20 Cuestiones de traición

En su camino hacia las apretujadas casetas situadas en lo más alto del palacio de Tarasin, Bethamin sostuvo con cuidado el recado de escribir. A veces el corcho del tintero se aflojaba y las manchas de tinta no se quitaban fácilmente de la ropa. Mantenía su aspecto presentable en todo momento, como si fuesen a llamarla a presencia de alguien de la Alta Sangre. Mientras subían la escalera, no habló con Renna, que ese día la acompañaba en el servicio de inspección. Tenían que realizar una tarea asignada, no charlar ociosamente. Eso era parte de la razón de su silencio. En tanto que otras competían para estar completas con sus damane predilectas, y abrían los ojos como platos ante las cosas extrañas de esta tierra, y especulaban sobre las recompensas que se ganarían allí, ella se centraba en sus obligaciones, pidiendo a las marath’damane más difíciles de domar y someter al a’dam, trabajando el doble de duro y el doble de tiempo que cualquier otra.

Por fin había dejado de llover, y el silencio había vuelto a las casetas. Las damane harían algo de ejercicio —la mayoría se enfurruñaban cuando pasaban encerradas demasiado tiempo en las casetas, y esos cubículos improvisados eran muy reducidos—, pero lamentablemente no tenía asignado paseos ese día. A Renna nunca le asignaban esa tarea, aunque antaño había sido la mejor entrenadora al servicio de Suroth, y muy respetada; un tanto dura en ocasiones, pero muy eficiente. Hubo un tiempo en que todo el mundo decía que la nombrarían der’sul’dam a no tardar a pesar de su juventud. Las cosas habían cambiado. Siempre había más sul’dam que damane, pero nadie recordaba ver completa a Renna desde Falme; ni a ella ni a Seta, a la que Suroth había tomado a su servicio personal después de Falme. Bethamin disfrutaba chismorreando sobre la Sangre y quienes los servían tanto como cualquiera mientras tomaba vino, pero nunca aventuraba una opinión cuando la conversación giraba hacia Renna y Seta. Con todo, pensaba en ellas muy a menudo.

—Tú empieza por el otro extremo, Renna —ordenó—. ¿Y bien? ¿Quieres que de nuevo dé parte de ti a Essonde por pereza?

Antes de Falme, la mujer más baja había sido casi apabullante por la seguridad en sí misma, pero ahora hubo un tic nervioso en su pálida mejilla y dedicó a Bethamin una sonrisa obsequiosa antes de entrar apresuradamente por los estrechos pasillos de las casetas mientras se atusaba el largo cabello, como si temiera que estuviera despeinado. Salvo las amigas más íntimas de Renna, todo el mundo la intimidaba un poco, al menos para resarcirse de su anterior orgullo altanero. Hacer lo contrario era sobresalir, algo que Bethamin evitaba excepto en casos contados y cuidadosamente escogidos. Sus propios secretos permanecían enterrados tan profundamente como era posible, y guardaba silencio sobre los secretos que nadie sabía que conocía, pero deseaba fijar en la mente de todo el mundo que Bethamin Zeami era la viva imagen de la perfecta sul’dam. Se esforzaba por alcanzar la perfección absoluta, tanto en sí misma como en las damane que entrenaba.

Puso manos a la obra con la inspección de manera rápida y eficiente. Comprobó que las damane mantenían limpios y en orden tanto su propia persona como su habitáculo, escribiendo una breve nota con su pulcra letra en la parte superior de la página sujeta a la escribanía portátil cuando alguna no lo había hecho, y no perdió tiempo, excepto para dar caramelos a unas pocas que lo hacían particularmente bien en los entrenamientos. La mayoría de las que habían sido completas con ella recibieron su entrada con sonrisas al tiempo que se arrodillaban. Tanto si eran del imperio como de este lado del océano, sabían que era firme pero justa. Otras no sonrieron. En su mayoría, las damane Atha’an Miere la recibían con un gesto pétreo en el rostro, tan atezado como el de ella, o con una ira resentida que aparentemente creían que ocultaban.

