12 CON LOTOS SHELDRAKE

Veinte mil años antes, el hombre había cazado tigres de dientes de sable y rinocerontes lanudos. Cinco mil años antes, el objetivo fueron los jabalíes salvajes y también los osos. Mil años antes, en las grandes planicies de África y la India, las presas habían sido los leones, los tigres y los elefantes.

Ahora la caza estaba estrictamente prohibida en las grandes reservas de las zonas ecuatoriales de la Tierra. El ansia de sangre tenía que buscar otros escenarios. Adestis era uno de los más recientes, y posiblemente el mejor que hubiera existido jamás.

A Dougal Macdougal le encantaba Adestis. Lotos Sheldrake no lo había probado hasta hoy, pero odiaba la mera idea de lo que representaba. Había insistido en ser incluida en la partida de Macdougal solamente por sus propósitos no declarados. Ahora se aferraba a su arma y se esforzaba en no perder al grupo del embajador mientras se internaba a través del terreno esponjoso. El aire era denso y húmedo, lleno de grandes esporas que flotaban tranquilamente en la baja gravedad. Su destino era ahora visible, a sólo unos pocos minutos: un enorme montículo pardo que se alzaba hacia el cielo gris. Lotos podía ver ya la primera fila de pálidos guerreros, moviéndose nerviosamente en los agujeros de la entrada. Olisqueaban el aire, captando la cercanía del peligro con sus sensibles antenas.

Dougal Macdougal avanzaba confiado al frente, dirigiéndose directamente hacia la gigantesca torre. Los otros cuarenta miembros de la partida le siguieron, con Lotos Sheldrake detrás.

Lotos sospechaba que tenía demasiada imaginación para este tipo de juego. Podía imaginar las mandíbulas curvas de los soldados defensores cerrándose en torno a su cintura, o el pegajoso e irritante líquido envolviéndola. El lanzaproyectiles que llevaba mataría a un guerrero si no fallaba el tiro y lograba alcanzarlo en la cabeza o en el cuello, la zona más vulnerable. Un disparo al cuerpo no conseguiría nada. El soldado acabaría muriendo, pero antes de hacerlo los reflejos de la criatura le harían seguir combatiendo, matando a cualquier cosa cuyo olor o sabor no fuera el adecuado. Y los soldados eran solamente la primera línea de defensa. Tras ellos se extendían los oscuros túneles interiores, repletos de habitantes.

Para que la partida atacante tuviera éxito, tendrían que penetrar en la cámara central de la torre y matar a su gigantesco ocupante. Dougal Macdougal los había conducido a la base de la estructura. Evitando las entradas principales, disparó un delgado cable a las alturas. Entonces se ató una polea y subió. En unos pocos segundos, se había encaramado a una de las caras del montículo. Los demás le siguieron, ayudándose unos a otros. Había poco riesgo en esta acción, pues ni siquiera una caída directa sería fatal.

Agarrándose a los salientes, el grupo atacante levantó sus agudas piquetas. Se abrieron paso por la cara de cemento hasta que formaron una abertura lo bastante grande para poder arrastrarse por ella.

Por debajo, los soldados defensores estaban completamente confundidos. Corrían de un lado a otro, tocándose mutuamente con las antenas y verificando una y otra vez las rutas de acceso a los túneles de entrada. Ninguno pensó en subir a la cara de la torre.

—Rápido ahora —dijo Macdougal—. Todo el mundo adentro.

Sudaba lleno de excitación, mucho más entusiasmado por esto que por cualquiera de sus deberes oficiales.

Lotos, casi la última del grupo, obedeció. Se encontró en un túnel en espiral que se internaba hacia la mitad de la fortaleza. Había un olor mareante producido por hongos y secreciones animales, y la pared era suave al tacto y tan dura como el cemento. El túnel estaba desierto. Corrieron por él, hasta que, después de un centenar de pasos, los líderes ordenaron un alto. Docenas de trabajadores emergían por los lados, bloqueándoles el camino.

—Abríos paso a través de ellas —dijo Macdougal. Agitaba el arma en la mano, tan peligrosa para sus compañeros como para sus enemigos—. No son un peligro real, pero mantened los ojos abiertos en cuanto a los soldados. Ahora ya saben que estamos dentro, y nos perseguirán.

