17 La doctora

Amo, como es natural, se acabó por dar con un culpable para el asesinato del duque Walen. No podía ser de otro modo. La muerte de un personaje tan importante no podía quedar impune. Tan seguro como que ha de encontrarse un heredero para un título de importancia que ha quedado vacante, un suceso como este deja un agujero en el tejido de la sociedad que ha de repararse con la vida de otra persona. Es un vacío que ha de succionar algún alma, y el alma en este caso fue la de un pobre loco de la ciudad de Mizui que, con apariencia de total felicidad e incluso realización, se lanzó voluntariamente a su interior.

Se llamaba Berridge, un antiguo buhonero de cierta edad a quien en toda la ciudad se tenía por loco. Vivía bajo el puente de la ciudad, junto con un puñado de desgraciados como él, y dedicaba su tiempo a mendigar en las calles o a merodear por el mercado en busca de comida abandonada o podrida. Cuando se hizo pública la muerte del duque Walen en Mizui, al día siguiente del baile de máscaras, Berridge se presentó en la oficina del alguacil e hizo una confesión completa.

Esto no provocó gran sorpresa en el alguacil, puesto que Berridge, de manera rutinaria, se atribuía la responsabilidad de cualquier asesinato llevado a cabo en la ciudad o sus proximidades para el que no existiera un sospechoso evidente, e incluso la de algunos cuyos autores no podían ser más obvios. Sus afirmaciones de culpabilidad en cierto juicio, realizadas a pesar del hecho de que el marido de la muerta, conocido por su crueldad, había sido encontrado en estado de embriaguez comatosa en la misma habitación, cerrada con llave, que el cadáver de su señora, y con el arma homicida aún en la mano, habían causado gran hilaridad entre aquella parte de la población que trata los tribunales reales como si fueran una variedad de teatro gratuito.

En circunstancias normales, a Berridge lo habrían arrojado a la calle sin que el alguacil diese el menor crédito a sus aseveraciones. En este caso, sin embargo, y debido a la gravedad del crimen y al hecho de que, aquella misma mañana, el duque Quettil había dejado claro ante el alguacil la profundidad de su irritación por la sucesión de dos asesinatos irresolutos en su jurisdicción en tan corto espacio de tiempo, el alguacil se lo pensó dos veces antes de descartar automáticamente las palabras del loco.

Para inmensa sorpresa y satisfacción de Berridge, las autoridades decidieron encarcelarlo en la prisión de la ciudad. El alguacil envió una nota al duque Quettil en la que le informaba de la prontitud de la acción, aunque tuvo la honestidad de hacer mención al hecho de que estas confesiones eran una costumbre típica de Berridge, lo que sugería que era poco probable que fuera el verdadero culpable.

El comandante Polchiek informó al alguacil de que de momento debía dejar a Berridge en la prisión. Y como quiera que transcurriera media luna sin que se realizaran progresos en el descubrimiento del asesino, el duque ordenó al alguacil que iniciara las pesquisas sobre las afirmaciones de Berridge.

Había pasado tiempo más que de sobra para que tanto Berridge como todos sus compañeros de puente olvidasen lo que había hecho ninguno de ellos el día y la noche del baile de máscaras, pero Berridge insistió en que había salido de la ciudad, subido a la colina del palacio, entrado en los aposentos del duque y asesinado al buen caballero en su cama (afirmación que se apresuró a modificar en beneficio de la credibilidad de su historia al enterarse de que el duque había sido asesinado en una habitación contigua al salón de baile, estando todavía despierto).

Cuando lo llevaron ante el duque en persona para ser interrogado por el asesinato del otro duque, Berridge era un despojo flaco, calvo y tembloroso cuyos ojos se movían de un lado a otro, aparentemente con completa independencia el uno del otro. No paraba de farfullar, pero no articulaba casi ninguna palabra inteligible, y al parecer había confesado no solo el asesinato del duque Walen, sino también el del rey Beddun de Tassasen, el del emperador Puiside y el del padre del rey Quience, Drasine, además de atribuirse la responsabilidad exclusiva por la lluvia de rocas ardientes que había aniquilado naciones enteras y provocado el final de la era imperial.