No tomaba nota de esa rabia para que se las castigara, como habrían hecho otras. Todavía pensaban que estaban resistiendo, pero las demandas impropias de que se les devolviesen sus estrafalarias joyas ya eran cosa del pasado, y se arrodillaban y hablaban adecuadamente. Un nombre nuevo era una útil herramienta en los casos más difíciles, pues creaba una ruptura con lo que ya era el pasado, y respondían a esos nuevos nombres, por muy a regañadientes que lo hicieran. Esa renuencia desaparecería, junto con los ceños, y al cabo acabarían por olvidar que alguna vez habían tenido otro nombre. Era una pauta conocida, y tan indefectible como el amanecer. Algunas lo aceptaban de inmediato, y otras entraban en un estado de conmoción al descubrir lo que eran. Siempre había un puñado que cedía terreno de mala gana con el paso de los meses, mientras que con otras ocurría que un día protestaban a voces por el terrible error que se había cometido, que nunca podían haber fallado en las pruebas, y al día siguiente llegaba la aceptación y la calma. Los detalles se diferenciaban a este lado del océano, pero aquí o en el imperio el resultado final siempre era el mismo.

Tomó nota sobre dos damane que no tenía nada que ver con el orden y la limpieza. Zushi, la damane Atha’an Miere aún más alta que ella misma, llevaba aún la marca de los azotes. Su vestido estaba arrugado, su cabello despeinado, la cama sin hacer; pero tenía la cara hinchada de llorar y, no bien se había arrodillado, cuando los sollozos volvieron a sacudirla y las lágrimas corrieron por sus mejillas. El vestido gris que antes le quedaba bien ahora colgaba flojo, y para empezar nunca le habían sobrado carnes. La propia Bethamin le había puesto el nombre de Zushi, y sentía por ella una especial preocupación. Cogió la pluma de punta de acero, la mojó en la tinta y anotó una sugerencia de que a Zushi se la trasladara de palacio a algún lugar donde se la pudiera instalar en una caseta doble con una damane del imperio, preferiblemente una con experiencia en hacerse amiga íntima de otras recién atadas a la cadena. Antes o después, eso siempre ponía fin a los llantos.

Empero, no estaba segura de que Suroth lo permitiera. Suroth había reclamado a esas damane para la emperatriz, naturalmente —cualquiera que poseyese una décima parte de tantas sería sospechoso de tramar una rebelión o incluso podría ser acusado de inmediato—, pero aun así se comportaba como si fuesen de su propiedad. Si Suroth no daba su permiso, habría que hallar algún otro modo. Bethamin se negaba a perder una damane por abatimiento. ¡Se negaba a perder una damane por cualquier razón! La segunda sobre la que anotó un comentario especial fue Tessi, y en ese caso no esperaba encontrar objeciones.

Tan pronto como Bethamin abrió la puerta, la damane illiana se arrodilló grácilmente con las manos enlazadas sobre la cintura. Tenía hecha la cama, sus vestidos grises colgaban ordenadamente de las perchas, el cepillo y el peine se encontraban colocados correctamente en el lavabo, y el suelo estaba barrido. Bethamin no esperaba menos. Tessi había sido limpia desde el principio, y había recuperado carnes desde que aprendió a dejar limpio el plato. Aparte de las golosinas, la dieta de las damane se regulaba de manera estricta, ya que una damane con mala salud era un desperdicio. Sin embargo, a Tessi nunca se la engalanaría con cintas para entrar en la competición de la damane más guapa. Su rostro mostraba un perpetuo gesto de enfado, incluso en reposo; pero ese día lucía una leve sonrisa, y Bethamin estaba segura de que la había adoptado antes de que ella entrara. Tessi no era de esas de quienes una esperaba sonrisas; todavía no.

—¿Cómo está mi pequeña Tessi hoy? —preguntó.

—Tessi está muy bien —contestó suavemente la damane. Hasta el momento siempre había tenido que esforzarse para hablar como era debido, y se había ganado los últimos varazos por rehusar hacerlo el día anterior.

