—¡Soltad!
La pequeña catapulta se combó, el brazo —de hecho, no mucho más grande que un brazo de hombre estirado— saltó hacia delante y fue a detenerse con un ruido sordo contra el cojinete de cuero de la elevada cruceta del arma. La piedra salió despedida describió un arco por encima de la terraza inferior y empezó a descender hacia el jardín. El proyectil hizo blanco en una de las ciudades de DeWar, se incrustó en el suelo cuidadosamente barrido y levantó una nubecilla de polvo rojizo que flotó unos segundos en el aire antes de deslizarse poco a poco hacia un lado y posarse gradualmente en el suelo.
—¡Oh, qué mala suerte!
—¡Por poco!
—¡La próxima vez!
—Por muy poco, general Lattens —dijo DeWar. Había estado sentado en la balaustrada, con los brazos cruzados y una pierna colgando. Bajó de un salto de las baldosas blancas y negras de la balaustrada y se arrodilló junto a su propia catapulta en miniatura. Tiró rápida y fuertemente de la rueda redondeada que accionaba el chirriante brazo de madera hasta situarlo a unas tres cuartas partes del camino que lo separaba del miembro horizontal. El brazo se inclinó una fracción de centímetro con la tensión del cuero retorcido de su base, que trataba de devolverlo a su posición original.
Lattens, mientras tanto, se había sentado en la misma barandilla de piedra en la que DeWar había estado hasta entonces. Su niñera lo sujetó fuertemente por los faldones de la chaqueta para impedir que se cayera. Lattens se llevó el catalejo de juguete a los ojos para inspeccionar los daños ocasionados en el jardín.
—Un poco más a la izquierda la próxima vez, hijo mío —dijo UrLeyn a su pequeño. El Protector, su hermano RuLeuin, el doctor BreDelle, BiLeth, el comandante ZeSpiole y la concubina Perrund, atendidos por varios criados, estaban sentados bajo una marquesina, en una plataforma situada más o menos a la misma altura que la balaustrada, desde donde presenciaban la escena.
Lattens golpeó la balaustrada con el pie. Su niñera lo agarró con más fuerza.
Perrund, cubierta por un velo de gasa roja, se volvió hacia el Protector.
—Señor, estoy segura de que la niñera está sujetándolo con fuerza más que suficiente, pero es que me duelen los huesos solo de verlo ahí arriba. ¿Os importaría aplacar los estúpidos temores de una de vuestras damas de mayor edad solicitando una escalerilla? Le permitiría ver por encima de la barandilla sin tener que subirse a ella.
El ministro de Asuntos Exteriores, BiLeth, se inclinó hacia delante y emitió un tsk.
UrLeyn frunció los labios.
—Hmmm. Buena idea —dijo. Llamó a un criado.
La terraza entera que ocupaba el jardín, dos pisos más abajo, se había dividido en dos y se había utilizado para representar un paisaje en miniatura, con sus colinas, sus montañas y sus bosques, con una gran capital amurallada, una docena más o menos de ciudades menores, dos veces este número de pueblos, numerosos caminos y veredas y tres o cuatro ríos que desembocaban en un par de pequeños lagos, del tamaño aproximado de una bañera, y finalmente en una gran masa de agua que representaba un mar interior.
El mar tenía aproximadamente la forma de dos grandes círculos que se encontraban justo en el medio, donde un corto y estrecho canal los comunicaba. Varios de los pueblos y ciudades de cada uno de los territorios se encontraban en las orillas de los dos lagos más pequeños, y un número aún mayor en las costas del mar, aunque en cada uno de los casos, un territorio tenía más asentamientos en una región que en la otra. El de DeWar, en este caso, en la costa más próxima al balcón y a las dos catapultas.
