la posibilidad de recordarle que en cierta ocasión la había salvado de cuatro miembros de la Corporación que querían cortarle el gaznate. Ese tipo de cosas bastaba para que la mayoría de las mujeres se echaran al cuello de uno, lo besaran y le ofrecieran lo que quisiera. Pero, si cuando la salvó la ausencia de besos había sido más que notable, no parecía probable que empezase a besarlo ahora—. Sea como sea —continuó, como sin darle importancia—, no tienes que preocuparte por la Corporación. Llevas creando flores nocturnas desde… ¿hace cuánto tiempo? Y nadie ha venido para intentar impedírtelo. Vaya, apostaría a que no volverás a ver a otro Iluminador.

—¿Qué es lo que has oído comentar? —inquirió la mujer en voz queda, todavía con la cabeza inclinada. La rotación del majador perdió velocidad hasta casi detenerse—. Cuéntame.

Mat sintió que se le erizaba el vello de la nuca. ¿Cómo lo hacían las mujeres? Uno ocultaba todas las pistas y aun así iban directas a lo que uno quería ocultarles.

—¿A qué te refieres? He oído las mismas hablillas que tú, supongo. Principalmente sobre los seanchan.

Aludra se giró tan deprisa que su cabello se agitó como un mayal, y, asiendo el pesado majador con las dos manos, lo blandió por encima de la cabeza. Unos diez años mayor que él, tenía unos ojos grandes y oscuros y una boquita carnosa que por lo general parecía preparada para que la besaran. Mat había pensado hacerlo en un par de ocasiones. Casi todas las mujeres se mostraban más tratables después de unos cuantos besos. Ahora enseñaba los dientes y parecía dispuesta a arrancarle la nariz de un mordisco.

—¡Cuéntamelo! —ordenó.

—Jugaba a los dados con unos seanchan, cerca de los muelles —empezó de mala gana, sin quitar ojo al majador alzado. Un hombre podía marcarse faroles y bravuconear y luego largarse sin más si la cosa no era seria, pero una mujer era capaz de partirle a uno el cráneo por un impulso. Además, tenía la cadera entumecida y dolorida por haber estado sentado tanto tiempo, y no sabía lo rápido que podría ser en levantarse de la banqueta—. No quería ser yo quien te lo dijera, pero… La Corporación ya no existe, Aludra. La sala de reuniones del gremio en Tanchico ha desaparecido. —Y ésa era la única sala de reuniones de verdad que tenía la Corporación. La de Cairhien llevaba tiempo abandonada y, en cuanto al resto, los Iluminadores sólo viajaban ya para realizar exhibiciones para dirigentes y nobles—. Rehusaron dejar pasar al complejo a los soldados seanchan, y lucharon, o lo intentaron, cuando irrumpieron allí. Ignoro qué ocurrió, quizás un soldado dejó una linterna donde no debía, pero lo cierto es que la mitad del complejo explotó, según tengo entendido. Seguramente son exageraciones. Sin embargo, los seanchan pensaron que uno de los Iluminadores había utilizado el Poder, y los… —Mat suspiró e intentó usar un tono suave, dulce. ¡Maldición, no quería ser él quien le diera esa noticia! Pero Aludra lo miraba iracunda, con el puñetero majador enarbolado sobre su cabeza—. Aludra, los seanchan reunieron a todos los que quedaron vivos en el complejo, a algunos Iluminadores que habían ido a Amador y a todo aquel que tenía aspecto de Iluminador entre el trayecto de una ciudad y otra, y los han hecho da’covale. Eso significa…

—¡Sé lo que significa! —manifestó ferozmente la mujer. Se giró de nuevo hacia el enorme mortero y empezó a machacar con tanta fuerza que Mat temió que aquello explotara; el polvo era realmente lo mismo que iba dentro de los fuegos de artificio—. ¡Idiotas! —masculló ella, encolerizada, majando con más y más fuerza—. ¡Redomados imbéciles! ¡Con los poderosos hay que doblar un poco la testuz y seguir caminando, pero no se dieron cuenta! —Sorbió por la nariz y se frotó las mejillas con el envés de la mano—. Te equivocas, mi joven amigo. Mientras viva un Iluminador, la Corporación también seguirá viva, ¡y yo aún lo estoy! —Todavía sin mirarlo, volvió a limpiarse las mejillas con la mano—. ¿Y qué harías si te doy los fuegos de artificio? Lanzárselos a los seanchan con una catapulta, supongo. —Su resoplido dejó claro lo que opinaba de ello.

