23 La doctora

La doctora y yo nos encontrábamos en el embarcadero. A nuestro alrededor, el revuelo acostumbrado de los muelles, y sumado a él, la confusión localizada que normalmente acompaña a la partida de una nave grande en un largo viaje. El galeón Arado de los mares levaría anclas con la próxima marea en menos de media campanada, y los últimos suministros estaban subiéndose a bordo, mientras a nuestro alrededor, entre los rollos de cabo, los barriles de brea, las vallas plegadas y las carretillas vacías, se vivían tristes escenas de despedida. La nuestra, por supuesto, era una de ellas.

—Señora, ¿no podéis quedaros? ¿Seguro? —le supliqué. Las lágrimas resbalaban miserablemente por mis mejillas, delante de todos.

El rostro de la doctora estaba cansado, resignado y en calma. Había una luz quebrada y remota en sus ojos, como el reflejo de unos fragmentos de hielo o de cristal en los rincones oscuros de una habitación lejana. Llevaba el sombrero calado sobre la cabeza afeitada. Pensé que nunca me había parecido tan hermosa. El día era precioso, soplaba un viento cálido y un sol brillaba a cada lado del cielo, como sendos puntos de vista opuestos y desiguales. Yo era Seigen para su Xamis. La desesperada luz de mi deseo de convencerla se veía completamente anulada por el generoso resplandor de su deseo de marchar.

Me cogió las manos. Aquellos ojos de mirada rota me observaron con cariño una última vez. Traté de secarme las lágrimas con parpadeos, pues, ya que no iba a volver a verla, que por lo menos la imagen que guardara de ella fuese vivida y clara.

—No puedo, Oelph. Lo siento.

—¿Y no puedo ir yo con vos, señora? —dije, con tono aún más mísero. Era mi última y más desesperada baza. La única cosa que estaba decidido a no decir bajo ningún concepto, porque era algo obvio y patético, y estaba absolutamente condenado al fracaso. Sabía que iba a marcharse desde hacía media luna, más o menos, y durante todo este tiempo había hecho todo lo que había podido para convencerla de que se quedara, aun sabiendo que su marcha era inevitable y que ninguno de mis argumentos tendría ningún peso, al menos comparados con lo que ella consideraba su fracaso. Durante todo ese tiempo, lo que siempre quise decir fue «¡pues si tienes que irte, llévame contigo!».

Pero era algo demasiado triste, demasiado predecible. Por supuesto que lo diría, y por supuesto que ella me rechazaría. Aún era un muchacho, y ella era una mujer llena de madurez y sabiduría. ¿De qué le serviría si iba con ella, salvo para recordarle lo que había perdido, cómo había fracasado? Me miraría y vería al rey, y nunca me perdonaría por no ser él, por recordarle que, a pesar de haberle salvado la vida, había perdido su amor.

Yo sabía que si decía tal cosa me rechazaría, así que había tomado la decisión de no pedírsela bajo ningún concepto. Sería el único retazo de dignidad que conservara. Pero una parte inflamada de mi mente dijo «¿y si responde que sí? ¡Puede que esté esperando que se lo pidas! Es posible (dijo la voz seductora, demente, ingenua, dulce de mi interior) que en realidad te ame, y que no desee otra cosa que llevarte consigo a Drezen. Puede que ella no quiera pedírtelo porque significaría separarte de todo lo que conoces, quizá para siempre, para no volver jamás».

Así que, tonto de mí, se lo pedí y ella se limitó a apretarme la mano y sacudir la cabeza.

—Te dejaría venir si fuera posible, Oelph —dijo en voz baja—. Es muy amable de tu parte querer acompañarme. Atesoraré en mi interior el recuerdo de tu bondad. Pero no puedo pedirte que vengas conmigo.

—¡Iría a cualquier sitio con vos, señora! —exclamé con los ojos llenos de lágrimas. Me habría arrojado a sus pies para abrazarme a sus piernas de haber podido ver con claridad. Lo que hice fue bajar la cabeza y sollozar como un niño—. Por favor, señora, por favor, señora —supliqué, incapaz ya hasta de decir lo que quería: que se quedase o me dejase acompañarla.

—Oh, Oelph, no quería llorar —dijo, y entonces me cogió entre sus brazos y me apretó con fuerza.