DeWar puso el seguro al disparador de su catapulta y accionó cuidadosamente el cabestrante, antes de escoger una piedra del montón que separaba las dos miniaturas y, una vez bajado Lattens de la balaustrada, la cargó en la cazoleta que el brazo de la máquina tenía al final. Reposicionó la catapulta siguiendo las marcas de tiza que había sobre las baldosas negras, se puso en pie, con la mirada entornada, para estudiar el área que recibiría su ataque, se inclinó de nuevo para volver a ajustar la posición de la catapulta y entonces quitó la piedra de la cazoleta y volvió a accionar el cabestrante para reducir un poco la tensión antes de volver a poner el seguro.
—¡Oh, venga, DeWar! —dijo Lattens mientras saltaba arriba y abajo y agitaba el catalejo. Estaba vestido de noble, y el criado que tensaba y colocaba su catapulta, de artillero ducal.
DeWar cerró un ojo y se volvió hacia el niño con una terrible mueca en el rostro.
—Har —dijo con una voz como la que un mal actor habría utilizado para interpretar a un auténtico campesino—. Le pido mil perdones al señorito, pero tenía q’asegurarme de que estaba haciendo bien las ajustaciones, ¡ya sabéis, señorito!
—Providencia, este sujeto es un necio —murmuró BiLeth. No obstante, UrLeyn se echó a reír y al ministro no le quedó más remedio que esbozar una sonrisa.
Lattens soltó un gorgorito de placer ante esta broma y estuvo a punto de meterse el catalejo en un ojo al llevarse las manos a la boca.
DeWar hizo algunos ajustes finales a la catapulta y entonces, con una última mirada para asegurarse de que el niño no se encontraba en medio, dijo:
—¡Disparad, muchachos! —y apretó el mecanismo de lanzamiento.
La roca voló con un silbido hacia el cielo azul. Lattens aulló de emoción y corrió hasta la balaustrada. La roca de DeWar cayó casi en el centro de uno de los pequeños lagos del territorio de Lattens. El niño chilló.
—¡Oh, no!
DeWar ya había acertado con uno de sus proyectiles en el otro lago del campo de Lattens, con el que había inundado todas las ciudades de sus orillas. Lattens había acertado también a uno de los lagos de su adversario, pero no al otro. La roca levantó un gran surtidor de agua. Las olas producidas por el impacto se propagaron rápidamente en dirección a la costa.
—¡Aargh! —gritó el niño. Las olas llegaron a tierra firme. Primero, el agua se retiró de las playas y puertos en miniatura, y luego se encabritó y cayó sobre los frágiles edificios de los asentamientos ribereños, que fueron arrastrados por su fuerza.
—Oh, qué mala suerte, joven señor, qué mala suerte —dijo el doctor BreDelle, antes de decirle a UrLeyn, en voz más baja—: Señor, creo que el niño está excitándose demasiado.
—¡Buen tiro, DeWar! —exclamó UrLeyn mientras aplaudía—. Oh, dejad que se excite un poco, doctor —respondió a BreDelle—. Ya ha pasado demasiado tiempo metido en la cama. Me alegro de volver a ver un poco de color en sus mejillas.
—Como vos digáis, señor, pero aún no está del todo recuperado.
—El caballero DeWar sería un excelente artillero —dijo el comandante ZeSpiole.
UrLeyn se echó a reír.
—Nos vendría muy bien en Ladenscion.
—Podríamos enviarlo allí —convino BiLeth.
—Las cosas están mejorando allí, ¿no, hermano? —dijo UrLeyn mientras dejaba que un criado le rellenara la copa. Miró de soslayo a BiLeth, quien adoptó una expresión grave.
UrLeyn resopló.
—Van mejor que cuando iban mal —asintió—. Pero no lo bastante bien. —Miró a su hermano y luego a su hijo, quien estaba supervisando ansiosamente la carga de su nueva catapulta—. El niño está mejorando. Si la cosa sigue así, puede que me decida a tomar el mando de la guerra.
—¡Por fin! —dijo RuLeuin—. Oh, estoy seguro de que eso sería lo mejor, hermano. Sigues siendo nuestro mejor general. La guerra de Ladenscion te necesita. Espero que me permitas acompañarte. ¿Podré? Tengo un estupendo regimiento de caballería. Tienes que venir a presenciar la instrucción algún día.
