Susana colgaba en posición vertical sujeta por un correaje y dentro de un saco térmico en uno de los módulos de la estación espacial Beta. Intentaba dormir. Una suave corriente de aire fresco la llegaba hasta el rostro. Era muy importante, si durmiendo la corriente dejaba de fluir respiraría una y otra vez el aire a su alrededor y moriría intoxicada por su propio dióxido de carbono. Si cerraba los ojos, se sentía en la más suave cama que jamás hubiera podido imaginar, pero no podía mantenerlos así mucho tiempo. Era la excitación del viaje, de los preparativos, el despegue, el acople con la estación espacial. No era la primera vez que subía a órbita. El más novato de la expedición había contabilizado ya más de dos meses de estancia en la estación espacial ultimando la preparación para el viaje. Pero daba igual, era imposible sentirse indiferente ante aquello. Susana se agarró a una de las correas que la mantenían sin derivar constantemente por el habitáculo y miró por la ventanilla. Afuera había un fulgor azul y marrón y una curvatura monstruosa. Sí, la Tierra seguía aún ahí abajo, muy cerca.
Volvió a mirar al techo. Era la luz, el cambio en los ciclos circardianos y la bioquímica de la melanina la que no la permitía dormir. ¿O no? Escarbó más dentro aún y no, no era eso. Había un miedo intenso y muy oculto que la contaminaba de ansiedad. Había llegado muy lejos, más de lo que nunca hubiera soñado, más de lo que ella había creído posible.
Aún allí, en la antesala del viaje, cuando, si todo iba bien, su equipo podría ser elegido para ir a Marte, todavía tenía que luchar contra la sensación de incertidumbre, de saber si iba a ser lo suficientemente dura y capaz para soportar el viaje más peligroso y fascinante que el ser humano hubiera emprendido nunca.
La Academia del Aire había sido un lugar duro. A pesar de que había bastantes mujeres, el ejército aún no había asumido del todo su presencia, menos si una de ellas aspiraba a pilotar el EF-IV, la élite de la élite en aeronáutica, y menos aún si iban superando prueba tras prueba y terminaban obteniendo el número uno de la promoción. Ninguno de sus mandos estuvo cómodo con ese resultado por lo que cuando Susana decidió pasarse a la ESA hubo muchos suspiros de alivio.
No fue una retirada, sólo la búsqueda de un desafío mayor. Sabía cual era su futuro en el ejército:
volar unos años y luego vegetar en un despacho militar hasta abandonar y pilotar un avión comercial. Eso hubiera sido relajarse, dejar de demostrarse a si misma hasta dónde podría llegar. Y no había nada más adecuado a sus necesidades de dificultad que la carrera espacial.
Ahí ya no hubo limitaciones por ser mujer. En el proceso de selección y posterior entrenamiento la dureza venía directamente de los desafíos inmensos de volar al espacio. Y una vez más lo consiguió, y voló como segundo piloto en un par de misiones del Venture Star.
Y una vez más no fue suficiente. Aspiraba a más.
Susana intentó tranquilizarse. Aún no se había cerrado la selección. Estaban pasando el periodo de aclimatación en la estación espacial dos equipos, el Gamma y el Beta. Uno de ellos sería el elegido para el primer viaje. Durante el mes en el que los médicos y psicólogos confirmarían todas las pruebas y verían las reacciones de los organismos a la ingravidez, se terminaría de acoplar todos los módulos de la nave Ares. Si todo seguía según los planes habría un margen de diez días hasta el inicio de la ventana de lanzamiento, y de un mes para la inyección en la órbita Honman elegida.
¿Sería bastante aquel viaje? ¿Podría con él acallar esa voz que le preguntaba si podría ser lo suficientemente dura como para llegar y volver con éxito? No lo sabía.
Al final el cansancio y el efecto de los tranquilizantes y biorreguladores que les habían dado pudieron más que los nervios y Susana se durmió.