Al fin en sus brazos, pegado a ella, con permiso para rodearla con los míos, para sentir su calor y su fuerza, para envolver su firme suavidad y aspirar el dulce perfume de su piel. Apoyó la barbilla en mi hombro, y yo la mía en el suyo. Entre sollozos, sentí que temblaba. Estaba llorando también. La última vez que había estado tan cerca de ella, a su lado, con mi cabeza en su hombro y la suya en el mío, había sido en la cámara de tortura de palacio, media luna antes, cuando los guardias habían irrumpido con la noticia de que nos necesitaban porque el rey estaba muriéndose.


El rey estaba muriéndose, sí. Una terrible enfermedad se había abatido sobre él desde no se sabía dónde, y se había desplomado en medio de una cena celebrada en honor del duque Quettil, que había llegado repentinamente y en secreto. El rey Quience estaba en mitad de una frase cuando había dejado de hablar, había levantado la mirada y se había puesto a temblar. Con los ojos en blanco, había caído sobre el asiento, inconsciente, y su copa de vino había caído al suelo.

Skelim, médico de Quettil, se encontraba allí. Tuvo que sacarle la lengua de la garganta, porque de lo contrario se habría ahogado allí mismo. Pero una vez hecho esto, el cuerpo quedó allí, en el suelo, inconsciente, temblando espasmódicamente mientras todo el mundo se agolpaba a su alrededor. Según parece, el duque Quettil trató de tomar el mando y ordenó que se apostaran guardias por todas partes. El duque Ulresile se contentó con mirar mientras el nuevo duque Walen permanecía en su asiento, gimoteando. El comandante Adlain apostó una guardia en la mesa del rey para asegurarse de que nadie tocaba el plato ni la copa de su majestad, por si alguien había tratado de envenenarlo.

En medio de este revuelo, llegó un criado con la noticia de que el duque Ormin había sido asesinado.

Mis pensamientos, curiosamente, se vuelven hacia este personaje cada vez que trato de imaginar la escena. Un criado no tiene casi nunca la posibilidad de llevar noticias realmente importantes a gente de posición elevada, y recibir el encargo de comunicar un suceso tan extraordinario como que uno de los favoritos del rey le ha quitado la vida a un duque es algo así como una especie de privilegio. Pero entonces, descubrir que las noticias que uno lleva son relativamente insignificantes en comparación con los acontecimientos que están desarrollándose, debe de ser algo mortificante.

En los días posteriores me mostré más diligente de lo habitual en sonsacar, con toda la sutileza de que fui capaz, a los criados que se encontraban presentes en el salón aquella velada, y todos coincidieron en que se dieron cuenta, en aquel mismo momento, de que algunos de los invitados a la cena no reaccionaban como cabía esperar a la noticia, presumiblemente a causa del repentino mal del rey. Fue casi, se aventuraron a decir, como si el comandante de la Guardia y los duques Ulresile y Quettil la hubiesen estado esperando.

El doctor Skelim ordenó que llevaran al rey a su cama. Una vez desvestido, inspeccionó su cuerpo en busca de alguna marca que indicase que le habían lanzado un dardo envenenado o lo habían infectado con algún pequeño corte. No encontró nada.

El pulso del rey era lento, y decrecía un poco más a cada segundo que pasaba. Solo aumentaba por breves segundos cuando le sobrevenía algún ataque. El doctor Skelim anunció entonces que, salvo que pudiera hacerse algo, el corazón del rey dejaría de latir en el plazo de una campanada. Se confesó perplejo por lo que estaba sucediéndole a su majestad. Un criado sin resuello le trajo el maletín de su cuarto, pero los pocos tónicos y estimulantes que pudo administrarle (poco más eficaces que unas sales, según me enteré, especialmente porque no hubo manera de conseguir que Quience tragara nada) no tuvieron el menor efecto.

El doctor consideró la posibilidad de sangrar al rey, la única medida que no se había intentado hasta el momento, pero, en el pasado, se había demostrado sobradamente que sangrar a alguien con el corazón débil tenía justo los efectos contrarios a los deseados, y en esta ocasión, por fortuna, el deseo de no empeorar las cosas se impuso a la necesidad de que pareciera que se estaba haciendo algo. El doctor ordenó que le prepararan algunas infusiones exóticas, aunque confesó que no tenía grandes esperanzas de que resultaran más eficaces que los compuestos que ya había administrado.

