19 LA CRIPTA DE HIPERION

Medido por cualquiera de las escalas de inteligencia humana estándar, Luther Brachis formaría parte del porcentaje superior, pero él siempre consideraba este hecho como de importancia trivial. El éxito en su trabajo, decía, no era una función de la inteligencia; al menos había otras tres cualidades más críticas.

Las llamaba las tres P: persistencia, paranoia y persuasión, en ese orden. Lotos Sheldrake sostenía que la persistencia no era más que la palabra que Luther Brachis empleaba para referirse a la testarudez, y que la paranoia y la capacidad de persuasión eran impulsos contradictorios, y ante eso él, simplemente, se echaba a reír. Para Brachis, la cuarta cualidad importante, difícil de definir con una sola palabra, era la habilidad de saber cuál de las otras tres había que aplicar en cada caso.

Brachis había empezado a moverse para contrarrestar el extraño legado del margrave, antes incluso de que le suministraran atención médica tras el incidente de Adestis. Comprendió inmediatamente que había sido atacado por un Artefacto que Fujitsu había creado a su propia imagen. Lo había matado, pero podía haber docenas más. Podrían estar almacenados en cualquier parte del sistema solar, y podían no parecerse en nada al margrave..., ni siquiera tendrían por qué compartir su ADN, lo que conducía a un problema delicado y difícil: ¿cómo podría defenderse Brachis de ataques futuros?

Ahora reconocía la verdad de las palabras de Fujitsu; el brazo del otro hombre era efectivamente largo, y se extendía hacia Luther Brachis desde la tumba.

La Tierra era lo más fácil de manejar. A través del servicio de Cuarentena, Brachis tenía información de todos los individuos que partían del planeta. Resultaba sencillo emplazar rastreadores en cada uno de ellos y asegurarse de que ninguno se aproximaba a él en un radio de un kilómetro, sin disparar un sistema de alarmas.

Pero ¿y si un Artefacto estaba almacenado en cualquier otra parte? El margrave podría haber preparado otros planes para vengar su muerte. Dos zonas de almacenaje tenían que ser examinadas, y ninguna se encontraba en la Tierra; las catacumbas de Phoebe y la Gran Cripta de Hiperión.

En cuanto Brachis fue dado de alta, se dispuso a examinar las dos instalaciones. Se proponía realizar ese trabajo personalmente. Godiva intentó convencerle para que lo delegara en alguien de confianza, argumentando que todavía estaba débil, pero Brachis se negó.

—Esto requiere mi atención personal. Fujitsu no se merece menos. Ven conmigo si quieres.

Godiva se echó a temblar y rehusó hacerlo.

—Viajaré contigo, pero no bajaré a las criptas... ¡todos esos horribles semicadáveres congelados! Me hacen pensar en lo que podría haberte pasado si no hubieras escapado de Adestis justo a tiempo. Eso no es para mí, Luther.

Las catacumbas de Phoebe eran relativamente pequeñas y muy bien organizadas. Luther Brachis pudo inspeccionarlas del principio al fin en una sesión maratoniana, y se sintió aliviado de que no hubiera ninguna sorpresa acechando en ellas. Pero sabía que la Cripta de Hiperión sería otro asunto.

Los primeros exploradores del sistema medio habían ignorado a Hiperión poco más o menos. El sexto satélite mayor de Saturno era una masa de roca abultada y desigual cuyo exterior oscuro y lleno de cráteres sugería que era la superficie más antigua de todo el sistema Saturniano. No había apenas agua, pocos gases, y probablemente tampoco ningún yacimiento de minerales interesantes. Había sido un viejo explorador desencantado, Raxon Yang, en su último viaje, y antes de que sus pulmones se pudrieran, quien exploró por primera vez los cráteres creados por los meteoritos. Había descubierto una estructura peculiar en el fondo de uno de ellos, un túnel que zigzagueaba profundamente bajo la castigada superficie de aquella luna.

El viejo Raxon Yang lo siguió, cada vez más hacia abajo, pasando el punto que recomendaba la cordura y donde podía haber yacimientos útiles de metal. A siete kilómetros bajo la superficie, descubrió la cara superior del Diamante Yang.

No supo en ese momento lo que había encontrado. El túnel, en su final, tenía sólo un metro y medio de diámetro, y apenas le permitía cargar con sus instrumentos. Advirtió que era de diamante, cuando sus herramientas indicaron que sería difícil de cortar, ya en el primer intento. Yang extrajo una muestra de medio metro, todo lo que podía transportar, y se arrastró lentamente hasta la superficie. Por el camino emplazó un marcador, señalando su reivindicación, y la serie de trampas habituales. La probabilidad de que alguien más apareciera por allí en años era ciertamente mínima, pero cuesta trabajo renunciar a los viejos hábitos.

Yang regresó a Ceres. Eso sucedió en los días en que la reconstrucción del planetoide era un sueño para el futuro. Ceres estaba aún en la frontera, y era un centro de comercio violento y floreciente más allá del Cinturón de Asteroides.