—Gracias, hermano —dijo UrLeyn mientras se pasaba una mano por la barba corta y gris—. Sin embargo, no estoy seguro. Preferiría que te quedaras aquí en Crough y fueras mi corregente, en pie de igualdad con YetAmidous y ZeSpiole. ¿Podrías hacerme ese favor?
—¡Oh, señor! —RuLeuin extendió una mano y tocó el brazo del Protector—. ¡Sería un gran honor!
—No, sería un honor más bien pequeño, hermano —le dijo UrLeyn con una sonrisa cansada—. ¿ZeSpiole? ¿Qué dices tú?
—He oído lo que habéis dicho, señor, pero apenas puedo creerlo. ¿Me concederíais tal honor?
—Sí. Si marcho a las fronteras. Aún no lo he decidido. BiLeth, espero que aconsejes al trío de regentes en materias diplomáticas tan bien como lo has hecho conmigo.
BiLeth, cuyo rostro había quedado como petrificado al escuchar lo que el Protector estaba proponiendo, relajó levemente las facciones.
—Cómo no, señor.
—¿Y el general YetAmidous está de acuerdo? —preguntó RuLeuin.
—Se quedará si se lo pido, aunque, al igual que tú, preferiría venir a Ladenscion. Ambos me seríais de gran ayuda en los dos sitios, pero hay que elegir.
—Señor, disculpad la interrupción —dijo lady Perrund—. La escalerilla.
Dos criados trajeron una escalerilla de madera de la biblioteca y la depositaron sobre las baldosas del balcón, cerca de la plataforma.
—¿Cómo? Ah, sí. ¡Lattens! —gritó a su hijo, que seguía concentrado tratando de decidir el grado de tensión de la catapulta y el tamaño de la roca—. Mira. ¡Un punto de observación mucho más adecuado! Colócalo donde te parezca.
Lattens puso cara de indecisión por un momento y entonces pareció ocurrírsele una idea.
—¡Aja! ¡Una máquina de asedio! —Agitó el catalejo en dirección a DeWar, quien miró con el ceño fruncido a la escalerilla mientras los dos criados la llevaban al borde de la terraza—. ¡Ahora ya eres mío, malvado barón! —exclamó. DeWar gruñó y retrocedió de los escalones dando muestras de un cómico terror a medida que se aproximaban.
Lattens subió todos los escalones hasta el último, donde sus pies quedaron a la misma altura que la cabeza de la niñera, quien había permanecido en el balcón, pero lo había seguido con la mirada mientras subía, con expresión ansiosa. DeWar se aproximó también a los escalones, sin despegar una mirada ceñuda del muchacho.
—Muy bien, artillero —gritó Lattens—. ¡Dispara cuando estés preparado!
La roca salió despedida y por un momento pareció quedar suspendida sobre la ribera que contenía la mayor parte de las ciudades que le quedaban a DeWar.
—Oh, no —gritó Lattens.
Las reglas establecían que cada jugador solo podía arrojar una roca al mar interior. Por ello, tanto Lattens como DeWar habían reservado una piedra de grandes dimensiones para usarla con este propósito, con la esperanza de arrasar una buena parte de las ciudades enemigas de un solo golpe. La piedra que Lattens había empleado en esta ocasión era un proyectil de tamaño medio. Si caía en el mar, especialmente en una de las áreas menos profundas, cerca de la costa, no causaría grandes daños y al mismo tiempo impediría que el niño lanzara su roca grande y causara el máximo de destrucción.
La roca se estrelló contra una ciudad costera y levantó un gran chorro de agua en el puerto y una enorme nube de polvo, astillas y fragmentos de la delicada arcilla de los edificios sobre el mapa y sobre las aguas.
—¡Muy bien, muchacho! —dijo UrLeyn poniéndose de pie.
RuLeuin se levantó también.
—¡Buen tiro! —exclamó BreDelle. BiLeth aplaudió decorosamente.
