8 El guardaespaldas

—¿Tanto confían en mí?

—Y en mí. Probablemente porque se me considera indigna del interés de cualquier hombre que no esté desesperado. O porque el general no pretende volver a visitarme nunca, así que…

—¡Cuidado!

DeWar cogió a Perrund por el brazo cuando se disponía a salir a la calle en la trayectoria de diez bestias de carga que tiraban de un carruaje de guerra. La atrajo hacia sí mientras, primero el sudoroso y jadeante tiro, y luego la grande y bamboleante mole del cañón pasaban apresuradamente haciendo temblar los adoquines. Una peste a sudor y aceite los envolvió. DeWar sintió que ella retrocedía y pegaba la espalda a su pecho. Tras él, el mostrador de piedra de la tienda de un carnicero se le clavó en la espalda. El estrépito de las ruedas del carromato, cada una de ellas tan alta como un hombre, resonó entre las agrietadas e irregulares paredes de los edificios de dos y tres plantas que se cernían sobre la callejuela.

Montado sobre el enorme cañón negro, un artillero uniformado con los colores del duque Ralboute azuzaba furiosamente con su látigo a las bestias. Seguían al carromato otros dos carruajes repletos de hombres y cajas de madera. A su vez, a estos los seguía una andrajosa multitud de excitados niños. El carromato salió con estruendo por las puertas de las murallas interiores y se perdió de vista. La gente de las calles, que había buscado refugio al paso de los apresurados vehículos, volvió a salir, murmurando y sacudiendo la cabeza.

DeWar soltó a Perrund, y ella se volvió hacia él. Embargado por el azoramiento, descubrió de repente que la había cogido por el brazo marchito. El recuerdo de su contacto, a través de la manga del vestido, el cabestrillo y los pliegues de la capa, parecía grabado en los huesos de su mano como algo fino, frágil e infantil.

—Lo siento —balbuceó.

Ella seguía muy pegada a su cuerpo. Se apartó un paso, con una sonrisa insegura. La capucha de su capa, al caer, había dejado al descubierto su rostro, velado por los encajes, y su cabello dorado, recogido en una redecilla negra. Volvió a subirse la capucha.

—Oh, DeWar —se burló—. Le salvas la vida a alguien y luego te disculpas. La verdad es que eres tan… Oh, no sé —dijo mientras se reajustaba la capucha. DeWar tuvo tiempo de sorprenderse. Era la primera vez que veía a lady Perrund sin palabras. La capucha con la que estaba peleándose volvió a caer, atrapada por un soplo de viento—. Condenada cosa —dijo mientras la cogía con la mano sana y volvía a ponérsela. DeWar había levantado el brazo para ayudarla, pero al ver que ya no era necesario tuvo que dejarlo caer—. Ahí —dijo ella—. Así está mejor. Ven. Te cogeré del brazo. Vamos a pasear.

DeWar echó un vistazo a la calle y luego la cruzaron juntos, con cuidado de no pisar las pequeñas pilas de excrementos de animal. Un viento cálido soplaba entre los edificios y levantaba remolinos de paja sobre los adoquines. Perrund había cogido el brazo de DeWar con su mano sana y su antebrazo reposaba ligeramente sobre él. El guardaespaldas transportaba en la otra mano una canasta de mimbre que ella le había pedido que llevara al salir de palacio.

—Es evidente que no puedo salir sola —le dijo—. He pasado demasiado tiempo en estancias y patios, en terrazas y jardines. En cualquier lugar, de hecho, donde el tráfico más peligroso es el de un eunuco con una bandeja de aguas perfumadas que alguien espera con urgencia.

—No os he hecho daño, ¿verdad? —le preguntó DeWar con una mirada de soslayo.

—No, pero aunque me lo hubieras hecho, lo habría preferido a ser aplastada por las ruedas de hierro de una máquina de asedio lanzada a toda velocidad. ¿Adónde creen que van con tanta prisa?

—Bueno, a esa velocidad no llegará muy lejos. Las monturas parecían agotadas ya y eso que aún no habían dejado la ciudad. Supongo que se trata de una exhibición para impresionar a la población. Pero es de suponer que acaben en Ladenscion.

—¿Así que la guerra ya ha empezado?

