8 ESTIMULADOR Y LABORATORIO AGUJA

—¡No! —el grito resonó, increíblemente violento, a lo largo de las cámaras talladas en la roca—. ¡No, no, no, no, no!

—¡Chan! ¡Chan! ¡No corras! ¡Espérame!

Tatiana intentaba inútilmente correr tras él. Los gritos se perdían en la distancia. Había conseguido escaparse otra vez, y ahora corría a ciegas, llorando, por el laberinto de los túneles internos. No podría mantenerse fuera de su alcance mucho tiempo, no con el trazador para descubrir su dirección y a qué distancia se encontraba, pero la complejidad de Horus hacía que la búsqueda resultara larga y tediosa. Diez generaciones horadando y excavando habían dejado un vestigio de escombros: viejos sintetizadores, herramientas rotas, equipos de comunicación ya obsoletos, montones de contenedores de suministros... pocas cosas del Grupo Egipcio merecían ser empleadas de nuevo en otra parte del sistema.

Tatiana continuó la persecución. Ella misma estaba a punto de llorar, y aún quedaba lo peor. Cuando alcanzara a Chan Dalton, tendría que darle la medicación y usar el Estimulador Tolkov. Cada vez más, parecía un ejercicio sin sentido.

Continuó, ceñuda y cansada. Antes de que Flammarion se marchara de Horus, Chan había sido difícil de tratar. Era mayor, más fuerte y mucho más rápido que Tatty. A menudo, sólo podía manejarle usando el aturdidor, deteniéndolo y debilitándolo para poder reducirlo.

—¿Chaaan? —gritó, su voz a punto de quebrarse—. Chan, vuelve con Tatty.

Silencio. ¿Habría encontrado un nuevo escondite? Tal vez se volvía más inteligente, poco a poco; o tal vez eso era lo que ella quería creer. Todos los días miraba aquellos brillantes ojos azules con la esperanza de que en ellos apareciera algún rastro de comprensión, y todos los días se sentía defraudada. La inocencia de un niño de dos años le devolvía la mirada, siempre incapaz de comprender por qué la mujer que le alimentaba, vestía y arrullaba por la noche le torturaba también.

Muchos de los túneles del interior de Horus terminaban en un callejón sin salida. Después de un rato, no importaba cómo intentara escapar, Chan acabaría en uno de ellos. Casi siempre en los mismos. No tenía la memoria ni la inteligencia necesarias para aprender. Tatty miró el trazador y siguió adelante, fatigada. No se encontraba más que a unos pocos metros de él. Tenía que estar escondido en la siguiente cámara. Vio una pila de sábanas de plástico sobre una roca. Chan debía estar detrás de ellas, agachado insensatamente y con la cara contra la suciedad. Tatty alzó el aturdidor y camino los últimos metros, sintiéndose despreciable. Él estaba allí. Llorando.

Le partía el corazón tener que llevarle otra vez al centro de entrenamiento. Sabía que no necesitaría el aturdidor. En cuanto le alcanzó, su resistencia desapareció y se dejó llevar de la mano, pasivo y sin esperanza, pero cuando vio el Estimulador, empezó a llorar de nuevo, en silencio. Ella le sentó y le ató firmemente la cabeza y los brazos y se dio la vuelta para incrementar la energía. Los gritos de dolor cuando se alcanzaba la intensidad máxima eran malos, pero podía soportarlos. Era cuando el tratamiento terminaba y liberaba a Chan y le daba de comer cuando se sentía a punto de desmayarse. El se apretujaba en la silla, sudoroso y dolorido, y la miraba suplicante. Su cara no era la de un ser humano. Pertenecía a un animal atormentado, torpe, resignado, incomprensivo. Estaba torturando a una bestia sin remisión, castigándole una y otra vez por un motivo que no comprendía.

Kubo Flammarion la había instruido en el uso del Estimulador antes de marcharse. Le había dicho que Mondrian le daría más detalles cuando viniera a Horus, pero Mondrian no vino nunca. Ni siquiera había enviado un mensaje. Día tras día, ella hacía todo lo posible por seguir pacientemente las instrucciones de Flammarion. La regla de las tres emes —Máquina, Medicación, Motivación— tenía que ser seguida con escrupuloso cuidado.