Los proyectiles eran suficientemente potentes para destrozar el suave cuerpo de las obreras y apartarlas sin esfuerzo. Pero eran cientos de criaturas. El avance se hacía más y más lento, a través de una carnicería de habitantes moribundos. Lotos descubrió que se resbalaba al pisar la pálida carne y los grasientos fluidos corporales, perdiendo pie cada dos por tres. En un par de minutos se quedó otra vez detrás. Pero la gran cámara central estaba ya a la vista, delante.

Se detuvo para recuperar el aliento. Por detrás sonó un chirrido de zarpas.

Lotos se dio la vuelta, alarmada. Los soldados estaban a menos de diez pasos de distancia, aproximándose rápidamente. Dio un grito de aviso, levantó el arma y pulsó el disparador automático. Una ráfaga de proyectiles se cebó en los guerreros y esparció sus cuerpos por el duro suelo del túnel. Cuatro cayeron de inmediato.

Pero los otros tres seguían acercándose. Lotos le voló la cabeza a uno, y cortó a otro en dos con una andanada de fuego. El último estaba demasiado cerca. Antes de que pudiera cambiar la posición del arma, unas mandíbulas tan grandes como un brazo la agarraron por el torso. Sus bordes interiores eran agudos y duros como el acero.

Lotos quedó con los brazos aprisionados junto al cuerpo. No podía liberar el arma, ni dispararla contra el soldado. Los otros componentes de la partida gritaban, pero no podían dispararle a su atacante sin herirla a ella. La presión en su pecho se hizo mayor, causándole un dolor insoportable. Lotos sintió que sus brazos se rompían, sus costillas se quebraban y el corazón le estallaba. No podía respirar. Mordió fuertemente al interruptor entre sus molares traseros. Mientras todo se oscurecía a su alrededor, sintió el sabor de la sangre en la garganta abriéndose paso hasta la boca.

Lotos sudaba y tiritaba en el asiento de observación. ESTO ES EL FINAL DE ADESTIS PARA USTED, susurró una voz desagradable en su oído. PERMANEZCA SENTADA SI LO DESEA, PERO QUEDA PROHIBIDO VOLVER A PARTICIPAR.

Se quitó el casco de control, lo apartó y se asomó para ver el coso debajo. El ataque al montículo de los termitas continuaba. Al desconectar su enlace sensorial, su simulacro de cinco milímetros había «muerto» automáticamente allí abajo. Y justo a tiempo. Todavía sentía la presión de las costillas rotas y la espina dorsal quebrada. Adestis no dejaba a los perdedores marcharse fácilmente. Si no hubiera activado el interruptor, la probabilidad de morir por paro cardíaco habría sobrepasado el treinta por ciento. En cualquier caso, el dolor era bastante real. Continuaría durante horas. El realismo era una perversa razón de la popularidad de Adestis.

Lotos lanzó un profundo suspiro y miró a su alrededor. Más de la mitad de los cuarenta participantes habían regresado ya. Todos estaban vivos, y se frotaban los ojos, la cabeza, o las costillas; las termitas soldado tenían sus puntos de ataque favoritos. Los otros veinte todavía llevaban puestos los cascos y permanecían aún en sus asientos.

Hubo un repentino jadeo por parte de Dougal MacDougal, que se encontraba ceñudo a su izquierda. Fue seguido por un hervidero de actividad cerca del fondo del montículo situado debajo. O bien los intrusos habían conseguido matar a la reina y se abrían paso hacia la salida, o el número de defensores había sido excesivo para ellos y habían abandonado el ataque. Pequeñísimas figuras de forma humana, menos de una docena ahora, salieron corriendo de uno de los túneles en la base del montículo hacia el llano arenoso. Pero se encontraban lejos de hallarse a salvo. Docenas de termitas soldados enloquecidas se precipitaron sobre ellos desde todas partes. Las armas disparaban sus proyectiles continuamente. Y sin resultado. En menos de treinta segundos, todas las figuras habían sido sepultadas por la masa de los defensores. Los jugadores en el círculo volvieron a la consciencia.

LA REINA SIGUE VIVA, dijo la voz desagradable, HAN SIDO USTEDES DERROTADOS. ESTO MARCA EL FINAL DE ADESTIS PARA SU EXPEDICIÓN. LA AVENTURA HA TERMINADO.

Dougal Macdougal gruñía en su asiento y se frotaba las caderas. Un soldado debía de haberle atrapado por debajo de la cintura. Pero sonreía como un loco. Miró rápidamente alrededor.