—¿Qué guerra, mi señora?

—La guerra contra los barones rebeldes de Ladenscion, DeWar. No soy idiota.

DeWar suspiró y miró a su alrededor para asegurarse de que nadie estaba prestándoles demasiada atención.

—Oficialmente, no ha estallado aún —dijo acercando los labios al borde de la capucha de Perrund. Ella se volvió hacia él y en ese momento pudo captar su fragancia, dulce y almizclada—, pero creo que puede decirse, sin temor a errar, que es inevitable.

—¿A qué distancia está Ladenscion? —preguntó ella. Se agacharon para pasar por debajo de las frutas colgadas en el exterior de una verdulería.

—Hay unos veinte días a caballo hasta las colinas.

—¿Tendrá que ir el Protector en persona?

—La verdad es que no podría decirlo.

—DeWar —dijo ella en voz baja con algo que sonó como a decepción.

DeWar suspiró y volvió a mirar a su alrededor.

—No lo creo —dijo—. Tiene muchas cosas que hacer aquí y hay generales más que de sobra para encargarse de ello. No… No debería prolongarse mucho en el tiempo.

—No pareces muy convencido.

—¿De veras? —Se detuvieron en una calle lateral para dejar pasar un pequeño rebaño de bestias de tiro que se dirigía al mercado de ganado—. Parece ser que soy el único que piensa que esta guerra es… sospechosa.

—¿Sospechosa? —Perrund lo dijo con tono divertido.

—Tanto las quejas de los barones como la tozudez de su actitud y su negativa a negociar me parecen desproporcionadas.

—¿Piensas que están tratando de provocar una guerra para sacar partido?

—Sí. Pero, no para ellos. Eso sería una locura. Por alguna razón que no es un deseo de independizarse de Tassasen.

—¿Y qué otra motivación podría haber?

—No es su motivación lo que me preocupa.

—¿Y entonces qué?

—La de quienes están detrás de ellos.

—¿Crees que alguien los está azuzando para ir a la guerra?

—Eso me parece a mí, pero soy solo un guardaespaldas. El Protector está reunido con sus generales y piensa que no necesita ni mi presencia ni mis opiniones.

—Y yo agradezco tu compañía. Pero me había formado la impresión de que el Protector valoraba tu consejo.

—Lo valora más cuanto más se ajusta a su propia visión de las cosas.

—DeWar, estás celoso, ¿no? —Se detuvo y lo miró. Él estudió su cara, envuelta en sombras y medio oculta tras la capucha y el fino velo. Su piel parecía resplandecer en la oscuridad, como un montón de oro en el fondo de una cueva.

—Puede que sí —admitió con una sonrisa avergonzada—. O puede que, una vez más, esté tratando de cumplir con mis obligaciones en áreas que no me corresponden.

—Como en nuestra partida.

—Como en nuestra partida.

Se volvieron a la vez y continuaron caminando. Perrund se agarró de nuevo a su brazo.

—Bueno, ¿y quién crees que puede estar detrás de esos fastidiosos barones?

—Kizitz, Bresitler, Velfasse. Cualquier combinación de nuestros tres aspirantes a emperador. Kizitz participaría por gusto en cualquier intriga. Breistler reclama parte de Ladenscion y podría ofrecer sus fuerzas como compromiso, para separar nuestros ejércitos de los de los barones. Valfasse le ha echado un ojo a nuestras provincias del este, así que atraer nuestras fuerzas al oeste podría ser una finta. A Faross le gustaría recuperar las islas Arrojadas y podría utilizar una estrategia similar. Y luego está Haspidus.

—¿Haspidus? —dijo ella—. Pensaba que el rey Quience apoyaba a UrLeyn.

—Puede convenirle que lo parezca por ahora. Pero Haspidus se encuentra detrás, o más allá, de Ladenscion. Le resultaría más fácil que a nadie surtir de material a los barones.

—¿Y crees que Quience se opone al Protector por el principio regio? ¿Porque UrLeyn tuvo la osadía de matar a un rey?

—Quience conocía al viejo rey. Beddun y él eran tan amigos como pueden llegar a serlo dos monarcas, así que podría haber algo personal en su animosidad. Pero aunque no fuera así, Quience no es ningún tonto y no tiene problemas acuciantes en este momento. Puede permitirse el lujo de pensar y sabe que si quiere transmitirle la corona a sus herederos, el ejemplo de UrLeyn debe recibir una respuesta más tarde o más temprano.