Berridge fue quemado en la picota de la plaza de la ciudad. El heredero del duque, su hermano, encendió la pira en persona, aunque no antes de hacer que estrangularan al pobre desgraciado, para ahorrarle la agonía del fuego.


El resto de nuestra estancia en las colinas de Yvenage transcurrió de manera relativamente apacible. Durante algún tiempo, flotó en el palacio una atmósfera de preocupación e incluso de sospecha, que fue disipándose de manera gradual. No hubo más muertes inexplicables y asombrosas. El tobillo del rey se curó. Volvió a cazar y volvió a caerse de la montura, aunque esta vez sin hacerse nada más grave que algunos arañazos. En general, su estado de salud pareció mejorar, puede que por influencia del aire puro de las montañas.

La doctora descubrió que tenía poco que hacer. Paseaba y cabalgaba por las colinas, a veces acompañada por mí, y otras, por insistencia suya, sola. Pasaba mucho tiempo en la ciudad de Mizui, donde se dedicaba a tratar huérfanos y otros miserables en el hospital de los pobres, a comparar notas con las matronas y a discutir sobre remedios y pociones con los boticarios locales. Conforme se prolongaba en el tiempo nuestra estancia en Yvenir, empezaron a llegar a la ciudad algunos heridos de la guerra de Ladenscion, y la doctora trató a algunos de ellos lo mejor que pudo. En sus intentos de reunirse con los demás médicos de la ciudad, en cambio, no la acompañó el éxito, al menos hasta que, con el permiso del rey, los invitó a la sala del consejo, donde su majestad celebró una pequeña reunión antes de salir de cacería.

Sin embargo, consiguió menos de lo que había esperado, creo yo, en su intento de convencerlos de que cambiaran sus métodos, que encontraba aún más atrasados y potencialmente peligrosos para sus pacientes que los de sus colegas de Haspide.

A pesar del evidente buen estado de salud del rey, la doctora y él parecían buscar toda clase de excusas para seguir viéndose. El rey decía estar preocupado por su peso, un problema que había aquejado a su padre durante los últimos años de su vida, así que pidió a la doctora que le confeccionara una dieta. A aquellos de nosotros que pensábamos que engordar era señal inequívoca de que uno estaba bien alimentado, tenía poco trabajo y había alcanzado una edad superior a la media, esto nos pareció algo insólito, aunque puede que la cosa demostrase que los rumores que aseguraban que la doctora le había llenado la cabeza de ideas extrañas contenían algo de verdad.

Las malas lenguas aseguraban también que la doctora y su majestad pasaban demasiado tiempo juntos. Hasta donde yo sé, no hubo nada íntimo entre ellos en todo este tiempo. Había estado al lado de mi señora todas las veces en las que había atendido al rey, salvo un par de ocasiones en las que mi estado de salud me había impedido abandonar la cama, pero incluso en tales casos, me había encargado diligentemente de descubrir a través de mis compañeros ayudantes, así como de otros criados, lo que hacían el rey y ella.

Me satisface decir que no ocurrió nada sin que yo me enterara y que he informado de todo cuanto podría haber interesado a mi amo hasta la fecha.

El rey mandaba llamar a la doctora la mayoría de las tardes, y si no tenía ningún problema evidente, flexionaba de manera ostentosa los hombros y aseguraba que sentía cierta rigidez en alguno de ellos. La doctora se prestaba de buen grado a esta charada, y frotaba con diversos aceites la piel broncínea de la espalda del rey y le daba masajes en la columna, la espalda y la nuca con las palmas de las manos y los nudillos. Algunas veces, en estas ocasiones, conversaban en voz baja, pero lo más frecuente era que estuvieran en un silencio roto solo por los esporádicos gruñidos que emitía su majestad cuando ella soltaba algún nudo de musculatura especialmente tenso. Yo, como es natural, también guardaba silencio, pues no quería romper el hechizo que parecía flotar en aquellas ocasiones sobre la luz de las velas y, afligido por una extraña y dulce melancolía, observaba con envidia cómo aquellos dedos fuertes y finos, untados de aceites perfumados, trabajaban la carne rendida del rey.


