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Luca desmontó cuidadosamente uno de los cascos y obtuvo una especie de cacerola semiesférica, una de las cubiertas interiores que era metálica. La llenó con el agua rojiza del lago. Luego alimentó la hoguera con los restos resecos de las momias hasta conseguir un buen fuego y colocó la «cacerola» sobre él.

– ¿Qué haces Luca? -quiso saber Susana.

Pero el ingeniero había perdido ya el humor para seguir hablando. Habían pasado algunos días desde sus investigaciones en las ruinas, ninguno de ellos llevaba el cómputo del tiempo. Luca había investigado el edificio gigante y la maquinaria marciana sin obtener siquiera una hipótesis parcialmente coherente. Ni todo su intelecto aplicado a analizar aquello había obtenido un resultado útil. Las máquinas marcianas seguían funcionando sin atención humana, indiferentes a su presencia, desafiando su comprensión.

Luca le hizo una señal a Susana de que tuviera paciencia y empezó a recolectar brotes de musgo marciano.

Ante la atenta mirada de las dos mujeres, corrió de un lado a otro, escogiendo los brotes más tiernos y frescos.

– Finalmente se ha vuelto loco -concluyó Jenny-. Nuestro amigo Luca ha perdido por completo el juicio.

Cuando el agua empezó a hervir, Luca dejó caer el musgo dentro de la improvisada cacerola y se sentó frente al fuego a esperar.

Un poco más lejos, Susana y Jenny también aguardaron hasta que el ingeniero decidió que ya era suficiente y retiró el recipiente del fuego.

Quemándose los dedos extrajo un poco de musgo cocinado. Lo sujetó ante sus ojos, mirándolo al trasluz, oliéndolo con cuidado. Lo probó con la punta de la lengua.

El trozo de musgo cocido había adquirido un color anaranjado, semejante a un alga o un trozo de carne descompuesta.

– No pensarás tragarte eso ¿verdad? -le preguntó Jenny.

Luca apartó durante un instante su atención del musgo hervido y miró a la médico.

– ¿Por qué no?

– Con un poco de suerte no será venenoso. Pero no creo que puedas alimentarte de eso.

– Tú lo analizaste, Jenny -dijo Luca-. Dijiste que estaba formado por materia orgánica. Los mismos componentes que nuestro cuerpo.

– Precisamente por eso te puede matar. El petróleo y el plástico también son orgánicos, pero eso no significa que puedas digerirlos.

– Pero hay una posibilidad de que sí.

– ¿De que puedas tragar eso y digerirlo? -preguntó Jenny.

– Sí.

– Una posibilidad… es cierto. Pero muy remota.

Luca miró directamente a los ojos a Jenny, luego a Susana.

– Vale la pena arriesgarse por eso. No tenemos nada más. En un par de semanas se terminarán las provisiones…

– Las provisiones que yo me empeñé en traer a pesar de tu oposición.

– Así es, Jenny. Quizá me equivoqué ahí.

«¿Quizá?», pensó Jenny. Pero dijo:

– Vaya, Luca. Es la primera vez que aceptas que hay una posibilidad de que te hayas equivocado. Asombroso.

Luca Baglioni asintió tristemente y, sin decir nada más, se llevó el pedazo de musgo anaranjado a la boca.

Sus rostro se frunció con una expresión de asco mientras masticaba lentamente aquella cosa.

– No está mal del todo -dijo con la boca llena.

Movía la bola de musgo de un lado a otro, como si le resultara imposible tragar aquello. Finalmente, realizando un evidente esfuerzo, consiguió que aquello se deslizara por su garganta hacia su estómago.

Feliz por su acción, Luca sonrió a las dos mujeres, mostrándoles sus dientes teñidos de color azafrán.

– Hecho -dijo.

Una hora después se retorcía en el suelo en medio de los más terribles espasmos abdominales que jamás había sentido.

Susana y Jenny corrían a su alrededor intentando aliviarle, pero sin saber exactamente qué hacer.

Jenny le había dado un vomitivo en el preciso instante en que empezaron los retortijones de tripas, pero no había servido de mucho. Luca había vomitado una espuma amarillenta, bilis, pero ni un gramo del musgo que había tragado.

Aquella cosa parecía haberse pegado a sus intestinos, y lo peor aún no había llegado. Durante dos días Luca estuvo a merced de una terrible diarrea que le dejó tan débil que apenas pudo caminar durante una semana.

Susana y Jenny le atendieron lo mejor les fue posible, dado los escasos recursos de que disponían, y poco a poco su vientre fue tranquilizándose.