—¿Y que tiene de malo esa idea? —preguntó él a la defensiva. Una buena catapulta de campaña, un escorpión, podía lanzar una piedra de cinco kilos a quinientos pasos, y cinco kilos de fuegos de artificio harían más daño que cualquier piedra—. En cualquier caso, mi idea es mejor. Vi esos tubos que utilizas para lanzar flores nocturnas al cielo. Trescientos pasos o más, dijiste. Coloca uno de ésos con una inclinación de más o menos grados, y apuesto a que podría lanzar una flor nocturna a mil pasos.

Aludra escudriñó el interior del mortero, y Mat creyó oírle mascullar casi entre dientes «hablo demasiado» y algo sobre ojos bonitos, lo que no tenía sentido. Habló rápidamente para impedir que la mujer recordara de nuevo lo de los secretos de la Corporación.

—Esos tubos son mucho más pequeños que una catapulta, Aludra. Si estuvieran bien escondidos, los seanchan nunca sabrían de dónde venían. Podrías enfocarlo como una venganza por lo de la sala de reuniones.

Ella volvió la cabeza y le dirigió una mirada de respeto. Mezclada con sorpresa, pero Mat se las ingenió para pasar eso por alto. Tenía los ojos enrojecidos, y en las mejillas se veía el rastro de lágrimas. A lo mejor, si la rodeaba con el brazo… Por lo general las mujeres agradecían un poco de consuelo cuando lloraban.

Antes de que tuviera tiempo de levantarse, Aludra interpuso el majador entre los dos y le apuntó con él como si fuese una espada; con una sola mano. Aquellos finos brazos debían de ser más fuertes de lo que aparentaban; el majador de madera, que más semejaba un garrote, no tembló lo más mínimo. «Luz —pensó—, ¡no es posible que haya adivinado lo que pensaba hacer!»

—No está mal pensado para ser idea de alguien que ha visto los tubos lanzadores hace pocos días —comentó Aludra—. En mi caso, lo llevo pensando desde hace mucho más tiempo que tú. Tengo razones para ello. —Durante un instante su voz sonó amarga, pero de nuevo recobró la suavidad e incluso adquirió un ligero timbre divertido—. Te plantearé un enigma, ya que eres tan listo, ¿vale? —sugirió al tiempo que enarcaba una ceja. ¡Algo le divertía mucho, definitivamente!—. Adivina para qué puede servirme un fundidor de campanas, y yo te revelaré todos mis secretos. Incluso algunos que te harían enrojecer, ¿de acuerdo?

Vaya, eso sí que sonaba interesante. Pero los fuegos de artificio eran más importantes que una hora acurrucado junto a ella. ¿Qué secretos tenía que pudieran hacerlo enrojecer? En eso, a lo mejor sería él quien la sorprendería. No todos los recuerdos de los otros hombres que se habían alojado en su mente estaban relacionados con batallas.

—Un fundidor de campanas —musitó, sin tener la menor idea de qué más añadir. Ninguno de los recuerdos arcaicos le daba una pista sobre ese asunto—. Bueno, supongo… Un fundidor de campanas podría… Quizá…

—No —se apresuró a interrumpirlo la mujer—. Ahora te vas y vuelves dentro de dos o tres días. Tengo trabajo que hacer, y me estás distrayendo con tus preguntas y tus intentos de sonsacarme. ¡No discutas! Te irás ahora.

Enfurruñado, Mat se levantó y se encajó el sombrero negro. ¿Sonsacarle? ¡Sonsacarle! ¡Rayos y centellas! Al entrar, había dejado la capa tirada en el suelo, junto a la puerta, y gruñó bajito cuando se agachó para recogerla. Se había pasado sentado en aquella banqueta casi todo el día; pero quizás había hecho progresos con ella. Es decir, si conseguía resolver el enigma. Campanas de alarma. Gongs para dar las horas. No tenía sentido.

—Podría pensar en besar a un joven tan listo como tú si no pertenecieses a otra ya —murmuró ella en un tono muy, muy cálido—. Tienes un trasero precioso.

