Amo, el baile de máscaras tuvo lugar seis días más tarde. El rey seguía aquejado de un ligero resfriado, pero la doctora le dio un preparado hecho de flores y plantas de las montañas que le mantuvo las «membranas» (creo que con esto se refería a su nariz) secas durante el baile. Le aconsejó que no probara el alcohol y que bebiera grandes cantidades de agua o, mejor aún, zumos de frutas. Sin embargo, creo que durante el baile, su majestad se dejó persuadir, por sí mismo principalmente, de que la definición de zumo de frutas incluía al vino, así que consumió gran cantidad de esta bebida durante el baile.
El gran salón de baile de Yvenage es un impresionante espacio circular, la mitad de cuyo perímetro está ocupada por ventanas que cubren la pared entera. En el año transcurrido desde la última vez que la corte visitó Yvenir, estas ventanas han sido remozadas en su parte inferior. Los grandes paneles de yeso verde pastel han sido reemplazados por una trama de soporte de madera que sujeta unos paneles de vidrio finos y trasparentes. Estos paneles son de una perfección casi cristalina y ofrecen una visión casi sin distorsiones del paisaje de las colinas boscosas y el valle, iluminado por la luz de las estrellas. El efecto resultaba extraordinario y creo, a juzgar por las expresiones de asombro que oí murmurar y la extravagancia de las estimaciones referentes al coste del proyecto que llegaron a mis oídos, que los invitados no habrían estado más impresionados de haber estado hechas las nuevas ventanas de diamante.
La orquesta se encontraba en un escenario bajo y circular situado en el centro de la sala, con los músicos orientados hacia el interior, donde se encontraba el director, que a su vez iba girando sucesivamente hacia cada sección. Los invitados bailaban alrededor de este eje como hojas atrapadas en una espiral de viento, en un caos aparente al que proporcionaba orden las intrincadas estructuras y patrones de los bailes.
La doctora era una de las mujeres más impresionantes de la fiesta. En parte, esto se debía a su estatura. Había mujeres más altas, pero por alguna razón destacaba entre ellas. Poseía un porte que resultaba, en todos los sentidos, naturalmente elevado. Llevaba un vestido que, en comparación con la mayoría de los demás, parecía sencillo. Era de un verde lustroso y oscuro, en contraste con el amplio e intrincado peinado en forma de abanico con el que se había dado forma a su cabello rojo. Su vestido era estrecho hasta límites insospechados.
Amo, debo confesar que me sentía emocionado y honrado de encontrarme allí. Como la doctora no tenía otro acompañante, recayó sobre mis hombros el deber de escoltarla al baile, lo que me permitió acordarme con cierto placer de mis compañeros aprendices y ayudantes, la mayoría de los cuales se encontraba en el piso de abajo. Solo los pajes de mayor edad habían recibido permiso para acudir al baile y los pocos que no estaban allí en calidad de meros criados eran totalmente conscientes de su incapacidad de destacar en compañía de tantos jóvenes nobles. La doctora, en cambio, me trataba a mí como un igual, y no me hizo durante todo el baile una sola demanda propia de una señora a su criado.
La máscara que había elegido yo era muy sencilla, de papel pintado en color carne, con una mitad alegre, una gran sonrisa en los labios y un ceño elevado, y otra triste, con la boca fruncida hacia abajo y una lagrimita en el ojo. La de la doctora era una media máscara hecha de una fina y lustrosísima plata tratada con una especie de lacado. Fue, me parece, la mejor y más desconcertante máscara que vi en toda la velada, porque reflejaba la mirada del observador y ocultaba a su portador —si es que eso valía de algo en este caso, teniendo en cuenta la inconfundible figura de la doctora— mejor que la más astuta creación de plumas, filigrana de oro o gemas resplandecientes.
Bajo aquella máscara espejada, los labios de la doctora parecían carnosos y suaves. Se los había pintado con el ungüento rojizo que muchas de las damas de la corte emplean en estas ocasiones. Yo nunca la había visto maquillada así. ¡Qué húmeda y suculenta parecía aquella boca!