—Pero Quience aún no tiene hijos, ¿verdad?

—Ninguno reconocido, y todavía no se ha decidido a tomar esposa, pero aunque solo estuviera preocupado por su propio reino, podría seguir queriendo que cayera el Protectorado.

—Ay. No sabía que estuviéramos tan rodeados de enemigos.

—Me temo que así es, señora.

—Ah. Aquí estamos.

El viejo edificio de piedra que había al otro lado de la abarrotada calle era el hospital de los pobres. Era allí donde Perrund quería llevar la cesta de comida y medicinas.

—Mi antigua casa —dijo contemplándolo por encima de las cabezas de la gente. Un pequeño grupo de soldados ataviados con coloridos uniformes dobló una esquina y se aproximó por la calle, precedido por un joven tamborilero, flanqueado por mujeres llorosas a ambos lados y seguido por unos cuantos niños. Todo el mundo se volvió hacia allí salvo Perrund. Su mirada permaneció clavada en las desgastadas y mugrientas piedras del hospital del otro lado de la calle.

DeWar miró a un lado y a otro.

—¿Habéis vuelto desde entonces? —preguntó.

—No. Pero me he mantenido en contacto con ellos. En el pasado les he mandado cosas. Pensé que sería divertido traerlas en persona esta vez. Oh. ¿Quiénes son esos? —Los soldados estaban pasando por delante. Llevaban unos uniformes brillantes, amarillos y rojos, con cascos de metal bruñido. Cada uno de ellos tenía un largo tubo de metal con una montura de madera colgado del hombro y saludaba con el brazo por encima del reluciente yelmo.

—Mosqueteros, señora —dijo DeWar—. Y la bandera que siguen es la del duque Simalg.

—Ah. Así que esos son mosquetes. Había oído hablar de ellos.

DeWar observó el paso de la tropa con una mirada preocupada y distraída.

—UrLeyn no quiere ni verlos en palacio —dijo al cabo de un rato—. Pero son muy útiles en el campo de batalla.

El sonido de los tambores se apagó. Las calles volvieron a llenarse con su tránsito ordinario. Entonces se abrió un hueco en el tráfico de carros y carruajes que los separaba del hospital y DeWar creyó que podrían utilizarlo para cruzar, pero Perrund vaciló, con la mano en su antebrazo y la mirada clavada en los sillares avejentados del antiguo edificio. El guardaespaldas se aclaró la garganta.

—¿Quedará alguien de cuando estabais allí?

—La matrona actual era niñera cuando yo vivía allí. Es con ella con la que me he estado escribiendo. —Pero siguió sin moverse.

—¿Estuvisteis mucho tiempo?

—Solo unos diez días, más o menos. Fue hace cinco años, tan solo, pero parece mucho más. —Siguió mirando fijamente el edificio.

DeWar no sabía muy bien qué decir.

—Debió de ser una época difícil.

Con lo poco que había conseguido arrancarle a lo largo de los últimos años, DeWar había averiguado que la habían llevado allí aquejada de unas fiebres terribles. Ella y ocho de sus hermanos, hermanas y primos, habían sido refugiados de la guerra de sucesión en la que UrLeyn se había hecho con el control de Tassasen, tras la caída del Imperio. Habían llegado desde el sur, donde la lucha era más encarnizada, y se habían encaminado a Crough, junto con gran parte de la población de aquellas regiones. Su familia practicaba el comercio en una pequeña ciudad mercantil, pero la mayor parte de ella había sido asesinada por las fuerzas del rey tras arrebatarles la ciudad a las tropas de UrLeyn. Los hombres del general, con él mismo a la cabeza, la habían reconquistado, pero para entonces Perrund y los pocos parientes vivos que le quedaban se encontraban de camino a la capital.