Mat se irguió bruscamente, sin volverse a mirarla. El ardor en su cara era de rabia, pero seguro que ella pensaría que se había azorado. Por lo general podía olvidarse de lo que llevaba puesto a menos que alguien lo sacara a relucir. Ya había habido un par de incidentes en tabernas. Mientras había permanecido tumbado, con la pierna rota entablillada, las costillas sujetas con un vendaje prieto y más vendajes por casi todo el cuerpo, Tylin le había escondido todas sus ropas, y él no había podido encontrarlas todavía, pero seguro que sólo estaban escondidas, no quemadas. Después de todo, no podía tener intención de retenerlo para siempre. Lo único que le quedaba de su propiedad era el sombrero y el pañuelo de seda negra anudado al cuello. Y la cabeza de zorro plateada, por supuesto, colgada de un cordón al cuello, debajo de la camisa. Y sus cuchillos; realmente se habría sentido perdido sin ellos. Cuando finalmente había conseguido levantarse de la puñetera cama, la maldita mujer ordenó que le hicieran ropa nueva, con ella delante, allí sentada, ¡mientras la maldita modista le tomaba medidas! Los puños de blanquísimo encaje casi le cubrían las jodidas manos, a menos que tuviera cuidado, y más encaje caía desde el cuello hasta casi la jodida cintura. A Tylin le gustaba que los hombres llevaran encajes y puntillas. La capa era de un intenso color escarlata, tanto como las calzas excesivamente ceñidas, y bordeada con filigranas doradas y rosas blancas, nada menos. Eso, por no mencionar el jodido óvalo blanco en el hombro izquierdo, con el emblema del Ancla y la Espada de la casa Mitsobar. La chaqueta tenía un azul chillón que habría encantado a un gitano, con grecas tearianas bordadas en rojo en la pechera y a lo largo de las mangas, además. No quería acordarse del momento que se había visto obligado a pasar para convencer a Tylin de que no le pusieran perlas y zafiros y sólo la Luz sabía que más. Y era corta, encima. ¡Indecentemente corta! A Tylin también le gustaba su puñetero culo, ¡y al parecer no le importaba quién más lo veía!

Se echó la capa sobre los hombros —al menos servía para taparlo— y cogió el bastón de donde lo había dejado apoyado, al lado de la puerta. La cadera y la pierna iban a fastidiarle hasta que acabara con el dolor a costa de caminar.

—Dentro de dos o tres días, entonces —dijo con tanta dignidad como logró reunir.

Aludra soltó una risita queda, pero no lo bastante para que él no la escuchara. ¡Luz, una mujer podía humillar más con una risa que un matón de los muelles con una sarta de insultos! Y tan deliberadamente como éste.

Salió cojeando del carro y, tan pronto como hubo bajado los peldaños de madera adosados a la caja, cerró de un fuerte portazo. El cielo vespertino ofrecía el mismo aspecto que por la mañana, gris y borrascoso, cubierto de negros nubarrones. Soplaba un viento cortante. En Altara no había invierno de verdad, pero se le parecía bastante. En lugar de nieve, caía una lluvia helada y llegaban borrascas del mar, y además la humedad era tanta que daba la impresión de que el frío fuera más intenso. Aun cuando no llovía, bajo las botas se sentía el suelo empapado. Ceñudo, Mat se alejó renqueando de la carreta.

¡Mujeres! No obstante, Aludra era bonita. Y sabía hacer fuegos de artificio. ¿Un fundidor de campanas? A lo mejor conseguía acortarlo a dos días. Eso, si es que Aludra no empezaba a perseguirlo. Últimamente parecía que muchas mujeres lo hacían. ¿Acaso Tylin había cambiado algo en él que hacía que otras mujeres lo persiguieran igual que ella? No. Eso era ridículo. El viento le agitó la capa, alzándola tras su espalda, pero Mat iba demasiado absorto para darse cuenta. Un par de mujeres delgadas —acróbatas, le pareció— le dedicaron sonrisas maliciosas cuando pasaron a su lado, y Mat respondió con otra sonrisa al tiempo que hacía su mejor reverencia. Tylin no lo había cambiado. Seguía siendo el mismo hombre que había sido siempre.

El espectáculo de Luca era cincuenta veces más grande de lo que Thom le había contado, puede que más; un extenso batiburrillo de tiendas y carretas, del tamaño de un pueblo. A pesar del mal tiempo, varios artistas practicaban. Una mujer, vestida con una amplia blusa blanca y unas polainas tan ajustadas como las suyas, se mecía en una cuerda sujeta a dos altos postes; entonces se tiró y, de algún modo, se sujetó con los pies a la cuerda justo antes de precipitarse al suelo. A continuación se retorció para coger la cuerda con las manos, se elevó a pulso hasta sentarse en ella de nuevo, y volvió a repetir los pasos de antes. No muy lejos, un tipo corría literalmente encima de una rueda con forma de huevo que debía de tener seis metros de largo, montado sobre una plataforma que lo situaba a más altura que la mujer, la cual no tardaría en romperse el cuello por necia. Mat observó a un hombre con el pecho ancho como un barril que hacia rodar tres brillantes bolas a lo largo de los brazos y los hombros sin tocarlas siquiera con las manos. Eso era interesante. Quizá él sería capaz de hacerlo. Al menos esas bolas no lo dejaban a uno hecho pedazos y sangrando. De las otras ya había tenido más que suficiente y de sobra para toda la vida.