Nos sentamos en una gran mesa, situada en una de las antesalas del salón de baile, rodeados de elegantes señoras de la corte con sus escoltas, bajo la presidencia de inmensos cuadros de los nobles, sus animales y sus fincas. Por todas partes circulaban criados con bandejas de bebidas. No recuerdo haber estado en una fiesta tan bien surtida como esta, aunque tuve la impresión de que algunos de los criados parecían un poco rudos y manejaban las bandejas con cierta torpeza. La doctora prefería no permanecer en el gran salón entre baile y baile y, de hecho, parecía remisa a participar. Me dio la sensación de que solo se encontraba allí obedeciendo la voluntad del rey, y aunque puede que disfrutara de los bailes, tenía miedo de cometer algún desliz con la etiqueta.
Yo, por mi parte, me sentía nervioso al tiempo que emocionado. Este tipo de bailes son grandes ocasiones, demostraciones de pompa y ceremonia que atraen a decenas de grandes familias de la región, duques y duquesas y gobernantes de principados aliados con sus correspondientes séquitos, y en general producen una concentración de gente de poder e importancia que rara vez se ve incluso en la capital. No es de extrañar que sea en ocasiones así cuando se forman las alianzas, los planes y las enemistades, tanto a escala política y nacional como a escala personal.
Era imposible no sentirse afectado por la urgencia y gravedad de la atmósfera y mis pobres emociones se vieron zarandeadas y agotadas incluso antes de que empezara el baile propiamente dicho.
Al menos se nos había asignado una posición en la periferia. Con tantos príncipes, duques, barones, embajadores y demás en demanda de su atención —a muchos de los cuales no volvería a ver en todo el año, una vez terminado este evento—, no era de esperar que el rey se preocupara de la doctora y de mí, a quienes tenía a su disposición todos los días del año.
Permanecí allí sentado, inmerso en el murmullo de las conversaciones y el sonido lejano de una melodía, y me pregunté qué planes y maquinaciones estarían hilvanándose, qué promesas y enemistades estarían haciéndose, qué deseos atizándose, qué esperanzas destruyéndose.
Un grupo de personas pasó a nuestro lado de camino al salón de baile. La figura menuda del hombre que lo encabezaba se volvió hacia nosotros. Llevaba una máscara antigua, hecha de plumas negras y azules.
—Ah, la señora doctora, salvo que esté terriblemente equivocado —dijo la voz cascada y ronca del duque Walen. Se detuvo. Su esposa, la segunda, mucho más joven que él, pequeña y voluptuosa, cubierta con una máscara de oro incrustada de gemas, venía colgada de su brazo. Diversos miembros de menor importancia y servidores de la familia Walen se posicionaron a nuestro alrededor formando un semicírculo. Me levanté, lo mismo que la doctora.
—Duque Walen, asumo —dijo ella con una reverencia cuidadosa—. ¿Cómo estáis?
—Muy bien. Os preguntaría qué tal os encontráis vos, pero asumo que los médicos cuidan de sí mismos mejor que nadie, así que preguntaré más bien cómo pensáis que se encuentra el rey. ¿Está bien? —Parecía trompicarse un poco con las palabras.
—El rey está bien, en general. Su tobillo sigue necesitando cuidados y aún sufre de un pequeño…
—Bien, bien. —Walen dirigió la mirada hacia las puertas del salón de baile—. ¿Qué os parece nuestro baile?
—Impresionante, señor.
—Contadme. ¿Celebráis bailes en ese lugar… Drezen, del que procedéis?
—Así es, señor.
—¿Y son tan elegantes como este? ¿O son aún mejores y más gloriosos, hasta el punto de ensombrecer nuestros tristes y patéticos intentos? ¿Nos supera Drezen en todos los campos, en la misma medida en que, según vos, lo hace en la medicina?
—Creo que los bailes que celebramos en Drezen son bastante menos espléndidos que este, señor.
