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Jenny despertó en mitad de la noche. Las sábanas yacían tiradas en el suelo. El cuerpo de Ramiro despedía un calor denso y animal. Al acostarse no había puesto en marcha el aire acondicionado. No había primavera en el sur de España, sólo inviernos suaves y veranos bruscos y abrasadores. Se levantó y abrió de par en par las puertas del balcón. Afuera era aún de noche, una noche calurosa en Rota, una de las bases militares de aterrizaje alternativo para el desvencijado trasbordador. Ella, de niña, se había aprendido ese nombre remoto, apenas un puntito en el mapamundi. Había memorizado todos los datos que consiguió reunir sobre los viajes espaciales y los repetía como un lorito pequeño y asustado cuando los amigos de su padre le pedían una demostración. Su padre la animaba diciendo «mirad qué mona… qué memoria tiene, ha salido a su madre», y ella era feliz repitiendo nombres, pesos, potencias, biografías y fechas.

Su padre no había dicho otra cosa de ella, nunca, ni siquiera en el hospital horas antes de que se lo llevase una neumonía vírica. No había dicho nada cuando había terminado la carrera de medicina, ni cuando había conseguido su primer destino en el ejército. Ahora era directora de un importante departamento de medicina aeroespacial en las instalaciones de la ESA-NASA en Rota. Una niña pequeña, un pequeño lorito que mandaba un equipo de treinta investigadores.

Se volvió, había oído un ruido. Sofía volvía a tener pesadillas. Caminó muy despacio hasta el cuarto de su hija y la vio agitarse en la cama. ¿Contra qué lucharía aquella pequeña mocosa de cuatro años que miraba con los mismos ojos profundamente azules de su abuelo, los ojos que ella no había heredado? Al fin la niña pareció calmarse.

Sintió caminar a Ramiro a su espalda, por el pasillo, y luego sus manos posarse como dos hojas de otoño sobre los hombros. Se estremeció ligeramente a pesar del calor.

– ¿Duerme?

– Sí.

Se escurrió de su caricia y caminó hasta la cocina. La luz fluorescente la hizo parpadear. Todo era demasiado denso, demasiado real y doloroso bajo aquella luz, así que la apagó. Abrió la nevera y bebió agua fría directamente de la botella. Ramiro entró y se sentó a la mesa, a oscuras y mesándose la barba. El frío de las baldosas en la palma de los pies era agradable. Jenny se sentó en el suelo. En el techo los faros de los coches que pasaban por la carretera urdían dibujos de luz y sombra. Pronto la escena se le antojó extraña. Eran peces fríos, nadando en aguas oscuras; peces que no se conocían, que se buscaban para… ¿aparearse?, ¿devorarse?

Ramiro tenía una voz espesa, cargada.

– ¿Has pensado en eso?

– Sí.

– ¿y?

– Me voy.

– Pero…

– ¿Pero qué?

Había sido casi un grito. Peces cargados de dientes, aleteando, acechando entre helechos y rocas.

Ramiro respiró fuerte.

– No puedes dejar a tu hija. No es…

– ¿No es qué? Es mi carrera, una ocasión irrepetible.

– Pero una hija no puede crecer sin su madre… sabes que es así… lo hemos hablado muchas veces… ¡joder!

Jenny se recostó con violencia contra un mueble haciendo crujir la madera. El eco del taco rebotó de pared a pared en el interior de su cráneo. ¿Qué tendría aquel idioma que hacía los tacos tan rotundos, tan vivos, que dolían tanto?

– No voy a empezar a discutirlo todo otra vez… Si fueras tú el que tuvieras posibilidades de irte… veríamos cual sería la situación.

– Coño, Jenny, joder, no me juzgues por lo que haría, sino por lo que hago, por lo que estoy dispuesto a hacer: a quedarme aquí, al lado de mi hija.