Toqueteándose la barbilla, Bethamin estudió a la damane arrodillada. Sospechaba de cualquier damane que antes se había llamado a sí misma Aes Sedai. La historia la fascinaba, e incluso había leído traducciones de la multitud de lenguas que habían existido antes de que empezara la Consolidación. Aquellas antiguas dirigentes disfrutaban con su dominio caprichoso y mortífero, y se deleitaban relatando cómo habían llegado al poder y el modo en que habían aplastado estados vecinos y debilitado a otros dirigentes. La mayoría habían muerto asesinadas, a menudo a manos de sus herederos o seguidores. Sabía muy bien cómo eran las Aes Sedai.

—Tessi es una buena damane —dijo afectuosamente mientras cogía un caramelo del envoltorio de papel que llevaba en la escarcela.

Tessi se inclinó hacia adelante para tomarlo y besar su mano en agradecimiento, pero la sonrisa falló un instante, bien que reapareció en cuanto tuvo el caramelo rojo en la boca. Bien. De modo que era eso. Fingir aceptar la situación a fin de engatusar a la sul’dam no era nada nuevo; pero, habida cuenta de lo que Tessi había sido, lo más probable es que también estuviese planeando escapar.

De vuelta en el angosto pasillo, Bethamin escribió una firme sugerencia de que se redoblase el entrenamiento de Tessi, además del castigo que debía aplicársele, y que las recompensas fuesen esporádicas, de manera que no pudiera siquiera estar segura de que la perfección le reportaría una palmadita en la cabeza. Era un método duro, uno que solía evitar, pero por alguna razón convertía incluso a la más recalcitrante marath’damane en una dúctil damane en poquísimo tiempo. Y también producía las damane más sumisas. Le desagradaba romper el temple de una damane, pero a Tessi le hacía falta para doblegarla al a’dam y que así olvidase el pasado. Al final, sería más feliz.

Acabó antes que Renna, de modo que esperó al pie de la escalera hasta que la otra sul’dam bajó.

—Lleva esto a Essonde cuando entregues lo tuyo —dijo, entregándole la escribanía portátil antes de que hubiese bajado el último peldaño. Como era de esperar, Renna aceptó el encargo tan sumisamente como había aceptado la orden anterior, y se alejó presurosa mientras echaba ojeadas al segundo recado de escribir como si se preguntara si en las páginas habría un informe sobre ella. Era una mujer muy distinta de la que había sido antes de Falme.

Bethamin recogió su capa y salió de palacio con intención de regresar a la posada donde se veía obligada a compartir cama con otras dos sul’dam, pero sólo durante el tiempo necesario para coger algo de dinero de su caja de seguridad. La inspección era la única asignación que tenía para ese día y el resto de las horas podía dedicarlas a lo que quisiera. Para variar, en lugar de pedir tareas extras las pasaría comprando recuerdos. Quizás uno de esos cuchillos que las mujeres de la localidad llevaban al cuello, si podía encontrar uno sin esas gemas en la empuñadura que tanto parecían gustarles. Y lacado, por supuesto; eso era algo tan bueno allí como en cualquier lugar del imperio, y los diseños resultaban sumamente… extraños. Sería relajante ir de compras. Y necesitaba relajarse.

Los adoquines de la plaza de Mol Hara todavía brillaban húmedos de la lluvia de la mañana, y un agradable olor a sal impregnaba el aire, recordándole el pueblo junto al mar de L’Heye, donde había nacido, si bien el intenso frío la hizo arrebujarse en la capa. En Abunai nunca hacía frío, y ella no acababa de acostumbrarse a éste por muy lejos que viajase. Pero en esos momentos los recuerdos del hogar no la reconfortaban. Mientras caminaba por las abarrotadas calles, Renna y Seta ocupaban sus pensamientos hasta el punto de que tropezaba con la gente, y una vez casi se cruzó al paso de una caravana de carretas de mercaderes que abandonaba la ciudad. El grito de la carretera la sacó de su abstracción y retrocedió de un salto justo a tiempo. El vehículo pasó traqueteando sobre los adoquines en los que había estado un momento antes, y la mujer que manejaba el látigo ni siquiera le dedicó una mirada. Esos forasteros desconocían el respeto debido a una sul’dam.

