10

La Ares tenía varios telescopios ópticos de pequeño tamaño. A pesar de su falta de diámetro, la imagen de Marte que proporcionaban ya mejoraba la del Hubble II. El planeta era un circulo rojo, a veces empañado de cierta neblina, pero en el que se distinguían grandes accidentes sobre todo la gran cicatriz del Valle Marineris cruzando el hemisferio sur. A pesar de la cercanía, y de que en cuanto tenían un rato libre todos se afanaban en curiosear con los telescopios y las imágenes digitales que producían, sólo comenzaron a ser conscientes de que el largo viaje estaba terminando cuando la computadora comenzó la cuenta atrás para la inyección en la órbita marciana.

– Veinte horas, tres minutos, diez segundos para ignición.

Se inició en ese momento un periodo de mucho trabajo para la tripulación de la Ares, sobre todo para Luca. Control de misión tema perfectamente planificadas todas las tareas que se necesitaba hacer sobre la nave antes de iniciar el frenado. Control de misión -refunfuño Luca-, ellos no estaban allí y él sí. Por eso había rehecho las secuencias de una forma más eficiente. Claro que el ordenador no parecía estar de acuerdo y tuvo que convencerlo. Le costó un poco más de trabajo, pero el resultado compensaba, le dejaba más tranquilo.

Antes de iniciar la secuencia de anclaje de los habitáculos rotatorios Luca se paseó por ellos. En cuanto detuviese la rotación lo que no estuviese sujeto comenzaría a flotar descontrolado. En cuanto los motores comenzasen a decelear, sería aún peor ya que todos los objetos flotantes se convertirían en proyectiles que podría provocar muchos destrozos. Recorrió el laboratorio, los habitáculos personales, descendió por el conducto de comunicación y revisó los otros dos módulos. Luego volvió a la cámara, en el eje de rotación donde confluían los conductos de acceso a los dos módulos rotatorios, a la popa, y a la Befos. Allí es donde estaban los controles para el plegado y anclaje. Destapó una chapa de la pared e hizo descender un panel. Estuvo un rato estudiando los parámetros de rotación y luego ordenó la secuencia de parada. Pequeños cohetes de hidracina se encendieron oponiéndose al giro y poco a poco los largos brazos metálicos se detuvieron. Luca controlaba su posición por los sensores y por las cámaras exteriores. No era una operación crítica, pero no se fiaba. Una desestabilización demasiado severa podría partir las estructuras de los brazos de soporte. No eran estructuras muy fuertes, no hacía falta en la ingravidez del espacio. Ese era el motivo por el que tenían que plegarlos, no soportarían las dos ges de deceleración en el frenado. En cuanto los brazos se detuvieron, Luca comprobó si estaban alineados con los puntos de anclaje. No era así. Activó los controles hasta que los habitáculos giraron diez grados más. En cuanto estuvieron alineados desactivó los bloqueos y lanzó la secuencia de plegado. Mientras los motores eléctricos en los codos de las articulaciones comenzaban a doblar la estructura, Luca pensó en los últimos 256 días. No había habido ningún problema mecánico. Los partes a Houston habían sido siempre limpios. Quitando el EV-3, un par de roturas en juntas, un motor averiado y algún problema eléctrico todo lo demás había ido como la seda. Sonrió para sí. Las máquinas, si están bien hechas, son seguras y fiables. No se podía decir lo mismo de la tripulación. Había pasado aquellos meses ocupado en las tareas de mantenimiento o estudiando los sistemas de la Belos o repasando los perfiles de las misiones en superficie. Se había trazado una rutina y no alejarse de ella le había sido sencillo. Otros no lo había tenido tan fácil. Era su problema. A veces los seres humanos eran patéticos, no sabían seguir una estrategia clara y se dejaban arrastrar a inútiles tormentas emocionales. Como Susana y sus problemas con Vishniac y Lowell, o Fidel echando de menos sus hábitos de tranquilo profesor universitario, o Jenny. Bueno, quizá Jenny no, se dijo, ella sería una monja aburrida tanto en el espacio como en la Tierra.

El plegado continuó correctamente hasta acercar los cuatro módulos al eje de giro, una estructura mucho más fuerte que los brazos. Activó los anclajes y comprobó que las bisagras giraban sobre las orejetas y sujetaban firmemente los habitáculos a la estructura de la nave. Comprobó que todos los anclajes estaban seguros y dio por finalizada la operación.