Por un instante, Jenny estuvo tentada de levantarse y salir de allí, salir de la casa en camisón y descalza y no volver a convivir con nada que tendiese aquellos lazos insidiosos, los ojos tan azules de su hija, el cuerpo macizo de Ramiro envolviéndola. Quería salir del río, quería huir. Ramiro se levantó de la mesa. Era una presencia, un pez magnifico, oscuro, brutal, 90 kilos de músculo que se sentaron a su lado y la tomaron delicadamente la mano.

– Jenny…

La voz estaba casi rota.

A la mañana siguiente él no hablaba, sólo permanecía quieto, en el salón, viéndola moverse, llenando maletas de pequeñas cosas. Era ya un pez muerto, boqueando en la orilla, sin aire. Había otro pez, un alevín perfecto y luminoso, que corría montado en un patinete en el patio. Un poco más allá, en la calle, un coche militar la esperaba.

Ya perfectamente equipada, al lado de la puerta, le miró. Sus ojos no imploraban, ardían con odio derivado de la podredumbre, de la asfixia. Jenny desvió la vista. Miró afuera, a través de la puerta, a Sofía de ojos límpidos. Veía en ella el futuro, esa mirada calando en el fondo de sus ojos azules, el odio cultivado con paciencia y tesón.

– Quiero el divorcio -dijo Ramiro con una voz de poco volumen pero que retumbó en las paredes.

Jenny salió de la casa y se acercó hasta su hija.

– Me voy a trabajar Sofía.

La niña corrió hasta ella y se la echó encima.

– Ya, me lo ha dicho Papá. Pero no tardarás ¿no?

– No, volveré el mes que viene, pero luego quizá tenga que hacer un viaje muy largo.

– ¿Puedo ir?

– No, preciosa, pero te traeré cosas muy bonitas, y podremos hablar por la tele.

– Bueno, quiero un biperpokemon y un patinete como el de Julio. ¿Me los traerás?

– Claro, preciosa.

La niña le dio un beso y corrió a jugar con su patín.

Jenny no miró atrás ni una sola vez, ni cuando el coche la llevó a la base, ni cuando el C-5 despegó sobre el paisaje de Andalucía, ni cuando aterrizó en Estados Unidos. Si lo hubiera hecho, hubiera vuelto.

Tenía que convencerse: el río, los peces, la otra vida había muerto, sólo quedaba la NASA-ESA y sus pruebas de acceso.

Y no le fue difícil. El ambiente en Johnson Space Center era frenético, no había tiempo para pensar en nada. Era una candidata más de los más de tres mil que habían sido llamados para las pruebas preliminares, una semana de entrevistas y exámenes médicos. Como los otros, circulaba por pasillos interminables buscando despachos y laboratorios, esperaba cola para los análisis y sudaba bajo el escrutinio de los psicólogos.

Le asistía una rara tranquilidad. Iba a ser seleccionada, estaba convencida de ello, la sola posibilidad de que la rechazasen le parecía absurda. En los momentos más duros, durante las largas pruebas psicológicas, apretaba mentalmente los dientes y no se dejaba derrotar. Apartaba la debilidad como había apartado las lágrimas, como se había impedido volver la vista mientras el coche de la base la acercaba hasta el transporte.

Pasó los exámenes médicos sin problemas. Eso no la preocupaba, estaba en forma, y ella misma, antes de salir, se había hecho los análisis NASA clase II, -agudeza visual sin corregir 20/200, presión arterial 140/90 en reposo y una altura entre 1,60 y 1,90- que necesitaba un especialista de misión. Ella podía pasar incluso los clase I que se exigían a los pilotos. Encontró muy torpes a los psicólogos, era evidente lo que buscaban, alguien con facilidad para trabajar en equipo, lo suficientemente individualista y capaz para no resultar inútil fuera del apoyo del grupo, pero también alguien que necesitase la integración, que era el mejor modo de que un grupo pequeño destinado a permanecer junto mucho tiempo no se desintegrase. Toda aquella semana le pareció molesta, un puro tramite. Conocía la mayor parte de los test, había colaborado en la redacción de muchos de ellos. Pero no se engañaba, sabía que la verdadera prueba sería el año de selección básica y los dos años de entrenamiento final para la misión. Ninguna experiencia previa le ayudaría a superar ese periodo en el que estaría en permanente evaluación.