—Todo el mundo está de vuelta —dijo—. Bien, ninguna baja. ¡Estuvimos cerca! ¡Teníamos a la reina a veinte segundos cuando llegó el resto de los soldados! ¡Para que luego hablen de mala suerte!

—Habla de lo que quieras, Dougal —dijo un hombrecito regordete que vestía el uniforme de capitán de un transbordador. Tenía la cara pálida y se tocaba los genitales—. Te diré una cosa. Nunca me volverás a meter en una cosa así. ¡Duele! ¿Te das cuenta de que los soldados destrozaron mi simulacro?

—No es nada, Danny —Macdougal continuaba sonriendo—. Volverás a sentirte bien dentro de una hora, y podremos intentarlo otra vez mañana.

—No cuentes conmigo, entonces.

—Ni conmigo —intervino una mujer alta de cabellos oscuros que se frotaba el cuello—. Cuando me dijeron qué se sentía no bromeaban. No podía mover la mandíbula. No pude hacer funcionar el interruptor hasta el último segundo. Pensé que me moría.

Mientras la discusión proseguía, Lotos se secó el sudor de la frente, y peinándose con cuidado se marchó en silencio. Había visto todo lo que necesitaba saber de Adestis, e incluso más de lo que quería.

Cuando regresó a su diminuta oficina, Esro Mondrian le estaba esperando sentado en el asiento del visitante, mirando impasible su agenda de citas. No levantó la vista cuando ella entró.

—¿Es el fin del universo, Lotos? —preguntó tranquilamente—. Tiene que serlo. Creo que tienes tres pelos fuera de sitio.

Ella sacudió la cabeza.

—Adestis.

Esto sorprendió a Mondrian lo bastante para hacerle abandonar su actitud de indiferencia casual. Miró a Lotos Sheldrake.

—Me sorprendes. ¿Jugaste a Adestis? Tendré que revisar mi opinión sobre ti.

—Corta, Esro. —Lotos se deslizó tras su mesa y relajándose en su sillón, con un suspiro de alivio—. No lo hice por placer, lo sabes. Y no fue un placer. Fue terriblemente desagradable. Lo hice porque buscaba información.

—¿Sobre el juego?

—Sobre el embajador —palmeó un archivo en su mesa—. Me llegó tu informe.

—¿Pero no lo creíste? Entonces te está bien empleado.

—No estaba segura, así que decidí comprobarlo yo misma.

—¿Y?

—Tu informe es acertado. Como dijiste, Dougal Macdougal es un masoquista latente. Deberías haberlo visto cuando terminó Adestis, sonriendo de oreja a oreja, a pesar de que estaba todo lastimado. Pero esto significa que puede ser peligroso cuando trate con el Grupo Estelar. Sol no necesita un masoquista en ese cargo.

—Estoy de acuerdo. Pero no podemos cambiar eso.

—Ahora no. Tiene que tratársele con más cuidado de lo que pensaba.

—Si alguien sabe hacerlo, ésa eres tú —Mondrian estudió su expresión. La experiencia que Lotos Sheldrake acababa de atravesar parecía haberla vuelto inusitadamente abierta e indiscreta... ¿o era una nueva postura que cultivaba con sumo cuidado?—. Puedes hacer que Macdougal haga lo que quieras.

—Tal vez —ella asintió, ausente—. Está bien, Esro. Basta de adulaciones. ¿Qué pasa? De acuerdo con mis informes, se supone que deberías estar en Oberón. ¿Qué haces aquí?

—Quiero darte información.

—¿Dar, Esro? Nunca has dado nada en tu vida.

Lotos sonrió. Lo que acababa de decir era cierto, pero no afectaba a sus sentimientos. Siempre le había gustado Mondrian. Era hija de un minero, criada en los túneles de Japeto, y había tenido que luchar paso a paso para salir de allí. Cuando tenía diez años era dura como una taladradora mecánica. Había evaluado sus oportunidades allí y cuando cumplió trece años —la edad idónea—, entregó juventud, inocencia y virginidad a cambio de una vía de escape de Japeto. Nunca volvería allí. Nunca, nunca. Lotos podía leer los signos del mismo esfuerzo y la misma determinación tras los refinados gustos y las maneras formales de Esro Mondrian.

—No dar —continuó—. Quieres decir negociar información.

—De acuerdo, comerciar —Mondrian hizo una pausa, escogiendo sus palabras con exactitud—. Deja que te explique el contexto. Es algo que sabrás dentro de veinticuatro horas. Está de camino a través del sistema de comunicaciones del Enlace Mattin. Te doy —o te negocio— un día. Pero serás tú sola quien tenga ese día. Nadie más en todo el sistema solar sabe nada todavía.