Todos ellos habían contraído la enfermedad durante el viaje y solo un generoso soborno logró franquearles las puertas de la ciudad. Los menos graves habían conducido sus carromatos a los antiguos parques reales, donde se permitía acampar a los refugiados, y el poco dinero que les quedaba lo habían invertido en contratar un médico y una enfermera. La mayoría había muerto. Perrund había encontrado sitio en el hospital de los pobres. Había estado a punto de morir, pero luego se había recuperado. Cuando fue en busca del resto de su familia, el camino la llevó hasta los pozos de brea que había extramuros, donde la gente había sido enterrada a centenares.

Había pensado en suicidarse, pero el miedo le había impedido hacerlo, además del convencimiento de que, ya que la Providencia había decidido que se recuperara de la enfermedad, era posible que no estuviera destinada a morir aún. Por otro lado, por entonces había empezado a cundir la sensación generalizada de que lo peor ya había pasado. La guerra había terminado, la plaga casi había desaparecido y el orden había retornado a Crough y estaba haciéndolo al resto de Tassasen.

Perrund trabajaba en el hospital y dormía en el suelo de uno de las grandes salas generales, donde la gente lloraba, gritaba y gemía durante todo el día y toda la noche. Mendigaba comida en las calles y rechazaba muchas ofertas que le habrían permitido comprar alimentos y otras comodidades a cambio de sexo, pero entonces un eunuco del harén de palacio —que era de UrLeyn, ahora que el viejo rey estaba muerto— había visitado el hospital. El doctor que le había buscado a Perrund un lugar en el hospital le había dicho a un amigo de la corte que era una gran belleza y —una vez que la persuadieron para lavarse la cara y ponerse un vestido— el eunuco se mostró de acuerdo con su afirmación.

Así que la reclutaron para la lánguida opulencia del harén y se convirtió en una de las favoritas del Protector. Lo que le habría parecido una especie de lujo restrictivo, e incluso una prisión de barrotes dorados, a la joven que había sido un año antes, cuando su familia y ella vivían juntos y en paz en una próspera y pequeña ciudad, se le antojaba ahora, tras la guerra y todo cuanto la había acompañado, un santuario bendito.

Entonces llegó el día en el que UrLeyn y varios de sus favoritos de la corte, incluidas algunas de sus concubinas, iban a ser retratados por un artista famoso. El artista trajo consigo a un nuevo ayudante que resultó tener una misión mucho más importante que plasmar en el lienzo al general y sus partidarios, y solo la intervención de Perrund al interponerse entre UrLeyn y su cuchillo impidió que el Protector pasara a mejor vida.

—¿Vamos? —preguntó DeWar al ver que seguía sin moverse.

Ella lo miró un momento como si hubiera olvidado que se encontraba allí y entonces sonrió desde el fondo de su capucha.

—Sí —dijo—. Sí, vamos.

Le agarró el brazo con fuerza al cruzar la calle.


—Cuéntame más cosas de Prodigia.

—¿Qué? Oh, Prodigia. Deja que piense… Pues, por ejemplo, en Prodigia todo el mundo puede volar.

—¿Como los pájaros? —preguntó Lattens.

—Igual que los pájaros —confirmó DeWar—. Saltan desde los acantilados o desde lo alto de los edificios, que son muy numerosos en Prodigia, o van corriendo por las calles y de pronto dan un brinco y remontan el vuelo hacia los cielos.

—¿Y tienen alas?

—Sí, pero son alas invisibles.

—¿Y pueden volar hasta los soles?

—Por sí solos no. Para llegar hasta allí tienen que usar naves. Naves de velas invisibles.

—¿Y el calor de los soles no las quema?

—No, porque las velas son invisibles y el calor las atraviesa. Pero, por supuesto, si se acercan demasiado, los cascos de madera se carbonizan, se ponen negros y se queman.

—¿Están muy lejos los soles?

—No lo sé, pero la gente dice que cada uno está a una distancia diferente y hay personas muy inteligentes que dicen que los dos están muy, muy lejos.

—Deben de ser esos hombres que se hacen llamar matemáticos y que aseguran que el mundo es redondo en lugar de plano.

—Así es —confirmó DeWar.