Al final de la semana pudo volver a su casa, a esperar los resultados. Había hablado con su hija todas las tardes, breves conversaciones desde el teléfono móvil en las que la constante había sido «¿cuándo vuelves?» Ramiro ni siquiera se había puesto. Aún rumiaba su rencor, lo amasaba y lo convertía en una bola que le haría llegar, más tarde o más temprano, quizá en la voz delicada de su hija «¿cuándo vuelves?» Al final de la semana dejó de llamar todos los días. No podía volver a oír aquella vocecita al final de la línea telefónica.

Cuando recibió la noticia ni siquiera sonrió. Había algarabía por los pasillos, gente contenta, gente triste. Candidatos que volvían a sus ciudades y pueblos para intentar ser otra cosa en la vida, otros que regresaban a casa con la alegría tatuada en el rostro. Ella, antes de volver, terminó de arreglar el alquiler de una casa. La NASA-ESA les facilitaba bungalows a bajo precio. Como nadie había sido tan previsor, eligió el que quiso. Sólo entonces hizo las maletas y volvió a enfrentar los papeles del divorcio y el comienzo de la actitud retraída de su hija. Y 110 se equivocaba, Ramiro lo tenía todo listo, sólo pendiente de su firma. Cuando regresó al JSC para empezar el período de preparación previa, traía ya firmada la separación efectiva y la renuncia a la custodia de la niña.

Durante el año que duró la preparación supo que esos papeles seguían en un sobre amarillo, sobre la mesa de su despacho. Nunca lo abrió, sólo se concentró en el entrenamiento para evacuación de emergencia, en las sesiones en la piscina de agua, en los vuelos del KC-135 para evaluar su comportamiento en microgravedad, y en la preparación técnica que su tutor le obligaba a desarrollar día a día, hora a hora, en un exhaustivo programa de aprendizaje y evaluación simultánea.

Aquello era una apuesta ciega. No sabía si pasaría la selección. Comenzaban ya a influir factores que su especialidad en medicina espacial no le permitía dominar. Ni siquiera si pasaba aquella selección previa nadie le aseguraba que podría ser elegida para el primer equipo que pondría el pie en Marte. Las posibilidades eran tan remotas que no se atrevía ni a calcularlas. Y el precio pagado por optar en esa lotería era tan alto que tampoco se permitía pensar en ello, en las carreras alocadas de su hija por el jardín, en las noches que no eran una cama enorme, fría y vacía.

Le comunicaron que había sido seleccionada para la fase final una tarde de septiembre. Había pasado una semana en la playa con su hija, una niña huraña que no la miraba nunca a los ojos al hablar y se empeñaba continuamente en caprichos tontos.

La llamada llegó cuando Jenny permanecía mirando el parque en frente de los bungalows del JSC, tan parecidos a los de todas las otras bases militares en las que había vivido junto a su padre.

Había paseado y jugado por jardines así, había corrido en bicicleta en medio del calor de Guam, del frío de Alaska, del clima templado de Aviano. Una vida nómada, como la de tantos niños hijos de militares. Recordaba los ojos azules, glaciales de aquel piloto rígido, que vestía a su hija con el celo que ponía en lustrar sus zapatos, en limpiar todos los sábados por la mañana la carrocería del coche. «Diles a estos señores en dónde puede aterrizar el trasbordador».

– Ha sido seleccionada para la fase final junto a otros trescientos astronautas. Felicidades.

Eran palabras que hubieran debido ser felices, pero ni siquiera esa frase logró borrar la mueca de desaprobación frente a sus zapatos sucios de jugar fuera, frente a sus deseos de salir hasta la madrugada, frente a sus extraordinarias notas académicas. Nunca era bastante, y nunca demasiado alto el precio a pagar para dejar de ser un pequeño lorito.

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