8 Atha’an Miere y Allegadas

Elayne no se sorprendió al encontrarse con la primera doncella en el pasillo, antes de llegar a sus aposentos. La señora Harfor hizo una reverencia y luego caminó a su lado; llevaba una carpeta de cuero debajo de un brazo. Sin duda se había levantado tan temprano como Elayne, si no antes, pero la gonela escarlata daba la impresión de estar recién planchada, y el emblema de León Blanco de la pechera, tan limpio y blanco como nieve recién caída. Los sirvientes se movían con mayor prontitud y frotaban con más energía cuando la veían. Reene Harfor no era severa, pero dirigía el funcionamiento de palacio con una disciplina tan férrea como la impuesta antaño a la Guardia por Gareth Bryne.

—Me temo que todavía no he pillado a ningún espía, milady —dijo en respuesta a la pregunta de Elayne, en un tono destinado a ser oído únicamente por su señora—, pero creo que he descubierto un par de ellos. Una mujer y un hombre, ambos incorporados al servicio durante los últimos meses de reinado de vuestra madre. Abandonaron palacio tan pronto como se corrió la voz de que estaba interrogando a todo el mundo. Sin entretenerse en recoger sus pertenencias, ni siquiera una capa. Eso es tanto como admitir su culpabilidad, diría yo. A menos que tuviesen miedo de ser sorprendidos en alguna otra mala acción —añadió a regañadientes—. Ha habido casos de hurtos, me temo.

Elayne asintió pensativamente. Naean y Elenia habían pasado en palacio mucho tiempo durante los últimos meses del reinado de su madre. Una oportunidad más que suficiente para colocar espías a su servicio. No eran ellos los únicos que habían frecuentado el palacio, sino también otros que se habían opuesto a que Morgase Trakand ocupase el trono, que habían aceptado su amnistía una vez que lo ocupó y que luego la habían traicionado. Ella no cometería el mismo error que su madre. Oh, sí, tendría que haber amnistía en los casos en que fuese posible concederla —cualquier otra cosa sería plantar la semilla para una guerra civil—, pero planeaba mantener estrechamente vigilados a aquellos que se acogieran al perdón. Como un gato vigilando a una rata que afirmara haber perdido todo su interés en el trigo almacenado en los graneros.

—Eran espías, sin duda —dijo—. Y seguramente habrá más. No sólo al servicio de las casas. Las hermanas de El Cisne de Plata también podrían tener informadores en palacio.

—Seguiré indagando, milady —contestó Reene a la par que inclinaba levemente la cabeza.

Su tono era absolutamente respetuoso; ni siquiera enarcó una ceja, pero de nuevo Elayne se sintió como si intentara enseñar a su abuela a tejer. Con todo, deseó para sus adentros que Birgitte supiese mantener las formas como la señora Harfor.

—Habéis regresado muy pronto —continuó la primera doncella—. Me temo que tendréis una tarde muy ocupada. Para empezar, maese Norry desea hablar con vos. De un asunto urgente, según él. —Su boca se endureció un instante. Siempre exigía saber para qué quería la gente ver a Elayne, y así separar el grano de la paja y evitar que Elayne quedara enterrada bajo un montón de la segunda. Sin embargo, el jefe amanuense nunca veía necesario darle siquiera una pista del asunto que quería tratar, así como ella no le daba explicaciones tampoco. Ambos defendían con celo los límites de sus feudos. La mujer sacudió la cabeza, desestimando a Halwin Norry—. Después, una delegación de comerciantes de tabaco ha pedido audiencia con vos, así como otra de tejedores, las dos para solicitar la remisión de impuestos porque corren tiempos difíciles. Milady no necesita de mi consejo para responderles que corren tiempos difíciles para todos. Un grupo de mercaderes extranjeros también espera ser recibido. Es un grupo muy numeroso. Simplemente es para desearos lo mejor de un modo que no los comprometa, por supuesto. Quieren estar a buenas con vos sin ponerse a malas con los demás, pero os sugiero que acortéis la reunión todo lo posible. —Posó los gordezuelos dedos sobre la carpeta que llevaba debajo del brazo—. También las cuentas de palacio requieren que estampéis vuestra firma antes de presentárselas a maese Norry. Me temo que lo harán suspirar. No era de esperar en invierno, pero lo cierto es que casi toda la reserva de harina está plagada de gorgojos y polillas, y la mitad de los jamones curados se ha estropeado, al igual que casi todo el pescado ahumado. —Su voz sonó en todo momento muy respetuosa. Y muy firme.

«Yo gobierno Andor —le había dicho su madre en una ocasión, en privado—, pero a veces creo que Reene Harfor me gobierna a mí». Morgase lo había comentado con gesto risueño, pero también como si lo dijese en serio. Pensándolo bien, la señora Harfor sería mucho peor que Birgitte como Guardián.

Elayne no tenía pizca de ganas de reunirse con Halwin Norry ni con los comerciantes y mercaderes. Deseaba sentarse tranquila en sus aposentos y pensar en lo de los espías, y en quién tenía a Naean y a Elenia, y cómo podía contraatacar. Sólo que… maese Norry había mantenido viva a Caemlyn desde la muerte de su madre. A decir verdad, por lo que había podido ver en los libros de cuentas, lo había venido haciendo desde que Morgase cayó en las garras de Rahvin, aunque Norry siempre se refería de un modo vago a esa época. Parecía ofendido por los acontecimientos de entonces, aunque de un modo muy evasivo. No podía quitárselo de encima, simplemente. Además, nunca había manifestado urgencia por nada. Y la buena voluntad de los mercaderes no era un asunto para tomárselo a la ligera, aunque fuesen extranjeros. También hacía falta firmar las cuentas. ¿Gorgojos y polillas? ¿Y jamones estropeados? Aquello era realmente extraño.

Habían llegado a las altas puertas con leones tallados de sus aposentos. Leones más pequeños que los de las puertas de las habitaciones utilizadas por su madre, también éstas más grandes que las que usaba ella, pero Elayne ni siquiera se había planteado instalarse en los aposentos de la reina. Eso sería tan presuntuoso como sentarse en el Trono del León antes de que se reconociese su derecho a la Corona de la Rosa.

Con un suspiro, tendió la mano hacia la carpeta.