Renna y Seta. Todos los que habían estado en Falme guardaban recuerdos que deseaban olvidar y de los que no hablaban excepto cuando habían bebido demasiado. También ella los tenía, sólo que los suyos no se referían a la impresión de combatir fantasmas reconocidos a medias, salidos de las leyendas, ni del horror de la derrota ni de visiones dementes en el cielo. ¿Cuántas veces había deseado no haber subido la escalera aquel día? Ojalá no se hubiese preguntado qué estaría haciendo Tuli, la damane que poseía una maravillosa destreza con los metales. Pero se había dirigido a la caseta de Tuli y había visto a Renna y a Seta frenéticas, intentando quitarse la una a la otra los a’dam que llevaban puestos en el cuello, chillando de dolor, tambaleándose por las náuseas, y todo ello sin dejar de forcejear con los collares. Manchas de vómitos marcaban la parte delantera de sus vestidos; en su frenesí, no se dieron cuenta de su presencia ni de que retrocedía, conmocionada por el horror.

No era el simple horror de ver a dos sul’dam que revelaban ser marath’damane, sino su propio y repentino terror. A menudo pensaba que casi veía los tejidos de las damane, y siempre notaba la presencia de una de ellas y sabía lo fuerte que era. Muchas sul’dam tenían esa capacidad; todo el mundo sabía que venía de una larga experiencia en el manejo del a’dam. No obstante, la contemplación de aquellas dos mujeres desesperadas despertó ideas no deseadas y dio un nuevo y atemorizador cariz a lo que siempre había aceptado. ¿Veía «casi» los tejidos, o los veía realmente? A veces creía que también «sentía» cuando encauzaban. Incluso las sul’dam tenían que someterse a las pruebas anuales, hasta el vigésimo quinto día onomástico, y ella las había superado: el resultado había sido negativo en cada ocasión. Sólo que… Habría una nueva prueba después de que se hubo descubierto el caso de Renna y Seta, a fin de encontrar marath’damane que hubiesen eludido la primera de algún modo. El propio imperio temblaría en sus cimientos ante semejante golpe. Y, con la imagen de Renna y de Seta grabada a fuego en la mente, había sabido con absoluta certeza que tras dicha prueba Bethamin Zeami dejaría de ser una ciudadana respetada, y que una damane llamada Bethamin serviría al imperio.

La vergüenza se enroscaba en su interior todavía. Había antepuesto los temores personales a las necesidades del imperio, a todo aquello que había creído justo, verdadero y bueno. Cuando la batalla —y la pesadilla— llegó a Falme no había corrido a completarse con una damane para unirse a la línea de combate. Por el contrario, se había valido de la confusión para coger un caballo y huir, cabalgando tan deprisa y tan lejos como le fue posible.

Bethamin cayó en la cuenta de que se había parado y miraba el escaparate de una modista sin ver realmente lo que exhibía. Tampoco es que quisiera verlo. El vestido azul con las franjas rojas y los relámpagos era el único que había pensado llevar desde hacía años. Y desde luego jamás se pondría algo tan indecente que dejaría a la vista demasiado. Siguió caminando a paso vivo, con la faldas ondeando en torno a los tobillos, pero no pudo quitarse de la cabeza a Renna y a Seta; ni a Suroth.

Obviamente, Alwhin había encontrado a la pareja de sul’dam atada a la correa y había dado parte a Suroth, quien había salvaguardado el imperio protegiendo a Renna y a Seta, a pesar de lo peligroso que era hacer tal cosa. ¿Y si de repente empezaban a encauzar? Quizás habría sido mejor para el imperio que hubiese arreglado las cosas para que murieran, aunque matar a una sul’dam era asesinato incluso para la Alta Sangre. Dos muertes sospechosas entre las sul’dam sin duda habrían hecho intervenir a los Buscadores. De modo que Renna y Seta estaban libres, si es que podía llamarse así cuando nunca se les permitía estar completas. Alwhin había cumplido con su deber, y se la había recompensado convirtiéndola en la Voz de Suroth. Suroth también había cumplido con su deber, por desagradable que éste fuese. No habría prueba nueva. Su huida no había tenido razón de ser. Y si se hubiese quedado no habría acabado en Tanchico, una pesadilla que deseaba olvidar más incluso que la de Falme.

