24

El segundo amanecer en Marte.

Afuera el paisaje de rocas rojas y arena removida por el viento seguía inalterable.

La cabina de la Belos, por primera vez en muchas horas, estaba iluminada con una fuerte luz blanca que destacaba todos los detalles con nitidez. En el suelo metálico, agrupados en un rincón, se amontonaban cuidadosamente ordenados los sacos térmicos y los cojines. No había desorden, todas las precarias posesiones de la tripulación estaban ordenadas en armarios o colocadas en los rincones libres. Un pequeño montón de ropa y encima un cepillo de dientes, más allá un pad desgastado y una camiseta del MIT, después un minimicroscopio electrónico y un pequeño volumen del viaje del Beagle sobre una mochila de la NASA-ESA. Nadie le hacía mucho caso a esas pertenencias minúsculas.

Susana se colocó el pesado traje presurizado ayudada por Jenny.

Luca, de brazos cruzados en un rincón, miraba trabajar a las dos mujeres con una expresión indescifrable en su rostro. Se fijaba en los detalles. Susana estaba muy delgada, esos dos días en Marte parecían haberla consumido hasta dejar a la vista sólo huesos y tendones. Tenía el rostro casi cadavérico, marcado de moratones y una pequeña brecha en la frente. Esos detalles bajo la débil luz de emergencia habían sido invisibles.

Jenny se movía con torpeza, manejaba las piezas del traje con lentitud. Los ojos, grandes y hermosos, perpetuamente húmedos. Algo de alergia al ambiente marciano, pensó Luca.

Herbert apareció cargando tres grandes bolsas de tela que casi no le dejaban moverse. Sudaba perceptiblemente.

Luca le preguntó:

– ¿Para qué es eso?

– Vamos a llevar todas las cargas de oxígeno que podamos cargar.

Herbert, sin mirar ni un solo instante a Baglioni, comenzó a fijar los largos cilindros de aluminio a las mochilas de los trajes.

– ¿Qué vais a hacer qué?

Arrodillado, Herbert levantó la vista y se limpió el sudor con la manga del mono. Habló repentinamente serio.

– Esas botellas sólo os darían unas horas más de aire.

– Ya lo sé. Lo que no entiendo es por qué queréis vosotros… ¿Qué sentido tiene que alarguéis la cosa unas horas más?

Susana, ya con el traje completo a falta de guantes y casco, se dirigió a Luca:

– ¿Nunca te han dicho que eres todo delicadeza?

Luca abrió la boca, pero luego miró los ojos azules y cansados de Susana y la mirada torva de Herbert y prefirió no decir nada.

Herbert siguió trabajando y le habló a Luca con una voz más tranquila:

– Vamos a intentar llegar al valle Marineris.

Luca tardó en responder y lo hizo con voz deliberadamente neutra.

– ¿Por qué?

Susana se acercó a Luca, apoyado en su rincón.

– ¿Por qué no?

– Déjalo Susana, no puede entenderlo.

– No, no lo entiendo.

Al fin Herbert, una vez hubo terminado de colocar las botellas y sus conductos, se levantó. Tenía un cerco de sudor en la camiseta y una barba de dos días que le empezaba a dar un aire salvaje.

– No tenemos otra cosa que hacer, Luca.

– Pero…

Jenny, que estaba atareada preparando los otros trajes, se volvió como un relámpago.

– Por amor de Dios, Luca, tan sólo buscan un objetivo, un sentido a sus…

De repente Jenny se quedó sin voz y se volvió de cara al mamparo. Luca se fijó en sus hombros. Se agitaban imperceptiblemente.

Susana también miró la espalda de Jenny.

– A nuestras últimas horas, sí.

Susana mantuvo unos segundos la mirada de Luca. Ninguno de los dos bajó los ojos, sólo se miraban, largamente, como si ya no se conociesen y fuesen extraños que no hubieran compartido casi tres años de estrecha convivencia. Al fin Susana recogió su mochila, el casco y se dirigió a la esclusa.