Fuisteis vos, amo, el que propusisteis que se llamara a la doctora Vosill. Según me han contado, el duque Ulresile y el duque Quettil os llevaron a un aparte y se produjo una terrible discusión. El duque Ulresile abandonó la habitación hecho una furia y luego le arrebató la espada a uno de sus criados con tal descuido que al pobre desgraciado le costó un ojo y un par de dedos. Me parece admirable que os mantuvierais firme en aquellas circunstancias. Se envió un contingente de guardias de palacio a la cámara de interrogatorios, con la orden de llevarse a la doctora de allí, por la fuerza si era necesario. Me han contado que mi señora entró tranquilamente en la terrible confusión que era la cámara real, donde se habían reunido los nobles, los criados y, según parece, la mitad del palacio, para llorar y gritar.

Ella me había enviado, escoltado por un par de guardias, a sus habitaciones, en busca de su maletín. Sorprendimos allí a uno de los criados del duque Quettil y a otro guardia del palacio. Ambos se pusieron muy nerviosos al vernos. El hombre del duque tenía en la mano un trozo de papel que reconocí al instante.

Nunca, creo, me he sentido tan orgulloso de mí por nada de lo que haya podido hacer como por lo que hice en aquel momento, puesto que aún albergaba en mi interior el temor de que mi ordalía solo hubiese sido pospuesta. Estaba temblando y sudando por lo que había presenciado, me atormentaba el recuerdo de la cobardía y debilidad de mi comportamiento en la cámara de torturas, sentía vergüenza por la traicionera reacción que había tenido mi cuerpo y la cabeza me daba vueltas.

Lo que hice fue arrebatarle la nota al criado de Quettil.

—¡Eso es propiedad de mi señora! —siseé y di un paso al frente con una expresión de furia en el semblante. Cogí la nota de la mano del hombre. Él me miró sin entender, y miró a continuación la nota, que me apresuré a guardar en la camisa. Abrió la boca para decir algo. Me volví, aún temblando de furia, hacia los dos guardias que me habían acompañado allí—. ¡Escoltad a esta persona fuera de estas habitaciones inmediatamente! —dije.

Era, claro está, un riesgo por mi parte. En medio de todo aquel revuelo, no estaba muy claro si, técnicamente, la doctora y yo seguíamos siendo prisioneros, así que los guardias podían haber decidido también que eran mis vigilantes y no mis escoltas, que era lo que se deducía de mi forma de tratarlos. Modestamente, me gustaría pensar que pudieron reconocer algo honesto y transparente en mi justa indignación, y eso los indujo a hacer lo que les había ordenado.

El hombre del duque puso cara de espanto, pero hizo lo que se le ordenaba. Me abroché la chaqueta para asegurar la nota, busqué el maletín de la doctora y regresé apresuradamente a la cámara real, en compañía de mis escoltas.

La doctora había puesto al rey de lado. Estaba arrodillada junto a su cama y le acariciaba la cabeza con aire distraído mientras respondía a las preguntas que Skelim le lanzaba constantemente. (Una reacción a algo en la comida, probablemente, le dijo. Grave, sí, pero no un veneno).

Vos también estabais allí, amo, con los brazos cruzados, cerca de la doctora. El duque Quettil, en un rincón, miraba con hostilidad a mi señora.

La doctora sacó un pequeño frasco tapado de la bolsa, lo colocó bajo la luz y lo agitó.

—Oelph, esta es la solución salina número veintiuno, de hierbas. ¿Sabes cuál es?

Pensé un momento.

—Sí, señora.

—Vamos a necesitar más, que esté seca, en el plazo de dos campanadas. ¿Recuerdas como se prepara?

—Sí, creo que sí, señora. Puede que tenga que consultar vuestras notas.

—Muy bien. Estoy segura de que esos dos guardias te ayudarán. Manos a la obra, pues.

Me volví para marcharme, pero antes me detuve y le entregué la nota que había arrebatado al hombre del duque.

—Tomad esto, señora —dije, y me fui rápidamente antes de que tuviera tiempo de preguntarme qué era.

Me perdí el revuelo organizado cuando la doctora le cerró la nariz con dos dedos a su majestad y le tapó la boca con una mano hasta conseguir casi que se pusiera azul. Vos, amo, contuvisteis a los demás, pero entonces empezasteis a preocuparos también, y estabais a punto de ordenarle que lo soltara a punta de espada, cuando ella soltó la nariz del rey e introdujo el polvo que contenía el frasco en sus fosas nasales. La solución parecía sangre seca, pero no lo era. El rey aspiró profundamente y la absorbió por la nariz.

