20 El guardaespaldas

—Le conté al niño una historia mía.

—¿Sí?

—Sí. Un montón de mentiras.

—Bueno, todas las historias lo son, en cierto modo.

—Esta era algo peor. Era una historia real transformada en una mentira.

—Sentirías que había una razón para hacerlo.

—Sí, así es.

—¿Y qué razón era esa?

—Que quería contar la historia, pero no podía contársela tal cual a un niño. Es la única historia que conozco digna de ser contada, la historia en la que más pienso, la que vivo una y otra vez en mis sueños, la que siento que debe ser contada, pero un niño no podría entenderla, y aun en el caso de que pudiera, contársela habría sido algo inhumano.

—Mmmm. No me recuerda a ninguna de las historias que me has contado.

—¿Quieres que lo haga ahora?

—Parece una historia dolorosa.

—Lo es. Y puede que demasiado dolorosa de escuchar, también.

—¿Quieres contármela?

—No lo sé.


El Protector regresó a su palacio. Su hijo aún vivía, aunque su vínculo con la vida parecía tenue y frágil. El doctor BreDelle reemplazó al doctor AeSimil pero no tuvo más éxito en el diagnóstico de lo que aquejaba al niño, ni tampoco en el tratamiento. Lattens entraba y salía en estados de inconsciencia. A veces era incapaz de reconocer a su padre o a su niñera, y en otras ocasiones se incorporaba en la cama y decía que se encontraba mucho mejor, casi del todo bien. Sin embargo, estos períodos de lucidez y aparente recuperación se espaciaban cada vez más en el tiempo, y el niño pasaba cada vez más tiempo en la cama, dormido o en un estado intermedio entre el sueño y la vigilia, con los ojos cerrados, los miembros temblorosos, murmurando para sí, dando vueltas y convulsionándose como si tuviera un ataque. Casi no comía y solo podía beber agua y zumo de frutas muy diluido.

DeWar seguía temiendo que estuvieran envenenándolo de alguna manera sutil. Dispuso, con el Protector y el superintendente de una casa de huérfanos, que un par de gemelos fueran llevados a palacio para hacer de catadores para el niño. Los dos pequeños, idénticos, tenían un año menos que él. Eran débiles de nacimiento, además de que una infancia muy difícil les había dejado una constitución delicada y propensa a pequeñas afecciones. Sin embargo, empezaron a medrar mientras él seguía debilitándose, y se terminaban gustosamente todas las comidas que él apenas probaba, hasta el punto de que un observador casual, al comparar las cantidades consumidas, habría llegado a la conclusión de que era él quien cataba la comida de ellos.

Durante los primeros días tras su precipitado regreso a Crough, UrLeyn y quienes lo rodeaban se habían aislado de todo lo referente a Ladenscion y había una frustrante falta de noticias nuevas sobre la marcha de la guerra. El general recorría el palacio de un lado a otro, incapaz de concentrarse en nada, y no encontraba solaz ni siquiera en el harén. Las chicas más jóvenes, en particular, solo lograban fastidiarlo con sus torpes intentos de animarlo y pasaba más tiempo con Perrund que con ellas, sencillamente charlando la mayoría de las ocasiones.

Se organizó una cacería, pero el Protector la canceló antes de que empezara, temiendo que pudiera alejarlo demasiado tiempo del palacio y de la cama de su hijo enfermo. Trató de distraerse con los asuntos de Estado, pero fue incapaz de encontrar paciencia para los cortesanos, los representantes de las provincias o los dignatarios extranjeros. Pasaba cada vez más tiempo en la biblioteca del palacio, leyendo libros de historia y relatos sobre las vidas de los héroes de antaño.