Raxon Yang enseñó su muestra al grupo habitual de fulleros y tramposos que controlaban el suministro de capital. Intentaron las técnicas de costumbre: robarle la muestra, tratar de engañarle para que revelara la localización de su hallazgo, y decirle que el diamante era de calidad inferior y que no merecía la pena excavarlo. El viejo Yang ya había oído todo eso antes. Esperó. Y por fin ellos renunciaron y le dieron lo que necesitaba, a cambio de un porcentaje del cincuenta por ciento de los intereses en el hallazgo. Yang llenó los formulismos, compró equipo, contrató especialistas y se marchó a Hiperión, siguiendo una trayectoria secreta, para sacar a la luz su descubrimiento.

Y sin embargo, Yang seguía sin saber lo que había encontrado. Los análisis habían confirmado que era un diamante de lo más puro y refinado, perfectamente transparente y libre de imperfecciones y decoloraciones. Yang había expuesto los argumentos naturales a sus patrocinadores; había allí un cuerpo carbonífero que, al ser golpeado por el impacto de un planetoide que viajaba a gran velocidad, había generado calor y una presión tremenda. El resultado: el diamante.

¿Pero de qué tamaño? Yang no tenía idea. No había puesto mucho énfasis en su verborrea..., eso quedaba para sus inversionistas. Descubrió la verdad en su segundo descenso al cráter. El Diamante Yang tenía la forma aproximada de un pulpo que tuviera cincuenta tentáculos. La cabeza, a siete kilómetros por debajo de la superficie, demostró ser casi esférica en la parte superior y de poco menos de catorce kilómetros de diámetro. Los tentáculos se esparcían en todas direcciones, cada uno de ellos con medio kilómetro de anchura y de treinta o cuarenta de longitud.

Raxon Yang se desmayó en el túnel cuando las pruebas sónicas revelaron la extensión de su hallazgo. Lo arrastraron de nuevo a la nave, lo ataron a una litera y lo devolvieron a la Tierra para que le aplicaran el mejor tratamiento médico que hubiera. El mejor, porque ahora era el ciudadano más rico de todo el sistema solar.

Dos años más tarde, Yang estaba muerto. Fue asesinado por el trust del diamante, como venganza. Había arruinado involuntariamente a todos sus miembros. El Diamante Yang contenía diez millones de veces más carbono que todas las demás fuentes juntas.

La explotación comenzó. Cuatro siglos más tarde, estuvo por fin terminada. El Diamante Yang desapareció, dividido en un billón de segmentos separados. Y en su lugar se encontraba emplazado el laberinto de la Gran Cripta de Hiperión.

Yang no se había casado... los viejos exploradores no lo hacían nunca. No había hijos, y tras su muerte empezaron los pleitos por la propiedad y la herencia. Los abogados pleitearon durante ocho años, y por fin se reconocieron trescientos ochenta acreedores válidos. A cada uno se le asignó la propiedad de una zona del diamante, con responsabilidades separadas y derechos para explotarlo. Sus descendientes separaron aún más las zonas. Con el paso de los siglos y las generaciones, los propietarios proliferaron: miles, cientos de miles, millones de personas. Y cuando el diamante salió a la luz, el espacio quedó libre para ser ocupado.

Los planos de los límites fueron cuidadosamente trazados y los derechos de propiedad respetados. La Cripta se convirtió en una mezcla políglota y multifuncional de industrias, el Hong Kong del siglo XXVI.

Ya no exportaba diamantes. No había ninguno que exportar. En vez de eso, operaba sus propias industrias manufacturadoras de materias primas importadas, y mostraba un grado de independencia con el gobierno central que rivalizaba con cualquier civilización del sistema. Las criptas de almacenamiento situadas en uno de los tentáculos mayores tenían una soberbia reputación, pero seguían sus propias leyes, y no hacían mucho caso de los edictos de Ceres.

En otra hermosa muestra de su idiosincrasia, los colonos de la Gran Cripta habían prohibido el uso del Enlace Mattin en sus dominios. Luther Brachis sólo pudo enlazar hasta Titán, y entonces se vio obligado a hacer el resto del viaje en una nave de carga que transportaba concentrados de pescado para los residentes de la Cripta. A pesar de lo que dijera la tripulación, apestaba.

Brachis gruñó y maldijo. Godiva lo aceptó y deslumbró a la tripulación con su inefable belleza. Luther Brachis no podía quitarle los ojos de encima, y en cierto sentido ni siquiera estaba celoso de que otros hombres la miraran.

—¿Estás segura de que no quieres venir conmigo? —preguntó, antes de descender a las negras profundidades de la Cripta, cuando su viaje estaba a punto de concluir.

Godiva dudó por un momento.

—No quiero. Ya te lo dije en Ceres. Si me obligas, iré, pero no quiero hacerlo. Tengo miedo de lo que pueda encontrar ahí. —Tomó su mano derecha entre las suyas, inspeccionándola con cuidado. La piel de los dedos nacientes era suave y delicada, y ahora se veían los primeros indicios de uñas surgiendo en los extremos—. Por favor, ten cuidado, Luther. No quiero oír que has tenido otra experiencia como la que te hizo esto.