La mayoría de quienes se encontraban en la habitación respiraron entonces por primera vez desde hacía un buen rato. Por un momento, no ocurrió nada. Entonces, según me han contado, los ojos del rey parpadearon y se abrieron. Vio a la doctora y sonrió, y luego estornudó y tuvieron que ayudarlo a incorporarse.

Se aclaró la garganta, clavó una mirada indignada en la doctora y dijo:

—Vosill, por los cielos del Infierno, ¿qué te has hecho en el pelo?


Creo que la doctora sabía que no necesitaría más cantidad de la solución salina veintiuno, de hierbas. Lo había hecho para asegurarse de que no nos llevaban ante el rey y, una vez seguros de que habíamos conseguido curarlo de su mal, volvieran a llevarnos a la sala de tortura. Quería que la gente pensase que el tratamiento requerido era más complicado que aquel sencillo pellizco de polvo.

Empero, yo regresé a nuestros aposentos con la escolta de dos guardias y preparé el equipo necesario para preparar más polvo. Hasta con la ayuda de los dos hombres —y resultó una experiencia refrescante el dar yo las órdenes en lugar de recibirlas— dos campanadas era un plazo muy corto para producir cualquier cantidad de aquella sustancia. Pero al menos de este modo tuve algo que hacer.

Solo después me enteré del estallido del duque Quettil en la cámara real. El sargento de la guardia que nos había liberado habló en voz baja con vos, amo, poco después de que el rey regresara a la tierra de los vivos. Me han contado que parecisteis desconcertado por un momento, pero entonces os acercasteis, cariacontecido, al duque Quettil para informarle de la suerte de su torturador jefe y sus dos ayudantes.

—¡Muerto! ¿Muerto? ¡Maldita sea, Adlain, no dais una a derechas! —fueron las palabras exactas del duque, según todos los testimonios. El rey lo fulminó con la mirada. La doctora permaneció impasible. Todo el mundo se lo quedó mirando. El duque trató de golpearos y dos de vuestros hombres, que actuaron, creo, sin pensar, tuvieron que sujetarlo. El rey inquirió lo que estaba pasando.

La doctora, entretanto, estaba examinando el trozo de papel que yo le había entregado.

Era la nota que supuestamente le habíais enviado y que había accionado la trampa que había acabado con la vida del duque Ormin y que, en teoría, había de costarle la suya. El rey ya sabía por boca de mi señora que Ormin estaba muerto, y que alguien había tratado de hacerla pasar por culpable. Seguía sentado en la cama, con la mirada perdida mientras trataba de asimilar las noticias. La doctora no le había dado aún los detalles de lo que supuestamente había ocurrido en la cámara de tortura, y de momento solo había dicho que la habían soltado antes de que comenzara el interrogatorio.

Le mostró la nota. Su majestad os llamó y vos confirmasteis que no era vuestra letra, aunque se trataba de una falsificación bastante conseguida.

El duque Quettil aprovechó la oportunidad para exigir que alguien pagara por el asesinato de sus hombres, pero yo creo que se precipitó, porque esto sacó a colación la cuestión de su presencia allí. La expresión del rey fue ensombreciéndose a medida que comprendía lo que estaba ocurriendo y en varias ocasiones tuvo que decirle a algunos de los presentes, que estaban tratando de interrumpir a otros, que se callaran, para poder formarse una idea clara del asunto. Según me han contado, el duque Quettil con los ojos muy abiertos y la respiración entrecortada, intentó, llegado un momento, coger a la doctora por la muñeca y apartarla del rey, quien la rodeó con el brazo y os ordenó que mantuvierais al duque alejado.

Yo no estuve presente en todo cuanto ocurrió durante la siguiente media campanada. Lo que conozco me fue contado por otros, así que el relato debe entregar el peaje que paga la información al pasar por las mentes y los recuerdos de otros. Aun así, sin haber estado allí, creo que se produjo una reconstrucción de los hechos, en especial por parte de vos, aunque es probable que el duque Quettil lograra finalmente calmarse lo bastante como para volver a considerar las cosas de manera racional y aceptar el mapa de los sucesos que estabais trazando, aun sin contribuir demasiado a su cartografía.