Cuando al fin llegaron noticias de Ladenscion, eran equívocas. El ejército había conseguido tomar otra ciudad, pero las pérdidas en hombres y máquinas de asedio eran elevadas. Algunos barones habían sugerido la posibilidad de permanecer vinculados a Tassasen como vasallos teóricos, sometidos al pago de un tributo simbólico, pero conservando la independencia adquirida con su rebelión. Como los generales Ralboute y Simalg sabían perfectamente que esta solución no sería del agrado del Protector, pedían más soldados. De hecho, esperaban que la noticia se hubiese cruzado en el camino con los refuerzos que, a buen seguro, estarían ya en marcha hacia allí, por lo que esta última petición resultaba redundante. El mensaje llegó por medio de una carta cifrada y no contenía gran cosa digna de debate o discusión, pero a pesar de todo, UrLeyn reunió al consejo de guerra entero en la sala de los mapas. DeWar fue invitado a asistir, pero se le ordenó que guardara silencio.

—¿No sería mejor que te alejaras un poco, hermano?

—¿Que me alejara? ¿Cómo? ¿En un viaje por las provincias? ¿De visita a una tía del campo? ¿Qué quiere decir eso de «alejarme un poco»?

—Quiero decir que quizá lo mejor sería que estuvieras en otra parte —dijo RuLeuin con el ceño fruncido.

—Lo mejor, hermano —dijo UrLeyn—, sería que mi hijo se recuperara rápida y completamente, que la guerra de Ladenscion terminara inmediatamente con una victoria total y que mis consejeros dejaran de hacer sugerencias estúpidas.

DeWar esperaba que RuLeuin hubiese captado la irritación del tono de su hermano y se contuviera, pero este continuó:

—Bueno, en tal caso —dijo—, lo único que se puede hacer, que no lo mejor, es que te marches a Ladenscion. Para tomar las riendas de la guerra y tener menos tiempo para las preocupaciones que te está causando la enfermedad del muchacho.

DeWar, sentado justo detrás de UrLeyn a la cabecera de la mesa de los mapas, pudo ver que algunos de los presentes miraban a RuLeuin con una expresión de desaprobación e incluso leve desdén.

UrLeyn sacudió la cabeza furiosamente.

—Por la gran Providencia, hermano, ¿por quién me tomas? ¿Es que acaso nos criaron a alguno de los dos con tal carencia de sentimientos? ¿Acaso tú puedes conectar y desconectar tus emociones? Yo no, y miraría con la máxima de las sospechas a cualquier hombre que asegurara que es capaz de hacerlo. No sería un hombre, sino una máquina. Un animal. Providencia, hasta los animales tienen sentimientos. —Recorrió con la mirada a todos los presentes en la mesa, como si estuviera desafiándolos a hacer una afirmación de semejante frialdad—. No puedo dejar al niño así. Ya lo intenté, como tal vez recuerdes, y tuve que regresar. ¿Preferirías que me marchara y pasara día y noche preocupado? ¿Querrías que me fuera a Ladenscion dejando mi corazón aquí, y que me pusiera al mando de las operaciones sin poder prestarle toda mi atención a la tarea?

Finalmente, RuLeuin pareció darse cuenta de que era mejor guardar silencio. Apretó los labios y se dedicó a estudiar el mapa que tenía delante.

—Estamos aquí para hablar de lo que ha de hacerse con esta condenada guerra —dijo UrLeyn con un ademán hacia el mapa de Tassasen desplegado en el centro de la gran mesa—. Las condiciones de mi hijo me obligan a permanecer en Crough, pero por lo demás no tienen influencia alguna en esta reunión. Agradeceré que no volváis a mencionar el tema. —Fulminó con la mirada a RuLeuin, quien continuaba con los ojos clavados en el mapa y los labios apretados—. Y ahora, ¿alguien tiene algo útil que decir?

—¿Qué se puede decir, señor? —dijo ZeSpiole—. Estas últimas noticias no revelan gran cosa. La guerra continúa. Los barones quieren conservar lo conseguido. Estamos demasiado lejos como para hacer gran cosa. A menos que accedáis a lo que piden los rebeldes.

—Eso no es de mucha más ayuda que lo anterior —dijo UrLeyn al comandante de la Guardia con tono de impaciencia.