Era evidente que aquella especie de musgo-liquen marciano no era una opción alimenticia. Pero Jenny había tenido una idea mientras duraba la enfermedad de Luca, y buscaba algo con lo que alimentarle y que estabilizara su estómago.

Entre los alimentos que había cargado desde la Belos había varios sobres de setas y champiñones deshidratados. Recordaba haberlos escogido por su buena relación de peso versus cualidad alimenticia.

Abrió uno de los sobres y extendió un poco de su contenido en la palma de su mano.

Sonrió. Aquello parecía papel de confetti. Su aspecto aún era menos apetitoso que el del musgo marciano. Le dio la vuelta al sobre y leyó las instrucciones.

Era posible preparar una sopa apetitosa y nutritiva simplemente vertiendo el contenido del sobre en un bol del agua hirviendo. Inmediatamente -decía las instrucciones- las setas recuperarían su tamaño y sabor originales, como si acabaran de ser recolectadas.

Por supuesto, Jenny no creía en esto fuera posible con aquellos trocitos de confetti, pero había algo tan resistente que ni siquiera el proceso de liofilización podía acabar con ello. Tan resistente que algunos astrónomos habían imaginado que la vida había saltado de un planeta a otro gracias a diminutas esporas capaces de resistir la temperatura y el vacío del espacio interestelar.

¡Esporas!

No podía verlas, pero sin duda estaban allí, entre aquellos pedacitos de seta transformados en confetti.

Se había logrado cultivar esporas de más de 200 años de antigüedad… ¿Por qué no iba a poder hacer germinar ella las que sin duda contenían aquellos alimentos deshidratados?

Mientras Susana cuidaba de Luca, Jenny puso a hervir en medio litro de agua varios matojos de liquen marciano. Luego, antes que este «caldo» se enfriase, coló cuidadosamente el contenido resultante, le agregó siete gramos de dextrosa de su botiquín y lo envasó en varios tubos de ensayo que tapó con algodón; y que luego selló con papel de aluminio.

Posteriormente esterilizó los tubos dejándolos un amanecer al aire libre, bajo la luz ultravioleta que llegaba cada mañana del cielo antes de que se formasen las nubes protectoras.

Luego, Jenny retiró el tapón e introdujo en cada tubo un poco del hongo liofilizado.

En la Tierra todo aquel proceso hubiera resultado mucho más complejo; tendría que haber andado con más cuidado y flamear con un mechero la boca del tubo para evitar que se colasen dentro bacterias oportunistas. El aire de la Tierra rebosaba de vida, esporas, bacterias y todo tipo de microorganismos; pero, afortunadamente, en Marte ese problema era casi inexistente y si había bacterias debían de ser mucho menos activas que las de la Tierra.

Jenny colocó los tubos de ensayo sobre piedras, puso al lado un termómetro y mantuvo un fuego encendido. Lo ideal eran unos 26 grados centígrados y Jenny, al igual que antes Luca había cuidado de su compresor como si fuese un recién nacido, tuvo que vigilar el termómetro, mantener el fuego y acercar o alejar los tubos a él para conservar aquella temperatura.

Al cabo de otra semana los alimentos empezaban ya a escasear seriamente. Luca se había recuperado pero la diarrea le había hecho perder la poca grasa que le quedaba. Tenía las mejillas hundidas, la mirada vacua y acuosa. Se movía lentamente.

Jenny, medio muerta de cansancio y sueño, Condujo a Luca y a Susana a que contemplaran su obra: el interior libre de cada uno de los tubos de ensayo estaba lleno de unos maravillosos pelillos blancos, extendiéndose e invadiendo el caldo.

– ¿Y qué se supone que es esa cosa? -preguntó Luca.

Temblaba ligeramente al hablar.

– Micelio -le explicó Jenny-. Nuestra salvación.

Luego, todos se pusieron a trabajar en la siembra del micelio sobre el sustrato definitivo en el que iban a crecer las setas.

Cocinaron más liquen marciano y luego lo colocaron en una de las secciones más oscuras del túnel que habían preparado como cámara de cultivo. Taparon con mantas térmicas el liquen y dejaron que el micelio lo invadiera. La incógnita era: ¿aquel liquen serviría como abono? No había servido de alimento, era factible pensar que no a pesar de que su base bioquímica era muy parecida a la terrestre.

En un par de días Jenny descubrió las mantas y vieron la masa rojiza cubierta de aquella pelusa blanca. La sonrisa volvió a sus rostros. Bueno al de Susana y Jenny, no al de Luca.

