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El pasillo dejó a derecha e izquierda muchas habitaciones parecidas a la que habían investigado.

Jenny apenas echó un vistazo. Se sentía extrañamente derrotada. Había un misterio resuelto, pero no servía de mucho. Sólo habría una incógnita mucho mayor. Pensó que se empeñaban en algo inútil.

Aquellos grifos bulbosos disparaban una especie de lengua azul. Tal y como haría un camaleón para atrapar una mosca. Y esto parecía ser el causante de las perforaciones en el paladar de las momias.

No tenía sentido, claro.

Recordó brevemente los cadáveres de Herbert y Fidel sobre el suelo marciano, anónimos pedazos de la Tierra integrándose poco a poco en Marte.

Ya no eran más que recuerdos en sus hogares, en la memoria de la humanidad. Sin embargo Luca, Susana, ella misma, aún estaban vivos. Seguramente en la Tierra los habrían convertido ya en un emblema, símbolos, habrían celebrado un funeral y pensarían en una misión que diese sepultura a sus cadáveres.

Una niña morena, de grandes ojos, crecería con la sombra de aquello pegada a su vida, siempre sería señalada como la hija de la astronauta que murió en Marte. Quizá su padre tuviese más sentido que ella misma y la protegiese de todo eso, de su memoria.

Dio un traspiés y se apoyó en la pared para no caer al suelo. Mejor dejar de pensar, seguir caminando, esforzándose. No había esperanza, pero daba igual, eso no mataba la curiosidad. Jenny miró los cambiantes colores de las paredes intentando encontrar una pauta. Pero sólo había confusión y cierta belleza hipnótica.

Quizá aquellos diseños contaban en ese momento, mientras el suelo ascendía en una rampa suavemente espiral, una historia, quizá la historia completa de Marte, indicaciones de cómo conseguir comida y agua, incluso aire, pero no podían leerlo, nunca podrían.

Ascendieron por espacio de una hora. Caminaban muy lento, parándose con frecuencia para investigar las salas que encontraban. No había novedades. Momias, salas vacías, grifos.

– ¿Dónde están los muebles, las cocinas, los laboratorios, los talleres?

– No lo sé Susana. Todo aquí es muy raro. Mira ahora, el brillo de la pared desaparece.

La pared tan misteriosamente como había comenzado a brillar se volvió de nuevo de un gris polvoriento y viejo.

– Mira.

Habían llegado al final de la rampa, una cúpula abierta irregularmente. Un gran arco se abría sobre un puente de piedra que unía ese edificio con el otro, la gran mole de la que no habían encontrado más acceso que aquel. El puente terminaba en una oquedad de aspecto misterioso.

– Oye -dijo Jenny-, ¿y si esos colores eran una advertencia?

Susana miró a su compañera y luego dio un paso cauteloso por el puente. Parecía bastante firme.

– Espera que pase yo y luego hazlo tú -dijo.

Susana cruzó sin incidentes.

Jenny la siguió cautelosamente, y sintió temblar la estructura con cada paso. A derecha e izquierda había una caída de treinta metros.

Sería curioso, pensó, morir al caerse de un puente después de haber recorrido 140 millones de kilómetros.

Se detuvo un momento. A un lado se veía el valle continuar en una zona de praderas plagadas de líquenes. La lluvia del día anterior las había vuelto de un color azul brillante. Al otro podía ver la estructura caótica de la ciudad en ruinas, los edificios en ruinas y los que aún se alzaban en pie.

Se decidió a continuar andando y al fin llegó al otro lado. Allí la esperaba Susana frente a una puerta, la primera reconocible como tal que veían en todo Marte. Bueno, tampoco es que fuese una puerta común, era una hoja de metal medio atravesada en el marco como un mecanismo atorado.

Se agacharon y pasaron al interior. Era una galería estrecha y sin luz. Encendieron las linternas y consiguieron iluminar lo suficiente como para no tropezar.

La galería parecía recta. Caminaron por ella iluminando las paredes. Eran superficies lisas, sin ninguna marca, quizá las primeras que veían en todo Marte.

– ¿Oyes?

– Sí… ¿qué será eso?

Había un rumor leve, un latido profundo que reverberaba en toda la estructura. Jenny arrugó la nariz y se la señalo con el dedo a Susana.

– Huele… a ozono. -Dijo al fin.

– ¿Dónde llevará esto? -preguntó Susana, indicando a Jenny con la mano el portal con forma oblonga en que terminaba la galería.

Lo cruzaron. La galería se abría, perdía su techo y continuaba pegada a la pared de una bóveda inmensa, sin ningún apoyo o columna desde el suelo al techo increíblemente alto.

Ese espacio alargado y hueco estaba iluminado por una constelación de enormes lucernarios ovalados e irregulares que cubrían el techo y parte de las paredes. Del suelo hasta esas oquedades inundadas de luz, crecía una estructura de metal azul, tuberías de grosores variables, ampollas y vejigas semitransparentes que latían con luz cambiante.

Algo parecido a engranajes blandos, como dentaduras que se mordiesen unas a otras, se movían y empujaban fluidos, sustancias, arriba, abajo y lateralmente. El suelo del edificio estaba inundado de una sustancia de color terroso, agua estancada quizá, que bullía lentamente.

El olor era más fuerte, un ligero hedor, unas pizcas de ozono.