—Podemos enviar más tropas —dijo YetAmidous—. Pero yo no lo recomendaría. Ya nos quedan muy pocas en la capital y las demás provincias están casi vacías.

—Es cierto, señor —dijo VilTere, un joven comandante provincial al que se había llamado a la capital con una compañía de artillería ligera. El padre de VilTere había sido camarada de UrLeyn en la guerra de sucesión y el Protector lo había invitado a la reunión—. Si utilizamos demasiadas tropas para castigar a los barones, otros podrían sentirse alentados a imitar su ejemplo por la ausencia de fuerzas en las provincias.

—Si castigamos a los barones con la suficiente severidad —dijo UrLeyn—, es posible que esos «otros» se den cuenta de que semejante curso de acción es una necedad.

—En efecto, señor —dijo el comandante provincial—, pero primero debemos hacerlo y ellos deben enterarse.

—Se enterarán —dijo UrLeyn con voz torva—. He perdido la paciencia con esta guerra. No aceptaré otra cosa que una victoria total. No se entablarán más negociaciones. Informaré a Simalg y Ralboute de que lo único que deben hacer es capturar a los barones y, una vez que lo hayan hecho, enviarlos aquí como vulgares ladrones, solo que mejor custodiados. Han de tratarlos con la máxima severidad.

BiLeth puso cara de consternación. UrLeyn se percató de ello.

—¿Sí, BiLeth? —preguntó.

El ministro de Asuntos Exteriores palideció aún más.

—Es… —empezó a decir—. Eh… bien…

—¿Qué ocurre, hombre? —gritó UrLeyn. El ministro de Asuntos Exteriores dio un respingo en su asiento y su larga cabellera entrecana ondeó un instante.

—¿Estáis…? ¿Está el Protector del todo…? La cuestión, señor, es que…

—¡Por la gran Providencia, BiLeth! —rugió UrLeyn—. No irás a llevarme la contraria, ¿verdad? Por fin has encontrado una pizca de valor, ¿eh? Me pregunto de qué remoto infierno la has sacado.

BiLeth empalideció.

—Suplico al Protector que me perdone. Solo me atrevería a rogarle que reconsiderara la idea de tratar a los barones de esa manera —dijo, con una expresión entre desesperada y angustiada en el rostro enjuto.

—¿Y cómo cono debería tratar a esos bastardos? —preguntó UrLeyn con voz baja pero temblorosa de desprecio—. Nos declaran la guerra, nos toman por tontos, llenan nuestro país de viudas… —Dio un puñetazo en la mesa que hizo que los bordes del mapa se levantaran—. ¿Cómo, en el nombre de todos los viejos dioses, se supone que tengo que tratar a esos hijos de puta?

BiLeth parecía a punto de echarse a llorar. Hasta DeWar lo sentía un poco por él.

—Pero, señor —dijo el ministro con una vocecilla—, algunos de ellos están emparentados con la familia real de Haspide. Hay cuestiones de etiqueta diplomática que deben respetarse al tratar con la nobleza, aunque sea una nobleza levantisca. Si conseguimos capturar a uno solo de ellos y lo tratamos bien, es posible que lo atraigamos a nuestro lado. Comprendo…

—Comprendéis muy pocas cosas, señor mío, según se ve —dijo UrLeyn con voz rebosante de desprecio. BiLeth pareció encogerse en su asiento—. No pienso seguir discutiendo de cuestiones de etiqueta —dijo escupiendo esta última palabra—. Es evidente que esa chusma ha estado burlándose de nosotros. Se comportan como una mujer seductora, nuestros orgullosos barones. Como una coqueta. Sugieren que podrían llegar a rendirse si los tratamos un poco mejor, que serán nuestros si los cortejamos un poco más, si encontramos en nuestros corazones y nuestros bolsillos lo necesario para hacerles unos pocos regalos más, algunas muestras de estima más. Sí, y en ese caso nos abrirán las puertas, nos ayudarán con sus amigos más pertinaces, y al fin veremos que toda la resistencia ofrecida hasta el momento no ha sido más que una farsa, una bonita lucha que han tenido que librar por el bien de su honor virginal. —Volvió a aporrear la mesa—. ¡Pues no! ¡Es la última vez que nos toman el pelo! ¡Lo próximo que tomaremos serán sus cabezas, entregadas al verdugo como si fueran vulgares asesinos y luego incineradas en público!