La cosa es que se culpó de lo ocurrido al duque Ulresile. La letra de la nota era suya. Los guardias de palacio juraron que el duque les había dado órdenes, supuestamente respaldado por vos. Avanzada la noche, uno de los hombres de Ulresile fue arrastrado a presencia del rey, sollozando, y confesó que había robado el escalpelo de la doctora de sus aposentos aquella misma mañana y que había matado al duque Ormin y luego había escapado por una puerta trasera del ala de los Pretendientes, poco antes de que la doctora entrara por la puerta principal. Aquí tuve la ocasión de desempeñar mi papel y testifiqué que podía ser perfectamente el mismo hombre al que había visto correr en el oscuro pasillo del ala de los Pretendientes.

El hombre mentía con respecto al escalpelo, claro está. Solo uno de los instrumentos había desaparecido, y era el que yo había robado dos estaciones antes, el día que visitamos el hospital de los pobres. Por descontado, lo deposité en vuestras manos, amo, aunque no en el mismo sentido en que luego se depositaría en el cuerpo del duque Ormin.

Entretanto, la guardia no había logrado impedir que el duque Ulresile abandonara el palacio. Creo que un hombre más maduro se habría dado cuenta de que tratar de escapar equivalía a una confirmación de las sospechas dirigidas a él, pero puede que no se le ocurriera comparar su situación y sus posibles acciones con las de alguien tan vulgar como el pobre y fallecido Unoure. En cualquier caso, parece ser que alguien le había dicho que el rey estaba muy enfadado, aunque se trataba de un simple malentendido, malentendido que el duque Quettil y vos, amo, necesitarais algún tiempo para aclarar, por lo que durante ese tiempo sería absolutamente perentorio que se ausentara de la corte.

El rey dejó muy claro que se tomaría realmente a mal cualquier nuevo intento de mancillar el buen nombre de la doctora y vos le prometisteis que no se ahorrarían esfuerzos para aclarar los puntos oscuros que aún restaban de aquel caso.


Aquella noche apostaron dos centinelas de la guardia del propio rey en la puerta de nuestros aposentos. Yo dormí a pierna suelta en mi celda hasta que me despertó una pesadilla. Creo que la doctora durmió de un tirón. Por la mañana parecía encontrarse bien. Completó el afeitado de su cabeza y el resultado final fue mucho más pulcro que el de maese Ralinge.

Yo la ayudé en este menester, en su dormitorio, ella sentada en una silla, con una toalla alrededor de los hombros y una jofaina sobre las rodillas llena de agua jabonosa caliente y una esponja. Aquella mañana teníamos que presentarnos en la cámara real para dar cuenta pormenorizada de los sucesos de la pasada noche.

—¿Qué ocurrió, señora? —le pregunté.

—¿Cuándo y dónde? —repuso ella mientras se humedecía el cráneo con la esponja y luego se rasuraba la cabeza con un escalpelo, precisamente un escalpelo, antes de pasármelo para que yo terminara el trabajo.

—En la cámara de interrogatorios, señora. ¿Qué les pasó a Ralinge y a los otros dos?

—Que se pelearon por mí, Oelph. ¿No te acuerdas?

—No, señora —susurré con una mirada a la puerta que había más allá de su taller. Estaba cerrada, al igual que la que había detrás y la que había detrás de esta, pero a pesar de ello yo seguía sintiendo pánico, así como una especie de culpa angustiada—. Vi que maese Ralinge estaba a punto de…

—De violarme, Oelph. Por favor, Oelph. Ten cuidado con ese escalpelo —dijo, y me cogió de la muñeca. Apartó ligeramente mi mano de su cráneo rasurado y volvió la cabeza con una sonrisa—. Sería una enorme ironía sobrevivir a una falsa acusación de asesinato, librarse por los pelos de una tortura atroz y acabar herida por tu mano.

—¡Pero, señora…! —exclamó, y no me avergüenza reconocer que fue un verdadero chillido, porque seguía convencido de que no era posible estar rodeado por tan fatales acontecimientos y tan poderosos enemigos y no acabar sufriendo un final espantoso—. ¡No tuvieron tiempo de discutir! ¡Estaba a punto de poseeros! Providencia, lo vi. Cerré los ojos un latido antes de que… ¡No hubo tiempo!