—El Estimulador no funcionará a menos que lo complementes con otras dos cosas —le había dicho—. Tienes que seguir la medicación que hemos dispuesto, noche y día, sin fallos. Pero, más importante que eso, tienes que conseguir que Chan Dalton quiera aprender.

—¿Cómo, por el amor de Shannon? No parece que comprenda ni siquiera la idea de lo que es aprender.

Flammarion se encogió de hombros y se rascó la cabeza.

—Que me maten si lo sé, Tatty. Todo lo que puedo decirte es lo que me han dicho a mí antes. Si no tiene motivación, no se desarrollará nunca. Y cuando existe motivación, nueve de cada diez veces el Estimulador hace el milagro. ¿Qué te parece usar la imagen de Leah?

Flammarion sacó una sonriente imagen de su uniforme, una copia de la identificación oficial de Leah cuando fue reclutada para el equipo perseguidor.

—Chan la quiere más que a nadie en el mundo. Muéstrasela cada vez que utilices el Estimulador, dile que cuando el tratamiento termine podrá ver a Leah de nuevo.

Tatty tomó la foto. Cada día, después de las inyecciones y las sesiones de estimulación, hacía su discurso.

—Chan, mira qué bonita foto. Vamos, Chan. ¡Vuélvete listo! Tienes que querer ser más inteligente, sólo un poquito más cada día. Entonces podrás volver a Leah. Mira, aquí está. Vendrá y te verá.

Chan miraba la imagen. Sonreía, y parecía reconocer quién era, pero ése era el único nivel de respuesta. Los días seguían pasando. Tatty por fin decidió renunciar. No tenía sentido. Chan no aprendería nunca.

También se sentía más y más desesperada por su propia situación. Ninguna visita de Mondrian. Ninguna llamada. Ningún mensaje. La había engañado para sacaría de la Tierra e hiciera lo que él quería, como siempre, y entonces la había olvidado. Intentó llamarle. No pudo ponerse en contacto con él. Finalmente, después de muchos intentos, consiguió enviar una señal desde Horus que pasó los escudos de guardias y asistentes y llegó a la oficina privada de Mondrian en Ceres.

—Lo siento —uno de los ayudantes personales de Mondrian atendió la llamada—. El capitán Flammarion está reunido, y el comandante Mondrian no se encuentra aquí.

—Entonces ¿dónde demonios está? —estalló Tatty. Se le había acabado la paciencia.

Hubo una breve pausa.

—De acuerdo con el itinerario que dejó en la oficina, el comandante Mondrian está haciendo una visita a la Tierra. Estará allí durante dos días.

—¿Qué?

Tatty desconectó el comunicador, llena de fría cólera. Arrastrarla a Horus para que le hiciera el trabajo sucio era bastante malo. Pero utilizarla y olvidarla y volver luego a la Tierra sin ni siquiera decírselo... Tatty sintió la amargura recorriendo su cuerpo, quemándole el estómago. Entró en la otra habitación donde Chan Dalton seguía conectado al Estimulador. La sesión casi había terminado. Sudaba copiosamente y movía la cabeza de un lado a otro. Tatty se acercó a él.

—Chan, ¿puedes oírme?

Los ojos se abrieron un poco. Estaban inyectados en sangre. Aún había inflamación en las meninges y un poco de exceso de presión en el cerebro, pero escuchaba. Ella le rodeó con los brazos.

—Nos está utilizando, Chan. A los dos —las lágrimas corrían por las mejillas de Tatty—. Oh, Channy. Haría cualquier cosa por él, cualquier cosa en el mundo. Pensé que era maravilloso. Pude incluso soportarlo cuando descubrí que me quedaría atrapada aquí, porque pensé que le estaría ayudando. Incluso lo haría sin Paradox, si tenía que hacerlo... Pero es inútil. No le importamos. No le importa nadie más que él. Chan, está loco y es despiadado. Es un demonio. Te destruirá, si tiene que hacerlo, de la misma forma en que me destruyó a mí. No le dejes hacerlo, Chan.