YetAmidous dio una palmada sobre la mesa y se levantó de su asiento.

—¡Bien dicho, señor! ¡Ese es el espíritu que nos hace falta!

ZeSpiole observó cómo se encogía BiLeth un poco más en su asiento, e intercambió una mirada con RuLeuin, quien se volvió hacia el suelo. El comandante de la Guardia apretó los labios y estudió el mapa. Los demás oficiales presentes —generales de menor rango, consejeros y ayudantes de campo— se entretuvieron de diversas formas, pero ninguno de ellos se atrevió a mirar directamente al Protector ni a decir nada que contradijera sus opiniones.

UrLeyn contempló sus rostros con una expresión de burlona admonición.

—Bueno, ¿es que no hay nadie que tome partido por mi ministro de Asuntos Exteriores? —dijo con un ademán dirigido a la menguante figura que era BiLeth—. ¿Ha de permanecer solo y sin ayuda en esta campaña?

Nadie dijo nada.

—¿ZeSpiole? —preguntó el general.

El comandante de la Guardia levantó la mirada.

—¿Señor?

—¿Crees que tengo razón? ¿Tendría que negarme a entablar más negociaciones con los barones rebeldes?

ZeSpiole inhaló profundamente.

—Creo que amenazar a los barones, tal como habéis dicho, puede resultar fructífero, señor.

—Y, si conseguimos capturar a uno de ellos, ¿debemos proceder como he propuesto?

ZeSpiole estudió el gran ventanal en forma de abanico de la pared opuesta, donde la luz del sol se reflejaba sobre el cristal y las piedras semipreciosas.

—La idea de ver a uno de esos barones humillados no me disgusta, señor. Y, tal como habéis dicho, en esta ciudad hay tantas viudas que sus gritos de júbilo ahogarían los aullidos del prisionero.

—¿No ves una falta de templanza en una acción así? —preguntó UrLeyn con tono comedido—. ¿Un poco de imprudencia, una impetuosidad cruel que podría volverse contra nosotros?

—Es una posibilidad, tal vez —dijo ZeSpiole con una pizca de inseguridad.

—¿Una «posibilidad», «tal vez»? —dijo UrLeyn imitando la voz del comandante de la Guardia—. ¡Debemos estar por encima de eso, comandante! Esta es una cuestión importante, una cuestión que exige la reflexión más grave. No podemos mostrarnos frivolos, ¿verdad? O quizá sí. Puede que estéis en desacuerdo. ¿Lo estáis, comandante?

—Estoy de acuerdo en que debemos pensar con detenimiento lo que vamos a hacer, señor —dijo ZeSpiole con voz y actitud muy serias.

—Bien, comandante —dijo UrLeyn con aparente sinceridad—. Me alegra haber podido extraer un retazo de determinación de vos. —Miró a todos los demás—. ¿Alguna otra idea que deba escuchar? —Todas las cabezas bajaron.

DeWar empezaba a dar gracias a que el Protector no hubiese pensado en volverse hacia él y pedirle sus opiniones. De hecho, aún temía que lo hiciera. Tenía la sospecha de que nada de lo que pudiera decir mejoraría el humor del general.

—¿Señor? —dijo VilTere. Todos los ojos se volvieron hacia el joven comandante provincial. DeWar esperaba que no fuera a decir ninguna estupidez.

UrLeyn lo fulminó con la mirada.

—¿Sí, señor mío?