—Pareces cansada esta mañana, doctora —dijo el rey mientras ella estaba dándole un masaje en la parte alta de la espalda. Estaba tumbado en su gran cama, bajo el dosel, desnudo de cintura para arriba.

—¿De veras, señor?

—Sí. ¿Qué has estado haciendo? —El rey la miró directamente—. No te habrás echado un amante, ¿verdad, Vosill?

La doctora se ruborizó, cosa que no le sucedía a menudo. Creo que siempre que he visto un suceso así ha sido en presencia del rey.

—No, señor —dijo.

El rey apoyó la barbilla en las manos.

—Pues quizá deberías, doctora. Eres una mujer hermosa. Estoy seguro de que si lo decidieras, encontrarías un buen candidato.

—Su majestad me adula.

—No, simplemente digo la verdad, como seguro que sabes.

—Me inclino ante vuestra opinión, señor.

El rey se volvió hacia mí y me miró directamente.

—¿No crees, eh…?

—Oelph —dije tragando saliva—. Señor.

—Bueno, Oelph —dijo el rey con las cejas enarcadas—. ¿No crees que estoy en lo cierto? ¿No te parece la doctora un buen partido? ¿No podría llamar la atención de cualquier hombre normal?

Tragué saliva. Me volví hacia la doctora, quien me devolvió la mirada con una expresión que lo mismo podía ser amenazante que suplicante.

—Estoy convencido, señor —empecé—, de que la doctora es de lo más agradable, majestad, señor —murmuré, consciente de que ahora era yo el que se había ruborizado.

—¿Agradable? ¿Eso es todo? —El rey se echó a reír sin dejar de mirarme—. ¿Pero no piensas que es atractiva, Oelph? ¿Atractiva, bella, hermosa, preciosa?

—Estoy seguro de que es todo eso que decís, señor —dije mirándome los pies.

—Ahí lo tienes, doctora —dijo el rey mientras volvía a apoyar la barbilla en las manos—. Hasta tu joven ayudante está de acuerdo conmigo. Piensa que eres atractiva. Así que, doctora, ¿vas a echarte un amante o no?

—Creo que no, señor. Un amante me privaría de un tiempo que podría necesitar para dedicaros a vos.

—Oh, últimamente me encuentro en plena forma y estoy seguro de que podría prescindir todas las tardes de ti el tiempo suficiente para un buen revolcón o dos.

—La generosidad de vuestra majestad me abruma —repuso la doctora con voz seca.

—Ya estás otra vez, Vosill. Tu dichoso sarcasmo. Mi padre decía que cuando una mujer empieza a mostrarse sarcástica con sus superiores es señal inequívoca de que no está recibiendo lo que toda mujer se merece.

—Indudablemente era un pozo de sabiduría, señor.

—Ya lo creo —convino el rey—. Creo que hubiese dicho que necesitas un buen revolcón. Por tu propio bien. Au —dijo al sentir cómo se apoyaba la doctora en su columna sobre el dorso de la mano—. Cuidado, doctora. Sí. Podrías decir que es algo medicinal o, al menos… eh… ¿Cuál es la palabra esa?

—¿Irrelevante? ¿Insultante? ¿Impertinente?

—Terapéutico. Eso es. Terapéutico.

—Ah, esa palabra.

—Ya sé —dijo el rey—. ¿Y si te ordeno tomar un amante, Vosill, por tu propio bien?

—La preocupación de vuestra majestad por mi bienestar es digna de encomio.

—¿Obedecerías a tu rey, Vosill? ¿Tomarías un amante si te lo ordenara?

—Me preocuparía qué garantías serían necesarias para demostrar a plena satisfacción de mi rey que había cumplido sus órdenes, señor.

—Oh, me bastaría con tu palabra, Vosill. Y, además, estoy seguro de que cualquier hombre que te llevase a la cama no tardaría ni un instante en empezar a jactarse de ello.

—¿De veras, señor?

—Sí. Salvo que poseyera una esposa especialmente celosa y rencorosa. Pero, ¿lo harías?

La doctora adoptó una expresión reflexiva.