– ¿Crees que ahí crecerá algo que nos podamos comer? -preguntó Luca algo escéptico.

– Los hongos son muy «agradecidos» de cultivar -le explicó Jenny-, pueden fructificar sobre cualquier cosa: serrín, mazorcas de maíz picadas, troncos de árbol, paja de trigo, periódicos e incluso en México se cultivan sobre pañales desechables.

– Asombroso -dijo Susana.

– Sí.

En realidad ninguno de sus compañeros parecía tener fe en aquella solución, pero los alimentos racionados se terminaban y aquel era su última oportunidad para sobrevivir.

– La temperatura en esta etapa debe oscilar entre 23 y 28º Celsius -explicó Jenny-; y la humedad debe estar entre 75 y 90%.

– ¿Y cómo vas a conseguir eso aquí? -preguntó Susana.

– No puedo, es evidente -respondió Jenny-. Pero tendremos que confiar un poco en la providencia. Vale la pena intentarlo; la producción será de alrededor de un 20% del peso húmedo del sustrato. Y podremos realizar unas 2 ó 3 cosechas de hongo fresco al mes.

Y sólo unos días más tarde los náufragos recogían la primera cosecha de hongos, mucho más escasa que la que hubieran obtenido en condiciones óptimas a pesar que habían intentando mantener caliente y húmedo el túnel. Los comieron crudos, cocidos, asados, se llenaron el estómago con su carne y por primera vez en mucho tiempo la sensación de hambre desapareció.

– No podemos vivir comiendo sólo esto -dijo Luca mientras se palmeaba el estómago satisfecho-. Están muy ricos, pero no creo que resulten ser una dieta muy equilibrada. Enfermaremos de escorbuto o algo así…

– Deja que yo me preocupe de eso, Luca -repuso Jenny-. De momento tenemos vitaminas en el botiquín, y nos pueden durar bastante tiempo si las dosificamos con cuidado…

– Pero, tarde o temprano se terminarán ¿no es así?

– Sí, es cierto. Pero quizá logremos sintetizarlas a partir de los liqúenes marcianos. Es posible…

– ¿Cómo?

– Quién sabe Luca -dijo Jenny-. Contra todo pronóstico seguimos vivos, hemos llegado muy lejos y no nos vamos a rendir ahora ¿Recuerdas lo que decía Herbert? Debemos seguir luchando hasta el final.

– Herbert era un buen tipo, pero pensaba que este Universo es un lugar amistoso. Mira a tu alrededor, Jenny, estamos en medio de la prueba más aplastante de que eso no es cierto, de que el Universo es hostil y que puede borrar la vida de unos pocos seres humanos con la misma tranquilidad con la que elimina a toda una raza o una orgullosa civilización.

– Es posible, Luca, es posible -admitió Jenny, e insistió-: Pero seguimos vivos, y eso demuestra, al menos para mi, que los milagros son posibles.

Susana les interrumpió en ese preciso instante. Llevaba entre sus manos la cámara de video, que manipulaba cuidadosamente.

– Las baterías están a punto de agotarse -dijo-. Creo que tendríamos que grabar algo… un mensaje o algo así.

– Un mensaje para la posteridad ¿eh? -se burló Luca.

– Muy bien, Luca -dijo Susana enfocándole-, intenta no actuar, muéstrate tal y como eres.

– Ajá -dijo Jenny-. Si Luca se muestra tal y como es, la posteridad hará de nosotras dos unas verdaderas heroínas.

Susana colocó la cámara sonriendo aún. Miró al visor de cristal líquido. Durante un instante no se creyó lo que veía. No reconoció a Jenny y Luca. Eran dos salvajes vistiendo restos de trajes antes resplandecientes y en ese momento sucios harapos manchados de rojo. Le miraban con ojos muy brillantes desde rostros quemados por los ultravioletas en los que se marcaban los pómulos y las frentes cubiertas de pelo aceitoso. La cámara comenzó a temblarle en la mano. Apartó la vista y miró al suelo un momento, inmóvil. Luego, cuando se le tranquilizó el pulso, terminó de fijar la videograbadora sobre unas rocas.

Levantó la vista de nuevo. Se dio cuenta, por encima de la suciedad y la delgadez, que aquellas dos personas estaban vivas, la miraban y hacían gestos para que se acercase. Ella también sonrió mientras, con el mando a distancia de la cámara en la mano, se acercaba a ellos y buscaba un sitio a su lado, en el suelo.

Se sentó entre los dos, miro a derecha e izquierda, luego al ojo de la cámara. Respiro hondo y pulsó el botón de grabación.

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