—Señor, por desgracia, yo era demasiado joven para ser soldado durante la guerra de sucesión, pero he oído de labios de muchos comandantes, cuya opinión respeto y bajo cuyas órdenes he servido, que vuestro juicio siempre se ha demostrado acertado y vuestras decisiones, preclaras. Todos me han dicho que aun cuando albergaban dudas con respecto a vuestros decretos, confiaron en vos, y esa confianza tuvo su recompensa. No estarían donde están, ni estaríamos aquí nosotros —y en este punto el joven comandante miró a los demás— de no haber sido así.

Los demás rostros de la mesa estudiaron el de UrLeyn en busca de una respuesta antes de reaccionar.

El Protector asintió lentamente.

—Quizá debería molestarme —dijo— que sea el más joven y más recientemente llegado de los presentes el que tiene mejor opinión sobre mis facultades.

DeWar creyó detectar un sentimiento de alivio cauteloso por toda la mesa.

—Estoy seguro de que todos pensamos igual, señor —dijo ZeSpiole con una mirada indulgente a VilTere y otra cauta a UrLeyn.

—Muy bien —dijo UrLeyn—. Consideraremos qué tropas de refresco podemos enviar a Ladenscion y ordenaremos a Simalg y Ralboute que reanuden la guerra contra los barones, sin cuartel ni negociaciones. Caballeros. —Con estas palabras, y un leve gesto de asentimiento, se levantó y se marchó. DeWar fue tras él.


—Entonces deja que te cuente algo más parecido a la verdad.

—¿Solo parecido?

—A veces la verdad es insoportable.

—Poseo una constitución resistente.

—Sí, pero me refería a insoportable para el narrador, no para el espectador.

—Ah. Bueno. En ese caso, cuéntame lo que puedas.

—Oh, no es gran cosa, ahora que lo pienso. Y es una historia vulgar. Muy vulgar. Cuanto menos te cuente, más te parecerá que podrías haberla escuchado en un centenar, un millar, diez millares de bocas diferentes, o más.

—Tengo el presentimiento de que no va a ser una historia feliz.

—En efecto. Todo lo contrario. Es una historia sobre mujeres, mujeres jóvenes, especialmente, atrapadas en una guerra.

—Ah.

—¿Ves? Una historia así apenas necesita ser contada. Los ingredientes implican el artículo terminado, y el método de su elaboración, ¿verdad? Son los hombres los que hacen las guerras, las guerras que se libran tomando pueblos, aldeas y ciudades, donde las mujeres se ocupan de la casa, y cuando el lugar en el que viven es conquistado, ellas también lo son. Su honor se convierte en parte del botín y sus cuerpos son igualmente invadidos. Su territorio es tomado. Así que mi historia no difiere de la de esas decenas de miles de mujeres, sea cual sea su tribu o su nación. En mi caso, es la cosa más importante que me ha ocurrido. Fue el fin de mi vida, y lo que ves ante ti es como un fantasma, un espíritu, una mera sombra, algo insustancial.

—Perrund, por favor. —Alargó el brazo hacia ella en un gesto que no requería respuesta y que no pretendía terminar en un contacto. Fue más bien un ademán de simpatía, hasta de súplica—. Si te hace tanto daño, no tienes por qué continuar por mí.

—Ah, ¿pero es que te lastima, DeWar? —preguntó ella, y había un afilado dardo de amargura y acusación en la voz—. ¿Te avergüenza? Sé que me estimas, DeWar. Somos amigos. —Estas dos frases se articularon con demasiada rapidez para que él reaccionara—. ¿Te sientes mal por mí o por ti? La mayoría de los hombres no querrían saber lo que han hecho sus camaradas, no querrían enterarse de lo que son muy capaces. ¿Prefieres no pensar en esas cosas, DeWar? ¿O te excita secretamente la idea?

—Señora, el tema no me proporciona el menor placer.

—¿Estás seguro, DeWar? Y si lo estás, ¿crees que hablas en nombre de la mayoría de los de tu sexo? Pues, ¿no se supone que las mujeres deben resistirse incluso a aquellos antes los que se rendirían gustosamente, para que cuando se enfrenten a una violación más brutal el hombre no pueda estar seguro de que su resistencia y sus protestas no fueron meras afectaciones de cara a la galería?