—Supongo que podría decidir al candidato yo misma, señor.

—Oh, claro, doctora. No tengo la menor intención de hacer de Celestino para ti.

—Entonces, sí, señor. Por supuesto. A la máxima brevedad.

—¡Bien! Entonces tendré que pensar si lo hago.

A estas alturas yo ya había levantado la mirada del suelo, aunque seguía ruborizado. La doctora me miró y esbocé una sonrisa insegura. Ella se rió en silencio.

—¿Y si lo hicierais, señor —preguntó—, y yo me negara?

—¿Que te negaras a obedecer una orden directa de tu rey? —preguntó su majestad con una especie de espanto genuino.

—Bueno, aunque estoy totalmente a vuestro servicio y consagrada a vos en todos los aspectos, señor, creo que no soy, en el sentido riguroso de la palabra, uno de vuestros súbditos. Soy ciudadana de la república insular de Drezen y aunque estoy satisfecha, y de hecho honrada, de servir a vuestras órdenes y bajo la jurisdicción de vuestras leyes, no creo estar obligada a obedecer hasta el último de vuestros caprichos, al menos no tanto como alguien nacido en Haspidus o de unos padres que fueran subditos de vuestro reino.

El rey lo meditó unos instantes.

—¿No me dijiste una vez que habías barajado la posibilidad de estudiar derecho en lugar de medicina, doctora?

—Creo que sí, señor.

—Ya me parecía. Bueno, si fueras uno de mis súbditos y me desobedecieras de manera expresa, te haría encarcelar hasta que cambiases de idea, y si no lo hicieras, lo lamentaría mucho por ti, porque por muy trivial que pueda ser el asunto en sí, la voluntad del rey debe ser obedecida siempre, y esa es una cuestión que no admite excepciones.

—No obstante, no soy uno de vuestros súbditos, señor. ¿Cómo responderíais entonces a mi intransigencia?

—Supongo que tendría que ordenarte que abandonaras mi reino, doctora. Tendrías que regresar a Drezen o irte a otro sitio.

—Eso me entristecería mucho, señor.

—Y a mí. Pero, como puedes ver, no tendría elección.

—Por supuesto que no, señor. Así que rezaré para que no me ordenéis tal cosa, porque en caso de hacerlo, tendría que elegir entre rendirme a un hombre o el exilio.

—En efecto.

—Una difícil elección para una persona que es, como vos mismo habéis señalado con la penetrante precisión que os caracteriza, señor, tan celosa de su intimidad y tan tozuda como yo.

—Me alegra que finalmente estés tratando el asunto con la gravedad que merece, doctora.

—En efecto. ¿Y qué hay de vos, si se me permite preguntar?

—¿Cómo? —dijo el rey levantando bruscamente la cabeza.

—Las intenciones de vuestra majestad por lo que se refiere al matrimonio son tan trascendentes como trivial sería mi elección de amante. Solo estaba preguntándome si habríais pensado mucho sobre el particular, ya que estamos hablando del tema.

—Creo que en realidad estamos abandonando el tema del que yo creía que hablábamos.

—Os ruego mil perdones, majestad. Pero, ¿tenéis la intención de casaros pronto, señor?

—Creo que eso no es asunto tuyo, doctora. Eso solo concierne a la corte, a mis consejeros, a los padres de las princesas susceptibles de ser elegidas, a las demás damas de elevada alcurnia a las que pudiera convenirme estar emparejado y a mi persona.

—Sin embargo, como vos mismo habéis señalado, señor, la salud y el comportamiento de una persona pueden verse profundamente afectados por la falta de… liberaciones sensuales. Lo que podría tener sentido para la fortuna política de un Estado podría resultar catastrófico para el bienestar de un rey si, por poner un ejemplo, tuviera que casarse con una mujer fea.

El rey volvió la cabeza hacia ella con una expresión divertida.

