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Los chiquillos habían entrado en el garaje de aquella cabaña cerca de los Andes. Venían corriendo desde el jardín, haciendo un ruido de mil demonios. Había sido un día de primavera estupendo. Acababan de volver de una de sus rutas biológicas, recorridos por el campo tras los cuales los niños volvían cargados de piedras, semillas, plumas y todo lo que podían cargar en sus mochilas.

Allí, en el garaje que el todoterreno nunca había ocupado, Fidel tema preparados varios terrarios con diversos insectos y plantas, un par de microscopios, una colonia de abejas encristaladas y muchos huesos, fósiles, conchas, muestras biológicas. Aquel era su laboratorio de fin de semana, de biólogo aficionado, y dónde enseñaba a los niños algo de la fascinación que la naturaleza siempre le había provocado.

– A ver… sí, trae la egagrópila. -Encarnita extrajo con mucho cuidado una bola negra de un contenedor de plástico-. Ahora la vamos a poner en agua.

Ricardo, el pequeño, se asomó al borde de la mesa.

– Y… y… de verdad vomitan eso… es ¡asqueroso!

– Sí hijo, los cernícalos y las lechuzas se comen a los ratones enteros, sin quitarles la piel ni nada. Cuando los han digerido, lo que no se ha podido disolver, los pelos y los huesos, lo aglutinan y luego lo devuelven. Mira, ahora que se disgrega… ves las cabezas de ratón… una, dos, tres.

– ¡Puaghh! Voy a por un batido de chocolate.

Ricardo salió corriendo hacia la casa. Era incapaz de mantener la atención demasiado tiempo sobre algo.

Carlos, el mayor, y la niña, miraban la egagrópila y como Fidel iba seleccionando huesecillos diestramente, con un par de pinzas, y construyendo un esqueleto de ratón sobre un paño negro. En eso llego Ricardo chupando su batido con fruición.

– Papa, ha pasado algo en la nevera…

– Sssssh… Ricardo, mira los huesecillos.

Fidel tardó un poco en darse cuenta de lo que había dicho Ricardo, aproximadamente medio esqueleto de ratón. Luego se levantó y fue a la cocina.

La nevera era un mueble enorme de metal lacado en blanco que se erguía sobre el suelo de madera como un desafío. Abrió la puerta y se encontró con lo que temía.

La nevera estaba infectada de hongos de color marrón.

Se llevó las manos a la cara sin dejar de mirar aquel desastre. Toda la comida se había echado a perder contaminada del hongo que habían recogido en el bosque el día anterior.

– Papa, tenías razón en que esos hongos con el frío crecerían más, en contra de los otros -dijo Carlos, situándose a su lado.

– Si hijo, ya veo, ya.

Como si hubiese estado coreografiado, se escuchó un coche detenerse en el porche, el portazo y unos pasos apresurados. Adela entró con las manos totalmente ocupadas y contempló a su marido y a los tres niños mirando a la nevera abierta. No pudo por menos de sonreír.

– Eh… -Fidel buscó las palabras-. Querías hacer rossbeef para cenar, ¿verdad?

Ella ni se acercó a la nevera.

– Sí, pero también podemos irnos a cenar a la parrilladora… ¿no?

Los cuatro culpables sonrieron mientras ella comenzaba a guardar paquetes en los estantes. Y añadió tras una pausa dramática:

– Claro que para eso, la nevera tendría que estar limpia en… ¿digamos una hora?

Cuando él y los niños terminaban de limpiar con desinfectante el interior de la nevera, sonó el teléfono del estudio. Fidel lo cogió.

Cuando regresó a la cocina se apoyó en el marco de la puerta y se quedó mirando con cara ausente. Los niños aún fregaban vigorosamente todo el interior del electrodoméstico. Su mujer trasteaba en el salón.

El sol del atardecer entraba por la ventana y se derramaba por todo aquel cuarto lleno de cosas conocidas y acogedoras.

Los niños pronto empezaron a jugar con las bayetas y el agua, a salpicarse y a ponerlo todo perdido. Los dejó hacer mientras el «sí» que acababa de dar resonaba aún en su interior.

Aveces pensaba que Adela poseía poderes telepáticos. Entró en la cocina y se acercó a él, estudiando la expresión de su rostro.

– ¿Qué pasa, Fidel? ¿Son buenas noticias?

– Creo… espero que sí.

– Te han seleccionado para el proyecto.

El la miró directamente a los ojos y dijo simplemente:

– Sí.

– Has dicho que sí.