—Debes saber que no somos todos iguales. Y aunque aceptásemos que todos los hombres poseen unos… impulsos básicos, no todos cedemos a ellos, ni les tenemos el menor respeto, ni siquiera en secreto. No puedo expresar lo mucho que lamento oír lo que te ocurrió…

—Pero si no lo has oído, DeWar. No has oído nada. Has supuesto que me violaron. Que no me mataron. Esto, por sí solo, habría bastado para matar a la chica que yo era y reemplazarla con una mujer, una mujer amargada, una mujer furiosa, o deseosa de quitarse la vida, o las vidas de aquellos que la habían violado, o una mujer simplemente loca.

»Creo que me habría enfurecido y amargado, y creo que habría odiado a todos los hombres, pero también creo que habría sobrevivido y me habría dejado convencer por los hombres buenos que conocía en mi propia familia y en mi pueblo, y tal vez por un hombre especialmente bueno que habría estado para siempre en mis sueños, de que no todo estaba perdido y de que el mundo no era un lugar tan espantoso.

»Pero nunca tuve la oportunidad de recuperarme, DeWar. Me hundieron de tal modo en la desesperación que hasta perdí la noción del espacio y fui incapaz de encontrar la superficie. Lo que me ocurrió es lo de menos, DeWar. Presencié cómo mataban a mi padre y a mis hermanos, después de que ellos hubieran tenido que presenciar cómo eran violadas una vez tras otra mi madre y mis hermanas por una noble y numerosa compañía de oficiales de alto rango. ¡Oh! ¡Agachas la cabeza! ¿Acaso mi lenguaje te molesta? ¿Te he ofendido? ¿He violado tus oídos con mis vulgares palabras de soldado?

—Perrund, tienes que creer que lamento lo que te ocurrió…

—¿Y por qué ibas a lamentarlo? No fue culpa tuya. No estabas allí. Me aseguras que lo desapruebas, así que, ¿por qué ibas a sentirlo?

—Yo estaría amargado en tu lugar.

—¿En mi lugar? ¿Cómo iba a ser eso, DeWar? Tú eres un hombre. De haber estado allí, habrías sido uno de los violadores, uno de los que apartaron la mirada o lo celebraron después con sus camaradas.

—Si hubiese sido un niño de tu misma edad…

—Ah, así que puedes compartir lo que me ocurrió. Ya veo. Qué bien. Es un consuelo.

—Perrund, dime lo que quieras. Cúlpame si eso te sirve de algo, pero, por favor, tienes que creer que yo…

—¿Creer qué, DeWar? Creo que lo sientes por mí, pero tu simpatía me escuece como la sal de una lágrima en una herida, porque soy un fantasma orgulloso. Oh, sí, un fantasma muy orgulloso. Soy una sombra enfurecida, y culpable también, pues he acabado por admitir en mi fuero interno que me siento resentida por lo que le pasó a mi familia porque me hace daño, porque me criaron para esperar que todo se hiciera por mí.

»Yo amaba a mis padres y a mis hermanas a mi manera, pero no era un amor desinteresado. Los amaba porque ellos me amaban y me hacían sentir especial. Era su niña, su criatura única. Por culpa de su devoción y su protección, no aprendí ninguna de las lecciones que los niños suelen aprender, sobre el mundo real, sobre la forma en que los niños son utilizados en él, hasta la mañana en la que todas las ilusiones que albergaba me fueron arrancadas y me vi obligada a afrontar la verdad.

»Me había acostumbrado a esperar lo mejor de todo. Había terminado por creer que el mundo me trataría siempre como había hecho en el pasado y que aquellos a los que amaba estarían allí siempre para amarme a cambio. La furia que siento por lo que le pasó a mi familia se debe en parte a esas expectativas, a la profanación y aniquilación de esas hermosas certezas. He ahí mi culpa.