—Querido Oelph —dijo la doctora sin soltarme la muñeca—. Debes de haberlo olvidado. Estuviste inconsciente un rato. Tenías la cabeza ladeada, el cuerpo flácido y un reguero de saliva en la barbilla, me temo. Los tres hombres discutieron como locos mientras tú dormías, y entonces, justo después de que los dos que habían acabado con Ralinge se mataran el uno al otro, volviste a despertar. ¿No te acuerdas?

La miré a los ojos. Su expresión me resultó imposible de interpretar. De repente me acordé de la máscara espejada que había llevado en el baile del palacio de Yvenir.

—¿Es eso lo que debo recordar, señora?

—Sí, Oelph, lo es.

Dirigí la vista hacia el escalpelo y la superficie, brillante como un espejo, de la hoja.

—¿Pero cómo conseguisteis quitaros las ataduras, señora?

—Bueno, es que, en su apresuramiento, maese Ralinge no cerró bien una de ellas —dijo la doctora mientras me soltaba la muñeca y volvía a agachar la cabeza—. Un terrible desliz desde el punto de vista profesional, pero puede que comprensible dadas las circunstancias.

Suspiré. Recogí la esponja enjabonada y la estrujé un poco sobre la parte trasera de su cabeza.

—Ya veo, señora —dije con tristeza, y terminé de afeitarle la cabeza.

Decidí, mientras lo estaba haciendo, que tal vez fuera cierto que mi memoria estaba jugándome malas pasadas, porque al bajar la mirada hacia las piernas de la doctora, pude ver la empuñadura de su vieja daga en el borde de la bota y allí, como de costumbre, perfectamente visible en el borde del pomo, se encontraba la piedrecilla de color pálido que había creído ver ausente el día anterior, en la cámara de tortura.


Creo que ya sabía entonces que las cosas no volverían a ser como antes. Aun así, cuando la doctora, al regresar de una visita al rey dos días más tarde, me dijo que le había pedido abandonar el puesto de médico real, sentí una auténtica conmoción. Me quedé allí mirándola, en medio de las cajas y cajones aún por desembalar que ella había seguido comprando a los boticarios y alquimistas de la ciudad.

—¿Abandonar, señora? —pregunté estúpidamente.

Asintió. Al verle los ojos, pensé que había estado llorando.

—Sí, Oelph. Creo que es lo mejor. Llevo demasiado tiempo lejos de Drezen. Y el rey parece encontrarse, en términos generales, en buen estado de salud.

—¡Pero si estaba a la puerta de la muerte no hace ni dos noches! —grité, incapaz de creer las palabras que estaba oyendo y lo que significaban.

Ella esbozó una de sus pequeñas sonrisas.

—Creo que eso no volverá a ocurrir.

—Pero dijisteis que la causa era… ¿Cómo lo llamasteis…? ¡Una galvanización alotrópica de la sal! ¡Maldita sea, mujer, podría…!

—¡Oelph!

Creo que fue la única vez que nos hablamos con ese tono. Yo me encogí como una vejiga pinchada. Bajé la vista al suelo.

—Perdón, señora.

—Estoy segura —me dijo con firmeza— de que no volverá a ocurrir.

—Sí, señora —musité.

—Será mejor que vayas guardando de nuevo todo esto.


Una campanada después, cuando estaba en lo más profundo de mi miseria, empaquetando cajas, cajones y sacos, vinisteis a buscarla, amo.

—Me gustaría hablar con vos en privado, señora —dijisteis a la doctora.

Ella me miró. Me quedé allí, acalorado, sudoroso, con la ropa llena de paja de embalaje.

Dijo:

—Creo que Oelph puede quedarse, ¿verdad, comandante de la Guardia?

La mirasteis unos instantes, según recuerdo, y entonces vuestra expresión severa se fundió como la nieve.

—Sí —dijisteis y os sentasteis en una silla que, casualmente, no tenía encima ninguna caja ni el contenido de una—. Sí, creo que puede quedarse. —Le sonreisteis. Ella acababa de darse uno de sus baños y estaba anudándose una toalla a la cabeza. Recuerdo haber pensado, estúpidamente: «¿Por qué estará haciendo eso?». No tenía pelo que secar. Llevaba una ropa holgada que hacía que su cabeza rasurada pareciera muy pequeña, salvo cuando se ponía la toalla. Quitó un par de cajas de un asiento y se sentó.