Sin embargo, lo que le llamó la atención realmente fueron las hileras de caballos. Largas filas de caballos y, a su lado, dos docenas de hombres, abrigados para protegerse del frío, que cargaban el estiércol en carretillas. Cientos de caballos. Al parecer, Luca había dado cobijo a algún domador de animales seanchan, y su recompensa había sido una autorización o cédula, firmada por la Augusta Señora Suroth en persona, que le permitía conservar todos los animales. Puntos, el caballo de Mat, estaba a buen recaudo, a salvo del sorteo ordenado por Suroth, porque se encontraba en los establos del palacio de Tarasin, pero sacar al castrado de esos establos estaba fuera de su alcance. Tylin le había puesto una correa al cuello, y no tenía intención de soltarlo de momento.

Se dio media vuelta, y se planteó la idea de ordenar a Vanin que robara algunos de los caballos del espectáculo si la conversación que iba a mantener con Luca no tenía el resultado que esperaba. Por lo que sabía de Vanin, dicha tarea sería un paseo vespertino para aquel hombre insólito. A pesar de su gruesa constitución, Vanin podía robar y montar cualquier caballo parido por una yegua. Por desgracia, Mat dudaba que él fuera capaz de aguantar sobre una silla más de dos kilómetros. Con todo, era una posibilidad que debía tener en cuenta. Empezaba a estar desesperado.

Siguió avanzando renqueante y contemplando ociosamente los ejercicios de malabaristas y acróbatas mientras se preguntaba cómo era posible que las cosas hubiesen llegado a tal extremo. ¡Rayos y centellas! ¡Él era ta’veren! ¡Se suponía que el discurrir del mundo estaría marcado por su influencia! Pero ahí estaba, estancado en Ebou Dar, el juguete de Tylin —¡que ni siquiera había esperado a que se hubiera sanado completamente para saltar sobre él como un ganso sobre un escarabajo!—, mientras todos los demás lo pasaban en grande. Con esas Allegadas adulándola, Nynaeve estaría tratando con prepotencia a todo bicho viviente. Una vez que Egwene se diese cuenta de que esas chifladas Aes Sedai que la habían nombrado Amyrlin no lo habían hecho en serio, Talmanes y la Compañía de la Mano Roja la harían desaparecer como por arte de magia. ¡Luz! Y, si conocía bien a Elayne, ¡seguramente llevaría ya puesta la Corona de la Rosa a estas alturas! Y Rand y Perrin probablemente estarían haraganeando delante de una chimenea, en algún palacio, bebiendo vino y compartiendo anécdotas y chistes.

Torció el gesto y se frotó la frente al sentir un fugaz remolino de colores girando dentro de su cabeza. Eso le ocurría últimamente cada vez que pensaba en cualquiera de los dos. Ignoraba por qué, y tampoco quería saberlo. Lo único que quería es que dejara de pasar. ¡Si por lo menos pudiera escapar de Ebou Dar! Y llevarse consigo el secreto de los fuegos de artificio, por supuesto; pero en todo momento la huida tenía prioridad sobre esos secretos.

Thom y Beslan seguían donde los había dejado, bebiendo con Luca delante de la carreta de éste profusamente adornada, pero Mat no se reunió con ellos de inmediato. Por alguna razón, a Luca le había caído mal desde el primer momento. Era recíproco, desde luego, pero en su caso existía una razón. El semblante de Luca traslucía la petulancia de quien se siente ufano de sí mismo, además de esa sonrisa de suficiencia que dirigía a cualquier mujer. Y parecía pensar que todas las mujeres del mundo disfrutaban mirándolo. ¡Luz, ese hombre estaba casado!