Dos días después, la achaparrada delta del transbordador se desprendió de la estación espacial y comenzó a derivar hacia la Tierra. Vieron, de lejos, el encendido de los cohetes principales que frenaron la nave lo suficiente como para que iniciase el descenso. Luego la perdieron de vista.
Vishniac, justo por encima de sus cabezas, miró a Luca, Fidel y Herbert.
– Bueno, hoy tenemos que ir a la Ares y comenzar con los chequeos.
– ¿Esta ya presurizada y con energía?
– Ayer hubo un equipo de la Estación Alfa que terminó con esa fase. Ya sólo falta cargar el combustible y las provisiones de aire y agua.
Luca tecleó en su ordenador táctil.
– Pues llevan retraso. Se necesitan cinco vuelos para llenar los tanques y la bodega.
– Sí, un poco. Pero seguramente usemos dos o tres Arian V para reforzar los Energía II que se han retrasado.
– Eso significa que alguien va a tener que hacer malabares con los plazos.
– Los paquetes van autopilotados y no creo que fallen.
El trayecto entre la estación espacial y el Ares era un paseo espacial de menos de cinco minutos. Usaron dos EVAV, largos tubos con agarraderas, depósitos y toberas que se usaban para trasladar más de una persona entre puntos en órbita. Uno lo pilotaba Susana, y el otro Vishniac. Se alejaron de la estación Beta, en las antípodas de la órbita de la Alfa, y con suaves impulsos que los hacían desplazarse por el espacio, comenzaron a acercarse al Ares. No era la primera vez para ninguno que efectuaban una operación en el espacio. Sin embargo la tierra, enorme y azul justo debajo de ellos, era una presencia imponente que les daba continuamente la sensación de estar cayendo. La teoría decía que para evitar el vértigo y la desorientación, lo adecuado era no mirar, pero casi ninguno podía distraerse de aquella inmensidad de azules moviéndose a toda velocidad bajo sus pies.
Desde la estación, la nave transplanetaria era un delgado lápiz que refulgía cuando el sol se reflejaba en sus superficies. Según fueron acercándose la Ares comenzó a agrandarse. Era un vehículo imponente, de más de 700 toneladas, un alargado huso de metal con un módulo de descenso, la Belos, en la punta, y ocho grandes motores químicos en la popa. Ellos la conocían como un ciego conocía su hogar. Se habían movido incontables horas en el simulador. Pero la cosa real, aquel monstruo de casi 100 metros de largo y 700 toneladas de metal, combustible, aire, pilas nucleares y eléctricas, asustaba.
Según fueron acercándose vieron la estructura en su conjunto. Los cohetes de inserción transmarciana eran el primer módulo. Estaban diseñados para producir una aceleración muy alta durante poco tiempo gracias a la cuál saldrían de la órbita terrestre. Igualmente, funcionarían para frenar al llegar al apogeo de la elipse Honman que recorrerían entre la tierra y Marte, y conseguir inyectarse en baja órbita marciana y no seguir de regreso a la Tierra.
La siguiente sección era el habitáculo de viaje. Los cuatro grandes cilindros en los que viviría la tripulación durante todo el viaje, permanecían anclados a la estructura principal. Una vez acelerada la nave se soltarían de sus sujeciones al fuselaje y se harían rotar a 2 r.p.m. al extremo de unos brazos extensibles y contrapesados. Eso bastaría para proporcionar 0.4 ges, lo suficiente como para minimizar los efectos de la ingravidez durante el largo viaje.
Tardarían casi 300 días en llegar. Trescientos días en aquellas latas rodantes, pensó Herbert. Había viajado en sitios peores, sin duda, y el viaje había sido infinitamente menos interesante.