—Doctora —dijo—. Me casaré con quien considere que debo casarme por el bien de mi reino y de mis herederos. Si eso quiere decir casarse con una mujer fea, que así sea. —Sus ojos parecieron centellear—. Soy el rey, Vosill. La posición acarrea ciertos privilegios que tal vez hayas oído mencionar. Dentro de unos límites bastante generosos, puedo disfrutar de quien me plazca, y eso no va a cambiar por el hecho de que tome esposa. Te garantizo que podría casarme con la princesa menos agraciada del mundo sin que eso supusiera la menor diferencia en la frecuencia o calidad de mis «liberaciones sensuales». —Una gran sonrisa se dibujó en sus facciones.

La doctora puso cara de desconcierto.

—Pero si habéis de tener herederos, señor… —empezó a decir.

—Entonces me aseguraré de estar en un estado de embriaguez que me permita soportar el trance sin llegar a incapacitarme, de que las ventanas estén bien cerradas y hayan apagado ya las velas y luego me dedicaré a pensar en cualquier otra persona hasta que el proceso haya llegado a su conclusión satisfactoria, mi querida doctora —dijo el rey con una sonrisa de satisfacción en el rostro mientras volvía a apoyar la barbilla en la mano—. Mientras la señora sea fértil, no tendré que sufrirlo demasiado a menudo, ¿no te parece?

—La verdad es que no podría decirlo, señor.

—Pues entonces acepta mi palabra, y la de todas las mujeres que me han dado descendencia… masculina en la mayoría de las ocasiones, debería añadir.

—Muy bien, señor.

—Además, no voy a ordenarte que te eches un amante.

—Os estoy sumamente agradecida, señor.

—Oh, no lo hago por ti, Vosill. Lo que pasa es que siento simpatía por cualquiera al que pudieras escoger para el puesto. No dudo que la parte principal de la ocasión sería suficientemente placentera, pero después… Que la Providencia proteja al pobre desgraciado, tendría que sufrir tu desconcertante conversación. ¡Auu!


Creo, pues, que solo queda un incidente digno de mención relacionado con nuestra estancia en el palacio de Yvenir. Fue algo de lo que solo me enteré más tarde, algún tiempo después de haber regresado a Haspide, cuando la noticia quedó considerablemente eclipsada por otros acontecimientos.

Amo, la doctora, como ya os he dicho, salía a menudo sin compañía a pasear o a cabalgar por las colinas. En ocasiones se marchaba al amanecer de Xamis y permanecía fuera hasta su puesta. Esto se me antojaba un comportamiento tan excéntrico como a todos los demás, e incluso cuando la doctora tenía el sentido común de pedirme que la acompañara, sus motivos seguían confundiéndome. Lo más raro de todo eran las caminatas. Caminaba horas y horas, como una vulgar campesina. Llevaba consigo libros pequeños, y no tan pequeños, que había adquirido a gran coste en Haspide, llenos de dibujos, pinturas y descripciones de la fauna y la flora de la región, y observaba ensimismada a los pájaros e insectos que se cruzaban en nuestro camino, con una intensidad que parecía antinatural si tenemos en cuenta que no tenía la menor intención de cazarlos.

Las salidas montadas eran menos enervantes, aunque tengo la impresión de que solo recurría a las cabalgaduras cuando el viaje que se había propuesto hacer era demasiado largo para llevarlo a cabo a pie (pues no quería pasar las noches fuera).

A pesar de la perplejidad que me inspiraban estas excursiones y el fastidio que me provocaba el verme obligado a caminar durante un día entero, acabé por disfrutar de ellas. Tanto la doctora como mi amo contaban con que estuviera a su lado en tales ocasiones, por lo que sentía que no estaba haciendo otra cosa que cumplir con mi deber.

Caminábamos o cabalgábamos en silencio, o entretenidos con conversaciones sobre nimiedades, o sobre medicina, historia, o un centenar de cosas más, nos deteníamos para comer, para observar a algún animal o disfrutar de las vistas, consultábamos los libros y tratábamos de decidir si los animales que estábamos mirando eran los que se describían allí o si el autor del tratado se había excedido en su imaginación, tratábamos de descifrar los toscos mapas que la doctora había copiado en la biblioteca, parábamos a los leñadores o los furtivos para preguntarles por el camino, recogíamos plumas, flores, piedrecillas, conchas y cáscaras de huevo y finalmente terminábamos por regresar al palacio sin haber hecho nada de auténtico provecho, aunque debo reconocer que, al menos yo, con el corazón lleno de júbilo y la cabeza invadida por una especie de salvaje deleite.