Despatarrado en un sillón dorado, que debía de haber robado de un palacio, Luca reía y gesticulaba exagerada y arrogantemente a Thom y a Beslan, que ocupaban sendos bancos a su derecha e izquierda. Estrellas y cometas dorados cubrían su chaqueta y su capa, de un color rojo brillante. ¡Hasta un gitano se habría sentido avergonzado de llevar esas prendas! ¡Y su carreta habría hecho llorar a un gitano! Mucho más grande que la de Aludra, ¡parecía estar lacada! Todo en derredor de la caja se repetían las fases de la luna en tono plateado, y estrellas y cometas dorados de todos los tamaños cubrían el resto de la superficie roja y azul. En ese marco, el aspecto de Beslan casi parecía normal y corriente con su chaqueta y capa adornadas con aves abatiéndose en vuelo. La apariencia de Thom, que en ese momento se limpiaba el vino del largo bigote con los nudillos, resultaba indiscutiblemente sosa con sus ropas de sencillo paño color bronce y su oscura capa.

Una persona que debería encontrarse allí no estaba presente, pero una rápida ojeada en derredor le descubrió a Mat un grupo de mujeres en una carreta cercana. Las había de todas las edades, desde la de Mat hasta las que ya lucían canas, pero todas ellas reían divertidas con la persona a la que rodeaban. Suspirando, Mat se dirigió hacia allí.

—Oh, no puedo decidirme —se oyó una voz aguda en el centro del grupo—. Cuando te miro, Merici, contemplo los ojos más bonitos que he visto en mi vida. Pero al mirarte a ti, Neilyn, entonces pienso que los más bonitos son los tuyos. Tus labios son como cerezas, Gillin, y los tuyos, Adria, hacen que desee besarlos. Y tu cuello, Jameine, grácil como el de un cisne…

Tragándose una maldición, Mat apresuró el paso todo lo posible y se abrió camino entre las mujeres pidiendo disculpas a derecha e izquierda. Olver se encontraba en medio de ellas, y el chico, pálido y bajo, gesticulaba y les sonreía por turno. Por sí sola, aquella sonrisa enseñando los dientes bastaba para que en cualquier momento una de ellas decidiese darle de bofetadas.

—Por favor, disculpadlo —murmuró Mat mientras cogía de la mano al chico—. Vamos, Olver, tenemos que regresar a la ciudad. Deja de mover la capa. En realidad no sabe lo que dice. No sé dónde aprende esas cosas.

Por suerte, las mujeres se echaron a reír y alborotaron el cabello de Olver mientras Mat se lo llevaba. Algunas comentaron que era un chiquillo muy dulce, ¡nada menos! Una metió la mano por debajo de la capa del chico y le pellizcó el trasero. ¡Mujeres!

Una vez que se hubieron alejado de ellas, Mat lanzó una mirada ceñuda al chico, que caminaba a su lado con paso airoso y ligero. Olver había crecido desde que Mat lo vio por primera vez, pero aun así seguía siendo bajo para su edad. Y, con aquella boca grande y las orejas aún más grandes, nunca sería apuesto.

—Podrías meterte en un buen lío por hablar así a las mujeres —le dijo—. A las mujeres les gustan los hombres serios y formales, con buenos modales. Reservados y quizás un poco tímidos. Cultiva esas cualidades, y las cosas te irán bien.

Olver le dirigió una mirada asombrada, incrédula, y Mat suspiró. El muchacho tenía un puñado de «tíos» que cuidaban de él, y todos excepto Mat eran una mala influencia.

La presencia de Thom y Beslan bastó para devolverle la sonrisa a Olver, que se soltó de un tirón de la mano de Mat y corrió hacia ellos, riendo. Thom le estaba enseñando a hacer juegos malabares y a tocar el arpa y la flauta, y Beslan lo instruía en el manejo de la espada. Sus otros «tíos» le daban clases sobre una gran variedad de otros tipos de habilidades. Mat tenía intención de enseñarle a manejar el bastón de combate, así como el arco de Dos Ríos, una vez que él se encontrara en forma de nuevo. Y prefería ignorar lo que el chico estaba aprendiendo de Chel Vanin o de los Brazos Rojos.

Luca se levantó de su extravagante sillón al ver acercarse a Mat, a la par que su sonrisa fatua se tornaba en una mueca agria. Miró a Mat de arriba abajo e hizo ondear aquella capa ridícula con una exagerada floritura mientras anunciaba en voz bien alta:

—Soy un hombre muy ocupado, y tengo mucho que hacer. Es posible que a no tardar tenga el honor de ser invitado para una representación privada ante la Augusta Señora Suroth.