Un escuadrón de Guardias de la Muerte marchaba calle adelante, resplandecientes en sus armaduras, y Bethamin hizo un alto para verlos pasar. Dejaban un paso entre la multitud semejante a un gran barco navegando a todo trapo. Habría júbilo en la ciudad, en el país, cuando finalmente Tuon se revelara como quien era, y las celebraciones se llevarían a cabo como si acabase de llegar. Bethamin sentía un placer culpable cuando pensaba en la Hija de las Nueve Lunas por su nombre, como cuando hacía algo prohibido de pequeña, si bien, por supuesto, hasta que Tuon se quitase el velo era simplemente la Augusta Señora Tuon, con una posición no superior a la de Suroth. Los Guardias de la Muerte, dedicados en cuerpo y alma a la emperatriz y al imperio, desfilaron en medio del resonar de las botas, y Bethamin siguió caminando en dirección opuesta. Muy apropiado, puesto que ella estaba dedicada en cuerpo y alma a preservar su propia libertad.

Los Cisnes Dorados del Cielo era un nombre ostentoso para una posada encajada entre unos establos públicos y una tienda de productos lacados. Ésta se encontraba abarrotada de oficiales comprando todo lo que había en el establecimiento, los establos llenos de caballos adquiridos en el sorteo y aún no asignados, y Los Cisnes Dorados se hallaba repleta de sul’dam. Atestada, de hecho, al menos cuando caía la noche. Bethamin era afortunada de tener sólo dos compañeras de cama. Con la orden de acomodar a tantas como pudiera, la posadera había metido a cuatro o cinco en una cama cuando le parecía que podían caber en ella. Aun así, la ropa de cama estaba limpia y la comida era bastante buena, bien que peculiar. Y, habida cuenta de que la alternativa era probablemente un pajar, se sentía satisfecha de compartir un lecho.

A esa hora, las mesas redondas de la sala común se hallaban vacías. Algunas de las sul’dam que se alojaban allí sin duda tendrían servicios que cumplir, y el resto simplemente querría evitar a la posadera. Cruzada de brazos, ceñuda, Darnella Shoran observaba a varias criadas que barrían afanosamente el suelo de baldosas verdes. Era una mujer delgada, de cabello canoso que llevaba recogido en un moño bajo, y con una barbilla alargada que le otorgaba un aspecto beligerante; podría haber pasado por una der’sul’dam a despecho del ridículo cuchillo que lucía, con la empuñadura tachonada de gemas baratas, rojas y blancas. Supuestamente, las criadas eran libres, pero obedecían prestamente como propiedad cada vez que la posadera hablaba.

La propia Bethamin dio un respingo cuando la mujer se volvió hacia ella.

—¿Conocéis mis reglas respecto a los hombres, señora Zeami? —demandó. Después de todo ese tiempo, la rapidez con que hablaba esa gente aún le sonaba rara—. He oído hablar de vuestras extrañas costumbres, y si vos sois así, es asunto vuestro, pero no bajo mi techo. Si queréis reuniros con hombres, ¡lo haréis en otra parte!

—Os aseguro que no me he reunido con hombres ni aquí ni en ningún otro sitio, señora Shoran.

La posadera frunció el entrecejo y la miró con desconfianza.

—Bueno, él vino preguntando por vuestro nombre. Un hombre apuesto, de cabello rubio. No era un muchacho, pero tampoco muy mayor. Uno de los vuestros, arrastrando las palabras tanto al hablar que casi no se le entendía.