Al fondo del pasillo vio a Solain Morgeillin y Keraille Surtovni, caminando tan deprisa como era posible sin dar la impresión de ir corriendo. Un brillo de plata se dejó entrever en el cuello de la mujer de gesto hosco que caminaba casi estrujada entre ellas, aunque las Allegadas le habían puesto un largo pañuelo verde alrededor para ocultar la cadena del a’dam. Eso sí que daría que hablar, y alguien acabaría viéndolo antes o después. Habría sido mejor no tener que trasladarlas ni a ella ni a las demás, pero no podía evitarse. Entre Allegadas y Detectoras de Vientos, las habitaciones en las dependencias de la servidumbre habían tenido que ocuparse para acoger al numeroso grupo de mujeres, incluso instalándolas a dos o tres en una cama, y hubo que utilizar el sótano de palacio como almacén, en lugar de mazmorras. ¿Cómo se las arreglaba Rand para hacer siempre mal las cosas? Que fuese varón no bastaba como excusa. Solain y Keraille desaparecieron en una esquina, con su prisionera.

—La señora Corly ha pedido veros esta mañana, milady. —La voz de Reene mantuvo un tono cuidadosamente neutral. También ella había estado observando a las Allegadas, y en su ancho rostro asomó un atisbo de ceño pensativo. Las mujeres de los Marinos eran extrañas, pero una Detectora de Vientos de un clan y su séquito podían tener cabida en su concepto del mundo, aun cuando no supiese exactamente qué era una Detectora de Vientos de un clan. Una forastera de alto rango, era una forastera de alto rango, y de los forasteros se esperaba que fuesen raros. Pero no podía entender por qué Elayne había dado cobijo a casi ciento cincuenta mercaderes y artesanas. Ni «Allegadas» ni «Círculo de Labores de Punto» habrían significado nada para ella si hubiese oído esos nombres, y no comprendía las tensiones tan peculiares que existían entre esas mujeres y las Aes Sedai. Tampoco comprendía lo de las mujeres que habían traído los Asha’man, prisioneras en realidad aunque no estuviesen confinadas en celdas, pero sí recluidas y sin que jamás se les permitiese hablar con nadie salvo las mujeres que las escoltaban por los pasillos. La primera doncella sabía cuándo no debía hacer preguntas, pero no le gustaba no entender lo que estaba pasando en palacio. Su voz no cambió un ápice—. Dice que tiene buenas noticias para vos. En cierto modo —añadió—. No pidió audiencia, sin embargo.

Aunque las noticias sólo fuesen buenas en cierto sentido, era mejor que ponerse a repasar cuentas, y albergaba esperanzas respecto a lo que trataban esas noticias. Dejó de nuevo la carpeta en las manos de la primera doncella.

—Dejad esto sobre mi escritorio, por favor —dijo—. Y decidle a maese Norry que lo veré dentro de un rato.

Echó a andar en la dirección por la que habían aparecido las Allegadas con su prisionera, y a buen paso a pesar de la falda, ya que, fueran mejores o peores las noticias, tenía que recibir a Norry y a los mercaderes, por no mencionar el repaso de las cuentas y su firma. Gobernar significaba semanas interminables de trabajo pesado y aburrido, y horas contadas de hacer lo que se quería. Muy, muy contadas. Percibía a Birgitte en el fondo de su mente, un prieto nudo de absoluta irritación y frustración. Sin duda, estaba metida hasta las cejas con aquel montón de papeles. Bueno, en su caso, el único rato relajado que tendría en todo el día sería cambiarse la ropa de montar y tomar un almuerzo rápido. Así que caminó muy deprisa, tan absorta en sus pensamientos que apenas si veía lo que tenía delante. ¿Qué sería lo que Norry consideraba urgente? Seguramente nada que ver con la reparación de las calles. ¿Cuántos espías habría? Las probabilidades de que la señora Harfor los descubriese a todos eran escasas.

Al girar en una esquina, sólo la repentina percepción de otra mujer capaz de encauzar evitó que chocara con Vandene, la cual venía en dirección contraria. Recularon ambas con sobresalto. Aparentemente, la Verde también iba absorta en sus cavilaciones. Las dos mujeres que la acompañaban hicieron que Elayne enarcase las cejas.

Kirstian y Zarya vestían de blanco y se mantenían un paso por detrás de Vandene, con las manos enlazadas a la altura de la cintura, en actitud sumisa. Se habían peinado con el cabello atado atrás y no lucían joyas. A las novicias se las disuadía enérgicamente de llevar tales adornos. Habían sido Allegadas —de hecho, Kirstian había formado parte del Círculo— pero eran huidas de la Torre, y estaba prescrito, determinado por la ley de la Torre, el trato que debía dárseles aunque hiciese mucho tiempo que habían escapado. A aquellas que eran traídas de vuelta se les exigía ser absolutamente perfectas en todo lo que hacían, el vivo modelo de una iniciada ansiosa por alcanzar el chal, y pequeños deslices que podrían pasarse por alto a otras, en ellas eran castigados de manera inmediata y firme. Además, les aguardaba un castigo mucho más duro cuando llegasen a la Torre: ser azotadas con la vara en público; e incluso entonces estarían sujetas a continuar por ese camino recto y doloroso durante al menos un año. A una mujer huida que era devuelta a la Torre se le hacía entender sin ningún género de dudas que nunca jamás desearía escapar de nuevo. ¡Jamás! Las mujeres entrenadas sólo a medias eran demasiado peligrosas para dejarlas libres.

Elayne había intentado ser indulgente las contadas veces que había estado con ellas —las Allegadas no eran realmente mujeres entrenadas a medias; tenían tanta experiencia con el Poder Único como cualquier Aes Sedai, aunque no su aprendizaje—, lo había intentado, con el resultado de descubrir que la mayoría de las otras Allegadas lo desaprobaba. Al dárseles otra oportunidad de convertirse en Aes Sedai —al menos las que podían— abrazaban todas las leyes y costumbres de la Torre con un fervor increíble. La sorpresa de Elayne no se debía a la sometida ansiedad que se reflejaba en los ojos de las dos mujeres ni al modo en que parecían irradiar una promesa de buen comportamiento —querían tener esa oportunidad tan intensamente como cualquiera—, sino al hecho de que estuviesen con Vandene. Hasta ahora, ésta había hecho caso omiso de las dos.

