20

En el interior de la esclusa no había mucho sitio. Jenny, Herbert y Luca estaban codo con codo y presionados por las piezas de las literas. Sólo el cadáver del comandante parecía estar sin apreturas, tendido en el suelo dentro de la manta térmica transformada en mortaja.

Jenny, antes de cerrar sobre su cabeza el saco térmico, inspeccionó el cadáver. El rostro estaba ya lívido, amoratado dónde había recibido golpes y con una expresión extraña, a medias cansada, a medias estupefacta. A pesar de que, como médico estaba acostumbrada a tratar con la muerte, el ver aquel rostro de tan cerca le había impresionado.

Al fin, tras revisar los bolsillos y extraer del cadáver todo aquello que pudiera serles de interés, cerró la manta térmica y respiró aliviada.

Costó arrastrarlo hasta la esclusa. Nadie lo mencionaba, pero era incómodo el tacto del cadáver, ese peso muerto que una vez se había movido por su propia voluntad de máquina orgánica.

Las bombas succionaron el aire hasta dejarlo en un 1% de la presión terrestre, la presión en la atmósfera de Marte. Los trajes funcionaban con un suave susurro de aire fresco. Se mantenían calientes gracias a las estructura microtubular y por capas de la tela, que lo convertía en un magnífico termo capaz de conservar el cuerpo caliente con pocos aportes de energía. Sólo así podrían soportar las temperaturas en el exterior, inferiores a los 70 grados bajo cero.

Al fin se encendió la señal de presión ecualizada y la de apertura libre. Herbert agarró el mango de la compuerta pero se detuvo sin accionarlo. Miró a Luca y luego a Jenny. Los dos asintieron con la cabeza. Herbert aún se lo pensó un instante. Luego dio un tirón decidido al metal y abrió la puerta.

Afuera estaba Marte. La primera impresión que tuvo fue de aridez. Bajo la Belos había una gran llanura arenosa de la que surgían formaciones rocosas de tamaños variados. La llanura no era regular, se ondulaba en colinas, pequeñas dunas y estaba salpicada de rocas medio enterradas. Todo lo que le rodeaba tenía un color teja vieja, un rojo que debido al sol poniente viraba rápidamente hacia el marrón.

Herbert había visto muchas fotos de Marte, le era casi familiar. Intentó dar un paso y descubrió que no podía, todavía no. Respiró hondo y se repitió una y otra vez que aquello era Marte, que tenía que bajar los peldaños. Había un ligero viento que le arrojó arena al visor. Eso le sorprendió y le hizo salir del asombro. Pisó el primer escalón, se detuvo y miró al horizonte. Atrás, ocupó su puesto en el marco de la puerta, Jenny.

– Mira Herbert, el cielo.

Herbert levantó la cabeza y miró dónde señalaba. En medio de un cielo de color rosa suave el Sol era un punto blanco rodeado de un intenso y bellísimo halo azulado. Ya sabía que las puestas de sol en Marte eran desconcertantes. El color normal del cielo marciano se debía al polvo en permanente suspensión que absorbía todas las longitudes de onda menos el rojo. Las partículas de polvo también dispersaban algo de luz azul, pero muy poca. Sólo cuando el Sol descendía hasta el horizonte y sus rayos tenían que atravesar grandes espesores de atmósfera ese azul se hacía visible en un halo alrededor de la corona solar.

Herbert sonrió. En Marte el color del crepúsculo es el azul y el cielo diurno rosado, justo al revés que en la Tierra.

Al fin despegó los ojos del horizonte. Sentía que habían pasado horas aunque en realidad había transcurrido menos de un minuto. En el monitor integrado en el visor del casco estudió sus parámetros médicos.

El corazón le latía a 120 pulsaciones por minuto.

«Sólo son dos escalones más». Sin pensarlo los descendió y sus botas se hundieron ligeramente en el polvo marciano.

– Felicidades Herb -escuchó la voz de Luca en los auriculares-, eres oficialmente el primer hombre en Marte.

Herbert sabía que eso no significa nada, ser el primero, el segundo, es lo de menos porque el camino no se recorre nunca en contra de los demás. El camino es solitario.

Sólo que era cierto, era Marte y estaba sobre él; y sus botas se hundían en la arena y tropezaba con sus rocas. Le Parecía que siempre hubiese estado allí. Su vida es ese momento, los primeros pasos por un planeta que no es la Tierra, el descubrimiento y el viaje.