Bethamin adoptó un tono apaciguador e hizo todo lo posible por convencerla de que no conocía a nadie que encajara con esa descripción, y que con sus deberes no tenía tiempo para hombres. Ambas cosas eran verdad, pero habría mentido de ser necesario. Los Cisnes Dorados no había sido requisada, y tres en una cama era mucho mejor que un pajar. Intentó descubrir si la mujer querría algún pequeño regalo cuando fuera de compras, pero de hecho la posadera pareció ofenderse cuando le sugirió un cuchillo con gemas más llamativas. No había querido decir algo caro, nada que ver con un soborno —realmente no—, pero la señora Shoran pareció tomárselo así y resopló indignada. En cualquier caso, no estaba segura de haber tenido éxito en cambiar la opinión de la mujer ni un ápice. Por alguna razón, la posadera parecía creer que pasaban todo su tiempo libre dedicadas al libertinaje. Todavía seguía ceñuda cuando Bethamin subió la escalera sin barandilla, situada a un lado de la sala común, fingiendo que no tenía ninguna otra idea que la de ir de compras.

Sin embargo la identidad del hombre la preocupaba. En realidad no reconocía la descripción dada. Lo más probable es que la buscase por las indagaciones que ella había estado haciendo; pero, si tal era el caso, si había sido capaz de rastrearla hasta allí, eso quería decir que no había sido lo bastante discreta. Y quizá sí peligrosamente indiscreta. Con todo, confiaba en que el hombre regresase. Necesitaba saber. ¡Lo necesitaba!

Al abrir la puerta del cuarto se quedó paralizada. Su caja fuerte de hierro se encontraba sobre la cama con la tapa abierta. Era una cerradura muy buena, y la única llave estaba en el fondo de su escarcela. El ladrón seguía allí y, cosa extraña, ¡pasaba las hojas de su diario! ¿Cómo, en nombre de la Luz, había salvado ese hombre la vigilancia de la señora Shoran?

La paralización duró sólo un instante; desenvainó el cuchillo del cinturón y abrió la boca para gritar pidiendo auxilio.

La expresión del tipo no cambió, y tampoco intentó huir ni atacarla. Se limitó a sacar algo pequeño de su bolsita y a sostenerlo en alto para que ella lo viera; Bethamin sintió la garganta constreñida. Enfundó de nuevo el cuchillo con dedos torpes, y acto seguido extendió las manos para mostrarle que no sostenía arma alguna ni intentaba cogerla. Entre los dedos del hombre había una placa de marfil bordeada en oro, grabada con el dibujo de un cuervo y una torre. De repente vio realmente al individuo, rubio y de mediana edad. Tal vez fuese guapo, como la señora Shoran había dicho, pero sólo una demente pensaría en un Buscador de la Verdad desde esa perspectiva. Gracias a la Luz no había escrito nada peligroso en su diario; pero él debía de saberlo. Había preguntado por su nombre. ¡Oh, Luz, debía de saberlo!

—Cierra la puerta —dijo quedamente él mientras volvía a guardar la placa, y Bethamin obedeció, aunque lo que deseaba era echar a correr; quería suplicar clemencia, pero él era un Buscador, de modo que se quedó allí, temblorosa—. Siéntate. No hay necesidad de que estés incómoda.

Lentamente, la mujer colgó la capa y tomó asiento en una silla, por una vez sin importarle lo incómodo que era el extraño respaldo de tablas. No intentó disimular su temblor. Hasta alguien de la Sangre, incluso alguien de la Alta Sangre, temblaría al ser interrogado por un Buscador. Albergaba una pequeña esperanza; no se había limitado a ordenarle que lo acompañara. A lo mejor no lo sabía, después de todo.

—Has estado haciendo preguntas sobre una capitana de barco llamada Egeanin Sarma —dijo él—. ¿Por qué?

Toda esperanza desapareció con un sordo golpe que pudo sentir en su pecho.

—Buscaba a una antigua amiga —contestó con voz trémula. Las mejores mentiras contenían toda la verdad posible—. Estuvimos juntas en Falme, y no sé si sobrevivió. —Mentir a un Buscador era traición, pero ya había incurrido en su primera traición al desertar durante la batalla de Falme.

—Vive —replicó secamente el hombre. Se sentó a los pies de la cama sin quitarle los ojos de encima. Eran azules, e hicieron que Bethamin quisiera ponerse de nuevo la capa—. Es una heroína, una capitana de los Verdes, y ahora es lady Egeanin Tamarath, recompensa concedida por la Augusta Señora Suroth. También se encuentra aquí, en Ebou Dar. Reanudarás tu amistad con ella, y me informarás de a quién ve, adónde va, qué dice. Todo.