—Te buscaba, Elayne —dijo Vandene sin preámbulos. Su blanco cabello, recogido en un moño bajo con una cinta de color verde oscuro, le otorgaba un aire de mujer de edad a despecho de sus tersas mejillas. El asesinato de su hermana había añadido una expresión de severidad que le daba el aspecto de un juez implacable. Había sido delgada, pero ahora estaba en los huesos y tenía las mejillas hundidas—. Estas pequeñas… —Se interrumpió, y una débil mueca le atirantó los labios.

Era la forma apropiada de referirse a las novicias; el peor momento para una mujer cuando iba a la Torre no era cuando descubría que no se la consideraría una adulta hasta que se ganase el chal, sino cuando se daba cuenta de que mientras llevase el blanco de novicia era realmente una niña, una pequeña que podría hacerse daño o hacérselo a otras por ignorancia o por cometer algún error garrafal. Sí, era la forma apropiada, pero incluso a Vandene debía parecerle chocante. La mayoría de las novicias llegaban a la Torre a los quince o los dieciséis años y, hasta hacía poco tiempo, no se las admitía si tenían más de los dieciocho, a excepción de unas pocas que se las habían arreglado para salir airosas con una mentira. A diferencia de las Aes Sedai, las Allegadas utilizaban la edad para marcar la jerarquía, y Zarya —que se había hecho llamar Garenia Rosoinde, aunque Zarya Alkaese era el nombre inscrito en el libro de novicias, y a ese nombre era al que ahora respondía— con su firme nariz y ancha boca, tenía más de noventa años, si bien por su aspecto se habría dicho que había entrado en la edad adulta no hacía mucho. Ninguna de las dos mujeres poseía aspecto intemporal a pesar de llevar tantos años utilizando el Poder, y la bonita Kirstian, con sus negros ojos, parecía algo mayor, alrededor de los treinta, cuando en realidad tenía más de trescientos. Era mayor incluso que Vandene, de eso no le cabía duda a Elayne. Kirstian había huido de la Torre hacía tanto tiempo que no le había parecido arriesgado utilizar de nuevo su verdadero nombre, o parte de él. No encajaban en absoluto en el patrón habitual de una novicia.

—Las «pequeñas» —continuó Vandene con mayor firmeza mientras un profundo ceño se marcaba en su frente— han estado dándoles vueltas a los acontecimientos de Puente Harlon. —Allí era donde su hermana había sido asesinada. Y también Ispan Shefar; pero, en lo que a Vandene concernía, la muerte de una hermana Negra era equiparable a la muerte de un perro rabioso—. Por desgracia, en lugar de guardar silencio sobre sus conclusiones, acudieron a mí. Al menos no le han dado a la lengua donde cualquiera pudiese oírlas.

Elayne frunció ligeramente el entrecejo. A estas alturas todo el mundo en palacio estaba enterado de esos asesinatos.

—No lo entiendo —dijo despacio. Y con cuidado. No quería darle pistas a la pareja de que habían sacado a la luz realmente secretos concienzudamente guardados—. ¿Han resuelto que fueron Amigos Siniestros en lugar de ladrones? —Ésa era la explicación que habían dado: dos mujeres en una choza aislada, asesinadas para robar sus joyas. Sólo Vandene, Nynaeve, Lan y ella sabían la verdad de lo ocurrido. Hasta ahora, al parecer. Debían de haber llegado a esa conclusión, o Vandene las habría despedido con cajas destempladas.

—Peor. —Vandene miró en derredor y después se desplazó unos pasos hacia el centro del cruce de los pasillos, obligando a Elayne a seguirla. Desde aquel punto podían ver a cualquiera que se acercara desde cualquiera de los corredores. Las novicias mantuvieron atentamente sus posiciones en relación con la Verde. Quizá ya se habían llevado un rapapolvo. Había muchos sirvientes a la vista, pero ninguno se dirigía hacia ellas ni se encontraba lo bastante cerca para oír lo que hablaban. De todos modos, Vandene bajó el tono de voz, aunque ello no fue óbice para que su desagrado resultara patente—. Su razonamiento las ha llevado a la conclusión de que la asesina tiene que ser Merilille, Sareitha o Careane. Un razonamiento bien desarrollado por su parte, tengo que admitir, pero para empezar no tendrían que haber pensado en eso. Tendrían que haber estado volcadas en sus lecciones con tanto interés como para no tener tiempo para nada más.

A despecho del ceño que dirigió a Kirstian y a Zarya, las dos novicias sonrieron encantadas. Había habido un cumplido soterrado en la regañina, y Vandene era parca en alabanzas. Elayne no comentó que las dos podrían haber estado un poco más ocupadas si Vandene se hubiese avenido a tomar parte en sus lecciones. La propia Elayne y Nynaeve tenían demasiadas obligaciones, y, puesto que las hermanas se habían sumado a las lecciones diarias impartidas a las Detectoras de Vientos —mejor dicho, todas menos Nynaeve—, ninguna tenía energías para dedicarles mucho tiempo a las dos novicias. ¡Enseñar a las Atha’an Miere era como ser pasada por el rodillo escurridor de la lavandería! Esas mujeres tenían poco respeto a las Aes Sedai, e incluso menos por el rango de cualquiera entre los «confinados en tierra».

—Al menos no hablaron con nadie más —murmuró. Un punto a favor, aunque pequeño.

Cuando habían encontrado a Adeleas y a Ispan resultó obvio que su asesina tenía que haber sido una Aes Sedai. Las había inmovilizado con los efectos paralizantes del espino carminita antes de matarlas, y era de todo punto imposible que las Detectoras de Vientos conociesen una hierba que sólo se encontraba muy tierra adentro. E incluso Vandene estaba segura de que entre las Allegadas no había Amigas Siniestras. La propia Ispan había huido siendo novicia, e incluso llegó a Ebou Dar, pero la habían atrapado antes de que las Allegadas se descubrieran ante ella, revelándole que eran algo más que unas cuantas mujeres expulsadas por la Torre que habían decidido ayudarla siguiendo un impulso. Sometida a interrogatorio por Vandene y Adeleas, había revelado muchas cosas. De algún modo se había resistido a hablar sobre el Ajah Negro, excepto la confesión de viejos complots llevados a cabo hacía mucho, pero se mostró ansiosa de contar todo lo demás una vez que Vandene y su hermana acabaron de ponerla en su sitio con los castigos que utilizaron. No se habían andado con miramientos y habían sondeado hasta lo más hondo a la Negra, pero Ispan sólo sabía sobre las Allegadas lo que cualquier otra hermana. Si hubiese habido Amigas Siniestras entre ellas, el Ajah Negro lo habría sabido. De manera que, por mucho que desearan que fuera de otra forma, se llegaba a la conclusión de que la asesina era una de las tres mujeres que todas habían llegado a apreciar. Una hermana Negra entre ellas. O más de una. Todas se habían esforzado desesperadamente para guardar aquello en secreto. La noticia haría cundir el pánico por todo el palacio, puede que por toda la ciudad. Luz, ¿quién más habría estado reflexionando sobre lo ocurrido en Puente Harlon? Y, en tal caso, ¿tendría el sentido común de guardar silencio?