– ¿Qué…?

Jenny se acercó todo lo que pudo al borde del la galería. Al fin, se tendió en el suelo para poder estudiar aquel árbol gorgoteante y móvil sin temor a caer. Durante un par de minutos intentó seguir los movimientos, encontrar una regularidad, algo que se repitiese, un patrón, una finalidad en aquel mecanismo inmenso. No la había.

– Es… no sé que es.

– Es una máquina Jenny, al menos eso parece.

– Una máquina que parece un híbrido de estómago y refinería de petróleo.

Jenny se rió quedamente.

– ¿Por qué te ríes?

– Me estoy acordando de la máquina de Luca. Se parece un poco. Debe tener auténtico talento marciano.

Susana sonrió. Luego se inclinó sobre el abismo y se retiró hasta apoyarse en la pared.

– Pues más vale que su compresor funcione.

– Rezo por ello, rezo por ello día y noche.

Jenny se levantó con cuidado.

– ¿Seguimos?

– Un poco más sí.

Avanzaron por la galería. El perímetro del edificio era muy grande y la curvatura de la pared apenas se notaba. Sobre los muros circulares crecía una red de galerías, de pasillos cubiertos y tubos verticales. La galería que seguían terminó en un pasillo cerrado y éste en una pequeña bovedilla cerrada y sin continuación. Ambas mujeres se miraron iluminándose con las linternas.

– Esto no puede acabar aquí.

– Pues parece que lo hace, Susana.

Susana investigó por la pared. Era completamente lisa, con el tacto de la roca y de color entre rojizo y marrón. De repente se paró en mitad de aquel espacio vacío.

– ¿Qué altura tendría un marciano erguido?

– Pues… así. -Jenny se agachó y comenzó a dar pequeños saltos en cuclillas-. Así, más o menos un metro veinte.

Susana la imitó.

– Es que se me está ocurriendo… apaga la luz. ¿En que terminarías un pasillo así?

Apagaron las linternas. En seguida vieron las luces. De seis pequeñísimas oquedades en la pared puestas más o menos en línea recta, surgía un brillo apagado que sólo se podía percibir desde la altura de los ojos del supuesto marciano. Susana estudió los huecos. Luego, con cuidado taponó con un dedo uno de ellos, luego dos, y, al fin, con esfuerzo logró taponar tres luces consecutivas.

El suelo se movió.

Jenny se sentó de culo y abrió mucho los ojos. Su voz fue a medias grito, a medias lamento.

– Un ascensor, ¿Es un ascensor?

– Sí.

Susana retiró la mano pero el ascensor no se detuvo. Miró a Jenny con angustia. La pequeña bóveda ascendía lentamente. Pasaron tres huecos que daban a pasillos sombríos y se detuvieron en el cuarto.

– Uff, menos mal.

– Deberíamos andar con más cuidado -dijo Jenny-. Toda esta maquinaria debe de hacer millones de años que no se revisa… Y no es una forma de hablar.

– Es cierto. Tienes razón. Lo siento.

– Bueno… ¿cómo hacemos para que baje?

Susana se sentó en el suelo. Estudió durante un instante las luces. Taponar los tres primeros habían hecho subir cuatro plantas a aquella máquina Jenny se recostó contra la pared sin perder ojo de las manipulaciones de Susana.

– Debe ser algo sencillo -dijo Susana.

– Esperemos…

– Tres, estos tres, hacen ascender…

– O es el piso tres.

– Piso tres… Sí. Eso es. ¿Cuántos haces hay?

– Pues… seis.

– Claro, cada piso un botón…

– ¿Y sólo va a haber seis pisos?

– Pues… tienes razón, esto es muy grande…

Susana no sabía qué hacer, y Jenny le propuso:

– Prueba a tapar cuatro.

– No, vamos a pensar un poco.

Susana miro concentrada los agujeros. Luego comenzó a murmurar y a contar con los dedos.

– Tres unos y ceros, o sea 64 pisos. Tapando los tres primeros… tenemos 111000, que es… 56, o sea que para volver al punto de partida… descendiendo los cuatro pisos que hemos subido, sólo hay que poner… 52, 110100. ¿Cuantos dedos tenían los marcianos?

– Dos por mano y luego uno muy pequeño oponible -recordó Jenny.

Susana vaciló un momento, luego obturó los dos primeros rayos de luz y el cuarto. Al instante el ascensor descendió hasta el punto inicial desde el que habían partido.

Susana gritó brevemente, se levantó y elevó los brazos en el aire. Ambas saltaron de júbilo, alegres como adolescentes ante el tanto de su equipo. Se abrazaron.

Jenny, por un instante, olvidó el miedo, la desesperación, el hambre; aquellos animales furiosos que la devoraban por dentro. No lo pudo contener, toda el llanto salió al borbotones, un mar de dolor y miedo que había crecido día a día, que se había negado también día a día.

Susana apretaba contra ella a Jenny, absorbiendo su miedo. Era su tarea, la comandante de la misión, la más fuerte. Lentamente se formaron dos lágrimas en el fondo de sus ojos azules, sólo dos, pequeñas, que nacían desde muy dentro, las únicas que podía permitirse, lágrimas por Herbert, por Fidel, por Luca y Jenny; lentas lágrimas también por ella misma.

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