Bethamin apretó las mandíbulas para no soltar una risa histérica. No era a ella a la que perseguía, sino a Egeanin. ¡Gracias le fueran dadas a la Luz! ¡Bendita la Luz por su infinita misericordia! Sólo había intentado averiguar si la mujer aún vivía, si tenía que tomar precauciones. Egeanin la había liberado en una ocasión, y, sin embargo, durante los diez años que Bethamin la había conocido antes de aquello había sido un modelo cumpliendo su deber. Siempre había existido la posibilidad de que se arrepintiese de aquella irregularidad, le costara lo que le costase, pero, quién lo hubiese pensado, no había ocurrido así. ¡Y el Buscador iba tras ella, no tras…! Ante Bethamin surgieron posibilidades, certezas, y dejó de tener ganas de reír. En cambio, se lamió los labios.

—¿Cómo…? ¿Cómo puedo reanudar nuestra amistad? —En cualquier caso, nunca había sido amistad, sino otro tipo de relación, pero ya era demasiado tarde para decirlo—. Dices que ha sido elevada a la Sangre. Cualquier intento de acercamiento tiene que venir de ella. —El miedo la envalentonó. Y la hizo dejarse llevar por el pánico, como le ocurrió en Falme—. ¿Por qué necesitas que sea tu Escuchadora? Puedes llevarla a interrogar en cualquier momento que quieras.

Se mordió el interior de la mejilla para dejar quieta la lengua. Luz, que ese hombre hiciese aquello era lo último que ella deseaba. Los Buscadores eran la mano secreta de la emperatriz, así viviera para siempre. En su nombre, él podía someter a interrogatorio incluso a Suroth, o a la propia Tuon. Cierto, el Buscador moriría de un modo horrible si resultaba que se había equivocado, pero el riesgo era pequeño en el caso de Egeanin, que sólo pertenecía a la Sangre baja. Si interrogaba a Egeanin… Para su estupefacción, en lugar de limitarse a decirle que lo obedeciera, el hombre se quedó sentado, estudiándola.

—Te explicaré algunas cosas —dijo, y aquello fue una impresión aún mayor. Los Buscadores nunca daban explicaciones, que ella supiera—. No eres de utilidad para mí ni para el imperio a menos que sobrevivas, y no sobrevivirás si no alcanzas a entender a qué te enfrentas. Si revelas a alguien una sola palabra de lo que te diga, soñarás con la torre de los Cuervos como un alivio del lugar en el que te encontrarás. Escucha, y atiende. A Egeanin se la envió a Tanchico antes de que la ciudad cayese en nuestro poder, entre otras cosas como parte del esfuerzo de encontrar sul’dam que se habían quedado atrás en Falme. Curiosamente no halló ninguna, aunque otros sí lo hicieron, como los que te ayudaron a ti a volver. En cambio, Egeanin asesinaba a las sul’dam que encontraba. Yo personalmente la acusé de ese cargo, y no se molestó en negarlo. Ni siquiera demostró indignación ni irritación. Y también confraternizó en secreto con Aes Sedai. —Dijo el nombre con voz inexpresiva, no con el habitual desagrado, sino más bien como una acusación—. Cuando se marchó de Tanchico, viajaba en un barco capitaneado por un hombre llamado Bayle Domon. Organizó jaleo al ser abordado su barco, y se lo hizo propiedad. Ella lo compró y de inmediato lo convirtió en su so’jhin, lo que demuestra que para ella es de cierta importancia. Lo interesante es que había llevado al mismo hombre ante el Augusto Señor Turak en Falme. Domon se ganó la estima del Augusto Señor hasta el punto de que éste invitaba al tipo a conversar con él muy a menudo. —Torció el gesto—. ¿Tienes vino, o brandy?

Bethamin dio un respingo.