—Alguien tiene que ocuparse de ellas —dijo firmemente Vandene—, impedir que causen más daño. Les hacen falta clases regulares y trabajo duro. —Los semblantes alegres de las dos novicias denotaban un atisbo de petulancia, pero desapareció un tanto tras ese comentario. Habían recibido pocas lecciones, pero muy duras y muy estrictas—. Y eso significa que habréis de ser o tú, Elayne, o Nynaeve.

—¿Qué habrá de ser Nynaeve? —preguntó alegremente la interesada, acercándose a ellas. De algún modo se había agenciado un chal de flecos amarillos y bordado con hojas y flores, pero lo llevaba caído en los dobleces de los codos. A pesar de la baja temperatura, lucía un vestido azul con un escote demasiado bajo para las costumbres de Andor, aunque la gruesa y oscura trenza, echada sobre el hombro y descansando sobre los senos, contribuía a que lo que mostraba no pareciera tanto. El pequeño punto rojo en el medio de la frente, el ki’sain, resultaba muy chocante. Según la costumbre malkieri, un ki’sain rojo señalaba a la mujer casada, y ella había insistido en llevarlo tan pronto como se enteró. Jugueteaba ociosamente con la punta de la trenza y parecía… satisfecha, una emoción que nadie solía asociar con Nynaeve al’Meara.

Elayne dio un respingo al reparar en Lan, unos cuantos pasos más atrás, caminando en círculo alrededor de ellas y manteniendo la vigilancia en ambos corredores. A pesar de ser tan alto como un Aiel y tener los hombros de un herrero, el hombre de rostro pétreo se las ingeniaba para moverse como un fantasma bajo la capa verde. Llevaba la espada en el cinto incluso dentro de palacio. A Elayne le provocaba un escalofrío siempre. La muerte miraba desde sus fríos ojos azules. Es decir, excepto cuando miraba a Nynaeve.

La satisfacción desapareció del rostro de la antigua Zahorí tan pronto como se enteró de cuál sería su tarea. Dejó de toquetear la trenza y la asió con fuerza.

—Escúchame bien. Elayne quizá pueda pasarse el día jugando a hacer política, pero yo tengo trabajo de sobra. Más de la mitad de las Allegadas habría desaparecido a estas alturas si Alise no las tuviera agarradas por el cuello; y, puesto que no tiene esperanza de alcanzar el chal, no estoy segura de cuánto tiempo más seguirá reteniendo a nadie. ¡Y las demás creen que pueden discutir conmigo! Ayer, Sumeko me llamó… ¡muchacha!

Enseñó los dientes, pero ella era la única culpable de aquello. Después de todo, era la que había machacado a las Allegadas repitiendo que tenían que demostrar carácter, en lugar de arrastrarse ante las Aes Sedai. Bien, pues indudablemente habían dejado de arrastrarse. En cambio, parecían dispuestas a tratar a las hermanas según los parámetros de su Regla. ¡Y esperaban que éstas lo admitieran de buen grado! Puede que no fuera exactamente culpa de Nynaeve que aparentara tener poco más de veinte años —había empezado a retardar muy pronto—, pero la edad era importante para las Allegadas, y ella había elegido pasar casi todo el tiempo. No se estaba dando tirones de la trenza; simplemente tiraba de ella tan firme y constantemente que debía de estar a punto de arrancársela de raíz.

—¡Y esas condenadas mujeres de los Marinos! ¡Malditas mujeres! ¡Malditas, malditas, malditas! ¡Si no fuera por ese puñetero acuerdo! ¡Sólo me faltaba tener que ocuparme de un par de novicias llorosas y quejicas!

Los labios de Kirstian se tensaron un instante, y los oscuros ojos de Zarya destellaron de indignación antes de que la mujer consiguiera adoptar de nuevo la actitud humilde. O una semblanza. Sin embargo, tenían el suficiente sentido común para saber que las novicias no abrían la boca para replicar a una Aes Sedai.

Elayne controló el deseo de tranquilizar la situación. Lo que quería realmente era dar de bofetadas a Kirstian y a Zarya. Lo habían complicado todo por no mantener callada la boca, para empezar. También quería dar un bofetón a Nynaeve. Así que finalmente las Detectoras de Vientos la habían acorralado, ¿verdad? Aquello no despertó compasión alguna en ella.

—Yo no estoy «jugando» a nada, Nynaeve, ¡y lo sabes muy bien! ¡Te he pedido consejo en muchas ocasiones! —Respiró hondo e intentó calmarse. Los sirvientes que veía detrás de Vandene y las dos novicias habían hecho un alto en sus tareas para observar disimuladamente al grupo de mujeres. Elayne dudaba que se hubiesen fijado siquiera en Lan, por imponente que fuera el Guardián. Unas Aes Sedai discutiendo era algo que merecía la pena ver; y de lo que había que mantenerse apartado—. Alguien tiene que hacerse cargo de ellas —añadió más tranquila—. ¿O es que piensas que se les puede decir simplemente que se olviden de todo esto? Míralas, Nynaeve. Déjalas solas e intentarán descubrir quién fue en un abrir y cerrar de ojos. No habrían acudido a Vandene si no hubieran creído que les permitiría ayudarla.

La pareja se convirtió en la viva imagen de la inocencia de una novicia, con los ojos muy abiertos, y sólo una pizca de ofensa ante una acusación tan injusta. Elayne no las creyó. Habían tenido toda una vida para practicar el arte del disimulo.

—¿Y por qué no? —dijo Nynaeve al cabo de un momento mientras se ajustaba el chal—. Luz, Elayne, debes tener presente que no son lo que normalmente esperamos de unas novicias.