Tardasteis un momento en encontrar una postura cómoda sin que la espada os estorbara. Entonces dijisteis:

—Tengo entendido que habéis pedido abandonar el servicio del rey.

—Es cierto, comandante de la Guardia.

Asentisteis un momento.

—Puede que sea lo mejor.

—Oh, seguro que lo es. Oelph, no te quedes ahí como un pasmarote —dijo mirándome—. Sigue con el trabajo, por favor.

—Sí, señora —musité.

—Me encantaría saber lo que ocurrió en la cámara aquella noche.

—Estoy segura de que ya lo sabéis, comandante de la Guardia.

—Y yo estoy igualmente seguro de lo contrario, señora —dijisteis con un suspiro de resignación—. Un hombre más supersticioso pensaría que se trata un caso de brujería.

—Pero vos no sois uno de esos.

—En efecto. Soy un ignorante, pero no un estúpido. Tengo que decir que me preocuparía más si la cosa continuara sin explicación y vos siguierais aquí, pero ya que decís que os marcháis…

—Sí. De vuelta a Drezen. Ya he encontrado pasaje en un barco… ¿Oelph?

Un frasco de agua destilada se me había caído de las manos. No se había roto, pero había hecho mucho ruido.

—Perdón, señora —dije mientras trataba de contener las lágrimas. ¡Un barco!

—¿Creéis que vuestra estancia aquí ha sido un éxito, doctora?

—Así es. El rey se encuentra en mejor estado de salud que cuando llegué. Solo por eso, si se me permite atribuirme parte del mérito, me siento… realizada.

—Sin embargo, me imagino que os alegraréis de regresar con los vuestros.

—Sí, estoy segura de que os lo imagináis.

—En fin, tengo que marcharme —dijisteis mientras os poníais en pie. Y luego añadisteis—: Qué curioso, todas esas muertes en Yvenir, luego el buen duque Ormin, y esos tres hombres…

—¿Curioso, señor?

—Tantos cuchillos, o dagas, o lo que sea. No se han encontrado. Me refiero a las armas.

—Sí. Es curioso.

Os volvisteis al llegar a la puerta.

—Lo que pasó la otra noche, en la sala de interrogatorios, fue algo muy malo.

La doctora no dijo nada.

—Me alegro de que salierais… indemne. Daría mucho por saber cómo lo conseguisteis, pero no cambiaría el conocimiento por el resultado. —Sonreisteis—. Me atrevo a decir que volveremos a vernos, doctora, pero por si no fuera así, permitidme que os desee un buen viaje de regreso a casa.


Y así, media luna después, la doctora y yo nos encontrábamos en los muelles, abrazados el uno al otro y conscientes de que nada de lo que yo pudiera hacer serviría para que se quedara o me permitiera acompañarla, y de que nunca volveríamos a vernos.

Me apartó delicadamente.

—Oelph —dijo mientras sorbía por la nariz y se limpiaba las lágrimas—. No olvides que el doctor Hilbier tiene una visión más formal que la mía. Lo respeto, pero…

—Señora, no olvidaré nada de lo que me habéis enseñado.

—Bien. Bien. Toma. —Introdujo una mano en su chaqueta. Me entregó un sobre lacrado—. He abierto una cuenta para ti con el clan Mifeli. Este es el poder. Puedes usar los beneficios como te parezca, aunque confío en que dediques una parte a los experimentos que te he enseñado…

—¡Señora!

—… pero el capital, según mis instrucciones, solo se te entregará cuando alcances el título de Doctor. Te aconsejaría que lo usaras para comprar una casa y un establecimiento, pero…

—¡Señora! ¿Una cuenta? ¿Qué? Pero, ¿cómo, dónde? —dije, genuinamente asombrado. Ya me había dejado todo lo que pensaba que podía serme útil, hasta el límite de lo que cabía en una de las habitaciones de mi nuevo mentor, el doctor Hilbier, de su reserva de medicinas y materias primas.

—Es el dinero que me dio el rey —dijo—. No lo necesito. Es todo tuyo. Además, en el sobre está la llave de mi diario. Contiene las notas y descripciones de todos mis experimentos. Úsalo como mejor te parezca.

—¡Oh, señora!

Me cogió la mano y me la estrechó.