A los habitáculos le seguían la nave de regreso. También motores cohetes de combustible criogénico, sólo que menores ya que la masa a acelerar de regreso a la Tierra era mucho menor. Y en la punta, aerodinámica, desafiante y muy blanca debido a las losetas térmicas, la nave Belos, el módulo de descenso, la nave que pilotaría y que los dejaría sobre la superficie del planeta rojo. A una distancia prudente, cuando ya se podían leer la letras en el fuselaje, Vishniac y Susana dispararon retrocohetes y se quedaron estáticos respecto al Ares.
lodos los miembros del equipo Gamma permanecieron en silencio. Sólo escuchaban el ruido de succión del suministro de aire en el traje. No se veían, el reflectante de los cascos no permitía atisbar su reacción. Al final Luca rompió el silencio:
– Je, bonita ¿no?
– Sí, Luca. -admitió Susana.-Es la cosa más bonita que he visto nunca.
Maniobraron para acercarse a la nave y esta creció hasta que perdieron la visión de conjunto y sólo percibieron una masa metálica enorme a la que orbitaron como pequeñas lunas autopropulsadas. Por el canal de radio del casco escucharon el saludo de los astronautas que efectuaban los últimos ajustes. Toda la estructura de la nave había sido ensamblada en el espacio. Veinticinco cargas de Arian V y Saturno VII habían sido puestas en órbita baja a lo largo de todo el año anterior.
Durante ese tiempo, equipos de veinte astronautas se habían turnado en la estación espacial Beta para ir maniobrando las enormes secciones, acoplándolas, desplegando y plegando antenas, paneles solares, brazos de inercia. Un trabajo ímprobo que había mantenido la atención del mundo con el cuello doblado hacia arriba. Más de cien contratistas principales y una infinitud de subcontratistas en todo el mundo habían trabajado en el diseño, construcción y prueba de aquellas secciones. Y seguían haciéndolo. En los hangares de Cabo Kennedy se terminaba de ajustar la Ares II, que sería lanzada un par de años después de la I. Se calculaba que la misión a Marte estaba consumiendo el 4 % de los recursos de los estados que financiaban la organización NASA-ESA. Y eso continuaría mientras una crisis política o económica no cortase aquel fabuloso chorro de dinero.
Y la punta de iceberg de todo aquello era la Ares, una nave varada en órbita baja de la Tierra, pero con la potencialidad de ir muy lejos. Se podía palpar en las formas poderosas que era el último caballo tecnológico del ser humano, el último desafío que la raza humana le hacia al Universo.
Así lo veía al menos Herbert. Sentía el corazón encogido.
Vishniac interrumpió el silencio reverente.
– En unas horas comenzarían a acercar los tanques autopropulsados. Cuando empiecen el trasvase tendremos que estar fuera, así que tenemos un par de horas para explorar la nave.
La nave ya tenía presión y energía, así que, por turnos, fueron entrando en una escotilla de la parte central. La primera tanda, Susana, Herbert, Luca y Lowell emergieron de la cámara de descompresión. No era su Ares, no la encontraban familiar.
Sin decir una palabra, comenzaron a derivar por los habitáculos. Vishniac, Lowell y Susana corrieron a la cabina del Belos. Los demás flotaron por los pasillos.
La perspectiva era totalmente diferente. La ingravidez lo cambiaba todo y se movían con torpeza por un espacio que conocían al dedillo en el simulador.
Jenny, entró resoplando, en la segunda tanda de visita. Abrió mucho los ojos y en cuanto se libró del traje, tarea que apenas le costó un minuto con el nuevo diseño modular, se dejó arrastrar hasta una pared y permaneció allí agarrada, mirando aquel tubo hueco y rodeado de cajas y equipos variados. Era uno de los cuatro habitáculos rotatorios que permanecían anclados al fuselaje principal de la nave y que luego rotarían dando una fracción de la gravedad terrestre. Eran grandes, de unos quince metros de largo y cinco de diámetro. Su interior estaba diseñado para tener una orientación abajo-arriba que coincidiese con la dirección de la fuerza centrífuga. En ingravidez nada parecía tener sentido y Jenny tuvo que esforzarse por conseguir una perspectiva correcta. Sabía que no tardaría en adaptarse. En cuanto su cerebro tradujese las coordenadas espaciales de la nave a un sistema de referencia diferente al que tenían ahora, que era la gravedad de la tierra, del simulador de la NASA-ESA.
