1

El Sol lo era todo. No había ya cielo, tierra, no había sabana, ni existían los Ohafa, sólo un brillo intolerable que ardía en lo alto; una furia ígnea, descomunal, que devoraba el universo a gigantescos bocados ardientes.

Cerró los ojos y volvió a bajar la cabeza para evitar que el resplandor le quemase las retinas aún más. La piel le ardía, y tenía los labios completamente despellejados. Se pasó la lengua, hinchada y seca, por ellos y el dolor se hizo insoportable. Intentó variar la postura. Un agudo pinchazo, intenso y localizado cerca del omoplato derecho le recordó su lesión de espalda. El círculo que habían trazado para él en la tierra no incluía ningún apoyo, hubiera sido mucho pedir. Hizo un esfuerzo por concentrarse y colocarse de modo que la postura fuese fluida y en equilibrio. Luego suspiró quedamente.

Quedaba poco tiempo para que el Sol se ocultase tras la roca que tenía a su derecha y dejase de torturarle hasta el día siguiente. El sitio parecía haber sido escogido con habilidad, el sol caía a plomo sobre él, pero no durante todo el día, ni en las horas más duras.

Entrecerró los ojos y miró al horizonte. La sabana, una infinita y amarilla extensión de hierba seca, se extendía a su alrededor. Sólo enormes baobabs y espinos destacaban aquí y allá. Grandes animales se guarecían bajo los árboles. El sol, el inmenso sol de Africa parecía abrir sus fauces de fuego sobre todo el paisaje y masticarlo lentamente.

El Sol crece, dicen los ritos Ohafa, crece y se hace tan grande que se come al cielo primero y después amenaza con comerse también a la tierra. Sólo el valiente que lo espera y enfrenta lo evitará.

«¿Valiente…? Valiente tontería», pensó como había pensado cien veces antes durante los dos días que llevaba allí, encerrado en el círculo mágico.

Había acudido a Ohafa de vacaciones. Durante los últimos años el trabajo en el JPL había sido intenso. Investigando el sistema solar desde sondas robots casi había olvidado cuánto le gustaba explorar con su propio cuerpo, viajando. Ohafa era una de las reservas etnosterra de la Unión de Estados Africanos. Dentro de esas reservas el siglo XXI e incluso el XX estaban prohibidos, por tanto eran sitios donde aún cabía la aventura.

El paso de la civilización a la etnozona siempre le había parecido fascinante. Tras un corto vuelo desde Pasadena en un convertiplano tomó un transatmosférico en Los Ángeles para cruzar el Atlántico. El trans rugió sobre la pista y se disparó al cielo a toda velocidad en una trayectoria balística que le mantuvo en ingravidez durante cinco minutos. Como resultado aterrizó en Niger solo hora y media después de despegar. La tecnología aeronáutica de alto nivel dio paso a las carreteras de asfalto, luego a los caminos y al fin… al desierto.

Una vez que el jeep le dejó en el perímetro de la etnozona había tenido que caminar hasta llegar al poblado donde los nativos vivían en todo como sus antepasados. Aquello era una forma de locura revisionista, una más de las cosas extrañas que había traído el nuevo milenio, pensaba Herbert. Primero se habían abolido las distancias, luego la uniformidad había acabado con casi cualquier diferencia entre individuos. Y al final, se añoraba y recuperaba con ahínco todo lo que se había tenido antes.

No había sido la primera vez que había salido de vacaciones a un sitio así. No era fácil ser admitido como visitante-residente. Lo había conseguido casi en todas las ocasiones, aunque a veces había tenido que pasar muchas entrevistas y pruebas. Recordaba con especial cariño el tiempo pasado junto a los aborígenes de la Ayer's Rock. Igual que los Ohafa, eran desertores de la sociedad moderna. Por propia elección habían vuelto a caminar por los senderos del sueño, recuperando toda la cosmogonía aborigen de los últimos chamanes.

Los Ohafa también eran así. La mayoría no habían nacido allí, no había heredado directamente las ricas tradiciones, las danzas de guerra y lluvia, los ritos iniciáticos y sin embargo…

Se removió recolocando las piernas una vez más. Había alguien en el borde del círculo. No era el brujo que le había aceptado para el rito, ni siquiera un guerrero, parecía sólo un chiquillo curioso.