Tatty rebuscó en el bolsillito de su pecho. Sacó una delgada cartera y de ella una holografía en miniatura. Colocó la imagen ante la cara de Chan Dalton.

—Mira, Chan. Mira esto. Ésta es la persona que nos sacó de casa. Es la persona que te separó de Leah. Mírale, Chan. Es él quien hace que tengas que sufrir el Estimulador. ¿Lo ves, Chan? Debes salir de aquí y encontrarle. Mira con cuidado, Chan. Si terminas con esto, te dejaré marchar y encontrarlo.

Hubo una larga pausa. Los ojos se abrieron un poquito más. Chan Dalton tomó una intensa bocanada de aire. Miró el holograma y la cara sonriente de Esro Mondrian. Y por fin una débil chispa de comprensión y astucia pareció brillar durante un momento tras aquellos ojos inocentes.


El margrave de Fujitsu se detuvo un momento, levantando su fea cabeza de la pequeña pantalla.

—¿Y qué esperaba ver? —dijo. Su voz sonaba sorprendida.

Luther Brachis gruñó y se encogió de hombros.

—Bueno, ésa es una pregunta difícil. Pero algo más que esto. —Agitó la mano abarcando toda la habitación, desde la ventana que mostraba la superficie de la Tierra hasta el monstruoso monitor del ordenador que cubría toda una pared—. Aparte de los microscopios, casi todo lo que hay aquí podría formar parte de un laboratorio estándar. Si no me lo hubiera dicho, no creería que es un laboratorio Aguja.

—Ah, ya veo —el margrave se inclinó de nuevo hacia el microscopio de Efecto Casimir y ajustó algo en él. Se rió sin levantar la vista—. Por supuesto. Esperaba ver a los técnicos, ¿no? ¿Hombres de bata blanca, quizás, introduciendo agujas en las células? Lo siento, pero llega setecientos años demasiado tarde —se enderezó y levantó una pila de listados de la mesa junto a él—. En los viejos tiempos, sí. Se usaban métodos extraños para estimular el desarrollo del embrión por partenogénesis. Radiación ultravioleta, soluciones acidas y alcalinas, calor, frío, inyecciones, radiactividad... se intentaba casi todo, y sorprendentemente muchas cosas funcionaban. Pero esos métodos producían solamente copias exactas del organismo paterno y no variaciones interesantes. E incluso cuando las mutaciones aparecían como efecto lateral de la estimulación, resultaban bastante aleatorias. Como medio de producir obras de arte sería inútil... igual que tirar un bloque de mármol por un acantilado esperando encontrar una obra maestra de la escultura cuando llegue abajo. Hoy, todo está planificado. Mire estos listados.

Brachis tomó las hojas y miró sin interés la primera de ellas.

—No me dicen nada, Margrave.

—Margrave no. Soy simplemente Fujitsu. Mi linaje era imperial cuando la mayoría de esos advenedizos subterráneos llevaban pieles de animales y comían carne cruda.

—Lo siento, Fujitsu. De todas formas, no veo mucho aquí. Sólo página tras página de letras aleatorias repetidas.

—Ah, sí, aleatorias —el margrave señaló la página superior con su largo índice—. Más o menos, es aleatorio en el mismo sentido en que lo somos nosotros, usted y yo. Lo que tiene en la mano es la secuencia completa del ADN de un organismo vivo en correcto orden. Aquí se indican los nucleótidos en cada cromosoma, con las letras en código; T para la timina, G para la guanina, C para la citosina y A para la adenina. Toda la lista completa se construye —igual que nosotros— a partir de estas cuatro letras. Juntas, constituyen el molde exacto para la producción de un... un animal —miró a Luther Brachis—. Lo siento. No le insultaré tratándole como a un inocente. Seré más específico. El molde para producir un ser humano.