La sensación les duró apenas una hora. En ese tiempo pudieron curiosear todo aquello que ya conocían. No había diferencias, todos los sistemas parecían responder exactamente igual que en el simulador.
Vishniac y Susana permanecieron en la cabina de la Belos toda la hora que tenían hasta que las operaciones de carga en los tanques comenzaron. Vishniac, una vez sentado y sujeto por veleros, ojeó un poco aquel habitáculo posando la vista aquí y allá. Era una mirada profesional, segura.
Susana tardó un poco más en concentrarse en los mandos, computadoras y sistemas de la cabina. Afuera, más allá del parabrisas, había muchas estrellas.
– ¿Qué piensas Susana? Tenemos aún que hacer un par de listados de chequeo.
– Eh. Nada, ¿has visto?
– A ver… sí, Orion, y aquello es Ophiuco… Ya has estado aquí arriba antes. No me dirás que te impresiona.
– Sí, he estado dos veces más, pero nunca sentada a los mandos de una nave que me llevará hasta Marte. El simulador es casi igual, pero hay una leve diferencia.
– Sí, la hay. Lo llaman el factor psicológico. En cualquier simulador, por bueno que sea, siempre sabes que no vas a morir de verdad. Y aquí… bueno, tienes que verlo como una tarea más. Hay que verlo así, si no te comerá la responsabilidad.
Encendieron los monitores de plasma. Obedientemente los cuatro computadores de a bordo se inicializaron y comenzaron a mostrar parámetros de estado. Las alarmas de bajo combustible aparecieron en rojo hasta que Vishniac entró en el modo mantenimiento e introdujo el código de seguridad del comandante para poder anularlas.
– Vete cantándome el chequeo, Susana.
Susana abrió un menú en su pantalla de copiloto y apareció un listado con una larga lista de items a comprobar de los sistemas de abordo. En principio los computadores eran capaces de comprobar todos los elementos ellos solos y sacar un resumen de fallos, pero una larga tradición aeroespacial hacía que también fuese necesaria una comprobación por los tripulantes.
– Carga de termocouplers.
– Ok.
– Termogeneradores. -Seis, operativos.
– Presión sistema neumático.
– Verde.
Abajo, Fidel flotaba por los espacios amplios y blancos de lo que sería su hogar durante los nueve meses del viaje. En estanterías bien apiladas había sitio para colocar muchos paquetes, equipos de laboratorio y equipos de mantenimiento. Todos tenía su sentido, cada caja, cada hueco, tenía su diseño perfectamente estudiado. Miró uno de los paneles, una pantalla de plasma multifución, como en toda la nave. El, hasta llegar a Marte, sería el encargado de verificar los niveles de reciclaje de agua y aire. También debería cuidar de los experimentos biológicos en microgravedad. Estaba razonablemente seguro que aquella carga experimental que agobiaría a toda la tripulación se había incluido meramente para que la tripulación no se aburriera en el viaje.
Flotando, vestido con el mono interior del traje de vacío, comenzó a acariciar las superficies plásticas, impolutas, y recordó involuntariamente la nevera. Parecía que había pasado una eternidad desde aquella tarde de verano en su cabaña de los Andes.
Fidel apartó aquellos recuerdos y regresó al aséptico módulo científico de la Ares. No era buena idea empezar a pensar ahora en eso, porque corría el peligro de echarse atrás y eso era algo que, desde luego, no deseaba. Pero ahora se sentía, por primera ver, realmente lejos de su familia. Estaba en otro mundo. El mundo metálico, estrecho e ingrávido de la Ares.
Y la Ares le llevaría aún más lejos, a 130 millones de kilómetros de aquella cocina inundada de sol.