ZeSpiole dio un puñetazo en el brazo de su asiento.
—¡Magnífico!
DeWar apretó los puños y dejó escapar un rugido de angustia.
—¡Hurra! —gritó Lattens agitando los brazos a su alrededor. Perdió el equilibrio y empezó a caer de la escalerilla. Perrund vio que DeWar se movía hacia él con la rapidez de un rayo y entonces, al ver que la niñera cogía al niño, se detenía. Lattens la miró con el ceño fruncido y luego se debatió en sus brazos hasta conseguir que lo dejara donde estaba antes.
—¡Ten cuidado, muchacho! —dijo UrLeyn riéndose.
—Lo siento, señor —dijo Perrund. Tenía la mano en la garganta, justo debajo del velo rojo, donde parecía haberse alojado su corazón—. Pensé que estaría más seguro…
—¡Oh, está perfectamente! —dijo UrLeyn con una especie de exasperación jovial—. No temas. —Se volvió—. ¡Magnífico tiro, muchacho! —gritó—. ¡Unos cuantos más como ese, si te parece bien, y luego la gran roca en el centro de su mar!
—¡Ladenscion está acabada! —gritó Lattens mientras amenazaba a DeWar con el puño y se agarraba con la otra mano a la aguja puntiaguda de los escalones—. ¡La Providencia nos protege!
—Oh, ¿ahora es Ladenscion y no el Imperio? —rió UrLeyn.
—Hermano —dijo RuLeuin—. No sé qué sería mayor honor, si estar a tu lado o colaborar en la dirección de tu palacio. Ten por seguro que cumpliré con lo que me pidas al máximo de mi capacidad.
—Estoy convencido de ello —dijo UrLeyn.
—Digo lo mismo que vuestro hermano, señor —intervino el comandante ZeSpiole mientras se inclinaba hacia delante para llamar la atención del Protector.
—Bueno, puede que no lleguemos a eso —dijo UrLeyn—. Tal vez el próximo correo nos traiga la noticia de que los barones piden desesperadamente la paz. Pero os agradezco a ambos que hayáis aceptado mi propuesta.
—¡De buen grado, hermano!
—Humildemente, señor.
—Bien, entonces todo queda acordado.
El siguiente ataque de DeWar cayó entre unas simples granjas, a lo que él respondió haciendo aspavientos y profiriendo maldiciones. Lattens se rió y replicó con un disparo que destruyó un pueblo entero. El siguiente ataque de DeWar hundió un puente. Lattens contraatacó con un par de proyectiles desviados, pero luego acertó a una ciudad, mientras que los disparos de respuesta de DeWar no alcanzaban otra cosa que tierra.
Lattens decidió entonces usar la roca más grande y tratar de aniquilar casi todas las ciudades que le quedaban a DeWar de un solo tiro.
Con muchos chirridos y crujidos de las secciones de cuero del mecanismo —y algunos gemidos y sollozos de DeWar, que observaba las operaciones—, el brazo de la catapulta de DeWar se tensó al máximo y quedó preparado para descargar toda su potencia acumulada.
—¿Seguro que no es demasiado? —gritó UrLeyn—. ¡Vas a darle a tu propio mar!
—¡No, señor! ¡Voy a poner otras rocas además de la grande!
—Entonces muy bien —dijo el Protector a su hijo—. Pero cuidado no vayas a romper el arma.
—¡Padre! —gritó el niño—. ¿Puedo cargarla yo mismo? ¿Puedo, por favor?
El criado vestido de artillero se disponía a recoger la piedra más pesada del montón de munición de Lattens. La expresión cómica de DeWar se esfumó. Perrund aspiró hondo.
—Señor… —dijo, pero el doctor BreDelle la interrumpió:
—No puedo permitir que el niño levante una roca tan pesada, señor —dijo, inclinándose hacia el Protector—. Será una tensión excesiva para su organismo. La larga estancia en la cama lo ha debilitado.
UrLeyn miró a ZeSpiole.
