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Salieron de la deceleración también bruscamente, de nuevo en ingravidez. Sus estómagos estaban vacíos para prevenir cualquier problema.

– Cerrando sistemas, bucles de motor y turbobombas en verde. No hay fallos. Podremos volver.

De aquellos motores dependían para el regreso.

Susana marcó la secuencia y la Belos giró y volvió a encararse con la trayectoria de descenso. Miró el altímetro. 350.000 pies y bajando a una velocidad pasmosa. Comprobó otra vez el control automático. Todo correcto. El ángulo de ataque en la entrada a Marte era de 27 grados. Presentarían toda la panza contra el aire. Ahí es donde la capa de cerámica y grafito impediría que se friesen. Comenzaron a sentir el rugido del aire a su alrededor casi enseguida. Pronto se convirtió en un grito de mil uñas arañando el fuselaje. Volvió la presión que los aplastaba contra los correajes. Estaban frenando contra el aire, a más de dos ges de nuevo. Susana se consoló pensando en la brutal deceleración de las naves Apollo con su ángulo de descenso de 50 grados y los seis ges de punta en la deceleración.

La curva del planeta ya era enorme, casi estaban allí.

El descenso continuó. Pronto se hizo más suave, la presión cedió. El anemómetro sobrepasaba la indicación de mach 18, pero descendía suavemente. Susana tocó suavemente la palanca de control, para probar su tacto, y notó como los mecanismos de retroalimentación la movían casi sensualmente. El piloto automático corregía y mantenían a la nave en un equilibrio delicado, cabalgando las propias ondas de presión y calor que iba generando el descenso.

– Estamos en atmósfera baja, por debajo de 50.000 pies.

La Belos comenzaba a comportarse menos como un ladrillo controlado que como un avión. Lo notaron en que la presión del frenado casi había desaparecido y tenían de nuevo una componente de gravedad hacia abajo.

Herbert le hizo una seña a Jenny y luego dejó el brazo en el aire. Los dos vieron como descendía solo. Estaban, después de mucho tiempo, de nuevo bajo la gravedad de un planeta. Sonrieron como niños de excursión antes de bajarse del autocar.

Afuera, tras la escotilla, se veía un gran horizonte de color rojizo.

Susana volvió a cantar parámetros.

– Mach 5 y descendiendo. Altura 12.000 pies. Entramos en fase de aterrizaje. ¿Qué… sucede…?

Bruscamente todas las pantallas de la cabina oscilaron y se apagaron.

Susana, con voz extrañamente calmada dijo:

– Nos hemos quedado sin ordenador.

Vishniac, con movimientos de serpiente, pulsó un conmutador y luego otro, sobre su cabeza.

– Eso es… imposible…

– ¡Estamos ciegos! -insistió Susana.

– Pasa a manual -ordenó Vishniac.

– No responde, los servos también dependen del ordenador.

Luca, al que por primera vez oyeron alterado, respondió desde su panel:

– Es un apagón total. Estoy en ello.

Luca pulsaba códigos a una velocidad de vértigo, mientras la Belos comenzaba a inestabilizarse.

En el parabrisas delantero el horizonte era todo cielo, ya no se veía la superficie de Marte.

– Susana, lanza los paracaídas -dijo Vishniac.

– Vamos demasiado rápidos.

– ¡LÁNZALOS! Necesitamos mantener la acritud.

Susana levantó un indicador.

– Agarraos.

Lo pulsó y algo agarró a la nave entera y la sujetó con brusquedad.

La sacudida los lanzó salvajemente contra los correajes. Sólo fue un tirón, asombrosamente violento, que cesó en seguida.

– Ahí van los paracaídas -dijo Susana entre dientes.

En ese momento los ordenadores cobraron vida de nuevo.

Un parpadeo y todo parecía en orden de nuevo.

La misma sensación de alivio recorrió a los seis astronautas. Pero…

– Atención tenéis control primario, no compensado, sin automático. Tampoco hay indicación de instrumentos -gritó Luca.

Vishniac agarró la palanca y comenzó a moverla sin quitar ojo del horizonte. Susana comenzó a pulsar en su panel intentando recuperar sistemas. La mitad estaban muertos; la otra mitad reiniciándose e inútiles. Sólo el radioaltímetro parecía funcionar correctamente.

– Estamos a dos mil pies -dijo.

La Belos respondía al pilotaje de Vishniac… más o menos, pero llevaba demasiada velocidad.

Vishniac miró también al altímetro.

– Demasiado bajos, demasiado rápido… -musitó.

Susana, sin esperar órdenes, activó la secuencia de aterrizaje en emergencia. Se desplegaron las patas y se dispararon los motores de aterrizaje a plena potencia.

Pero nada parecía bastante.

Herbert contempló todo lo que pasaba como si se encontrara muy lejos de aquel lugar. Como si presenciara algo que le está sucediendo a otra gente, y con la sensación de seguir una senda trazada, de la que no se puede escapar y por tanto es mejor resignarse a continuar.

Miraba a derecha e izquierda, fugazmente.

Fidel mantenía la vista al frente con intensidad fanática, Jenny movía la cabeza ligeramente, aplastándose contra el respaldo todo lo que le era posible.

Herbert recordaba haber vivido sensaciones parecidas en el simulador, pero de nuevo sabía que no era lo mismo.

En absoluto.

Luego ya no pudo pensar en nada, porque se les vino encima una masa montañosa, un inmenso pedazo de roca roja que ocupó todo el parabrisas.

– Oh… ¡mierda! -escuchó decir a la voz de Vishniac.

Vishniac activó los propulsores de emergencia y dieron un violento bandazo que les sacudió al límite de sus cinturones de seguridad. La roca desapareció del parabrisas bruscamente sustituida por el cielo marciano.

Algo les golpeó.

Susana sintió una vibración brutal, chirridos, gemidos desesperados de los motores de aterrizaje que rugían intentando estabilizar la nave.

Pero no lo estaban consiguiendo.

Se desplazaron un trecho de lado, luego volvieron a encarar la dirección de vuelo.

Vishniac sudaba manejando la palanca, pero poco podía hacer.

Herbert de nuevo vio el horizonte en el parabrisas, un largo y rojizo horizonte marciano. Volaban muy cerca ya de lo que parecía una gran planicie llena de arena y rocas.

Pensó: «Que hermoso es esto». Y lamentó tener que morir.

– ¡Agarraos! -gritó Susana.

Todos adoptaron la posición de impacto y, sin darle tiempo a nada más, la Belos chocó contra algo que la hizo girar y los empujó contra las correas hasta dejarles completamente sin aliento.

Luego siguió ingrávida medio segundo y volvió a chocar. Con un estremecimiento agónico del fuselaje, la nave resbaló hacia adelante, sacudiéndoles brutalmente de un lado a otro.

Las escafandras y los cuerpos se movían sin control, sujetos únicamente por los correajes. Los paneles estallaban, las luces se apagaban y encendían, saltaban chispas por todo lados.

Otro impacto y Vishniac fue arrancado de su asiento para estrellarse contra un panel del techo.

Susana pudo ver, con una enloquecedora nitidez, como la escafandra de André Vishniac se destrozaba contra el panel. Este se desprendió y quedó colgando de un manojo de cables que se cortocircuitaban.

Luego todo se volvió negro. Ya no había luz dentro, no había luz fuera, sólo fogonazos dispersos y después… silencio.

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