—¿Y cómo lo sabes tú?

Lotos no esperaba una respuesta y Mondrian no mostró signo alguno de ir a dársela. Después de un momento, se encogió de hombros, pidió dos tazas y té e hizo un gesto de asentimiento a Mondrian.

—De acuerdo, picaré. Cuéntamelo todo.

Hubo una pausa. (¿Para conseguir un efecto? Con Esro Mondrian, nunca estaba segura.)

—Hemos localizado a una Criatura de Morgan — dijo Mondrian por fin—. La primera.

—¡Ahhh! —Lotos dejó escapar el aliento—. Maldición, Mondrian, tienes razón. No tenía ni idea.

—Lo sé. Deberías despedir a tu jefe de información..., no es tan buena como solía ser. ¿Estás grabando?

Ella asintió.

—Sistema personal.

—Continúa. Sólo voy a decirlo una vez. Cerca del Perímetro hay una estrella llamada Talitha... Iota Ursae Majoris, para cuando verifiques los catálogos. Es un sistema de tres estrellas, a poco más de cincuenta años luz de nosotros. La estrella principal es de tipo A7 V, y es unas diez veces más brillante que el Sol. Las otras son un par de binarias enanas rojas, muy oscuras, tal vez una milésima parte del brillo de la primaria. Sabíamos todo esto desde hace bastante tiempo. Lo que no sabíamos, hasta que las sondas llegaron allí hace setenta años, era el sistema planetario en torno a la primaria. Es substancial... tres gigantes gaseosos y seis más pequeños, ricos en metal. Las sondas registraron evidencia de vida en el planeta más interior. Se le llamó Travancore. Es pequeño, con la mitad de la masa de la Tierra, y tiene formas de vida nativas, vegetación, al menos, y probablemente animales. Pero la primera sonda no detectó ningún signo de vida inteligente, así que no mostramos gran interés en explorarlo. Por consiguiente, no sabemos mucho acerca del lugar. Ahora los Ángeles —no me hagas perder el tiempo preguntándome cómo— han conseguido detectar la presencia de una de las Criaturas fabricadas por Morgan en Travancore. Todavía sigue viva, en la superficie de Travancore, bajo una capa de vegetación.

Se detuvo.

—¿Qué hace allí? —preguntó Lotos.

—Ni idea. Ahora sabes lo que yo sé, excepto una cosa. Los Ángeles enviaron una de nuestras sondas inteligentes al planeta. Dejó de emitir señales cuando alcanzó la superficie y eso fue lo último que supimos de ella. Tenemos que asumir que la Criatura la destruyó. Así que sabe que ha sido descubierta, y estará preparada para lo que venga después.

Lotos Sheldrake se arrellanó en su asiento, sorbiendo té de una taza de porcelana que parecía tan delicada y frágil como ella.

—¿Me pides que actúe en esto?

—No. Necesitarás decidir qué línea deberá tomar Dougal Macdougal cuando lo discuta con los embajadores del Grupo Estelar. Pero debo estar preparado para la acción. Ya tengo formado y esperando el primer grupo perseguidor, allá en Dembricot; una mujer humana, un Remiendo de diez mil componentes, una hembra Tubo-Rilla estéril y su forma favorita de Ángel..., un experimentado Cantante llevado por un Chasselrosa. Todos se están entrenando, usando la seudocriatura que nos proporcionaste.

—¿Cómo os va con eso?

—Es perfecto —Mondrian sonrió—. Si no mencionas que es un Artefacto ilegal, creado en Shannon sabe en qué lugar de la Tierra; tampoco yo lo haré. Es la herramienta de entrenamiento perfecta. Lo hiciste para tus propios fines, lo sé, pero aún te debo un favor.

—Y ahora yo te debo otro. Déjame que te lo pague ahora mismo —tomó un delgado cilindro azul que había sobre la mesa—. Lo sabrás oficialmente dentro de tres días. Y no te gustará. Según una nueva orden de los cuatro embajadores estelares, ya no mandas a Luther Brachis en la Anabasis. De ahora en adelante, tendréis los dos poderes iguales.

—¿Qué? —Mondrian perdió la calma y se puso en pie de un salto—. Eso es una locura... imposible. No hay manera de que pueda funcionar con dos personas dirigiendo las cosas. ¿Por qué pretenden un cambio como éste?