—Iona tiene un frasco del brandy local, creo. Es un brebaje tosco…

Él le ordenó que le sirviese una copa a pesar de ello, y la mujer obedeció rápidamente. Quería que siguiese hablando, cualquier cosa con tal de demorar lo inevitable. Sabía con certeza que Egeanin no había asesinado a las sul’dam, pero su testimonio la condenaría a compartir la amarga suerte de Renna y Seta. Si tenía suerte. Si es que este Buscador entendía su deber para con el imperio del mismo modo que Suroth. El hombre escudriñó la copa de peltre e hizo girar el oscuro brandy de manzana en su interior mientras ella volvía a tomar asiento.

—El Augusto Señor Turak fue un gran hombre —murmuró—. Quizás uno de los más grandes que se hayan visto en el imperio. Lástima que sus so’jhin decidieran seguirlo a la muerte. Un gesto honorable por su parte, pero que hizo imposible confirmar si Domon formaba parte del grupo que asesinó al Augusto Señor. —Bethamin se encogió. A veces los miembros de la Sangre morían unos a manos de otros, por supuesto, pero la palabra asesinato nunca se mencionaba. El Buscador continuó, todavía con la vista prendida en la copa, sin beber—. El Augusto Señor me había ordenado que vigilase a Suroth. Sospechaba que representaba un peligro para el propio imperio. Textualmente. Y, con su muerte, ella alcanzó el mando de los Precursores. No tengo evidencia de que ordenase su muerte, pero son muchas las cosas que lo apuntan. Suroth llevó una damane a Falme, una joven que había sido Aes Sedai. —De nuevo, la denominación sonó fría y dura—. Y que de algún modo escapó el mismo día en que Turak murió. Además Suroth tiene en su séquito una damane que también fue Aes Sedai. Nunca se la ha visto sin el collar, pero… —Se encogió de hombros, como si aquello fuese algo sin importancia. Los ojos de Bethamin se desorbitaron. ¿Quién quitaría el collar a una damane? Una damane bien entrenada era un gozo y una gran satisfacción, ¡pero aquello sería tanto como dejar suelto a un grolm borracho!—. Es muy probable que también posea una marath’damane oculta entre sus propiedades —continuó el hombre como si no estuviese relacionando delitos que eran poco menos que traición—. Creo que Suroth dio la orden de que las sul’dam que consiguiesen llegar a Tanchico fueran asesinadas, tal vez con el propósito de ocultar las reuniones de Egeanin con Aes Sedai. Vosotras, las sul’dam, afirmáis que podéis reconocer a una marath’damane sólo con verla, ¿no es así?

Alzó la vista de repente, y de algún modo Bethamin se las ingenió para sostener la mirada de aquellos gélidos ojos sin perder la sonrisa. Su semblante podía pertenecer a cualquier hombre, pero esos ojos… Se alegró de estar sentada, ya que las rodillas le temblaban de tal modo que le sorprendió que no se notara a través de la falda.

—No es tan sencillo, me temo. —Casi consiguió mantener la voz firme—. Sin duda… Sin duda tienes pruebas suficientes para acusar a Suroth del a… a… asesinato del Augusto Señor Turak. —Si detenía a Suroth entonces no habría necesidad de involucrarla a ella ni a Egeanin.

—Turak fue un gran hombre, pero mi deber es para con la emperatriz, así viva para siempre, y, a través de ella, para con el imperio. —Se bebió el brandy de un trago, y su rostro adquirió una expresión tan dura como su voz—. La muerte de Turak es polvo comparada con el peligro al que se enfrenta el imperio. Las Aes Sedai de estas tierras buscan poder en el imperio, una vuelta a los tiempos de caos y muerte en los que nadie podía cerrar los ojos por la noche con la certeza de despertar al día siguiente, y están recibiendo ayuda del venenoso gusano de la traición que va socavando desde dentro. Suroth puede que no sea siquiera la cabeza de ese gusano. Por el bien del imperio, no la prenderé hasta que pueda acabar con todo el gusano. Egeanin es un hilo que puedo seguir hasta el gusano, y tú eres un hilo hacia Egeanin. De modo que reanudarás la amistad con ella, cueste lo que cueste. ¿Me has entendido?

—Lo he entendido y obedeceré. —La voz le tembló, pero ¿qué otra cosa podía contestar? La Luz se apiadase de ella, ¿qué otra cosa podía contestar?

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