—Pero el ADN tiene estructura en espiral. No veo aquí ninguna. Y, de todas formas, no queremos producir un ser humano.

—Una espiral doble es topológicamente equivalente a una línea recta, y la presentación en línea recta de una serie de datos es más fácil de comprender y analizar. No debe preocuparle que esto sea el código de un humano. Es sólo el punto de partida. Es, si lo quiere, el tema a partir del que construiremos nuestras sublimes variaciones. Cualquiera de estos nucleótidos puede ser cambiado por cualquiera de los otros. Tenemos control químico absoluto de la secuencia. La cadena puede ser ampliada, acortada, dividida y modificada en cualquier forma que queramos. —Palmeó el fajo con su innumerable mezcla de letras—. Me preguntó antes cuál era mi oficio. Ya que estoy evaluando simplemente los posibles efectos de insertar diferentes cadenas fracciónales de ADN en este código, ¿qué puedo hacer que no haga mejor y más rápido un ordenador? Me lo han preguntado muchas veces. Sólo puedo darle una respuesta a través de una analogía. ¿Juega usted al ajedrez?

—Un poco. Se requiere para adquirir el Sexto Nivel de educación.

Luther Brachis no vio motivo alguno para mencionar que era un Gran Maestro. Era difícil saber cómo el hecho de retener esa información podría tener algún valor futuro, pero el hábito de mantener su reserva estaba hondamente enraizado en él.

—Entonces sabe posiblemente que, a pesar de muchos siglos de trabajo, los mejores programas de ajedrez no consiguen derrotar a los mejores jugadores humanos. ¿Cómo es posible esto? El ordenador puede almacenar millones de movimientos en su memoria. Puede evaluar todos los movimientos posibles, hasta ver cuál es el mejor. No se cansa y no comete errores. Y, sin embargo, los humanos ganan. ¿Cómo? Porque de alguna manera pueden fijar en el interior de su lento cerebro orgánico la posición completa del tablero de una manera holística que va más allá de las jugadas individuales. Los ordenadores juegan mejor cada año, ¡pero lo mismo hacen los humanos! Los mejores jugadores de ajedrez sienten el tablero en su integridad, y pueden extrapolar sus potenciales a más niveles que ningún ordenador. —El margrave se volvió hacia la pantalla donde aparecía una larga secuencia de letras codificadas—. Los mejores Agujas poseen esa misma habilidad. En una cadena de cien mil millones de bases nucleótidas, intercambiar, sustituir aleatoriamente o suprimir provocaría un desastre total. Ningún animal o planta posible resultaría. Pero es mi talento especial —y le aseguro, comandante, que en mi terreno no admito iguales—, sentir el impacto definitivo y total de los cambios de las secuencias. Calcular el modelo, completo. Más aún, puedo estimar qué cambios interactuarán con cuáles otros. Por ejemplo, suponga que invirtiera el orden de la sección de la mitad de la pantalla y no hiciera ningún cambio más. ¿Qué saldría? No estoy absolutamente seguro y por esta razón hago esto como arte y no como ciencia, pero creo que sería un individuo perfectamente formado, un poco más hirsuto de lo normal. En realidad, un cambio muy pequeño. Todos disponemos de un diseño genético sorprendentemente robusto. Hay muchas repeticiones en la cadena de ADN, y ellas nos estabilizan contra errores menores al copiar los códigos genéticos.

—Entonces, ¿quién es ese de la pantalla, Fujitsu? —dijo Brachis bruscamente. Se sentía más incómodo de lo que esperaba con el margrave, más que nada porque el otro trataba su profesión con el frío entusiasmo de un auténtico fanático. Luther Brachis sospechó que, para el margrave de Fujitsu, no era más que otra sección de un código genético interesante.

El margrave sonrió directamente a Brachis por primera vez, mostrando sus dientes torcidos.

—No es nadie que conozca, comandante. Y no se preocupe; cuando haya terminado, no verá más que su Artefacto, y nada de lo que hay debajo de él. Ya contiene en su interior parte de mi diseño general para su proyecto. Rey Bester me entregó sus especificaciones hace una semana. Es un desafío tan intrigante que desde entonces no he trabajado en otra cosa.