– A otra cosa mariposa.

En la cabina de la Belos Vishniac, Susana, y Lowell estudiaban sus pantallas.

– Tiempo para ignición, dieciocho horas, quince minutos, veintidós segundos.

– Apaga ese aviso, Susana por favor, me pone nervioso.

– Ok.

– ¿Habéis visto el último parte de Houston?

– Sí, dicen que los paralelajes radiométricos que nos hacen nos dan justo en el curso. No hay que hacer correcciones.

– Mejor. Se sabe cuando se empieza a corregir pero nunca cuando se acaba. ¿Baglioni ha terminado?

– Sí comandante.

Lowell siempre le hablaba así a Vishniac en cabina. Susana también compartía una educación militar con los otros dos pilotos, pero había desterrado el tratamiento formal en aras de la convivencia. No sabía si se había equivocado.

– Todo parece correcto y tenemos el ok de control de configuración. A no ser que haya manipulado el ordenador, que todo podría ser, ha seguido el protocolo.

Los tres sonrieron. Al fin Lowell rompió el silencio con una pregunta.

– ¿Baglioni siempre habrá sido así? Me lo imagino recién nacido mientras el médico se acerca con las tijeras para cortarle el cordón, «trae aquí, hombre, que se me ha ocurrido una forma mucho mejor».

Los tres rieron con ganas. El primero que se recuperó de la hilaridad fue el comandante. Tecleó en su pantalla y observó la lista de tareas que el monitor le mostraba.

– Tenemos aún que transferir combustible, los tanques no están a los niveles óptimos para la ignición.

– Se supone que dentro de dos minutos el ordenador iniciará el trasvase. Mira el planning.

– Sí, ya veo. En los viejos tiempos no era todo tan automático.

– Bueno, los hermanos Wright pensaban que el control automático añadiría peso supérfluo, por eso prescindieron de un sistema cuádruple redundante.

Vishniac se volvió ligeramente. Lowell se sentaba justo detrás. A veces Susana pensaba que las bromas continuas de Lowell le fastidiaban sobre todo cuando se referían a su edad. Probablemente fuese cierto. Sonrió un poco forzadamente y continuó con las comprobaciones.

Susana, mientras Vishniac seguía con la lista, posó las manos en la palanca de control. Seguramente el piloto automático haría todo el trabajo del descenso. Se sorprendió tomando la palabra.

– ¿No os apetecería hacer la reentrada en manual?

Vishniac levantó la vista de la pantalla y luego, antes de responder, volvió a mirarla y a pulsar con el dedo sobre ella para acceder a un submenú.

– Ya lo has probado en el simulador. Las probabilidades de éxito descienden mucho.

– Sí, eso es cierto, pero…

– Ya tendrás tiempo de pilotar cuando volvamos a la tierra. Recuérdame que te deje volar mi mustang.

– ¿Tienes un mustang?

– Sí, se lo compré a otro astronauta hace ya mucho, y me cuesta un dineral en mantenimiento.

– ¿Y aún te dejan volarlo?

– Claro, pasa perfectamente todas las revisiones.

– Eso es volar.

– Bueno, esto tampoco esta mal del todo ¿no?

Lowell y Susana lo miraron, luego contemplaron un momento las cuatro pantallas, y los teclados y cursores. No dijeron nada.

– Diez horas, treinta y dos minutos, cinco segundos para ignición.

– Gracias.

Fidel siempre le daba las gracias a la voz de la computadora cuando le informaba de algo, a pesar de que Susana se reía mucho cuando le escuchaba hacerlo. Había vuelto al habitáculo una vez que Luca había detenido la rotación. Tenía que revisar algunas cosas antes del descenso. Todos los protocolos de investigación estaban completamente desarrollados, pero necesitaba repasar algunas cosas y atender a un montón de notificaciones y correos electrónicos de control misión en la Tierra. El grupo de exobiólogos en el JPL, no paraban de elucubrar y proponer nuevos experimentos que el comité debía aprobar. Él era la parte principal del comité, aunque sólo fuera porque los experimentos tendría que hacerlos con sus propias manos. Recordó, entonces, que no había mejor manera de limitar las ansias experimentadoras de algún alumno, que obligarle a que hiciese él mismo el trabajo. Ahora le pasaba lo mismo. En la Tierra, durante todo el proceso de selección e incluso antes, había escrito una larga lista de pruebas que hacer en Marte. Estaba decidido a que aquella vez no se le iban a escapar las posibles bacterias marcianas, o los fósiles, o incluso los restos congelados en el permafrost, si es que lo había. Aquella lista inicial había sido revisada múltiples veces por el comité del JPL y por él mismo. Cuanto más cerca se encontraban de Marte, más excesiva le parecía. No iba a tener ni un minuto de respiro. Quizás fuese mejor así. Comenzaba a parecerle mucho tiempo y, sobre todo, mucha distancia de su familia.

