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Era de noche y la temperatura había descendido a casi cero grados centígrados. Los tres astronautas habían explorado algunas cavernas. En ellas el frío era menos intenso pero todas estaban atestadas de momias, montones informes de huesos y tejidos resecos.

Al fin, habían vencido sus reparos y habían sacado las suficientes momias al exterior como para hacerse un refugio justo a la entrada.

No se atrevían a explorar más.

– Me duele la cabeza -dijo Susana.

– A ver…

Jenny exploró las heridas de Susana a la débil luz que habían en el túnel. Ninguna parecía estar infectada. Después volvió a refugiarse contra la pared no sin antes mirar hacía el fondo del túnel. Tenían puestos los trajes, eran incómodos pero el aislamiento los convertía en estupendas mantas. Lo malo era que al menor movimiento hacían mucho ruido.

– Debe ser por el dióxido de carbono, hay demasiado en el ambiente -dijo Jenny.

– Es malo.

– Sí, Susana, pero ahora mismo es la menor de mis preocupaciones. El CO: no es tóxico, sólo nos afecta la baja concentración de Oxígeno y la presión. Todo se combina. Sufrimos mal de altura, lo mismo que sufren los que suben al Everest o a montañas muy altas. Está documentado.

Luca permanecía quieto, en un rincón un poco alejado de las dos mujeres, con la cara vuelta hacia el exterior.

– Tenemos que ir pensando en qué vamos a hacer.

Durante un rato, Luca no dijo nada más; y ni Jenny ni Susana añadieron nada a su comentario.

El silencio cristalizó igual que el rocío se escarchaba entre las piedras de afuera llenando el fondo del valle de reflejos cristalinos.

Luca continuó hablando como si lo hiciera para sí:

– Tenía que haber traído una bomba para rellenar los depósitos de los trajes. Ahora no podemos volver a la nave a por más comida, herramientas…

– Hay lo que hay, Luca -Susana se removió haciendo crujir la tela del traje-. Tenemos aire, tenemos agua, algo de calor, refugio. Crecen liqúenes, no hay que desesperar aún.

Jenny intervino con una voz calmada.

– Recordad lo que decía Herbert… al final tuvo razón.

– Herb y su esperanza inútil… no sé qué es peor, morir lentamente o como lo hizo él, a lo grande.

Jenny se incorporó bruscamente como para acercarse a Luca. Luego se lo pensó mejor y volvió a dejarse caer contra la pared. Tenía las manos tan frías que se las frotaba continuamente.

– No voy a empezar otra vez, Luca, estoy muy cansada y tengo frío.

Luca, como respondiendo a esas palabras, salió de la cueva. Las dos mujeres se miraron sin apenas verse. Al poco Luca volvió con un montón de algo reseco que puso en la parte exterior de la cueva. Luego se acercó al botiquín de Jenny.

– ¿Qué haces?

– Un momento.

Luca tomó algo del botiquín y se acercó al pequeño montón. Arregló unas piedras de forma enigmática y, después se agachó. Susana y Jenny vieron un destello rojizo y luego una llama amarillenta que flameó un instante y luego se redujo hasta un pequeño tamaño. Al poco un pequeño fuego ardía a la puerta de la cueva.

– Nunca se me hubiera ocurrido darle ese uso a mi bisturí láser portátil. -Comentó Jenny.

Susana y Jenny se acercaron a las llamas… El calor era como oro rojo corriendo por la piel de la cara. Movieron las manos sobre las llamas. Al tiempo que sus capilares superficiales se calentaban y transmitían ese calor al resto del cuerpo, comenzaron a sonreír.

Se sentaron cerca del fuego. Las llamas los iluminaban. Tenían las caras arrasadas por el cansancio y las heridas, sucias de sudor y polvo marciano y los ojos eran muescas negras y febriles.

Jenny, al rato, dejó de sonreír y comenzó a hablar en voz baja.

– No sé si es buena idea este fuego. Con tan poco oxígeno se producirá mucho monóxido de carbono en la combustión.

– Apártate si tienes miedo -dijo simplemente el hombre.

Ninguna de las dos mujeres volvieron la vista hacia Luca. Este tampoco se había molestado en levantar los ojos del fuego.

– Tiene razón, Jenny -dijo Susana-, tenemos tan pocas opciones… nos pueden matar tantas cosas que tenemos que correr algún riesgo.

– Y aún así…

– ¿Aún así qué Luca?, dilo claramente. Me vas a contar otra vez el rollo de las frías ecuaciones, me vas a decir que no podemos hacer nada por que ya estamos muertos. Mira a tu alrededor. Hay aire Luca, respirable, y si hubieras colaborado en traer más comida, hubiéramos podido sobrevivir sin problemas.

Jenny sentía la sangre tan caliente como las llamas. Había mucha rabia, toda la frustración del universo en su voz.

Luca levantó la vista del fuego y la miró a través de las pequeñas llamas. Sus ojos eran carbones encendidos en medio de una cara que eran todo negrura, barba sucia y una mata de pelo rebelde y apelmazada. Susana sintió algo de miedo, pero Jenny no, Jenny sólo lo miraba tan intensamente como él. Al fin Luca se levantó y se alejó de las dos mujeres.

Durante un rato ninguna dijo nada. Luego, cuando el fuego había perdido algo de su fuerza, habló Susana.

– Jenny, nos queda mucho que pasar, deberíamos controlarnos.

– Es que… no puedo soportarlo. Tiene una mente privilegiada… pero se puede equivocar, se ha equivocado de hecho. Si tan solo le entrase en la cabeza que hay posibilidad de sobrevivir puede que lo consiguiésemos, pero como sus cálculos le lleven a la conclusión de que no hay nada que hacer… no tenemos esperanza. Se negó a ayudarme con la comida porque no creyó que pudieras estar viva. Eso no se ajustaba a sus cálculos.

– Sí, porque esos liqúenes no son comestibles… -musitó Susana.

– Son extraterrestres, lo más probable es que ni siquiera tengan los mismos aminoácidos que la vida en la Tierra. Investigaba eso cuando tuvimos la fuga en la Belos. ¡Maldito estúpido!

Al rato el fuego comenzó a descender lo suficiente como para que el frío de la noche comenzase a morder de nuevo, esta vez con furia renovada.

– Tendremos que volver a la cueva.

– Sí. ¿Con qué habrá alimentado al fuego?

– ¿Liqúenes?

– No creo que ardan con facilidad…

– ¿Entonces?

Susana miro por un instante a Jenny, luego al fuego buscando reconocer la sustancia que ardía.

– ¿No será…?

Al momento vieron aparecer a Luca. Caminaba pisando fuerte, removiendo las gravas del suelo a cada paso. Bajo un brazo llevaba un torso de momia marciana, y bajo el otro una gavilla de brazos y piernas tiesos y resecos, manos que imploraban como las víctimas de un holocausto. Se paró delante de los rescoldos y comenzó a desmenuzar su carga y alimentar el fuego. La carne momificada chisporroteaba y crujía antes de comenzar a arder, olía a viejo, un aroma extraño no del todo desagradable. Al rato levantó la vista y vio la mirada atónita de las dos mujeres.

– ¿No querías sobrevivir? Todo vale a la hora de la supervivencia. Hay mucho combustible en este valle y no se puede desperdiciar.

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