—¿Eso quiere decir que ya casi ha terminado?

—Todavía no. Como dije, es un desafío, y también un misterio, lo que me hace formular una pregunta. Si no desea contestarla, lo aceptaré, pero no puedo evitar el preguntarme por la forma que me ha proporcionado. Hay elementos aquí, aquí y aquí —se volvió hacia la pantalla y señaló la parte inferior de la imagen— que considero enormemente difíciles de repetir usando componentes orgánicos. ¿Se trata quizá de alguna especie de cyborg, inorgánicamente ampliado?

La pantalla mostró una forma oblonga de cuatro metros, con la cabeza bien definida, ojos compuestos y boca pequeña. El cuerpo era azul plateado, terminado en un trípode de gruesas piernas. Una serie de muescas dentadas regulares corrían por sus flancos, junto con unas estructuras aladas, como la celosía.

Brachis pensó por un momento antes de asentir.

—No veo razón para que no lo sepa. Es parcialmente inorgánico.

—Entonces sabe que no puedo copiarlo con componentes orgánicos. Lo mejor que podré hacer será construir una apariencia exterior muy similar y buscar que el perfil psicológico sea igual que el que me dio. Eso será suficiente para engañar a cualquiera que no sea un experto absoluto.

—Eso bastará. Recuerde que lo que cuenta, más que la apariencia física, es el estado mental.

—Ésa es la parte más fácil.

—¿Entonces cuándo espera que estén listos los Artefactos?

Por primera vez, Luther Brachis traicionaba su impaciencia. Se había puesto en pie y miraba su cronómetro.

—Dentro de otras dos semanas —Fujitsu se alisó la barba—. ¿Le parece bien?

—¿Las veinticinco copias?

—A menos que me diga lo contrario. Después de la primera, las demás son fáciles. Necesitaré el resto de mis honorarios, en cristales de comercio, entregados en mano apenas los Artefactos salgan de la Tierra.

—¿Entrega antes de cobrar? Es usted confiado.

—Encuentre a alguien en la Tierra que esté de acuerdo con eso, comandante, y le enviaré el pedido gratis —el margráve sonrió mostrando los dientes—. Nunca le amenazaría, pero, como decimos en mi familia, tengo un brazo largo. Llega muy lejos, más allá del tiempo y del espacio. Todos mis clientes pagan... de una forma o de otra. —Fujitsu condujo a Brachis a la puerta—. Otra cosa. Este proyecto es el mayor desafío que he conocido en muchos años. Nadie me había pedido hasta ahora que reprodujera un organismo tan complicado. ¿Puede decirme quién los creó? Me gustaría mucho conocerlo.

—Puedo darle un nombre, si eso es lo que quiere. —Brachis se detuvo, a punto de alcanzar la puerta—. Los artefactos que está construyendo para mí se llaman Criaturas de Morgan. Los creó una mujer, Livia Morgan. Desgraciadamente, ahora está muerta.


Llovía en la superficie, un denso chaparrón bajo las nubes negras. Brachis se apresuró hacia la entrada de los túneles. ¿Exploraría ahora Fujitsu la naturaleza de las Criaturas de Morgan? Pensó que no. Y merecería la pena el riesgo de decirle su nombre para ver si Rey Bester permanecía fiel. Rey seguramente espiaría la información del margrave. La pregunta auténtica era: ¿lo sabría entonces alguien más?

Brachis se apresuró, mostrando menos cautela que de costumbre. Advirtió su error cuando notó que su pie se enganchaba con algo y que bruscamente caía al suelo. Intentó levantarse, pero se dio cuenta de que un lazo le ataba los tobillos.

—Lo tenemos —dijo una voz. Una linterna brillaba ante sus ojos.

Brachis se levantó despacio y con cuidado. Había cinco. Cuatro vestían ropas oscuras y moteadas que los confundían con la vegetación de la superficie. El quinto hombre, obscenamente grueso, llevaba una túnica de lentejuelas y una maza ornada. Los cuchillos y los dientes brillaron a la luz de las linternas. Rodearon en un círculo a Luther Brachis, y éste recordó las palabras de Rey Bester: No lo olvides nunca. La superficie es peligrosa. Hay Carroñeros y patrullas locales.