—Sé un buen doctor, Oelph. Y un buen hombre. Y ahora, vamos —dijo con una carcajada desesperadamente triste y poco convincente—, dejemos de llorar antes de que nos deshidratemos por completo, ¿eh? Vamos a…

—¿Y si llego a convertirme en doctor, señora? —pregunté, con más frialdad y calma de la que habría creído posible en un momento así—. ¿Y si llego a convertirme en doctor y uso parte del dinero para seguir vuestros pasos y viajar a Drezen?

Había empezado a volverse. Se detuvo y miró los tablones de madera del embarcadero.

—No, Oelph. No… No creo que esté allí. —Levantó la mirada y esbozó una sonrisa valiente—. Adiós, Oelph. Mucha suerte.

—Asió, señora. Gracias.

Siempre te amaré.

Pensé estas palabras y podría haberlas pronunciado, hasta puede que estuviera a punto de hacerlo, pero al final no lo hice. Puede que dejar algo sin decir, aunque no fuese lo que había pensado al principio, me permitiese conservar una pizca de amor propio.

Recorrió lentamente la primera mitad de la empinada pasarela y entonces levantó la cabeza, alargó el paso, enderezó la espalda, subió a bordo del gran galeón y su sombrero oscuro desapareció detrás de la telaraña negra de los cabos sin echar una sola mirada atrás.


Yo regresé a la ciudad caminando despacio, con la cabeza gacha, la nariz cubierta de lágrimas y el corazón en un puño. Varias veces pensé en volverme para mirar, pero en todas ellas me dije que la nave no habría partido aún. Y ni un solo instante perdí la esperanza de escuchar el sonido de unas botas que corrían sobre el suelo, o el doble ruido sordo de una silla de porte, o el traqueteo de un carruaje de alquiler, el resoplido del tiro y por fin su voz.

Sonó el cañonazo que marcaba la campanada. Su eco recorrió la ciudad y los pájaros, graznando y piando, levantaron el vuelo en grandes y atropelladas bandadas negras, pero ni aun entonces me volví, porque pensé que estaba en la parte equivocada de la ciudad para ver el puerto y los muelles, y así, cuando finalmente levanté la mirada, me di cuenta de que me había adentrado demasiado en la ciudad y me encontraba casi en la plaza del mercado. Desde allí no podría ver el galeón, ni siquiera la parte alta de las velas.

Regresé corriendo por donde había venido. Pensé que llegaría tarde, pero me equivocaba y cuando pude volver a divisar el puerto, allí estaba el gran navío, desplazando su bulbosa y regia figura hacia la entrada del puerto con la ayuda de dos alargados remolcadores repletos de remeros. El puerto estaba aún abarrotado de gente que se despedía de los pasajeros, y la tripulación se había congregado cerca de la proa del galeón. No pude ver a la doctora en la nave.

¡No pude verla en la nave!

Corrí hacia el puerto como un poseso, en su busca. Miré todas las caras, estudié todas las expresiones, traté de analizar todas las zancadas y todas las poses, pues en mi demencia enamorada había llegado a creer realmente que ella había decidido abandonar el barco y quedarse, quedarse conmigo, y aquella aparente separación era solo una broma cruelmente prolongada y todavía, después de haber dejado la nave, había decidido disfrazarse para continuar el juego un poco más.

El galeón salió a alta mar casi sin yo darme cuenta y los remolcadores, al otro lado de la entrada, cortaron las amarras y regresaron remando sobre el oleaje mientras la majestuosa embarcación largaba sus velas de color crema y se prendía de los vientos.

Luego, la gente empezó a marcharse del muelle, hasta que al final solo quedaron un par de mujeres llorosas, una de pie, sola y encogida, con el rostro tapado por las manos, y la otra acurrucada, con un rostro de mirada vacía orientado hacia el cielo, mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas sin que ella rompiera el silencio.

… Y yo, con la vista clavada en el espacio que separaba los dos faros y la línea lejana que era la circunferencia irregular del Lago Cráter, más allá. Y allí me quedé, y allí vagabundeé, aturdido y perplejo, sacudiendo la cabeza y musitando para mí mismo. Traté de marcharme varias veces, pero no pude hacerlo y regresé arrastrando los pies a los muelles, hostigado por el traicionero rielar de las aguas que habían dejado que se me escapara, azotado por el viento que se la estaba llevando más lejos con cada latido de mi corazón y el suyo, y atendido por los cáusticos graznidos de las aves marinas que volaban en círculos sobre mi cabeza y los quedos y desesperanzados sollozos de las mujeres.

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