Elayne abrió la boca para protestar; ¡y tanto que no lo eran! Nynaeve nunca había sido novicia, pero sí Aceptada, y no hacía tanto tiempo de eso; por cierto, ¡una Aceptada muy quejica! Abrió la boca, pero Nynaeve no le dejó meter baza.

—Vandene puede servirse bien de ellas, estoy convencida —arguyó—. Y, cuando no estén con eso, puede darles lecciones. Recuerdo que alguien me contó que ya habías enseñado a novicias anteriormente, Vandene. Ya está. Todo arreglado.

Las dos novicias sonrieron de oreja a oreja, unas sonrisas ansiosas, expectantes; sólo les faltó frotarse las manos. Pero Vandene frunció el ceño.

—No quiero tener novicias enredando a mi alrededor mientras me ocupo de…

—Estás tan ciega como Elayne —la interrumpió Nynaeve—. Tienen experiencia en conseguir que las Aes Sedai las tomen por algo distinto de lo que son. Pueden trabajar para ti, y eso te dará tiempo para que comas y duermas, cosas que no creo que estés haciendo ahora. —Adoptó una postura erguida y se echó el chal de manera que le cubría los hombros y los brazos. Era toda una representación. A pesar de su baja talla, semejante a la de Zarya, que era mucho más baja que Vandene o Kirstian, se las ingenió para dar la impresión de que era la más alta por varios dedos. Era una habilidad que Elayne querría dominar como ella. Aunque nunca lo intentaría llevando un vestido como ése. Nynaeve corría el peligro de salirse por el escote. Aun así, aquello no disminuyó la importancia de su propia presencia; era la pura esencia de quien sabe que tiene el mando—. Lo harás, Vandene —dijo firmemente.

El ceño de la Verde se borró lentamente, pero desapareció. Nynaeve estaba por encima de ella en el Poder, e, incluso en el caso de que ni siquiera pensara conscientemente en ese hecho, las normas implantadas profundamente en su ser la hicieron doblegarse, por muy a regañadientes que fuera. Para cuando se dio media vuelta hacia las dos mujeres de blanco, su semblante denotaba toda la firme compostura que había asumido desde la muerte de Adeleas. Lo que significaba simplemente que el juez quizá no ordenara la ejecución en ese mismo momento. Más tarde, quizá. Su consumido rostro se mostraba sereno, y totalmente severo.

—Enseñé a novicias durante un tiempo —dijo—. Muy poco tiempo. La Maestra de las Novicias pensó que era demasiado dura con mis alumnas. —El entusiasmo de la pareja de blanco se enfrió un poco—. Se llamaba Sereille Bagand. —El semblante de Zarya palideció tanto como el de Kirstian, y ésta se tambaleó como si hubiese sufrido un repentino mareo. Maestra de las Novicias y más tarde Sede Amyrlin, Sereille era una leyenda. La clase de leyenda que hace que uno se despierte sudando en mitad de la noche—. Y sí que como —le dijo Vandene a Nynaeve—. Pero todo me sabe a ceniza.

Tras un seco gesto a las dos novicias, las condujo por el pasillo pasando delante de Lan. Las mujeres de blanco caminaban de un modo un tanto inestable.

—Terca mujer —rezongó Nynaeve, que miraba ceñuda las espaldas de las mujeres que se alejaban, pero en su voz se advertía un timbre de compasión—. Conozco una docena de hierbas que la ayudarían a dormir, pero no quiere probarlas. Casi estoy pensando en echarle algo en el vino de la cena.

«Una dirigente sabia —pensó Elayne— sabe cuándo hablar y cuándo callar». En fin, eso era de sabios en cualquier persona. No comentó que el hecho de que Nynaeve llamase a alguien «terca» era como si el gallo llamase orgulloso al faisán.

—¿Sabes qué noticias son las que tiene Reanne? —preguntó en cambio—. Buenas noticias «en cierto sentido», según tengo entendido.

—No la he visto esta mañana —murmuró la antigua Zahorí, que seguía sin apartar la vista de Vandene—. No he salido de mis aposentos. —De repente se sacudió y, por alguna razón, miró con expresión desconfiada a Elayne. Y después a Lan, nada menos. El Guardián siguió montando guardia, imperturbable.

Nynaeve afirmaba que su matrimonio era maravilloso —a veces hablaba con increíble franqueza de ello con otras mujeres— pero Elayne pensaba que debía de mentir a fin de disimular la decepción. Probablemente Lan mantenía una actitud de alerta, presto para atacar, presto para luchar, incluso cuando dormía. Sería como estar acostada junto a un león hambriento. Además, ese rostro pétreo bastaba para helar cualquier lecho conyugal. Por suerte, Nynaeve no tenía ni idea de lo que estaba pensando. De hecho, la antigua Zahorí sonrió. Curiosamente, era una sonrisa divertida. Divertida y… ¿prepotente, podría ser? No, pues claro que no. Imaginaciones suyas.

—Sé dónde está Reanne —dijo Nynaeve mientras dejaba que el chal resbalara de nuevo hasta los dobleces de los codos—. Ven conmigo, te llevaré hasta ella.

Elayne sabía exactamente dónde estaría Reanne, ya que no se encontraba encerrada con Nynaeve, pero de nuevo contuvo la lengua y dejó que la antigua Zahorí la precediese. Era una especie de castigo autoimpuesto por discutir antes, cuando lo que debería haber hecho era calmar las cosas. Lan las siguió, con aquellos ojos fríos escudriñando a ambos lados. Los sirvientes ante los que pasaban se encogían cuando la mirada del Guardián caía sobre ellos. Una mujer muy joven, de cabello claro, llegó incluso a recogerse las faldas y salió corriendo, y en el camino chocó contra una lámpara de pie, que se tambaleó a punto de caer.

Eso le recordó a Elayne que debía contarle a Nynaeve lo de Elenia y Naean, y lo de los espías. Nynaeve se lo tomó con bastante tranquilidad. Estuvo de acuerdo con Elayne en que no tardarían en saber quién había rescatado a las dos nobles, y soltó un resoplido displicente por las dudas de Sareitha al respecto. A decir verdad, manifestó sorpresa de que no se las hubiese rescatado de la propia Aringill hacía mucho tiempo.