—A mí me preocupa más que la catapulta se suelte mientras está cargándola, señor —dijo el comandante de la Guardia.
—Los generales no cargan sus propias armas, señor —le dijo UrLeyn al chico con severidad.
—Eso ya lo sé, padre, pero, ¿puedo, por favor? Esto no es una guerra de verdad, solo un simulacro.
—Bueno, ¿quieres que te eche una mano, entonces? —dijo UrLeyn.
—¡No! —gritó Lattens mientras daba un pisotón en el suelo y agitaba sus rizos rojizos—. No, gracias, señor.
UrLeyn se recostó en el asiento con un gesto de resignación y una sonrisilla en los labios.
—El muchacho sabe lo que quiere. Es hijo mío, sin duda. —Hizo un ademán dirigido a su hijo—. ¡Muy bien, general Lattens! ¡Cargad cuando os parezca y que la Providencia guíe los proyectiles!
Lattens escogió primero un par de rocas de menor tamaño y las cargó en la máquina de una en una, jadeando. Entonces se agachó, agarró firmemente la piedra grande y, con un gruñido, la levantó hasta su pecho. Se volvió y caminó con paso tambaleante hacia la catapulta.
DeWar se aproximó medio paso a la máquina. Lattens no pareció darse cuenta. Volvió a gruñir al levantar la roca hasta su cuello y acercarse un paso más al brazo de la catapulta.
DeWar, más que dar un nuevo paso, pareció flotar en dirección a la máquina hasta situarse a una distancia que casi le hubiese permitido alcanzar al niño, con la mirada clavada tanto en el mecanismo de disparo como en las piernas y los pies de Lattens, que estaban aproximándose a él.
El muchacho se ladeó al inclinarse sobre la cazoleta de la catapulta. Respiraba entrecortadamente y tenía la frente empapada de sudor.
—Despacio, chico —escuchó Perrund que susurraba el Protector. Sus manos aferraban los brazos de la silla y los nudillos estaban pálidos por la tensión acumulada.
DeWar se había acercado un poco más y ya tenía al muchacho al alcance de la mano.
Lattens gruñó y dejó caer la roca en la cazoleta. Con un crujido, la piedra rodó sobre las dos que ya había puesto antes. La catapulta entera pareció estremecerse y DeWar tensó el cuerpo, como si estuviera a punto de saltar sobre el niño y sacarlo de allí, pero entonces Lattens dio un paso atrás, se secó el sudor de la frente y se volvió para obsequiarle una sonrisa a su padre, quien asintió y se reclinó en su asiento con un suspiro de alivio. Miró a RuLeuin y a los demás.
—Ahí lo tenéis —dijo, y tragó saliva.
—Señor artillero —dijo Lattens con un elaborado ademán en dirección a la catapulta. El criado asintió y tomó posiciones junto a la máquina.
DeWar había regresado junto a la suya.
—¡Espera! —gritó Lattens y volvió a subirse a la escalerilla de la biblioteca. La niñera reasumió su posición debajo de él. El muchacho recogió la espada, la levantó y la bajó—. ¡Ya!
La catapulta emitió un terrible chasquido y las tres piedras, la grande y las dos pequeñas, salieron despedidas en direcciones claramente diferentes, mientras todo el mundo se inclinaba hacia delante para comprobar dónde caían.
La grande, en lugar de alcanzar su objetivo, aterrizó sobre los bajíos próximos a una de las ciudades costeras de DeWar, que quedó salpicada de barro, pero, por lo demás, sufrió pocos daños. Una de las pequeñas alcanzó unas granjas de DeWar y la otra demolió uno de los pueblos del propio Lattens.
—Oh.
—Oh, vaya.
—Mala suerte, joven señor.
—Una lástima.
Lattens no dijo nada.
Permaneció, con aire totalmente abatido, en lo alto de la escalerilla, con la pequeña espada de madera colgada nacidamente de la mano. Se volvió a mirar a su padre con ojos de tristeza y desaliento.
Su padre frunció el ceño y luego le guiñó un ojo. La expresión del muchacho no cambió. El silencio se apoderó de la plataforma.