Herbert se esforzó en enfocar la vista. Lo conocía, su nombre era Yahumi, igual a todos los otros niños: sonrisa deslumbrante, miembros largos, delgados y ágiles. Al moverse, aquellos niños curtidos por la vida al aire libre le recordaban mucho la gracia de las gacelas. Yahumi, con el tiempo, llegaría a ser como sus hermanos y padres, leopardos rápidos y letales en la caza, prestos a beber fermento de raíz hasta caer casi muertos en el suelo de la tienda y llamar a gritos a sus mujeres para hacerlas el amor toda la noche. Herbert torció el gesto. Todos ellos habían pasado por esta iniciación. Todos los niños lo harían.

El adolescente se agachó y miró debajo del tóldete de telas dónde se le ofrecían las nueces, las tortas de semillas, el agua y el fermento de raíz huenmbele. Tomó una torta, medio comida por las hormigas, la arrojó lejos y la sustituyó por una recién horneada que traía en su morral. Luego, tras dedicarle una sonrisa nerviosa, toda dientes enormes, salió corriendo en dirección a la aldea. No podía estar allí, el brujo lo había prohibido ya que el guerrero del Sol no puede ser visto en su batalla mas que por gente consagrada.

Herbert se rió en voz muy baja. Luego comenzó a toser y después apenas pudo respirar de lo agotado que le dejó el esfuerzo. Se lamentaba, sufría, pero sabía que no cambiaría aquella experiencia, que había elegido el camino correcto, lo sentía así en todos los huesos y músculos de su cuerpo.

Es algo que no había podido explicarle a casi nadie, aún menos a Lorna. ¿Dónde estaría en ese momento? ¿Torturando los dientes a algún gordo saturado de azúcares? ¿Feliz de regresar a la casa que había comprado a las afueras de Nueva York en su todo terreno que jamás se saldría de las carreteras?

Se habían conocido tras el que consideró el mejor periodo de su vida. Acababa de terminar su doctorado en planetología por la Universidad de Cornell. Había trabajado sobre la morfogénesis en el Sistema Solar, un amplio estudio que pretendía encontrar parámetros comunes a las formaciones rocosas de diversos mundos. Al acabar los dos años de investigaciones, al obtener el cum laude y unas cuantas ofertas de trabajo a las que atender, se había encontrado misteriosamente pleno y, también, desocupado.

Lo normal es que hubiese emprendido uno de sus viajes, a la Ayer's Rock en Australia, a visitar a los chamanes que le habían adoptado como visionario aprendiz, o quizá a buscar un nuevo lugar en el mundo, ese sitio cada vez más difícil de encontrar al que no llegaban ni móviles, ni satélites, ni turistas. No lo hizo, paseó por el parque con las manos en los bolsillos y la mente extrañamente vacía, no acostumbrada al descanso después de tantos meses de trabajo intenso. Era primavera y el sol ardía en el cielo como si el mundo fuese enteramente nuevo. Se sentó a mirar un estanque lleno de patos y, de repente, alguien paso delante de él. Herbert lo recordaba perfectamente. En la onda de aquel olor a primavera, aquella luz nueva y verde, quedó enmarcada ella, Lorna. Caminaba también despreocupada, comiendo un helado. No creyó lo que los aborígenes le habían dicho, que tenía algo de visión, la máxima que un blanco puede tolerar sin enloquecer, hasta aquella ocasión. Al mirarla supo, de modo inmediato, lo que sucedería, un inamovible cúmulo de sucesos futuros. Lo olvidó también inmediatamente.

Pasaron una primavera larga e intensa, un verano tórrido, agotador, y un otoño melancólico. Se querían, hubieran vivido felices juntos muchos años… de no ser por él, claro.

Herbert nunca olvidaría aquella tarde cuando tras horas de discusión, al fin la explicó por qué no dormía, por qué conducía sin rumbo hasta perderse durante horas, por qué miraba interminablemente al cielo desde la ventana del dormitorio.

Y se lo explicó de un modo muy sencillo, con un cuento. Él era el protagonista, un niño con una lesión en la espalda que no podía moverse ni correr hasta que los nuevos tratamientos de osteogénesis le repararan el espinazo quebrado en un accidente. Y ese niño era un niño muy triste, muy solo, hasta que alguien, su abuelo, le regaló unas novelas antiguas, una reedición de coleccionista. El niño apenas sabia leer pero aprendió espoleado por aquellas portadas brillantes, los dibujos de soles y desiertos y bestias de muchos brazos: Barsoom. Marte. Aquel mundo fue suyo ya por siempre. Su silla de ruedas viajó por el espacio, los apoyabrazos fueron los mandos de una astronave, el sol del jardín se hizo el sol de un desierto abrasador y las matas de petunias ciudades de jade y cristal que elevaban sobre la arena cientos de agujas y cúpulas. Y la noche… la noche tras la ventana era también la noche marciana, la noche en que Dejah Thoris, la princesa de Marte, paseaba su sensualidad alienígena bajo las dos lunas de Barsoom, quizá esperando la llegada del guerrero verde y de cuatro brazos, Tras Tarkas.