Brachis se encogió de hombros. Podría decirle a Godiva Lomberd cualquier cosa que quisiera oír, pero en su interior nunca tendría una seguridad total. Había pensado mucho en el margrave durante su reciente estancia en el hospital. Aquella mente astuta e inventiva exigía todo respeto, pero nadie podía ver en detalle qué había más allá de la tumba. El margrave no había sabido cuándo moriría, o en qué circunstancias. Requería una inteligencia inusitada hacer planes de venganza desde la tumba, pero esos planes sólo podían operar en términos de probabilidades: ¿Cómo, quién, cuándo, dónde? De modo que todas las ventajas estaban de parte de Luther Brachis. A menos que se descuidara.

El margrave era un maestro de ajedrez y Brachis también. Los dos podían ver con muchas jugadas de antelación. Luther había llegado a la conclusión de que el escondite ideal para sus otros Artefactos tenía que ser la Cripta de Hiperión.

El descenso les llevó por muchos niveles. Brachis miraba a su alrededor con cuidado mientras bajaban, anotando los refugios y los enlaces de seguridad. Tres derrumbamientos en trece años habían vuelto a los habitantes de la Cripta supercautelosos. Cada nivel tenía su propio sistema de compuertas y de interruptores automáticos.

Bajo el nivel decimoséptimo, las paredes de roca gris del interior de Hiperión quedaron atrás. Para asegurar su supervivencia, los primeros habían empleado diamantes impuros sin salida comercial como paredes de soporte, contrafuertes y columnas. Iluminada ahora por la fría luz de las esferas luminiscentes, la Gran Cripta era una gruta siniestra de luz y color. El brillo verdiblanco de electróforos marinos se desparramaba desde los cristales de diamante rojos y amarillos, y se rompía en un espectro completo de afiladas columnas y cornisas.

Siempre hacia abajo, capa tras capa, a través de asentamientos entremezclados. El guía de Brachis era una mujer emancipada con la espalda curvada y los hombros caídos. Por fin se detuvo en una intersección y señaló hacia abajo.

—El almacenamiento empieza aquí. Se nos unirá un supervisor. ¿Qué es lo que quiere ver?

—Todo.

—¿Sólo para mirar?

—Tal vez no.

Ella asintió. Otros hombres la habían seguido a través de los tanques. Sabía lo que buscaban normalmente.

—Vamos. No hable del precio con el supervisor. Espere hasta que hayamos terminado.

Empezaron el lento periplo a través de los pabellones. Brachis quería ver cada cámara y examinar cada identidad y el informe de todas las unidades almacenadas.

Les llevó dos días. Los tanques no habían sido colocados siguiendo una secuencia temporal o lógica. Brachis, familiarizado con los vericuetos del interior de Ceres, sentía a veces que la Gran Cripta era a veces incluso más sinuosa. Era sorprendente que los supervisores pudieran navegar a través de los corredores y los túneles débilmente iluminados. Por fin, Brachis tendió a sus acompañantes una lista de siete identificaciones.

—Éstos. ¿Qué hará falta para ponerlos bajo mi custodia?

—¿Quiere decir... permanentemente?

—Permanentemente, sin dejar indicios en los archivos de la Cripta. No se moleste diciéndome que es imposible. Sólo dígame el precio.

Ella se frotó el ojo izquierdo, donde el párpado enrojecido caía parejo a sus hombros.

—Quédese aquí.

Volvió menos de una hora después.

—No necesitamos cristales de comercio aquí.

Brachis no replicó.

—Pero nos hacen falta gases volátiles y prebióticos —continuó ella—, y tenemos problemas para conseguir los permisos. Si pudiera conseguir un envío desde el Cosechador...

—¿Cómo? No tienen salidas de Enlace en Hiperión.

—Mándelas a Japeto. Nosotros arreglaremos la transferencia desde allí. Envíe diez mil toneladas, a portes pagados, a Kondoport, en Japeto.

—El precio es alto. No sabré si tengo lo que busco hasta que salgan de la congelación.

—Eso no representa ninguna diferencia para nosotros. Una vez estén calientes, son suyos. Pero se pudrirán a menos que los devuelva a la consciencia. Usted se los lleva y paga los gastos de envío.

Brachis guardó silencio un momento y calibró sus opciones. Incluso si seis de los siete eran falsas alarmas, no podría arriesgarse. Y en cuanto a los gastos de envío de los Artefactos, no tenía intención de que salieran de Hiperión. Le diría a Godiva que no había encontrado ninguno.

—¿Y si les consigo los volátiles? —dijo por fin.

—Los siete serán suyos. —Sonrió con una sonrisa radiante y mellada que hizo que Brachis deseara salir corriendo—. Todos suyos... para hacer lo que quiera con ellos.

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