—Perrund, esa no es razón para sentirse culpable. Lo que sientes es lo que cualquier niño decente siente al percatarse de lo egoísta que ha sido cuando era más pequeño, un egoísmo que es innato en la infancia, sobre todo cuando ha sido una infancia llena de amor. Este momento de comprensión llega, se vive con intensidad y luego se hace a un lado. Lo que ocurre es que tú no has podido superarlo por culpa de lo que te hicieron aquellos hombres, pero…

—¡Oh, para, para! ¿Crees que no sé todo eso? ¡Lo sé, pero soy un fantasma, DeWar! Lo sé pero no puedo sentir, no puedo aprender, no puedo cambiar. Estoy atrapada, estoy clavada en aquel momento, en aquel suceso. Estoy condenada.

—Nada de lo que yo pueda hacer o decir cambiará lo que te pasó, Perrund. Solo puedo escuchar, solo puedo hacer lo que tú me permitas hacer.

—¿Oh, acaso te atormento? ¿Es que te he convertido en una víctima, DeWar?

—No, Perrund.

—No, Perrund. No, Perrund. Ah, DeWar, el lujo de poder decir que no.

Él cayó a su lado entonces, medio de rodillas, medio en cuclillas, muy cerca de ella pero sin llegar a tocarla, con una rodilla junto a la de la concubina, con el hombro junto a su cadera, con las manos al alcance de las manos de ella. Estaba lo bastante cerca como para oler su perfume, para sentir el calor de su cuerpo, para percibir el aliento cálido que salía trabajosamente por su nariz y su boca entreabierta, para que una lágrima caliente cayera sobre su puño cerrado y rociara sus mejillas de diminutas gotitas. Mantuvo la cabeza gacha y cruzó las manos sobre la rodilla levantada.

El guardaespaldas DeWar y la concubina Perrund se encontraban en uno de los lugares más recónditos del palacio. Era un antiguo escondrijo situado en uno de los pisos inferiores, un espacio del tamaño de un armario que conducía a una de las salas públicas de la mansión original sobre la que se había erigido el gran edificio.

Conservadas por razones más sentimentales que prácticas por el primer monarca de Tassasen, y por una especie de indiferencia por todos sus sucesores, las habitaciones que tanto habían impresionado al primer rey habían sido consideradas demasiado pequeñas e indignas por las posteriores generaciones, y en la actualidad se utilizaban solo como almacenes.

La diminuta alcoba se había utilizado en su día para espiar. Desde allí se podía escuchar lo que pasaba en la sala contigua. A diferencia del cuartillo del que DeWar había emergido para atacar al asesino de la Compañía del Mar, este no estaba concebido para un centinela, sino para un noble, así que podía sentarse allí, conectado únicamente a la sala pública por un agujerillo en la mampostería —oculto a buen seguro tras un tapiz o una pintura— y escuchar lo que sus invitados decían sobre él.

Perrund y DeWar habían acabado allí después de que ella le pidiera que le enseñara aquellas partes del palacio que hubiese descubierto durante los vagabundeos que sabía que solía realizar. Al ver aquella minúscula habitación había recordado de repente el compartimiento secreto de su casa en el que sus padres la habían ocultado al llegar los saqueadores, durante la guerra de sucesión.

—Si supiera quiénes eran esos hombres, DeWar, ¿serías mi campeón? ¿Vengarías mí honor? —le preguntó.

DeWar levantó la mirada hacia ella. Sus ojos parecían extraordinariamente brillantes en la penumbra de aquel escondrijo.

—Sí —dijo—. Si supieras quiénes eran. Si estuvieras segura. ¿Me pedirías que lo hiciera?

Ella sacudió la cabeza furiosamente. Se limpió las lágrimas con la mano.

—No. Y, de todos modos, aquellos a los que pude identificar ya están muertos.

—¿Quiénes eran?