Pronto empecé a lamentar que no me llevara consigo en todas las excursiones y al regresar a Haspide me reconvine amargamente por no haber llegado a hacer algo que había barajado muchas veces en Yvenir cuando la doctora salía en una de sus expediciones solitarias. Que no era otra cosa que ir tras ella, seguir sus pasos y vigilarla en silencio.

De lo que me enteré, meses más tarde, en Haspide, fue de que dos de mis compañeros se tropezaron casualmente con ella en una de las ocasiones en las que había salido sola. Eran Aumost y Puomiel, pajes del barón Sermil y el príncipe Khres, respectivamente, y dos sujetos a los que conocía poco y que, a decir verdad, nunca me habían gustado demasiado. Ambos tenían reputación de pendencieros, tramposos y canallas, y desde luego no se privaban de presumir de las cabezas que habían partido, los criados a los que habían desplumado a las cartas y los éxitos que habían cosechado con las chicas de la ciudad. Se rumoreaba que, el año anterior, Puomiel había dejado a otro paje al borde de la muerte después de que el joven se quejara a su amo de que su compañero estaba robándole. Ni siquiera había sido una pelea justa. El muy canalla había atacado al otro por la espalda y lo había dejado inconsciente. Y lo peor de todo es que ni siquiera se molestaba en negarlo, pues supongo que pensaba que así le tendríamos aún más miedo. Aumost era ligeramente menos desagradable que él, pero, y sobre este punto el consenso era general, solo porque carecía de imaginación.

Su historia era que, una noche especialmente calurosa en que habían salido al poco del crepúsculo, se encontraban cerca del palacio. Volvían a Yvenir con algunas aves en las alforjas, felices por su éxito e impacientes por llevarse lo cobrado al estómago. Entonces tropezaron con un xule real, un animal que ya de por sí es muy raro, y que encima, según dijeron, era totalmente blanco. Se movía por el bosque como un fantasma pálido y veloz. Soltaron las alforjas, prepararon los arcos y lo siguieron tan sigilosamente como les fue posible.

Ninguno de ellos debía de haber pensado en lo que iban a hacer si se encontraban en posición de abatir a la bestia. No podían decirle a nadie que la habían cazado, porque la caza del xule es una prerrogativa real y el tamaño del animal les habría impedido llevarlo a algún carnicero poco honrado, aun suponiendo que hubiesen podido encontrar a uno lo bastante valiente como para desafiar la ira del rey. Pero a pesar de todo fueron tras él, arrastrados por un instinto depredador que tal vez llevemos todos en nuestro interior.

No llegaron a alcanzarlo. Al acercarse a un lago rodeado de árboles que se encontraba en las colinas, el animal se asustó de repente, echó a correr y al cabo de unos segundos se encontraba fuera del alcance del más afortunado de los disparos.

Los dos pajes, que habían coronado un pequeño altozano con el tiempo justo de ver cómo ocurría esto desde detrás de los arbustos, quedaron descorazonados al ver que el animal se les escapaba. Pero este sentimiento quedó anulado casi al instante por lo que vieron a continuación.

Una mujer increíblemente hermosa y totalmente desnuda salió andando del lago y miró en la dirección que el xule real había tomado para escapar.

Ahí, pues, estaba la causa que había impulsado al animal a huir a tal velocidad, y además, tal vez, una presa más digna de ser cazada y disfrutada. La mujer era alta y de piel morena. Tenía unas piernas muy largas y un vientre demasiado plano para ser realmente hermoso, pero sus senos, aunque no muy voluminosos, parecían firmes y erguidos. Ni Auomst ni Puomiel la reconocieron al principio. Pero era la doctora. Apartó la mirada del lugar en el que el xule se había perdido entre los arbustos, volvió a entrar en el agua y empezó a nadar con la facilidad de un pez en dirección a los dos jóvenes.