—¿De veras? ¿Cómo es posible? Había llegado al convencimiento, tras oír vuestros numerosos comentarios y observaciones, de que vuestra patria estaba mucho más avanzada que la nuestra en todos los aspectos. ¡Habláis de ella en términos tan rutilantes, que a veces he pensado que estabais describiendo un país de las maravillas!
—Creo que el duque descubrirá que Drezen es tan real como Haspidus.
—¡Por mi fe! Estoy casi decepcionado. Bueno, allá vamos. —Se volvió para marcharse, pero entonces se detuvo de nuevo—. Os veremos en el baile luego, ¿verdad?
—Imagino que sí, señor.
—¿Y tendréis la amabilidad de interpretar para nosotros una danza de Drezen y enseñárnosla?
—¿Una danza, señor?
—Sí. No creo que los habitantes de Drezen compartan todos nuestros bailes y no tengan ninguno que no conozcamos. Eso sería poco menos que imposible, ¿no? —La pequeña y ligeramente encorvada figura del duque se volvió de un lado a otro en busca de apoyo.
—Oh, sí —dijo su esposa desde detrás de la mascara de oro y gemas—. Estoy segura de que en Drezen conocen las danzas más modernas e interesantes.
—Me temo que no soy ninguna profesora de baile —dijo la doctora—. Ahora lamento no haber acudido con mayor asiduidad a las clases de etiqueta. Por desgracia, pasé mi juventud en círculos académicos. Solo desde que tuve la suerte de llegar a Haspidus he empezado…
—¡Pero no! —exclamó el duque—. ¡Mi querida señora, no podéis estar diciendo que no hay ningún aspecto del comportamiento civilizado en el que no tengáis nada que enseñarnos! ¡Eso sería algo insólito! Oh, mi querida señora, ese es un duro golpe para mi fe. Os ruego que lo reconsideréis. ¡Rebuscad en vuestros académicos recuerdos! Al menos tratad de deleitarnos con un cotillón de médico, un ballet de cirujano, o, como mínimo, una lavandera de enfermera o una jiga de paciente.
La doctora permaneció impasible. Si estaba sudando por debajo de la máscara, como yo, no se le notaba. Con una voz neutra y tranquila, dijo:
—El duque me halaga en exceso con su estimación de la profundidad de mis conocimientos. Por supuesto, obedeceré sus instrucciones, pero…
—Estoy seguro de ello, seguro —dijo el duque—. Y, decidme, ¿de qué parte de Drezen procedéis?
La doctora enderezó ligeramente la espalda.
—De Pressel, en la isla de Napthilia, señor.
—Ah, sí, sí. Napthilia. Napthilia. En efecto. Debéis de echarla terriblemente de menos, supongo.
—Un poco, señor.
—Sin compatriotas con los que hablar en vuestra lengua nativa, sin estar al tanto de las últimas noticias, sin nadie con quien compartir recuerdos… Qué triste es ser un exiliado.
—Tiene sus compensaciones, señor.
—Sí. Bien. Muy bien. Pensad en esos bailes. Os veremos más tarde, tal vez dando brincos y cabriolas y haciendo piruetas, ¿eh?
—Tal vez —dijo la doctora. Yo, al menos, me alegré de no poder ver su rostro bajo la máscara. Claro que, como llevaba una media máscara, sus labios estaban a la vista. Empecé a preocuparme por lo mucho que podían transmitir un par de labios pintados de rojo.
—Excelente —dijo Walen—. Hasta entonces, señora. —Hizo un gesto de asentimiento.
La doctora se inclinó levemente. El duque Walen se volvió y se dirigió en compañía de su grupo hacia el salón de baile.
Nos sentamos. Me quité la máscara y me sequé el rostro.
—Creo que al duque no le ha sentado bien el vino, señora —dije.
La máscara espejada se volvió hacia mí. Mi propio semblante me devolvió la mirada, distorsionado y colorado. Los labios rojos esbozaron una pequeña sonrisa. Sus ojos permanecieron ocultos tras la máscara.