Una compañía itinerante de teatro de sombras había llegado a la corte. Se habían instalado en el edificio del palacio dedicado a las representaciones, cuyas ventanas de yeso tenían batientes que podían cerrarse para impedir que pasara la luz. Habían tendido una sábana blanca, muy tensa, sobre un marco de madera cuyo borde inferior se encontraba un poco por encima de sus cabezas. Debajo de este marco colgaba un lienzo negro. La pantalla blanca se iluminaba desde atrás mediante una potente lámpara situada a cierta distancia. Los dos hombres y las dos mujeres manejaban los títeres bidimensionales y el atrezzo de sombras que los acompañaban. Usaban unos finos palitos para hacer que se movieran los miembros y los cuerpos de los personajes. Los efectos, como las cascadas y las llamas, se conseguían utilizando finas tiras de papel negro y un atizador que las hacía ondear. Usando varias voces diferentes, los intérpretes hilvanaban antiguos relatos de reyes y reinas, héroes y villanos, fidelidades y traiciones, amores y odios.

Ahora estaban en el intermedio. DeWar había estado detrás del escenario para asegurarse de que los dos centinelas que había apostado allí seguían despiertos, como así era. Al principio, los artistas habían puesto algunas objeciones, pero él había insistido en que los guardias permanecieran allí. UrLeyn estaba sentado en el centro del pequeño auditorio, y ofrecía un blanco perfecto y estacionario para un asesino situado tras la pantalla y armado con una ballesta. El Protector, Perrund y todos los que estaban al corriente de la presencia de los dos centinelas pensaban que, una vez más, DeWar estaba tomándose demasiado en serio sus deberes, pero él no podía estar allí sentado, asistiendo tranquilamente al espectáculo, sin que nadie vigilara la parte trasera del escenario. También había apostado guardias junto a las ventanas, con la orden de abrir los postigos al instante si la lámpara que había detrás de la pantalla se apagaba.

Una vez tomadas todas estas precauciones, se había sentado para presenciar el espectáculo —desde el asiento contiguo al de UrLeyn— con cierto grado de ecuanimidad, y cuando Lattens apareció trepando sobre el asiento de al lado, se sentó en su regazo y exigió que le contara más cosas sobre Prodigia, decidió que se sentía lo bastante relajado como para obedecer de buen grado. Perrund, que se encontraba un asiento más allá, se había vuelto para formular su pregunta sobre los matemáticos y observaba a DeWar y a Lattens con una expresión divertida e indulgente.

—¿Y también vuelan por debajo del agua? —preguntó Lattens. Se bajó del regazo de DeWar y se plantó delante de él, con una mirada de profunda concentración. Vestía como un soldadito, con una espada de madera al cinto y una vaina ornamental.

—Desde luego que sí. Se les da tan bien aguantar la respiración que pueden hacerlo durante varios días seguidos.

—¿Y pueden volar sobre las montañas?

—Solo a través de túneles, pero hay montones de ellos. Por supuesto, algunas de las montañas son huecas. Y otras están llenas de tesoros.

—¿Y hay magos y espadas mágicas?

—Sí, espadas mágicas a centenares, y magos a montones. Aunque suelen ser un poco arrogantes.

—¿Y gigantes y monstruos?

—En cantidad, aunque son unos gigantes muy amables y unos monstruos muy serviciales.

—Qué aburrido —murmuró Perrund mientras estiraba el brazo sano y alisaba algunos de los rizos más rebeldes de Lattens.

UrLeyn se volvió en el asiento, con un brillo en los ojos. Bebió un trago de vino y dijo:

—¿Qué es esto, DeWar? ¿Ya estás llenando la cabeza del muchacho de tonterías?

—No estaría nada mal —dijo BiLeth desde un par de asientos de distancia. El espigado ministro de Asuntos Exteriores parecía aburrido con la representación.

—Me temo que sí, señor —admitió DeWar al Protector, ignorando a BiLeth—. Estoy hablándole de gigantes amables y monstruos simpáticos, cuando todo el mundo sabe que los gigantes son crueles y los monstruos, aterradores.

—Qué ridiculez —dijo BiLeth.

—¿Qué pasa? —preguntó RuLeuin mientras se volvía hacia ellos. El hermano de UrLeyn estaba sentado junto a él, al otro lado de Perrund. Era uno de los pocos generales que no había sido enviado a Ladenscion—. ¿Monstruos? Hemos visto algunos monstruos en la pantalla, ¿no, Lattens?

—¿Tú qué prefieres, Lattens? —preguntó UrLeyn a su hijo—. ¿Gigantes y monstruos buenos o malos?

