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A la mañana siguiente consumieron algunas de las provisiones que Jenny había cargado desde la nave. Eran en su mayoría raciones de emergencia y verduras deshidratadas, muy calóricas y ricas en fibra pero con cierta deficiencia en proteínas y vitaminas.

Jenny revolvió un momento en su maletín. Susana la miró mientras masticaba un trozo de una barrita de chocolate.

– ¿Qué buscas?

– Tendremos que usar complementos vitamínicos. En el botiquín tengo algunos pero no sé para cuanto tiempo nos bastarán.

– Ese no será el problema -dijo Susana-. Ni siquiera racionando esta comida con cuidado lograremos que nos dure un par de años.

– No -admitió Jenny, mirando desesperada las escasas provisiones que había cargado con tanto esfuerzo-. Aquí apenas disponemos de alimentos para unas semanas…

Y se volvió para mirar con furia a Luca, que trasteaba con el módulo de mantenimiento de su traje.

– Voy a construir un compresor -informó sin levantar la vista de la cubierta abierta de la mochila.

– ¿Cómo?

– Aún no lo sé, pero es evidente que necesitamos volver a la Belos.

– Bueno, Susana y yo exploraremos un poco los alrededores. Lo mismo hay un MacDonald's a la vuelta de cualquier roca de estas… siempre me han parecido establecimientos y comida marciana.

Susana y Jenny comenzaron a andar por el fondo del mayor cañón de todo el Sistema Solar. El manto de nubes seguía tan espeso como el primer día. No se veía el Sol y el aire tenía una luminosidad lechosa, como de día de tormenta. Pegadas a las paredes de roca había formaciones, torres, contrafuertes plagados de aberturas que ni ellas ni Luca habían sabido adivinar si eran naturales o artificiales.

Caminaron hacia el norte. En el suelo del Valle se alternaban zonas despejadas, pequeños lagos rojizos o azulados y montones de piedras irregulares. En las zonas despejadas y en las riberas de los lagos crecían praderas de líquenes de diversas tonalidades de rojo y azul.

Las agrupaciones rocosas eran muy escasas en la zona a la que había desembocado la cueva, sin embargo según avanzaban se hacían más espesas y menos frecuentes las praderas o los lagos.

Susana fue la primera en darse cuenta.

– ¿Has visto?

– ¿Qué? -preguntó Jenny-¿El MacDonald's? -No… es extraño. Hay líneas rectas y curvas muy regulares en estas rocas. No parecen naturales.

Investigaron una de esas agrupaciones. Susana dibujó la planta de aquello en su pad. Tenía forma de pera, sin simetría. Sin embargo, en la parte interior había algo así como un tabique recto que dividía la formación en dos mitades asimétricas. Se rascó la cabeza con el lápiz óptico…

– Aún me duele la cabeza… pero… no sé… ¿Podría ser una casa?

– ¿Y la puerta…? Si esto es el muro exterior… no hay puerta.

– Pues… no sé. Puede que se entrase por el techo, sucedía así en las viviendas de los dakota, y en las ciudades neolíticas de la Anatolia.

– Vamos a mirar a ver si hay restos de algo más reconocible. A mi me sigue pareciendo un montón de rocas.

Superaron el murete exterior, roto y mellado en muchas partes, y dentro deambularon un rato.

Encontraron la inscripción y el pedazo de metal casi en el centro de la formación. La inscripción estaba en una losa enorme que parecía de un tipo de piedra diferente a la de la formación, más oscura, muy parecida a la roca del túnel. El dibujo era irreconocible, abstracto para sus mentes terrestres. El metal era como una cabeza de gruesa tubería que surgía del suelo al lado de la placa. Remataba en una protuberancia bulbosa y una boca cegada.

– ¿Qué…?

– Ni idea.

Tocaron el metal, estaba ligeramente caliente.

– ¿Y sí fuera un grifo…?

Manosearon la bulbosidad con esa intención pero era algo sólido, sin mecanismos. Tan enfrascadas estuvieron en aquella cosa que no advirtieron las momias hasta que Jenny piso una de ellas inadvertidamente. Se desinfló en un horrible quejido de tejidos rotos y polvo. Colocadas en forma circular alrededor de la protuberancia, estaban en mucho peor estado que las de los túneles, apenas quedaban de ellas restos reconocibles.

– ¿Qué narices ha pasado aquí?

– No lo sé pero me pone la carne de gallina. Sigamos avanzando.

– Con que encontrásemos comida seria suficiente.

– Quítate eso de la cabeza Susana, esto es Marte, nada de aquí es comestible, como mucho podemos aspirar a que no sea venenoso y sólo pase por nuestros sistema digestivo dejándolo intacto.