—Hombres del rey —dijo mientras apartaba la mirada de DeWar como si quisiera hablar por el agujerillo desde el que aquel noble del pasado había espiado a sus invitados—. Hombres del viejo rey. Uno de sus comandantes, un barón, y sus hombres. Habían dirigido el asedio y la toma de la ciudad. Parece ser que eran sus favoritos. Quienquiera que fuese su espía les había dicho que en la casa de mi padre estaban las chicas más bonitas. Fueron allí primero y mi padre trató de ofrecerles dinero para que se marcharan. Se lo tomaron a mal. ¡Un mercader ofreciéndole dinero a un noble! —Se miró el regazo, donde descansaba la mano sana, todavía humedecida por las lágrimas, junto a la otra en su cabestrillo—. Acabé por averiguar sus nombres, todos nobles, en cualquier caso. Murieron en la guerra. Cuando me enteré de la muerte de los primeros, traté de decirme que me sentía bien, pero la verdad es que no. No podía. No sentí nada. Aquel día decidí que estaba muerta por dentro. Que habían plantado la muerte en mi interior.

DeWar esperó un largo rato antes de decir, en voz baja:

—Y sin embargo estás viva, y has salvado la vida de quien puso fin a la guerra y trajo un gobierno mejor. Ya no tienen derecho a…

—Ah, DeWar, los fuertes siempre tienen derecho sobre los débiles, y los ricos sobre los pobres, y los poderosos sobre aquellos que carecen de poder. Puede que UrLeyn haya puesto las leyes por escrito y haya cambiado algunas de ellas, pero las leyes que nos convierten en animales corren por dentro. Los hombres se disputan el poder, se pavonean, hacen desfiles, impresionan a sus iguales con sus posesiones y toman a todas las mujeres que pueden. Nada de eso ha cambiado. Puede que ahora usen armas en lugar de manos y dientes, puede que utilicen a otros hombres y que expresen su dominación por medio del dinero, en lugar de otros símbolos de poder y majestad, pero…

—Y sin embargo —insistió DeWar— sigues viva. Y hay gente que te tiene el máximo aprecio y que siente que su vida es mejor por el hecho de haberte conocido. ¿No dirías que has encontrado una forma de paz y tranquilidad aquí, en el palacio?

—En el harén del jefe —dijo ella, aunque con algo que sonaba más a un desdén medido que a la furia que antes había contenido su voz—. Como una lisiada a la que se conserva por simpatía en la colección de hembras para el macho dominante de la manada.

—Oh, vamos. Puede que actuemos como animales, en especial los hombres. Pero no somos animales. Si lo fuésemos, no nos avergonzaríamos de actuar así. Y además, algunos no actúan así, y son el ejemplo que se debe seguir. ¿Dónde está el amor en el lugar en el que dices estar ahora? ¿No te sientes siquiera un poco amada, Perrund?

Ella alargó el brazo en un gesto rápido y le puso la mano en la mejilla, donde la dejó descansar con la misma facilidad y naturalidad que si fuesen dos hermanos, o un marido y una mujer unidos desde hacía mucho tiempo.

—Tal como dices, DeWar, la vergüenza deriva de la comparación. Sabemos que podríamos ser generosos, compasivos y buenos, y que es posible comportarse de ese modo, pero algo en nuestra naturaleza nos lo impide. —Esbozó una sonrisa pequeña y vacía—. Sí, siento algo que me parece amor. Algo que recuerdo, algo de lo que puedo discutir y sobre lo que puedo meditar y teorizar. —Sacudió la cabeza—. Pero no es algo que yo conozca.. Soy como una ciega que habla sobre el aspecto que tiene un árbol, o una nube. El amor es algo de lo que guardo un vago recuerdo, del mismo modo que un niño que perdió la vista de pequeño podría recordar el sol, o el rostro de su madre. Conozco el afecto de mis compañeras, las demás esposas putas, DeWar, y percibo tu afecto, e incluso te correspondo con algo del mío. Tengo un deber para con el Protector, del mismo modo que él siente que lo tiene conmigo. Asilas cosas, estoy satisfecha. Pero, ¿amor? Eso es para los vivos y yo estoy muerta.

Se puso en pie antes de que él pudiera decir nada.

—Y ahora, por favor, llévame de regreso al harén.

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