Ella no le entendió, le miró con amor, pero sin entenderle ni lo más mínimo. No sabía de sueños, de ese ansia por llegar más lejos, allá dónde sólo tus fuerzas y tu corazón te sostienen vivo contra la naturaleza salvaje, sin domar aún. Y siguió sin entender por qué Herbert decía quererla mientras hacía las maletas y se marchaba a Goddard. Había aceptado el trabajo en el centro espacial, su futuro estaba claro. El de ella también.

Y se separaron.

Todo eso lo había visto aquel instante en el parque, hasta había paladeado el dolor de esa separación que luego le llegó como un incendió terrible que casi le hace abandonar sus tontos sueños de adolescente paralítico y regresar junto a ella.

Herbert se sintió derrotado. Sabía que el camino que había elegido era duro, muy duro, y a veces se sobreestimaba, echaba de menos la dulce calidez de Lorna, su mundo pequeño, limitado y controlado. La aspereza que lo rodeaba hería con espinos, con sol y viento, con ferocidad interminable.

El Sol se ocultaba tras la roca, le liberaba de su peso descomunal, retiraba sus zarpas y dientes ardientes sin haber podido devorarlo aún. Quizá al día siguiente lo lograría. Era una locura, debía salir de allí. Probablemente no sobreviviría a la noche.

Sin embargo no lo haría, Herbert sabía que nunca renunciaría. La muerte no era una amenaza.

En el cielo se derramaron colores morados y rojos. Toda la sabana despertaba con la llegada del frescor. Aves extrañas, criaturas pesadas y lejanas aleteaban entre las hierbas; el león rugía a la noche, gacelas y ñús corrían a juntarse en apretadas manadas; las criaturas de la sabana se preparaban para cazar, morir, huir.

El brujo llevaba mirándolo un largo rato. Estaba sentado en el borde del círculo mágico. Apenas se distinguía a la luz escasa del crepúsculo. Sólo los ojos, dos ascuas brillantes que parpadeaban, parecían vivos. El resto del cuerpo macizo, muy negro y tiznado de ceniza en amplias bandas, permanecía perfectamente quieto.

Herbert lo miró durante un largo lapso. Su mente vacilaba a las puertas de la realidad. La debilidad y la fiebre lo atacaban con súbitos cambios de perspectiva que deformaban las distancias y le daban al brujo muchos aspectos, todos aterradores. Pero había conocido ya a los hombres santos de Iquito, a los chamanes de Ayer's Rock. Sabía que todos hablaban con un lenguaje que la mente normal no entendía a no ser que se la anestesiase con dolor, con drogas o cansancio. Y él ahora entendía lo que el brujo, perfectamente inmóvil, le estaba diciendo: que la prueba había terminado. No iba a danzar, ni le haría beber sustancias extrañas, ni tendría que escarificarse la piel. No. Eso quedaba para el principio de los rituales. Estaban en el final. El brujo permanecía allí, como una piedra negra e irregular al lado del pequeño templete lleno de viandas y calabazas de agua que le salvaría la vida.

Parecía que había vencido al Sol y este no devoraría la Tierra. Herbert, y seguramente el brujo, sabían que el Sol no tenía nada que ver, que sus mandíbulas ardientes no tenían intención de comerse a nadie. El desafío no era nunca lo externo, sino lo interno.

El brujo se movió, elevó la cabeza. Comenzaban a cristalizar las estrellas en un cielo casi completamente negro. Justo encima suyo, muy cerca de la masa oscura de los árboles, brillaba un rubí que fulguraba intensamente.

Por un instante la mente de Herbert vaciló por completo. Nunca había sentido nada igual.

El brujo dijo solemne:

– Como premio a tu valor, los dioses te han concedido una visión.

Las dimensiones y las distancias desaparecieron, el tiempo se evaporó. La noche, el cansancio, la sed, ya no estaban.

Sólo él y aquella luz pequeña y belicosa… teñida de sangre…

Sabía que era Marte, y también sabía que era su camino.

Загрузка...