—No podía creer que siguieran allí cuando llegamos a Caemlyn. Era obvio para cualquier necio que antes o después se las trasladaría aquí. Resultaba mucho más fácil sacarlas de una pequeña villa. —Una pequeña villa. Antes, una población como Aringill le habría parecido enorme—. En cuanto a los espías… —Miró ceñuda a un hombre larguirucho, canoso, que llenaba de aceite una de las lámparas doradas, y sacudió la cabeza—. Por supuesto que hay espías. Sabía desde el principio que tenía que haberlos. Lo que tienes que hacer es llevar cuidado con lo que hablas, Elayne. No digas nada a nadie que no conozcas bien, a no ser que te dé lo mismo que todo el mundo esté enterado.

«Saber cuándo hablar y cuándo callar», pensó Elayne, fruncidos los labios. A veces hacer tal cosa era un verdadero castigo, con Nynaeve.

También la otra mujer tenía sus propias noticias que dar. Dieciocho de las Allegadas que las habían acompañado a Caemlyn ya no se encontraban en palacio. Sin embargo, no habían huido. Puesto que ninguna de ellas era lo bastante fuerte para Viajar, Nynaeve había tejido personalmente los accesos y las había enviado a Altara, Amadicia y Tarabon, en las tierras tomadas por los seanchan, donde intentarían encontrar a cualquier Allegada que no hubiese podido escapar y traerlas de vuelta a Caemlyn.

Habría sido un detalle por su parte si a Nynaeve se le hubiese ocurrido informarle de ello el día anterior, cuando se marcharon, o mejor aún cuando ella y Reanne decidieron enviarlas, pero Elayne tampoco mencionó eso.

—Es muy valeroso lo que hacen —dijo en cambio—. Evitar que las capturen no será fácil.

—Valeroso, sí —repitió Nynaeve, cuyo tono sonaba irritado. La mano subió de nuevo hasta la trenza—. Pero ésa es la razón de que las eligiéramos a ellas. Alise opinaba que eran las que con más probabilidad huirían si no les encargábamos alguna tarea. —Echó un vistazo hacia atrás a Lan, y bajó bruscamente la mano que subía hacia la coleta—. No entiendo cómo se propone hacerlo Egwene —suspiró—. Está muy bien eso de que a las Allegadas se las «asociará» de algún modo a la Torre, pero ¿cómo? La mayoría no posee fuerza suficiente para alcanzar el chal. Muchas ni siquiera pueden llegar a Aceptadas. Y desde luego no estarán dispuestas a pasarse el resto de su vida siendo novicias o Aceptadas.

En esta ocasión Elayne no dijo nada porque no sabía qué decir. La promesa debía cumplirse; ella en persona la había hecho. En nombre de Egwene, cierto, y por orden de Egwene, pero ella había pronunciado la frase, y no faltaría a su palabra. Sólo que no sabía cómo cumplirla a menos que Egwene se sacase de la manga algo realmente fabuloso.

Reanne Corly se encontraba exactamente donde Elayne había dado por hecho que estaría, en un pequeño cuarto con dos estrechas ventanas que se asomaban a un patio interior no muy grande, adornado con una fuente, aunque ésta estaba seca en esa época del año, y los cristales encajados en las ventanas hacían un tanto cargado el ambiente en la reducida estancia. El suelo era de sencillas baldosas oscuras, sin alfombra, y por todo mobiliario sólo había una mesa y tres sillas. Dos personas acompañaban a Reanne cuando Elayne entró. Alise Tenjile, con un sencillo vestido gris de cuello alto, alzó la vista desde el extremo opuesto de la mesa. Aparentemente en la madurez, era una mujer de aspecto agradable, corriente, que resultaba realmente excepcional cuando se la llegaba a conocer aunque podía mostrarse muy desagradable cuando era necesario. Una única ojeada y después volvió a poner su atención en lo que ocurría en la mesa. Ni Aes Sedai ni Guardianes ni herederas del trono impresionaban a Alise; ya no. La propia Reanne estaba sentada a un lado de la mesa; su cara marcada de arrugas y con más cabellos grises que oscuros, lucía un vestido verde más trabajado que el de Alise. Se la había despedido de la Torre después de fallar en la prueba para ascender a Aceptada, y al encontrarse con la oferta de una segunda oportunidad no había tardado en adoptar los colores de su Ajah preferido. Enfrente de ella se encontraba una mujer regordeta, vestida con sencillo paño marrón, en cuyo rostro se plasmaba un gesto de desafiante obstinación mientras que sus oscuros ojos estaban clavados en Reanne, evitando la correa plateada del a’dam que yacía como una serpiente sobre la mesa, entre ellas. Sus manos acariciaban el borde del tablero, sin embargo, y Reanne exhibía una sonrisa segura que acentuaba las finas arrugas en los rabillos de los ojos.

—No me digas que has conseguido hacer entrar en razón a una de ellas —comentó Nynaeve antes incluso de que Lan hubiese cerrado la puerta tras ellos. Miró ceñuda a la mujer de marrón como si quisiera abofetearla, si no algo peor, y después sus ojos se desviaron hacia Alise.

A Elayne le parecía que Nynaeve se sentía algo intimidada por Alise; ésta, a pesar de no ser apenas fuerte en el Poder —nunca alcanzaría el chal—, sabía cómo ponerse al mando cuando quería y hacía que todos los que estaban a su alrededor lo aceptasen así. Incluidas Aes Sedai. Elayne pensó que ella también se sentía un tanto intimidada por Alise.

—Siguen negando que pueden encauzar —rezongó Alise, cruzándose de brazos y mirando con dureza a la mujer sentada enfrente de Reanne—. Realmente no pueden, pero siento… algo. No exactamente la chispa de una mujer con el don innato, pero casi. Es como si estuviese a punto de ser capaz de encauzar, a punto de dar el paso. Nunca había percibido nada igual. Al menos ya no tratan de atacarnos con los puños. ¡Creo que las puse derechas respecto a eso!

La mujer de marrón le lanzó una fugaz y huraña ojeada, pero apartó la vista ante la firme mirada de Alise y su boca se torció con una mueca enfermiza. Cuando Alise ponía derecho a alguien, lo ponía derecho de verdad. Las manos de la mujer seguían deslizándose por el borde del tablero. Elayne creía que ni siquiera era consciente de estar haciéndolo.