Recordó entonces, con una intensidad enfermiza, el momento en la sabana africana en que vio a Marte aparecer con el crepúsculo, una débil luz rojiza ocultándose tras el horizonte, esquiva y lejana.

Herbert se arrodilló y tomó un puñado de arena con la mano. Era muy fina y se escurrió entre los dedos del guante hasta flotar arrastrada por el viento. Luca y Jenny ya estaban abajo y se movían arrastrando piezas de las literas.

– Ey, héroe -le dijo Luca-. ¿Qué tal si arrimas un poco el hombro?

Dentro de la Belos, Fidel y Susana miraban atentamente por la escotilla. Primero vieron vacilar a Herbert, y al fin le vieron pisar Marte.

Luego, los tres astronautas se concentraron en deshacerse de las literas.

Susana se volvió hacia Fidel. Como ella, estaba emocionado.

Afuera, entre Herbert y Luca, bajaron el cuerpo de Vishniac, un bulto de metal dorado que depositaron sobre la arena.

Jenny ya había elegido un lugar para cavar y Herbert se acercó a ella mientras Luca se perdía de vista.

Luca revisaba el exterior de la nave. Había sufrido mucho, eso era evidente. Todos los patines de aterrizaje estaban colapsados. El ala derecha tenía una rotura que casi la había partido en dos; y la zona trasera era un amasijo de grietas y aplastamientos.

«Si hubiésemos chocado contra la roca que hizo eso con el morro, y no con la cola, no estaríamos ya vivos -pensó con regocijo».

Revisó cuidadosamente la estructura principal buscando grietas, algún indicio de tensiones que pudieran romper el doble casco del habitáculo. No parecía haber ninguna, la nave había aguantado bien el castigo.

Cuando terminó de rodearla, descubrió a Jenny y a Herbert esforzándose con la pala. Tras el lecho de arena comenzaba una zona pedregosa en la que la pala no podía hundirse.

«Estúpidos -pensó, pero su naturaleza de ingeniero no podía dejar pasar una solución a un problema».

– Hay que enterrarle con piedras.

Herbert asintió comprendiendo. Colocaron el cadáver en el pequeño lecho que habían excavado y comenzaron a apilar piedras sobre él.

Al poco habían cubierto por completo el cadáver.

El Sol aún brillaba en el horizonte, pero la atmósfera se enturbiaba rápidamente. El viento había aumentado de intensidad y comenzaba a ser algo muy molesto que les empujaba y arrojaba arena y polvo contra los visores dejándoles medio ciegos.

Herbert contempló como el paisaje se diluía lentamente en una sopa de rojo turbio.

Luca le hizo una señal a Herbert que este apenas alcanzó a distinguir.

– Herb, ven y mira.

Mientras Jenny terminaba la tumba, los dos hombres caminaron hacia la parte trasera de la nave. La visibilidad disminuía rápidamente. Para no perderse tuvieron que rodearla tocando con la mano el metal del fuselaje.

En cabina, Susana y Fidel los perdieron de vista. Al fin Fidel dejó de mirar hacia fuera y se dirigió a Susana.

– Baglioni tiene razón. Enterrar al comandante es una tontería.

Susana no respondió y siguió mirando fuera, donde cada vez se distinguía menos. Vió a Jenny rezando o haciendo algo al lado de la tumba, una figura pequeña, un insecto blanco zarandeado por el vendaval.

– ¿Qué opinas de la idea de Herbert, Susana?

– Si hay una posibilidad de que funcione, la haremos funcionar.

– ¿Sabes lo que pienso? Creo que Herbert es sinceramente optimista, pero tú… Estás en tu papel, asumiendo toda la responsabilidad que la muerte de André ha dejado caer sobre tus hombros. Entiendo que eso debe de ser muy duro ¿no? Tu posición es la más difícil de todas.

Al fin Susana abandonó la escotilla y miró a Fidel, recostado contra un panel.

– ¿Crees que soy pesimista?

– Creo que eres una mujer muy fuerte y que sabes lo que hay que hacer en un momento como éste. Si aceptáramos que estamos ya muertos, que no hay ninguna esperanza, ¿en qué nos convertiríamos?

– No soy fuerte, te lo aseguro.

– Pues lo pareces.

Susana hizo una mueca y desvió la vista hacia sus manos que jugueteaban con la cremallera de su mono.

– He pasado toda mi vida fingiendo que sí lo era y eso te da cierta práctica. Pero ahora mismo estoy aterrorizada. No se lo digas a los demás cuando regresen.