Lotos se encogió de hombros, indiferente.

—¿Entiendes la lógica de los embajadores? Cuando lo hagas, explícamela. Dictan una orden, yo te la paso... antes de que la sepas por vía normal. Tendrás tiempo para trazar tus propios planes.

—Al diablo con los planes —Mondrian se mordió los labios—. ¿Cuándo será efectiva esta nueva orden?

—Dentro de tres días. Es entonces cuando lo sabrás... sin tiempo para maniobrar.

—Tres días —Mondrian tomó aire—. De acuerdo. Quiero que hagas algo más por mí... y, si lo haces, te lo devolveré con creces cuando quieras. Debo seguir manteniendo control absoluto sobre dos cosas: la aproximación a Travancore y el desarrollo de la operación para destruir a la primera Criatura de Morgan. Después de eso, no me importa lo que controle Brachis. ¿Podrás conseguirlo?

—¿Por qué no me pides la galaxia también?

—Déjate de bromas, Lotos. ¿Puedes hacerlo?

—Tal vez —la cara de muñeca continuaba inescrutable, pero en sus ojos brillaba una nueva sugerencia—. Puedo intentarlo. Y lo haré con todo lo que tenga a mi alcance si me haces otro favor.

—No tienes más que pedírmelo.

—¿Conoces a una mujer llamada Govida Lomberd?

Mondrian frunció el ceño.

—No. ¿Debería conocerla?

—Deberías —Lotos sonrió—. Y según mis fuentes de información, que no siempre están equivocadas, la conoces. Estás atrapado, Esro. No me mientas solamente por práctica. No necesitas práctica.

—De acuerdo. La conozco. O la conocí, allá en la Tierra. ¿Qué pasa?

—Luther Brachis ha establecido un contrato con ella —por primera vez, Lotos Sheldrake se permitió mostrar emoción—. Esro, quiero conocerla. Quiero saber quién es, de dónde viene, qué es lo que quiere. Quiero conocerla mejor de lo que se conoce ella misma. No espero que te encargues de todo eso. Limítate a disponer lo necesario para que la conozca... y déjame el resto a mí.

Esro Mondrian la miró. Se preguntó cuánto sabía Lotos... ¿sospechaba que él había sido quien había dispuesto que Luther conociera a Godiva? Parecía imposible que Lotos pudiera llegar a ese grado de conocimiento..., a menos que Tatiana se lo hubiera dicho.

Sacudió la cabeza.

—Luther Brachis ha tenido quinientas mujeres desde que le conozco. Vienen y se van. Godiva Lomberd es una más. Tú no te entrometas en mis asuntos y yo no me entrometeré en los tuyos. De lo contrario, tendría que preguntar por qué... ¿qué te hace pensar que Godiva Lomberd es diferente de todas las demás?

—No lo sé. Pero lo es. He visto un cambio en Luther. Y maldita sea, voy a descubrir qué pasa —sacudió la cabeza y se obligó a sonreír formalmente. Había revelado demasiado. Levantó su taza—. ¿Quieres más té, Esro? Si no, creo que debemos volver los dos a nuestros asuntos.


Los sistemas de almacenamiento de la Tierra no eran los mejores del sistema, ni mucho menos. Para la conservación perfecta de organismos vivientes, el comprador sabio se dirigía a Phoebe, o posiblemente a Hiperión, donde las perturbaciones ambientales eran menores y el personal de mantenimiento incorruptible.

Pero, desde el punto de vista del cliente, la Tierra ofrecía una ventaja indiscutible: anonimato. Siempre que se pagara con antelación, lo que quería decir un año de anticipo, nadie se preguntaba por el contenido de las criptas. Según los rumores, más de tres mil monarcas legítimos dormían en los almacenes antárticos. Con ellos nadie podría acusar nunca a sus usurpadores de asesinato, pero llevaría mucho, mucho tiempo, hacer que los reyes y reinas verdaderos despertaran del sueño.

Los almacenes se conservaban ligeramente por encima de la congelación. Las dos personas que buscaban en los largos archivos llevaban ropas aislantes, gruesos guantes y botas. Maldijeron la capa de hielo que dificultaba la lectura de las placas de identificación.

—Aquí está.

El hombrecito pelirrojo se inclinó sobre la gran caja, frotó de nuevo la placa para asegurarse e hizo un gesto de asentimiento a su acompañante para que asiera el otro extremo.

—¿Listos?

La gorda mujer rubia asintió.