—¡Malos! —gritó Lattens. Sacó la espada de la vaina—. ¡Para poder cortarles la cabeza!

—¡Ese es mi chico! —dijo su padre.

—¡En efecto! ¡En efecto! —convino BiLeth.

UrLeyn le tendió la copa de vino a RuLeuin y luego levantó al niño en brazos, lo depositó delante de sí y se enfrentó a él en un duelo imaginario con la daga envainada. En el rostro de Lattens apareció una mirada de gran concentración mientras intercambiaba estocadas, paradas, fintas y esquivas con su padre. La espada de madera chasqueaba y castañeteaba al golpear la daga envainada.

—¡Bien! —decía su padre—. ¡Muy bien!


DeWar vio que el comandante ZeSpiole se levantaba de su asiento y, caminando de lado, se dirigía hacia el pasillo. Se disculpó, se levantó también y se reunió con él en el excusado que había detrás del teatro, de cuyas instalaciones estaban también haciendo uso uno de los intérpretes y un par de guardias.

—¿Recibisteis el informe, comandante? —preguntó DeWar.

ZeSpiole levantó la mirada, sorprendido.

—¿Informe, DeWar?

—Sobre la visita que la señora Perrund y yo hicimos al viejo hospital.

—¿Y por qué razón iba a recibir un informe sobre eso, DeWar?

—Pues tal vez porque uno de vuestros hombres nos estuvo siguiendo desde palacio.

—¿De veras? ¿Quién era?

—No sé cómo se llama. Pero lo reconocí. ¿Queréis que lo aborde la próxima vez que lo vea? Si no actuaba siguiendo órdenes vuestras, quizá deberíais preguntarle qué lo ha llevado a seguir a dos personas en una visita inocente y oficialmente sancionada a la ciudad.

ZeSpiole vaciló un instante y luego dijo:

—No será necesario, gracias. Estoy seguro de que ese informe, en caso de haberse realizado, solo diría que la concubina y vos realizasteis una visita perfectamente inocente a dicha institución, de la que regresasteis sin incidentes.

—Yo también estoy seguro.


DeWar regresó a su asiento. Los actores anunciaron que la segunda parte del espectáculo estaba a punto de empezar. Hubo que calmar a Lattens antes de que pudieran proceder. Una vez iniciado el segundo acto, el muchacho se sentó un rato entre su padre y Perrund, pero esta le acarició la cabeza, empezó a hacer ruidos tranquilizadores y antes de que hubiera pasado mucho tiempo, las historias del teatro de sombras habían captado el interés del niño.

El ataque le sobrevino hacia la segunda mitad. De repente se puso rígido y empezó a temblar. DeWar fue el primero en darse cuenta. Se inclinó hacia delante y se disponía a decir algo cuando Perrund se volvió, con el rostro iluminado por la luz de la pantalla y recorrido también por sus sombras, y una expresión ceñuda.

—¿Lattens…? —dijo.

El niño emitió un extraño ruido estrangulado y sufrió una convulsión que lo arrojó a los pies de su padre, quien, sobresaltado, dijo:

—¿Qué…?

Perrund abandonó el asiento y cayó de rodillas junto al niño.

DeWar se levantó y se volvió hacia la parte trasera del teatro.

—¡Guardias! ¡Los postigos! ¡Ya!

Los postigos crujieron y la luz inundó las filas de asientos. La repentina iluminación reveló rostros sorprendidos que miraban en todas direcciones. La gente empezó a volverse hacia las ventanas, murmurando. La pantalla se había vuelto blanca y las sombras habían desaparecido. La voz del hombre que relataba la historia se detuvo, confundida.

—¡Lattens! —dijo UrLeyn mientras Perrund incorporaba al muchacho. Lattens tenía los ojos cerrados y el rostro teñido de gris y cubierto de sudor—. ¡Lattens! —El Protector levantó al niño en brazos.

DeWar permaneció donde estaba, recorriendo el teatro con la mirada. Algunos espectadores estaban levantándose. Frente a él había una fila de rostros preocupados orientados hacia el Protector.

—¡Doctor! —dijo DeWar al ver a BreDelle. El corpulento doctor parpadeaba bajo la luz.

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