—Sí. ¿Crees que le molestará que no pueda ofrecerle una danza de Drezen? La verdad es que no recuerdo ninguna.
—Creo que el duque solo estaba tratando de molestaros, señora. El vino hablaba por él. Pretendía… Bueno, estoy seguro de que un caballero nunca trataría de humillaros, pero puede que estuviera divirtiéndose un poco a vuestra costa. Lo de menos era la excusa concreta. Probablemente olvide la mayor parte de lo ocurrido.
—Eso espero. ¿Tú crees que bailo mal, Oelph?
—¡Oh, no, señora! ¡Hasta el momento no os he visto dar un mal paso!
—Ese es mi único objetivo. ¿Quieres…?
Un joven con una máscara de piel y gemas, y ataviado con un uniforme de capitán de la Guardia Fronteriza, apareció a nuestro lado. Hizo una profunda reverencia.
—¿Maese Oelph? ¿Doctora Vosill? —preguntó.
Hubo una pausa. La doctora me miró.
—Sí —balbuceé.
—El rey me ordena que os invite a bailar con el grupo real en el próximo baile. Va a empezar enseguida.
—Oh, mierda —me oí decir.
—Será un placer aceptar la amable invitación del rey —dijo la doctora al tiempo que se levantaba delicadamente y hacía un gesto de asentimiento con la cabeza. Alargó un brazo hacia mí. Lo tomé.
—Por favor, seguidme.
Nos vimos sumados a una figura de dieciséis, junto con el rey Quience, una joven princesa, menuda y curvilínea, procedente de uno de los Reinos Secuestrados, en las montañas que hay más allá de Tassasen; un espigado príncipe y su hermana, princesa del Trosile exterior, el duque Quettil y su hermana, lady Ghehere; el duque y la duquesa de Keitz (tío y tía del comandante Adlain); su asombrosamente bien proporcionada hija y el prometido de esta, el príncipe Hilis de Faros; el propio comandante Adlain y lady Ulier y, por último, una joven que me fue presentada y a la que recordaba haber visto en la corte, pero cuyo nombre se me escapó entonces y se me escapa ahora, junto con su acompañante, el hermano de lady Ulier, el joven duque Ulresile, al que habíamos conocido a la mesa del rey, en los Jardines Ocultos.
Me fijé en que el joven duque se aseguraba de situarse en la mitad de la figura, donde tendría dos ocasiones de bailar con la doctora en lugar de una.
Se hicieron las presentaciones y el baile fue anunciado por un Wiester vestido de manera impresionante y con una máscara negra. Ocupamos nuestras posiciones en dos líneas, los hombres frente a las mujeres. El rey dio un último trago a su copa, la dejó en una de las bandejas, despidió con un gesto al criado que la llevaba y le hizo un gesto de asentimiento a Wiester, quien a su vez hizo una seña al director de la orquesta.
La música empezó a sonar. Mi corazón palpitaba como un caballo desbocado. Conocía razonablemente bien la figura que íbamos a interpretar, pero tenía miedo de cometer algún error. Y temía también por la doctora, puesto que no creo que hubiese participado hasta entonces en un baile tan complicado.
—¿Estáis disfrutando del baile, señora? —preguntó el duque Quettil mientras la doctora y él se aproximaban, se inclinaban, juntaban las manos, daban una vuelta y un paso hacia un lado. Yo estaba haciendo lo mismo con lady Ghehere, cuyo comportamiento y actitud evidenciaban que no tenía el menor interés en conversar con el ayudante de una mujer que se atribuía el honorable pero poco aristocrático título de doctora, lo que me permitía seguir el baile sin pisarla y al mismo tiempo atender a lo que ocurría entre mi señora y el duque.
—Mucho, duque Quettil.
—Me ha sorprendido que el rey insistiera en que os invitáramos a uniros a nosotros, pero esta noche está… está de un humor excelente. ¿No os parece?
—Parece estar divirtiéndose.
—¿No demasiado, en vuestra opinión?
—No me corresponde a mí juzgar al rey en ningún aspecto, salvo en el referente a su salud.