Susana levantó la vista y sonrió. Por primera vez en mucho tiempo Fidel vio como esa sonrisa no era forzada, era un gesto cómplice y muy sincero y le iluminaba el rostro con una llama de tristeza y resignación.

– Será nuestro secreto ¡vaya! Ojalá tuviera tu aplomo… yo necesito la esperanza. Mi cabeza de científico me dice que no tenemos salvación, pero no puedo escucharla, aún no estoy preparado.

– Lo tienes Fidel… lo estas haciendo muy bien.

– No es sólo el miedo. Quiero confesarte algo. En mi caso no estoy tan seguro. Hay algo que me aterra tanto como la posibilidad de morir… y es perder la serenidad… dejarme llevar por el pánico. He estado a punto en un par de ocasiones ya.

– Eso no va a suceder, Fidel. Si llega ese momento sabrás reaccionar tan bien como cualquiera de nosotros. No todo el mundo se metería dentro de una nave como la Ares y dejaría que lo lanzaran al espacio durante tres años.

– Yo no soy un hombre valiente, te lo aseguro. No soy un Herbert, ni un Luca. Pero mi curiosidad científica es más fuerte que yo. Ahora mismo estoy sufriendo por no tener a mano mis equipos y ponerme a trabajar. Por eso entré a formar parte de esta misión. ¿Qué exobiólogo rechazaría algo así? Pero y tú; ¿cómo llegaste hasta aquí?

– Con mucho esfuerzo. No era un joven talento como Baglioni, ¿sabes? Tuve que pelear y esforzarme para dar cada paso en el camino que conducía hasta este lugar… Sí, tuve suerte… mucha suerte, vaya.

Fidel sonrió a su vez. Un exobiólogo sin instrumentos y una piloto sin avión varados en Marte. De nuevo la parte científica, la pasión de su vida tomó las riendas y comenzó a elucubrar con lo que será de sus cadáveres cuando Marte los matase, qué consecuencias tendrá para la posible biosfera esa contaminación brutal.

Tuvo que parar mientras notaba como las lágrimas se agolpaban justo detrás de los ojos, lágrimas con sabor a pastel de manzana los domingos, a gritos de niños persiguiendo al perro, a manga de riego lavando el todo terreno y el olor fragante de su mujer en el hueco de la almohada.

Afuera unas manos enguantadas colocaban la última piedra de la improvisada tumba en Marte. La primera. Todo era nuevo en ese mundo, hasta la muerte.

Los tres astronautas rodeaban la estructura en forma de cruz que Jenny había alzado. El viento arreciaba y apenas se veía dos pasos más allá. El Sol casi se había ocultado.

La voz de Baglioni seguía siendo cortante aún filtrada por la radio del traje:

– ¡Estupendo Jenny! Algún día construirán un monumento aquí. ¿Nadie quiere decir unas palabras? Seguro que serán grabadas en una placa…

Herbert le contestó:

– ¿Por qué no las dices tú, Luca? Eres el genio de la misión.

– ¿Por qué no? Qué os parece esto: «Aquí yace André Vishniac, nacido en la Tierra, que recorrió un largo camino, en la vida y el tiempo, para venir a morir a este desolado lugar…».

Jenny se agachó en la tumba y tomó un puñado de tierra. Elevó la mano y lo deja caer. El viento lo arrastró.

– Yo diré unas palabras. Las escribió el doctor Wilson poco antes de morir junto a Scott, en la Antártida.

Herbert activó la cámara del casco y comenzó a grabar.

– Muy oportuno -dijo Luca.

– Este fue el pensamiento que se forjó en nosotros -empezó Jenny-, el silencio que a un tiempo nos quemaba y helaba: Aunque los secretos deban estar escondidos hasta que Dios los quiera revelar al hombre, quizá seamos nosotros los que Dios ha destinado para ver por vez primera el corazón oculto tras la Barrera de Hielo. Bajo el calor del Sol, bajo el brillo radiante que lanza sobre ella su rayo, mientras nos abrasa y nos hiela hasta los huesos la ventisca rabiosa con sus mordientes besos.

Mientras Jenny recitaba, Herbert miró a su alrededor.

– Qué desastre -pensó.

El purísimo paisaje de Marte había quedado dañado por su presencia. El enorme surco abierto por la nave y las piezas de las literas esparcidas por doquier, les daban la sensación de haber traído con ellos la contaminación y la basura a un mundo incólume.

Y rodeando aquella tumba, aquel montón de piedras que guardaba el cuerpo de André, comprendió que habían traído también la muerte.

Загрузка...