Sin añadir nada más, se alejó sujetando la adornada capa con una sola mano, de manera que las ráfagas de aire la hicieron flamear tras él como un estandarte.

Mat sujetó la suya con ambas manos. Una capa era para dar calor. Había visto a Suroth en palacio, si bien nunca de cerca —aunque sí todo lo cerca que quería él—, y no podía imaginarla concediendo un minuto de su tiempo al Gran Espectáculo Ambulante y Magnífica Exhibición de Maravillas y Portentos de Valan Luca, como anunciaba en grandes letras rojas de un paso de altura el letrero de tela extendido entre dos altos postes a la entrada del espectáculo. Y, si lo hacía, sería para merendarse a los leones. O para darles un susto de muerte.

—¿Ha accedido ya, Thom? —preguntó en voz queda mientras seguía con la mirada, ceñudo, la marcha de Luca.

—Podemos viajar con él cuando se marche de Ebou Dar —respondió el envejecido hombre—. Por un precio. —Resopló de manera que tembló su bigote, y se pasó la mano por el cabello blanco en un gesto irritado—. Podríamos comer y dormir como reyes por lo que pide; pero, conociéndolo, dudo que lo hagamos. No cree que seamos delincuentes puesto que podemos movernos libremente, pero sabe que huimos de algo, o en caso contrario viajaríamos por otros medios. Desgraciadamente, no tiene intención de partir hasta la primavera como muy pronto.

¡Hasta la primavera! Mat pensó en varias maldiciones bien escogidas. Sólo la Luz sabía qué habría hecho Tylin con él para entonces o lo que le habría hecho hacer. Quizá la idea de que Vanin robara unos caballos no era tan mala.

—Eso me dará más tiempo para jugar a los dados —comentó como si no le diese ni frío ni calor—. Si quiere tanto como dices, necesitaré engordar mi bolsa. Si algo puede decirse de los seanchan, es que no parece importarles perder.

Había tenido buen cuidado en no abusar de su suerte, y no se había enfrentado a amenazas de cortarle el cuello por tramposo, al menos desde que estuvo en condiciones de salir de palacio por su propio pie. Al principio, había creído que se debía a que su suerte había aumentado o quizás al hecho de que ser ta’veren empezaba a servir finalmente para algo útil.

Beslan lo observaba con gesto grave. Era un hombre delgado y moreno, un poco más joven que Mat, y tenía una actitud risueña, despreocupada y tarambana cuando Mat lo conoció, siempre dispuesto a recorrer tabernas, sobre todo si la velada acababa con mujeres o una pelea. Desde la llegada de los seanchan, sin embargo, se había vuelto más circunspecto. Para él, era un asunto serio.

—A mi madre no le hará gracia si descubre que estoy ayudando a su galán a huir de Ebou Dar, Mat. Me casará con una mujer bizca y tan bigotuda como un soldado de infantería tarabonés.

Después de tanto tiempo, Mat seguía encogiéndose. Nunca se acostumbraría a que el hijo de Tylin se tomara como algo natural lo que su madre hacía con él. Bueno, Beslan pensaba que la reina se había vuelto un poco posesiva —¡sólo un poco, ojo!—, pero ésa era la única razón de que estuviese dispuesto a prestarle ayuda. ¡Afirmaba que Mat era lo que su madre necesitaba para olvidar los acuerdos con los seanchan que se había visto obligada a aceptar! A veces Mat deseaba encontrarse de nuevo en Dos Ríos, donde uno sabía al menos el modo de pensar de la gente. Sólo a veces, claro.

—¿Podemos regresar a palacio ya? —preguntó Olver, más en tono de exigencia que de petición—. Tengo una clase de lectura con lady Riselle. Deja que apoye la cabeza en su pecho mientras me lee.

—Un logro notable, Olver —comentó Thom mientras se atusaba el bigote para disimular una sonrisa. Se acercó a los otros dos hombres y bajó la voz para que el chico no lo oyera—. Esa mujer me hizo que tocara el arpa para ella antes de dejarme apoyar la cabeza en esa magnífica almohada suya.

—Riselle siempre hace que cualquiera la entretenga antes —rió Beslan con aire avispado, y Thom lo miró estupefacto.

Mat gimió. Esta vez no era por su pierna ni por el hecho de que aparentemente todos los hombres de Ebou Dar pudieran elegir el pecho donde reposar la cabeza excepto Mat Cauthon. Los jodidos dados acababan de empezar a rodar nuevamente dentro de su cabeza. Se avecinaba algo malo. Algo muy malo.

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