—Cierto. El privilegio de elegir la figura me ha correspondido a mí. ¿Es de vuestro agrado?
—Totalmente, duque.
—Puede que sea un poco compleja.
—Puede.
—Tantos movimientos antinaturales que recordar, tantas oportunidades de cometer un error…
—Mi querido duque —dijo la doctora con cierta preocupación—. Espero que eso no sea una advertencia sutilmente disfrazada.
En aquel momento yo estaba dando una vuelta alrededor de mi compañera de baile, con las manos a la espalda y la mirada dirigida hacia el duque Quettil. Me dio la impresión de que quedaba momentáneamente desconcertado, sin saber qué decir antes de que la doctora continuara:
—No estaréis preparándoos para pisarme un pie, ¿verdad?
El duque soltó una pequeña y aguda carcajada y, con esto, las demandas del baile nos llevaron tanto a ella como a mí mismo lejos del centro de la figura. Mientras un nuevo cuarteto lo ocupaba, nos vimos reunidos de nuevo, con las manos unidas o en las caderas, según el caso, marcando el paso primero con un pie y luego con el otro.
—¿Todo bien hasta el momento, Oelph? —dijo la doctora. Parecía un poco sin resuello, pero a pesar de todo me dio la impresión de que estaba divirtiéndose.
—Sí, hasta el momento sí, señora. El duque parecía…
—¿Estabais enseñándole nuevos pasos a Quettil, doctora? —preguntó Adlain desde el otro lado.
—Estoy segura de que no hay nada que yo pudiera enseñarle al duque, comandante.
—Y yo estoy igualmente seguro de que él piensa lo mismo, señora, mas me ha parecido que en esa última vuelta perdía el equilibrio un momento.
—Es una figura complicada, como él mismo ha señalado.
—Pero elegida por él.
—En efecto. ¿Y creéis que el duque Walen la baila también?
Adlain guardó silencio un momento.
—Creo que podría, o al menos creo que él cree que podría. —Vi que miraba de soslayo a la doctora. Su media máscara le permitió esbozar una sonrisa—. Yo, sin embargo, necesito de toda mi concentración para no pisar a nadie, así que me resulta imposible vigilar los pasos de los demás. Si me perdonáis…
Otra vuelta.
—Doctora —dijo el joven duque Ulresile al encontrarse con ella en el centro. Su compañera, la joven señorita cuyo nombre había olvidado, no parecía más inclinada a hablarme que lady Ghehere.
—Duque —respondió la doctora.
—Estáis bellísima.
—Gracias.
—Esa máscara, ¿es de Brotechen?
—No, señor, es de plata.
—Ah. Sí. Pero ¿procede de Brotechen?
—No, es de Haspide. Se la encargué a un joyero.
—¡Ah! ¡El diseño es vuestro! ¡Fascinante!
—El pie, señor.
—¿Cómo? ¡Oh! ¡Oh, lo siento!
—¿Y vuestra máscara, duque?
—¿Qué? Oh, ah, es una reliquia familiar. ¿Os gusta? ¿Os agrada? Tiene una pareja, una máscara femenina. Sería un honor para mí que la aceptarais con mis mejores deseos.
—Imposible, señor. Estoy seguro de que vuestra familia no lo aprobaría. Pero muchas gracias, de todos modos.
—¡Pero no es nada! Es muy, es muy… Se considera, tengo que decirlo, elegante y grácil, la de mujer, me refiero, pero es mía por entero, y puedo regalarla a quien se me antoje. ¡Sería un honor!
La doctora hizo una pausa, como si estuviera considerando la oferta. Luego dijo:
—Y más aún el aceptarla, señor. Sin embargo, ya llevo la máscara que estáis viendo y habéis admirado y solo puedo llevar una a la vez.
—Pero…
Sin embargo, entonces llegó el momento de separarse y la doctora regresó a mi lado.
—¿Estás enterándote de todo, Oelph? —preguntó mientras recuperábamos el aliento y marcábamos el paso con los pies.
—¿Señora?