—Venga. Este más y habremos terminado por hoy. Aarriba.

Deslizaron el contenedor con cautela hasta la cinta móvil. El hombre y la mujer permanecieron en los extremos, asegurándose de que el traslado fuera suave. Por fin desembocaron en una gran habitación de paredes blancas, llena de equipo médico y bancos de monitores. Trabajando en equipo, colocaron eficientemente el contenedor sobre una de las mesas, rompieron los sellos y colocaron las sondas y las bombas de extracción. La mujer verificó la identificación interior con la orden que llevaba.

—Mira esto —dijo—. ¡Una etiqueta A! Interesante. Hace tiempo que no sale un Artefacto del frigorífico. ¿Tienes idea de qué podemos tener aquí?

El hombre olisqueó, quitándose los gruesos guantes blancos y negó con la cabeza.

—No. La última vez que trabajamos una etiqueta A era uno de esos dragones de cuatro días. Sí que nos reímos con ése... Salió volando por toda la habitación y casi le arrancó una pierna a Jesco Siemens antes de que pudiéramos atraparlo. Será mejor que no le quitemos a éste el ojo de encima.

La parte superior y los lados de la larga caja habían sido apartados y los instrumentos sacaban lentamente las gruesas capas de melaza semisólida, calentándola mientras trabajaban. Una figura empezó a surgir. Los dos la miraron.

—¡Aarg! No te preocupes por el aspecto de éste —dijo el hombre—. Es espantoso.

Contemplaron un par de pies largos y huesudos, todavía con una gruesa costra negra entre los dedos. Mientras lo hacían, el resto de la figura quedó lentamente al descubierto. Era un hombre, desnudo, alto, angular y esquelético.

—¿Te gustaría encontrarte con uno de éstos debajo de la cama? —dijo la mujer gorda—. ¿Estás seguro de que es éste?

—Eso creo —el hombre miró la orden y se frotó la nariz con un dedo sucio.

—Bien, no imagino cómo alguien en su sano juicio pudo hacer un Artefacto con ese aspecto..., así que no importa despertarlo —dio un paso adelante y volvió a mirar al cuerpo desnudo sobre la mesa—. Parece uno de esos malditos reales, uno de esos que la familia encierra con la esperanza de no volverlo a ver. Compruébalo. Y comprueba que esté pagado. Si no, se hará tarde para volver a meterlo y se estropeará.

El hombre frunció del ceño y miró otra vez la etiqueta. Se rascó la cabeza.

—Es éste. ¿Ves el recibo? Pagado al contado. Un cheque automático de la herencia de alguien. ¿Qué es lo que dice aquí? Fujitsu, lo mismo que la marca de identificación del contenedor. Fujitsu. Hemos cumplido nuestro trabajo, y si hay algo mal, no es asunto nuestro.

La capa de melaza protectora casi había desaparecido. Las sondas removían las últimas capas y las baterías caloríficas aumentaban su intensidad. Por fin, una tos horrible surgió del cuerpo, y hubo un gruñido sofocado cuando los pulmones llenos de aceite intentaron expulsarlo. Con otra tos, una rociada de líquido marrón cayó al suelo. De pronto, la figura estornudó, y sacudió la cabeza de un lado a otro.

Mientras los trabajadores seguían mirando, se enderezó dolorosamente. Manos como garras retiraron la gruesa melaza que aún cubría las cavidades oculares. La cabeza era grande, con un cráneo calvo y ovalado. Una gruesa barba crecía sobre la boca delgada, y quedaba ensombrecida por una prominente nariz roja.

La boca habló.

—Hhhmmm. Gracias.

Hubo otro violento acceso de tos. Entonces la alta figura se puso en pie, aún desnuda y salpicada por la costra negra. A pesar de su extraño aspecto, era curiosamente digna. Miró a los dos trabajadores.

—Gracias —repitió. Tomó aire—. Aprecio sus servicios, pero ahora debo marcharme. Hay poco tiempo, y tengo un trabajo importante que hacer.

El Artefacto empezó a moverse y se dirigió hacia la puerta de la cámara. El hombre y la mujer se miraron y corrieron tras él.

—No puede irse todavía —dijo el hombre—. Ha olvidado su baño. Y sus ropas. Tiene que tomar un baño, son las reglas. No se preocupe por el precio, todo ha sido pagado.

Pero el alto Artefacto no escuchaba. Ya había salido y se encaminaba sin detenerse hacia los ascensores que le conducirían a la superficie.

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