En realidad la incógnita sobre la vida en Marte era aún mayor de lo que se creía. Las diversas sondas no habían sido capaces de dilucidar esa cuestión principalísima. Incluso había voces que decían que hasta la misión Viking había procedido de una forma no adecuada, que la vida en Marte podría ser tan extraña y residual que hubiese escapado a nuestra capacidad de detección. Desde luego el fallo del experimento biológico había sido total. El espectrómetro a bordo del Viking había detectado de todo, hasta trazas de los desinfectantes empleados en su esterilización, pero ni un rastro de materia orgánica.

Esta vez no se les iba a escapar. Iba a desmenuzar roca a roca el planeta si era necesario para dejar claro qué sucedió o qué sucedía en Marte. Estaba harto de buscar estructuras hexagonales en microtomos de meteorito. Si los microorganismos marcianos existían, sólo era cuestión de mirar un poco atentamente, deberían estar ahí.

– Cinco horas, cincuenta minutos, dieciséis segundos para ignición.

Marte había aumentado de tamaño. Ya era del tamaño de la luna en el cielo terrestre. Herbert había cerrado su ordenador y miraba por la escotilla, hipnotizado por la visión de aquel planeta al que tanto había costado llegar. Apenas podía creérselo. Desde la Tierra Marte era apenas una mota rojiza en el cielo. Estaban allí, no cabía duda. Tenía la cabeza llena de datos, sinclinales, fallas, líneas de ruptura, pluviogénesis, fenómenos erosivos, movimientos sísmicos y cráteres, pero todo eso no era Marte. Agradecía tenerlo a la vista, había pasado demasiado tiempo entre datos técnicos, diseñando estrategias de investigación, y había perdido la imagen mental que lo había llevado hasta allí. Ahora el vacío del exterior adquiría su sentido con aquella esfera roja colgada de él. Iba a ser un mes en su superficie, un mes fascinante. Algo muy dentro le decía que tendría que aprovechar el tiempo que viviese sobre Marte. Iba a ser muy preciado.

Pasó a su lado, rebotando de pared en pared, Luca. Se detuvo un momento y miró cómicamente por la ventana, luego le guiñó un ojo y continuó avanzando a saltos. Herbert no pudo por menos que reírse, aquel Luca era mucho. No podía entenderle, su mente funcionaba a otro nivel totalmente diferente, pero era coherente consigo mismo, no había conflictos y eso se notaba en su facilidad. Era, con mucho, el más inteligente de todos ellos. Y, a pesar de eso, también el que menos mal lo había pasado en la larga travesía.

Decidió no preocuparse más de aquello. Había habido momentos malos, discusiones, enfados, pero todo estaba superado. En Marte no habría tiempo para nada que no fuese la emoción de estar allí. Herbert notó la impaciencia crecer dentro de él. Se calmó respirando fuerte.

– Hola Herbert.

– Eh… hola Jenny.

– En fin, me es desagradable esta tarea… -La sonrisa que exhibía indicaba lo contrario- pero no te has tomado las pastillas de yodo en la última semana.

– ¡Anda…! se me acabaron y no te pedí más.

– Me fastidia hacer de mamá pero…

Jenny exhibía una pistola de inyección cutánea y una carga.

– ¿De verdad es necesario?

– Sí. Necesitas una dosis preventiva.

Herbert se descubrió el brazo, y Jenny aplicó la pistola en el hueco del codo y comenzó a moverla lentamente. La pistola tenía una luz roja que parpadeaba.

– Esto te gusta, a todos los médicos os gusta. Estoy convencido.