—También siguen negando que ven los flujos, pero están intentando convencerse a sí mismas —abundó Reanne con su voz musical, de timbre agudo. Continuó sosteniendo la mirada obstinada de la otra mujer con una sonrisa. Cualquier hermana habría envidiado la serenidad y el aplomo de Reanne. Había sido la Decana del Círculo de Punto, la más alta autoridad entre las Allegadas. De acuerdo con su Regla, el Círculo existía sólo en Ebou Dar, pero seguía siendo la mayor de las que se encontraban en Caemlyn, cien años mayor que cualquier Aes Sedai de la que se tuviese memoria, e igualaba a cualquier hermana con su aire de sosegado mando—. Afirman que las engañamos con el Poder, que lo utilizamos para hacerles creer que el a’dam puede retenerlas. Antes o después, se les acabarán las mentiras. —Tiró del a’dam hacia así y abrió el broche del collar con un movimiento diestro—. ¿Lo intentamos, Marli?

La mujer de marrón, Marli, siguió evitando mirar el objeto de metal plateado que Reanne sostenía en las manos, pero rebulló y sus dedos se agitaron sobre el borde de la mesa.

Elayne suspiró. Menudo regalo le había enviado Rand. ¡Regalo! Veintinueve sul’dam seanchan perfectamente dominadas por un a’dam, y cinco damane —detestaba ese término, que significaba Atadas con Correa o simplemente Atadas, pero eso es lo que eran—, cinco damane a las que no se les podía quitar el collar porque tratarían de liberar a las mujeres seanchan que las habían tenido sometidas. Unos leopardos atados con cuerda habrían sido mejor regalo. Al menos los leopardos no podían encauzar. Se las había puesto al cuidado de las Allegadas porque nadie más disponía de tiempo.

Con todo, Elayne había comprendido al punto qué había que hacer con las sul’dam: convencerlas de que podían aprender a encauzar, y después mandarlas de vuelta con los seanchan. Aparte de Nynaeve, sólo Egwene, Aviendha y unas pocas Allegadas estaban al tanto de su plan. Nynaeve y Egwene albergaban dudas sobre él; pero, por mucho que las sul’dam intentasen ocultar lo que eran una vez que hubiesen regresado, al final alguna cometería un desliz. Y eso sin contar con que informasen de todo de inmediato. Los seanchan eran gentes peculiares; incluso las damane seanchan creían firmemente que cualquier mujer con capacidad de encauzar debía ser atada con correa por el bien de todos los demás. Las sul’dam, con su habilidad de controlar a las mujeres que llevaban el a’dam, eran muy respetadas entre los seanchan. El descubrimiento de que las propias sul’dam podían encauzar sería un golpe que haría temblar los propios cimientos de su sociedad, puede que incluso resultase demoledor. Al principio había parecido un plan tan sencillo…

—Reanne, me dijeron que tenías buenas noticias —dijo—. Si no es que las sul’dam han empezado a desmoronarse, entonces ¿de qué se trata?

Alise miró ceñuda a Lan, que montaba guardia junto a la puerta, en silencio; a la mujer no le hacía gracias que él conociese sus planes; pero no dijo nada.

—Un momento, por favor —murmuró Reanne. No era realmente una petición. En verdad, Nynaeve había hecho un buen trabajo; más bien se había excedido en su intento de que las Allegadas cobraran confianza en sí mismas—. Ella no tiene por qué enterarse.

El brillo del saidar la envolvió de repente. Movió los dedos al tiempo que encauzaba, como si guiase los flujos de Aire que retenían a Marli en la silla; después los ató y unió las manos en forma de cuenco, como si moldeara la salvaguardia contra oídos indiscretos que acababa de tejer alrededor de la mujer. Los gestos no eran parte del encauzamiento, naturalmente, pero sí necesarios para ella, ya que había aprendido los tejidos de ese modo. Los labios de la sul’dam se crisparon ligeramente en un gesto de asco. El Poder Único no la asustaba en absoluto.

—Tranquila, tómate el tiempo que necesites. No hay prisa —comentó Nynaeve con acritud, puesta en jarras. Era obvio que Reanne no la intimidaba como le ocurría con Alise.

Claro que tampoco Nynaeve intimidaba ya a Reanne. Ésta no se apresuró, sino que examinó el trabajo que había hecho y después asintió con aire satisfecho antes de ponerse de pie. Las Allegadas habían intentado siempre encauzar lo menos posible, y ahora la mujer disfrutaba enormemente de la libertad de utilizar el saidar tantas veces como quisiera, además de ser una satisfacción para ella realizar bien los tejidos.

—La buena noticia —dijo mientras se alisaba los pliegues de la falda— es que tres de las damane parecen dispuestas a desprenderse de sus collares. Quizá.

Elayne enarcó las cejas e intercambió una mirada de sorpresa con Nynaeve. De las cinco damane que Taim les había llevado, una había sido capturada por los seanchan en Punta de Toman, y otra en Tanchico. Las demás eran seanchan.

—Dos de las seanchan, Marille y Jillari, todavía insisten en que merecen estar atadas, que es necesario que estén atadas. —Los labios de Reanne se apretaron con desagrado, pero su pausa sólo duró un instante—. Parecen realmente espantadas ante la idea de su libertad. Alivia ha dejado de sentirse así. Ahora dice que era solamente porque tenía miedo de que la capturaran de nuevo. Afirma que odia a todas las sul’dam, y desde luego lo demuestra contundentemente, enseñándoles los dientes y maldiciéndolas, pero… —Sacudió la cabeza lentamente, con gesto dudoso—. Le pusieron el collar cuando tenía trece o catorce años, Elayne, no lo sabe con certeza, y ha sido damane durante ¡cuatrocientos años! Y aparte de eso, es… Es… En fin, que Alivia es considerablemente más fuerte que Nynaeve —soltó de un tirón. Las Allegadas hablarían sin ambages sobre la edad, pero en cuanto al tema de la fuerza en el Poder se mostraban tan reticentes a sacarlo a colación como las Aes Sedai—. ¿Podemos arriesgarnos a dejarla libre? ¿Sería capaz una espontánea seanchan de demoler el palacio entero? —Las Allegadas también pensaban igual que las Aes Sedai respecto a las espontáneas. La mayoría.