Llegó a la orilla justo debajo del lugar en el que se encontraban. Allí era, comprendieron entonces, donde había dejado su ropa. Salió del agua y, de espaldas a ellos, empezó a secarse con las manos.

Los dos hombres se miraron. No tuvieron que decir nada. Allí había una mujer, sola. No tenía escolta, ni acompañante, y, hasta donde los dos sabían, no tenía marido ni campeón en la corte. O, en realidad, no se les ocurrió que sí que lo tenía, y que era un defensor sin igual ni superior. El pálido cuerpo que se exponía frente a ellos los excitaba aún más que el que acababan de perder de vista y un instinto aún más profundo que el de la caza se había apoderado de sus corazones y había extinguido todo pensamiento racional de sus mentes.

Estaba muy oscuro entre los árboles que rodeaban el estanque y los pájaros, alertados por la huida del xule, cantaban por todas partes, lo que cubriría sus pasos al aproximarse a ella, por torpes que fueran.

Podían dejarla inconsciente, o sorprenderla y taparle los ojos. En otras palabras, no llegaría a verlos, así que podrían violarla sin miedo a ser descubiertos y castigados. El hecho de que el xule los hubiese llevado hasta aquí parecía una señal de los antiguos dioses del bosque. Quien los había atraído era una criatura casi mítica. La oportunidad era demasiado buena para dejarla pasar.

Puomiel sacó una bolsa de monedas que ya en el pasado había utilizado como porra. Aumost asintió.

Salieron a hurtadillas de los matorrales y avanzaron sigilosamente entre las sombras y los pocos árboles que los separaban de ella.

La mujer estaba canturreando en voz baja. Terminó de secarse con un pequeño pañuelo, que a continuación se enrolló a la cabeza. Cuando se inclinó para recoger su camisa, las nalgas fueron como dos pálidas lunas. De espaldas todavía a los dos hombres, que ahora se encontraban a pocos pasos de ella, levantó la prenda por encima de su cabeza y la dejó caer sobre su cuerpo. Durante unos momentos estaría, y estuvo, ciega, mientras el vestido terminaba de ponerse sobre su cuerpo. Aumost y Puomiel comprendieron que era el momento. Se abalanzaron sobre ella. Sintieron que la mujer se ponía tensa al oírlos. Puede que su cabeza empezara a girar, atrapada aún entre los pliegues de la camisa.


Despertaron con las cabezas doloridas en la oscuridad de una noche sin más luz que la que daban Foy y Jairly, brillantes como dos ojos reprobantes, sobre las apacibles y tranquilas aguas del estanque.

La doctora había desaparecido. Los dos pajes tenían sendos chichones del tamaño de un huevo en la nuca. Alguien les había arrebatado los arcos y, lo que resultaba aún más curioso, había retorcido las hojas de sus cuchillos y hecho un nudo con ellas.

Nadie pudo entenderlo. Ferice, el aprendiz del herrero, juró que hacer eso con el metal era casi imposible. Él había tratado de doblar de una manera parecida unos cuchillos similares a los de Aumost y Puomiel y solo consiguió que se rompieran casi al instante. El único modo de retorcerlos de aquella manera era calentarlos al rojo vivo y luego manipularlos, y aun así no era nada fácil. Añadió que había recibido más de un rapapolvo del maestro armero por haber realizado experimentos parecidos, para que aprendiera a no malgastar armas valiosas.

Algunas de las sospechas recayeron sobre mí, aunque en aquel momento no lo supe. Aumost y Puomiel asumieron que había ido con la doctora, para protegerla y con su conocimiento, o para espiarla sin él. Solo el testimonio de Feulecharo, al que Jollisce y yo habíamos estado ayudando a hacer inventario de las posesiones del duque Walen mientras ocurría todo aquello, me salvó de una paliza.

Cuando, finalmente, acabé por enterarme de lo que había ocurrido, no supe qué pensar, salvo que ojalá hubiera estado allí, como guardián o como espía. Habría luchado hasta la muerte con aquellos dos rufianes para salvaguardar el honor de la doctora, pero al mismo tiempo habría traicionado el mío de buen grado por vislumbrar una sola vez lo que ellos habían visto.

Загрузка...