– Shhh, no te muevas, que los ultrasonidos no te localizan la vena.

La luz de la pistola cambió al verde. Jenny pulso el disparador y la carga desapareció en el interior del brazo de Herbert.

– Auch.

– Quejica, ¿no decías que has estado en ceremonias de iniciación que incluyen el dolor como vía para llegar al conocimiento?

– Eh,… pues sí, pero este dolor no conduce a ningún conocimiento.

– Sólo al de saber que seguirás vivo.

Por un momento los dos callaron. Jenny no parecía con ganas de irse, y Herbert tampoco se decidía a decir nada. Al fin los dos fueron a hablar al tiempo.

– ¿Has vis… que ah…?

– Tú primero.

– No tú.

– Vale, quería decirte, Herb, que, no sé, tú no crees en Dios ¿no?

– No.

– Entonces por que participas en las ceremonias religiosas de esos pueblos.

Herbert se separó un momento, flotando en el vacío, miró al techo y luego volvió a mirar a Jenny.

– Bueno… nunca lo he tenido claro del todo. Sólo sé que aquello, cuando estoy, está vivo, es importante. Tú eres católica ¿no?

– Sí.

– Yo he estado en San Pedro. No me gusta la idea de la Iglesia, perdona que te lo diga con tanta sinceridad, pero en San Pedro, aquella enormidad, el incienso, el latín, los órganos, la luz de las velas y los bronces y mármoles, aquello, mientras estas allí, es auténtico. Fuera de teologías, de todo, el rato que las liturgias duran, son intensos. Es lo que creo que busco, caminos, no objetivos. El objetivo… bueno… el único que claro que he tenido ha sido ese.

Herbert señaló por la escotilla, hacia Marte.

– No lo entiendo muy bien, para mi es justo lo contrario. No creo en las liturgias pero sí en las ideas. Por eso no comprendo que puedas conectar con varias religiones.

– Una pregunta indiscreta ¿rezarás cuando la deceleración y el amartizaje?

Jenny sonrió y sus ojos se iluminaron al mirar a Herbert.

– ¿Tú que crees?

En ese momento la voz de la computadora interrumpió la réplica de Herbert.

– Una hora para ignición. Toda la tripulación a cabina. Una hora para la ignición. Toda la tripulación a cabina.

– Hala… un pis y al traje.

En menos de media hora estaban todos embutidos en sus escafandras de descenso, de color naranja, sentados en sus posiciones de la Belos.

– Iniciado el posicionamiento. En tres, dos ahora.

Todos notaron el giro. Toda la Ares giraba para colocar los motores en la trayectoria que llevaban. Cuando llegasen a las cercanías de Marte, justo en el afelio de la órbita solar que trazaban, sólo tendrían que frenar para dejarse caer en una órbita baja de Marte o LMO. Era como un ballet cósmico, dejarse resbalar y ser recogidos por otro bailarín. Sólo que si algo iba mal, en vez de ser recogidos, se estrellarían contra él.

Notaron las correcciones, los golpes de los motores de maniobra hasta ajustar toda la nave y estabilizarla. Al fin las oscilaciones fueron muriendo y todo pareció volver a estar en calma.

– Treinta minutos, dos segundos, para inyección.

– ¿Todo anclado Luca?

– Todo.

– ¿Los sistemas?

– En verde, por completo. Ya me he ocupado yo de eso, jefe.

– Bueno, chicos -la voz de Vishniac a través de los cascos del traje era aún más intimidatoria que en directo- se inicia la secuencia final. Allá vamos Marte.

En esa media hora Luca no perdió ojo de los parámetros de posición. En Marte era mucho más difícil la localización espacial. Usaban de referencia a Phobos y algunas estrellas. El sistema funcionaría, también Control-Tierra mantenía un ojo sobre ellos, pero había algunos decimales menos de precisión que en el localizado espacio circunterrestre y eso le bastaba para sentirse algo más incómodo.

Revisó una vez más los niveles de combustible. Había más que suficiente para el frenado. Luca recordó que una de las propuestas había sido un frenado aerodinámico, raspar y rebotar a Mach 25 contra la tenue atmósfera de Marte hasta disipar la energía de bala enloquecida que llevaban. Se alegraba que hubiese prevalecido la prudencia.

– Tres, dos, ignición.

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