El asintió.

Había dicho «sí», y el significado de esa palabra tan corta empezaba a pesarle ya como una losa.

Iba a viajar a Marte, ¡fantástico! ¿Qué exobiólogo no se hubiera cambiado por él en ese preciso instante?

Pero ese «sí» significaba muchas cosas más. Miró a sus hijos jugando… dos años y medio. A la edad que tenía el pequeño Ricardo aquello era igual que decir «infinito». Una eternidad.

¿Cuantas cosas se iba a perder en esos treinta meses?

Demasiadas y demasiado importantes. No vería a Carlos ingresar en la universidad, ni como Encarnita empezaba a arreglarse y a volver locos a los chicos. El pequeño Ricardo sería casi un adolescente a su regreso y él se habría perdido todos esos momentos. Lejos, muy lejos de su casa y de aquel planeta.

Pero eso lo sabía cuando cursó la solicitud ¿no?… ¿Acaso no lo había pensado ya una y otra vez?

¿Por qué empezó todo esto?

Sí, lo recordaba perfectamente. Creía que el mundo le debía algo ¿no? Había dedicado su vida a estudiar los fósiles de bacterias encontrados en los meteoritos llegados desde Marte. Y, como premio, había conseguido aislar fragmentos de algo que no podía ser más que ADN alienígena. Demasiado poco y demasiado dañado, pero allí estaba: ¡Una cadena extraña de auténtica vida alienígena!

Pero nadie le había dado mucha importancia. Oh, por supuesto, le habían reconocido el mérito de sus investigaciones: De acuerdo, alguna vez, en un pasado muy remoto, habían existido bacterias en Marte.

«Genial -había dicho un periódico-, aquí nos gastamos una fortuna en productos de limpieza para eliminarlas y el profesor Bacterias nos quiere traer más de Marte».

¡Era vida! La demostración de que no estaban solos en el Universo, pero a nadie le impresionan unas pocas bacterias fosilizadas.

Fidel estaba convencido de que el Marte del pasado había sido muy diferente del desierto helado que era hoy. Esas bacterias lo demostraban, pero sin duda había pruebas más espectaculares de vida ocultas en el Planeta Rojo. Quizá fósiles de animales inimaginables enterrados en los cauces secos de antiguos ríos.

Y pensaba que era él quien debía descubrirlo.

Se lo debían, y esa invitación para participar en el Proyecto Ares demostraba que eso mismo debían de pensar en la NASA-ESA.

Gracias. Pero ¿y ahora?

¿Cómo era aquello? Cuidado con lo que deseas porque puedes llegar a conseguirlo. ¿Y ahora qué?

– Debes ir -dijo su mujer.

Él levantó la vista hacia ella.

– No -dijo sonriendo-, para mí es suficiente el que me hayan invitado. Mi ego está ya a salvo ¡Aleluya! Ajá, les llamaré para decirles que muchas gracias, pero que lo he pensado mejor.

Adela se acercó a él y rozó con el dorso de su mano la barba entrecana de Fidel.

– No es por tu ego, no seas mentiroso.

– ¿Ah no?

– No. Te conozco demasiado bien como para saber que esas cosas no te importan en absoluto.

– ¿Cómo que no? -bromeó él-. Estuve mirando un catálogo de chaqués para ir a recoger el premio Nobel. ¿No te acuerdas?

– Oh, vamos. Te meterías en un volcán en erupción si pensaras que con eso ibas a aprender algo. Eres así.

– Quizá. Pero también valoro otras cosas.

Ambos se quedaron callados un momento. La batalla de los crios había crecido y encharcaba la mitad de la cocina. Ellos parecieron darse cuenta del desaguisado y, prudentemente, comenzaron a pasar la fregona mirando de reojo a sus padres.

– Lo sé, y por eso te quiero. Pero esta es una oportunidad que sólo pasa una vez en la vida, y tú has dedicado toda la tuya a Marte. ¿Cómo puedes rechazar ahora esto?

– Van a ser dos años y medio separados…

Ella asintió con tristeza.

– Lo sé. Y es muy duro para mi decirte esto, créeme. Pero… -sonrió y se formaron aquellos adorables hoyuelos en sus mejillas-, si no vas te vas a poner insoportable todo este tiempo.

El miró de reojo a los niños. Estaban ajenos a la conversación o, al menos, fingían estarlo. Se acercó a su esposa y la besó.

– Te quiero -dijo Fidel.

Ella cerró los ojos y suspiró.

– ¡Ojalá pudiera ir contigo!

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