DeWar saltó sobre la balaustrada y se agazapó allí, con los nudillos apoyados en el suelo.
—¡Ja! —dijo, antes de descender de un salto—. ¡Has fallado! —Ya había tensado su propia catapulta, cuyo brazo se encontraba a dos terceras partes del tope—. ¡La victoria es mía! ¡Jee-jee! —Cogió la mayor de las piedras de su propio montón, tensó un poco más su máquina y la cargó con la roca. Lanzó al niño una mirada feroz y maliciosa, que solo vaciló un instante al ver la expresión de la cara de este. Se frotó las manos y señaló al muchacho—. ¡Ahora veremos quién es el jefe, general de pacotilla!
Ajustó ligeramente la catapulta y accionó el mecanismo. La máquina de asedio se estremeció y la gran roca salió despedida hacia el cielo. DeWar volvió a saltar sobre la barandilla de roca.
La gigantesca roca fue una forma negra y veloz recortada contra el cielo y las nubes durante un prolongado momento y entonces empezó a descender como un meteorito y cayó al mar con un chapoteo titánico.
El agua se levantó por los aires en una enorme y explosiva torre de espuma blanca, antes de volver a caer y salir despedida en todas direcciones formando una gran ola circular.
—¿Qué? —chilló DeWar desde la balaustrada mientras se llevaba las manos a ambos lados de la cabeza y empezaba a tirarse del pelo—. ¡No! ¡No! ¡Noooooo!
—¡Ja, ja! —Lattens se quitó el gorro de general y lo arrojó al aire—. ¡Ja, ja, ja!
La roca había caído, no en la orilla del mar que se encontraba más cerca de las ciudades y pueblos del niño, sino en la que contenía casi todos los asentamientos intactos de DeWar. La gran ola se propagó desde el lugar en el que había impactado, a un par de zancadas largas de los estrechos que separaban ambas zonas. Una tras otra, anegó todas las ciudades que encontraron a su paso, una o dos de las de Lattens y muchas más de las de DeWar.
—¡Hurra! —exclamó RuLeuin levantando los brazos. Perrund dirigió una gran sonrisa a DeWar desde detrás del velo. UrLeyn asintió, sonrió y aplaudió. El niño hizo una gran reverencia y le sacó la lengua a DeWar, quien se había dejado caer de la barandilla de piedra y, acurrucado sobre los baldosines del suelo, golpeaba la superficie embaldosada con el puño.
—¡Ya basta! —gimió—. ¡Me rindo! ¡Es demasiado bueno para mí! ¡La Providencia está del lado del Protector y sus generales! ¡Soy un perro indigno por haberme atrevido a oponerme a ellos! ¡Apiadaos de mí y permitid que me rinda como el abyecto canalla que soy!
—¡He ganado! —dijo Lattens, y con una sonrisa a su niñera, giró sobre sus talones sobre la plataforma y se dejó caer en los brazos de la mujer. Esta gruñó al sentir el impacto, pero cogió al niño y lo sostuvo en los brazos.
—¡Aquí, muchacho! ¡Aquí! —Su padre se levantó y se aproximó a la parte delantera de la plataforma con los brazos abiertos—. ¡Traedme a ese valeroso guerrero!
La niñera depositó obedientemente a Lattens en los brazos de su padre mientras los demás se agolpaban a su alrededor y aplaudían, se reían y ofrecían sus congratulaciones con palmaditas en la espalda.
—¡Excelente campaña, jovencito!
—¡Totalmente espléndida!
—¡Lleváis la Providencia en el bolsillo!
—¡Bien hecho, bien hecho!
—… Y luego podríamos volver a jugar de noche, padre, cuando haya oscurecido, y hacer proyectiles de fuego, y encenderlos e incendiar las ciudades. ¿Podemos?
DeWar se incorporó y se limpió la ropa. Perrund lo miró desde el otro lado de la barandilla y el guardaespaldas sonrió y hasta se ruborizó un poco.