Las hermanas que conocían a Nynaeve tenían mucho cuidado en cuanto a la forma de utilizar ese término cuando ella estaba presente, ya que podía ponerse muy irascible cuando se pronunciaba en un tono despectivo. Ahora se limitó a mirar fijamente a Reanne. A lo mejor sólo intentaba dar con una respuesta a la pregunta de la mujer. Elayne sabía cuál sería la suya, pero este asunto no tenía nada que ver con su reclamación del Trono del León ni con Andor. Era un tema cuya decisión correspondía a las Aes Sedai, y en consecuencia significaba que era Nynaeve la que debía decidirlo.

—Si no lo hacéis —intervino en voz queda Lan, desde la puerta—, mejor que la devolváis con los seanchan. —No lo azoraron lo más mínimo las miradas severas que le lanzaron las cuatro mujeres, a quienes su voz profunda pronunciando aquellas palabras debió de sonarles como el tañido de una campana tocando a muerto—. Tendréis que mantenerla bien vigilada; pero, si le dejáis puesto el collar cuando desea ser libre, no seréis mejores que ellos.

—Este asunto no te concierne a ti, Guardián —replicó firmemente Alise. El hombre le sostuvo la severa mirada con fría ecuanimidad, y Alise soltó un quedo gruñido de indignación y levantó las manos—. Deberías leerle la cartilla cuando estéis a solas, Nynaeve.

La antigua Zahorí debía de estar experimentando la intimidación que le causaban esas mujeres de un modo muy intenso, ya que sus mejillas se sonrojaron.

—Lo haré, no lo dudes —dijo en tono ligero. No miró a Lan en ningún momento. Admitiendo finalmente el frío que hacía, se echó el chal sobre los hombros y carraspeó antes de añadir—: Sin embargo, tiene razón. Al menos no tenemos que preocuparnos de las otras dos. Lo que me sorprende es que hayan tardado tanto en dejar de actuar como esas estúpidas seanchan.

—Yo no estoy tan segura —murmuró Reanne—. Ya sabes que Kara era una especie de Mujer Sabia en Punta de Toman, con mucha influencia en su pueblo. Espontánea, desde luego. Cualquiera pensaría que odia a los seanchan, pero no es así, no a todos ellos. Le tiene un gran afecto a la sul’dam que capturaron al tiempo que a ella, y se muestra muy ansiosa en cuanto a que no les hagamos ningún daño a las sul’dam. Por su parte, Lemore sólo tiene diecinueve años. Es una noble mimada que tuvo la malísima suerte de que se manifestase la chispa en ella el mismo día que cayó Tanchico. Dice que odia a los seanchan y que quiere que paguen lo que hicieron con Tanchico. Aun así, responde a su nombre de damane, Larie, con tanta presteza como cuando utilizamos el de Lemore, y sonríe a las sul’dam y deja que la mimen como a un animalito de compañía. No es que desconfíe de ellas, al menos no como de Alivia, pero dudo que ninguna de las dos fuese capaz de hacer frente a una sul’dam. Creo que si una sul’dam les ordena que la ayuden a escapar, lo harán, y me temo que no presentarían mucha resistencia si la sul’dam intentara ponerles el collar otra vez.

Cuando Reanne dejó de hablar se hizo un largo silencio.

Nynaeve parecía reflexionar, como si luchase contra sí misma. Su mano subió hacia la trenza, la asió y después la soltó para cruzarse de brazos. Dirigió una mirada iracunda a todo el mundo, excepto a Lan; a éste ni siquiera lo miró de pasada. Finalmente respiró hondo y se cuadró para enfrentarse a Reanne y Alise.

—Debemos quitarles el a’dam. Las retendremos hasta que estemos seguras, y a Lemore ni siquiera entonces: ¡hay que vestirla de blanco! Nos aseguraremos de que no se queden solas nunca, especialmente con las sul’dam, ¡pero el a’dam se les quita!

Habló con fiereza, como si esperase oposición por parte de las otras mujeres. Una ancha sonrisa de aprobación fue la respuesta de Elayne. Que hubiese otras tres mujeres cuya reacción era imprevisible difícilmente podía tomarse como una buena noticia, pero no tenían otra opción.

Reanne se limitó a asentir con la cabeza —al cabo de un momento—, pero una sonriente Alise rodeó la mesa para dar unas palmaditas a Nynaeve en el hombro, y la antigua Zahorí se puso colorada. Intentó disimularlo aclarándose la voz con un fuerte carraspeo, al tiempo que torcía el gesto al mirar a la seanchan aislada dentro del tejido que le impedía escuchar lo que hablaban. Empero, sus esfuerzos no tuvieron éxito; y, en cualquier caso, Lan los habría echado a perder.

Tai’shar Manetheren —musitó en voz queda.

Nynaeve se quedó boquiabierta, y después los labios insinuaron una trémula sonrisa. Sus ojos brillaron con la humedad de unas lágrimas repentinas mientras se volvía hacia él, el rostro rebosando júbilo. Lan le devolvió la sonrisa, y en sus ojos no había frialdad en ese momento, ni mucho menos.

Elayne tuvo que esforzarse para contener el gesto de asombro. ¡Luz! A lo mejor ese hombre no helaba el lecho de su matrimonio, después de todo. La idea hizo que se ruborizara. Procurando no mirar a la pareja, sus ojos fueron hacia Marli, todavía sujeta a la silla. La seanchan miraba fijamente al frente, y unas lágrimas se deslizaban por sus regordetas mejillas. Directamente al frente. A los tejidos que impedían que el sonido llegase hasta ella. Ahora no podía negar que veía los flujos. Sin embargo, cuando Elayne lo hizo notar, Reanne sacudió la cabeza.

—Todas lloran si se las obliga a mirar los tejidos durante mucho tiempo, Elayne —comentó con tono cansado. Y un punto triste—. Pero, una vez que los tejidos desaparecen, se convencen a sí mismas de que las hemos engañado. No tienen más remedio; lo entiendes, ¿verdad? De lo contrario serían damane, no sul’dam. No, llevará tiempo convencer al ama de los sabuesos de que ella misma es uno también. Me temo que en realidad no te he dado buenas noticias, ¿no es así?

—No muy buenas, cierto —contestó Elayne. Nada buenas, para ser sincera. Un problema más para amontonar con el resto. ¿Cuántas malas noticias se podían apilar antes de que uno se quedara enterrado bajo el montón? Por fuerza tenía que recibir alguna buena noticia, y pronto.

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