– Bien, estamos listos. Luca, ocúpate tú de notificar a la Tierra nuestra decisión.

– Descuida.

Luca no dijo nada más, aunque no sabía cómo iba a hablar con la Tierra. El sistema de comunicación de larga distancia estaba dañado y con la partida de la Ares las comunicaciones con la Tierra habían desaparecido.

Fidel estaba sentado en el suelo escribiendo en su pad. Dió la orden para cargar lo que había escrito en la memoria del ordenador y se levantó. Su rostro barbudo parecía mucho más mayor, diez años más viejo de la edad real que tenía. Evitando en todo momento hablar o posar la vista en nadie se concentró en colocarse el traje.

– También hay mensajes… personales… que debes transmitir -dijo.

Tenía dificultades con el traje pero no pidió ayuda. Al fin Jenny se acercó y fue rechazada.

«Mis hijos… -pensaba de una forma febril-. ¿Qué hago aquí… qué demonios hago aquí?»

– Fidel, te lo estás colocando mal. Eso no va ahí -susurró Jenny.

Fidel alzó la vista un instante y sonrió, aceptando su ayuda con un leve asentimiento de cabeza.

– Es cierto… es cierto… -musitó el biólogo.

Por un instante estuvo a punto de hacer una broma y haber dicho «me podía haber matado…». Ja, ja; pero Fidel tuvo que esforzarse para no romper a reír en carcajadas histéricas. «Para haberme matado».

En pocos minutos los tres tenían los trajes puestos. Hubo un momento de demora. Nadie parecía dispuesto a tomar la decisión de empezar a caminar hacia la escotilla.

Susana se mordía los labios. Buscaba desesperadamente argumentos para no tener que salir precisamente en ese instante. Estaba muy lejos de la actitud firme del día anterior. No quería salir No quería morir.

Fidel miró la escotilla, luego volvió la cabeza a Herbert, a Susana, Luca y Jenny. Todo estaba listo, sólo tenían que calarse los cascos y salir fuera. Parecía fácil, sencillo, una operación de rutina.

«Sólo rutina -pensó Fidel-. Pero tras esa puerta no hay nada».

Jenny se encogió contra el mamparo. Tenía los ojos muy abiertos y un gesto de terror.

La mirada de Luca era indescifrable, salvaje, medio oculta tras su barba feraz y la melena despeinada.

Al fin, Herbert se puso el casco y todos escucharon el chasquido de los cierres. Susana, que mantenía una mirada gélida, al fin sonrió y muy despacio se puso el casco.

Fidel fue el último en hacerlo. Estuvo tentado de empezar a gritar, de arrojar lejos aquella estúpida escafandra. No podían, no podían obligarle a hacer aquello. Pensó en acercarse a Jenny y Luca… en rogarles que le dejaran quedarse… no quería morir… No podían obligarle…

Hubo un silencio en su mente, unos segundos eternos.

Inspiró hondo y se puso el casco con rapidez. Con la misma sensación con la que un suicida colocaría la soga alrededor de su cuello.

Ya no se les veía el rostro, sólo eran grandes insectos blancos de un solo ojo, visitantes del exterior que habían irrumpido momentáneamente en la Belos y que no tardarían en volver a su medio ambiente, a Marte.

Uno a uno penetraron en la esclusa. La puerta se cerró y se escucharon las bombas de aire succionando el preciado oxígeno.

Jenny sintió que se ahogaba, no había aire suficiente, no podía moverse. Luca redujo la iluminación hasta que el brillo rojo de Marte se coló en la cabina, una luz que se derramaba por el suelo y las paredes manchando la impoluta blancura del módulo con el color del planeta, charcos de luz líquida y carmesí que crecían hasta casi tocarle los pies.

Jenny se encogió aún más, aterrada por el contacto con esa luz.

Luca se concentró en mirar al exterior.

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