—¿Carroñeros, verdad? —gruñó Brachis, en la lengua de la Tierra—. ¿Qué es lo que queréis? ¿Dinero, cristales de comercio? Lo tengo.

—Un poco más que eso, caballero —contestó el gordo, sonriendo en el círculo de luz.

—¿Un trato? Tengo amigos.

—Lo sé —el hombre levantó un brazo y señaló con la maza a Brachis—. Le conozco. Hay gente importante que pagaría por rescatarle... especialmente cuando les envíe unos cuantos dedos suyos para probar que hablo en serio.

Brachis pensó que reconocía la forma y la voz le confirmó sus sospechas.

—¿Bozzie? —dijo rápidamente—. Escuche, señor. Podemos cerrar un trato. Puedo hacer que...

—Para usted no es Bozzie ni señor —dijo el otro hombre, con acento maligno.— La basura como usted me llama Su Majestad. Muy bien, muchachos, a por él.

Los cuatro se abalanzaron sobre él. Luther Brachis conectó el uniforme en modalidad comando. Aplastó la laringe del hombre a su izquierda con el borde de la mano, y al mismo tiempo propinó a otro una patada en los testículos. Giró a la derecha, y golpeó con la mano izquierda al tercer hombre en los ojos. Dio un giro de trescientos sesenta grados. Su brazo derecho barrió como una maza. La manga de su uniforme de combate, endurecida por la rápida aceleración, rompió la mandíbula del cuarto hombre.

El duque de Bosny presenció la derrota instantánea de su grupo de carroñeros. Dejó caer la linterna y corrió hacia el campo oscuro. Brachis le alcanzó con unas cuantas zancadas, le puso boca abajo en el suelo y se arrodilló sobre su espalda. Cerró los dedos en torno a su cuello.

—Ahora, Vuestra Majestad, ha llegado el turno de las respuestas. Si me mientes, pensarás que tus carroñeros lo tuvieron fácil.

—¡Lo diré todo! ¡Lo diré todo! —El duque de Bosny temblaba, aplastado contra el suelo como una medusa monstruosa—. No me lastime. ¡Por favor! ¡Llévese lo que quiera! y le retorció el cuello hasta hacerlo crujir. Bozzie dio un brinco, se estremeció y guardó silencio. Luther Brachis no se volvió a mirarlo. Se dirigió a cada uno de los cuatro hombres y repitió la operación con cada uno, de modo limpio y sin esfuerzo. Todo el episodio no le había llevado más de un par de minutos.

Pensó en arrojar los cuerpos a una acequia, pero luego decidió no hacerlo. Las luchas de los carroñeros en la superficie eran algo corriente, y ésta parecería una de tantas, quizás un poco más notable que de ordinario, ya que el duque de Bosny era una de las víctimas.

Brachis se dio prisa en alcanzar el túnel de entrada. Dio comienzo a los ejercicios de autodisciplina para sacar el incidente de su mente. No quería que interfiriera con lo que le esperaba a continuación.

Podía decirse, con una especie de conciencia irónica, que sabía muy bien que se estaba comportando de manera ilógica. Debería preocuparse más por la posibilidad de haber dejado huellas en alguno de los cuerpos, pero esto le parecía ahora poco importante. Tenía que llegar a un apartamento en el nivel 55.

Después de sólo dos encuentros, ansiaba tanto reunirse con Godiva Lomberd como si fuera una virgen inocente, como si éste fuera su primer amorío. No había duda sobre lo que iban a hacer, ni peligro de que lo rehusaran. Sería una transacción comercial, un encuentro controlado por la lujuria, la sórdida persecución del cuerpo de una mujer.

Brachis podía decirse todo eso y no ver ninguna diferencia. Iba a ver otra vez a Godiva Lomberd, y por el momento nada más era importante.

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