– Pero… estamos condenados entonces… a largo plazo al menos… aunque traigamos cosas de la Belos no nos duraran para siempre.

– Bueno, si consiguiésemos las semillas y esporas de los experimentos hidropónicos podríamos cultivarlas usando los líquenes como abono. Si las semillas y los hongos se adaptan claro. Es una incógnita… pero una incógnita con cierta esperanza.

Continuaron caminando. Les fue evidente que se estaban internando en una especie de ciudad cuando las formaciones rocosas en ruinas dieron paso a auténticos edificios de muchas plantas, complejas estructuras que sólo tras contemplarlas mucho rato se comenzaba a interpretar como algo no natural. Algunas de ellas habían caído y yacían en montañas de cascotes, otras teman grandes secciones derruidas que dejaban ver un interior horadado en cámaras irregulares y pasillos sin aparente orden.

Las calles marcianas no parecían rectas, eran más bien un fluir que recordaba al meandro de un río. En cada isla crecía una aguja esbelta o gruesa que se unía en las alturas por arcos de piedra.

Pero eso no era lo más extraño. En las plazas irregulares que se formaban en el converger de algunas calles había pozas circulares, pequeños corrales de mampuestos rocosos completamente atestados de cadáveres.

En medio de aquellas tumbas circulares siempre había un grifo bulboso y metálico.

No había ningún detalle más, sólo los cadáveres, la placa grabada y el mazacote metálico que siempre tenía algunos grados más que el resto del ambiente. Había cientos, miles de cadáveres en esas condiciones.

Jenny formuló muchas preguntas, una larga lista que se le iba escribiendo en la memoria. No había respuesta para ninguna de ellas.

Desde que habían entrado en la ciudad ninguna de las dos había hablado. Comenzaban a estar pesadas y los pasos se hacían lentos.

– Tendríamos que explorar algún edificio volver con Luca. Por hoy basta.

– Sí.

Al volver una esquina desembocaron en una gran calle, casi recta, de treinta metros de ancho Al fondo se erguía un edificio muy grande, una cúpula abullonada rodeada por grandes columnas picoteadas de ventanas. Las agujas más altas perforaban la capa de nubes lo que significaba que medía más de cuatrocientos metros de altura. El edificio no estaba conectado con ningún otro, eso a parte de su enorme tamaño, lo hacía más singular aún.

– Pues si hay que explorar alguno, mejor que sea ese.

– ¿Has visto el tamaño que tiene? Tardaríamos meses.

Susana veía crecer aquella mole con cada paso, erguirse como un gigantesco interrogante delante justo de ella. El edificio tenía una coloración terrosa, igual que el resto de la ciudad, pero al ser más alto recogía mucha más luz y las partes superiores eran de un rojo profundo que decaía al bajar por los muros ciclópeos. Parecía que había sido pintado con sangre y que esta sólo había bastado para la parte superior chorreando hasta la más oscura.

También tenía muchas ventanas o bocas de caverna, pero su estado general era mejor que el del resto de la ciudad.

Caminaron durante media hora hasta llegar a su base. De cerca era indistinguible de una escarpada montaña. Lo rodearon buscando una abertura, algún medio de entrar en él.

La base medía tres kilómetros de circunferencia. Los recorrieron todos sin hallar una puerta. Lo que sí vieron fue gruesas tuberías de metal que recorrían el subsuelo convergiendo sobre el edificio. En los tramos que estaban al descubierto el metal tenía el mismo aspecto de la bulbosidad que habían hallado en los grifos. El tacto era cálido y Susana creyó percibir una lejana vibración al palparlo.

Detrás del edificio descubrieron que la ciudad decaía, desaparecían los edificios y el valle descendía un poco de nivel y se ampliaba en una gran planicie desprovista de edificios.

Claras carreteras irregulares, al estilo marciano, se extendían por la llanura salpicada de pequeños lagos y extensiones de liquen.

– Parecen…

– ¿Campos cultivados?

– Sí.

– Hay que tener cuidado con las analogías espontáneas. La mente y el ojo siempre trabajan buscando elementos reconocibles, pero hay que recordar que esto no es humano, ni siquiera es terrestre.

Susana permaneció un rato mirando aquella extensión plana. Las nubes se movían continuamente y había sutiles variaciones en los patrones de luz y sombra que llegaban al suelo. Era un espectáculo hipnótico.

– Creo que deberíamos volver… -dijo Jenny.

– Sí, quizá era un empeño excesivo explorar este mamotreto -murmuró Susana-. Ya volveremos. Tengo incógnitas para llenar varios libros.

– Trabajo de los arqueólogos, no para nosotros.

«Nuestro único trabajo debe ser sobrevivir» -pensó.

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