—Tus compañeras de baile parecen enmudecer en tu presencia, y sin embargo tienes el aspecto de alguien que está enfrascado en una conversación.
—¿De veras, señora? —pregunté, y sentí que me ponía colorado bajo la máscara.
—En efecto, Oelph.
—Os ruego mil perdones, señora.
—Oh, no pasa nada, Oelph. No me importa. Puedes seguir escuchando con mis bendiciones.
La música volvió a cambiar y esta vez las dos filas de bailarines tuvieron que formar un círculo y a continuación reconstituirse en orden alterno. En el círculo, la doctora me cogió la mano firme pero delicadamente. Su mano, que juraría que apretó la mía un instante antes de soltarla, estaba cálida y seca y tenía la piel muy suave.
Antes de que pasara mucho tiempo me vi bailando en medio del gran salón de baile del segundo palacio de nuestro reino —y, posiblemente, el primero en opulencia— con una risueña y alegre princesita de piel de porcelana de los Reinos Medio Ocultos de las altísimas y nevadas montañas que se alzan hacia los cielos más allá de la salvaje anarquía de Tassasen.
Su piel blanquecina estaba tatuada con sombra de ojos y temperas, y perforada con pendientes enjoyados en las fosas nasales y en la membrana que separa la nariz del labio superior. Era menuda pero curvilínea y llevaba una ornamentada y colorida versión del atuendo típico de su pueblo, compuesto por unas botas y una falda recta. Hablaba poco imperial y nada de haspidiano, y su conocimiento del baile era fragmentario. Pero a pesar de todo ello consiguió ser una compañera de baile encantadora y tengo que admitir que no me fijé mucho en lo que pasaba entre la doctora y el rey. Solo puedo decir que ella parecía muy alta, muy grácil y muy correcta, mientras que el rey estuvo animado y alegre como pocas veces, aunque sus movimientos exhibían una torpeza impropia en él. (La doctora le había puesto un vendaje especialmente tenso aquella tarde, sabiendo que se empeñaría en participar en el baile). Los dos estaban sonriendo bajo sus respectivas máscaras.
La música flotaba a nuestro alrededor, y por todas partes surgían y giraban personas importantes y máscaras y trajes espléndidos, mientras nosotros, resplandecientes en nuestras mejores galas, atraíamos la atención de todos. La doctora se movía y se balanceaba a mi lado y en ocasiones llegaba hasta mi nariz un atisbo de su perfume, que nunca había sido capaz de identificar y ni siquiera recuerdo haberle visto ponerse en ninguna ocasión. Era una fragancia asombrosa. Recordaba a hojas quemadas y a espuma de mar, a tierra recién removida y a flores primaverales. Pero también había en él algo tenebroso, intenso y sensual, algo dulce y penetrante al mismo tiempo, a la vez etéreo y corpóreo y completamente enigmático.
En años posteriores, mucho tiempo después de que la doctora nos hubiera dejado y hasta las más manifiestas de sus características empezaran a ser difíciles de recordar con perfecta claridad, me encontraría, en diversos momentos de intimidad, con un fugaz atisbo de aquella misma fragancia, aunque el encuentro sería siempre esquivo.
Confieso libremente que en tales ocasiones, el recuerdo de aquella noche lejana, el esplendoroso salón de baile, la espléndida profusión de bailarines y la arrebatadora presencia de la doctora fueron como un peso de nostalgia y dolor unido a mi corazón por las cadenas de la memoria, corazón que sería estrujado, tensado y comprimido por ellas hasta que se me antojara inevitable que ardiera hasta consumirse.
Engullido por aquella estruendosa tormenta de los sentidos, acosado por los ojos, los oídos y la nariz, me encontré al tiempo aterrado y excitado, y experimenté esa extraña aleación de emociones, a medias placentera y a medias fatalista, que le lleva a uno a sentir que si muriera en ese preciso momento, de repente y sin dolor (o más bien dejase de ser en lugar de pasar por el proceso de la muerte), sería de algún modo una culminación bendita a su vida.
—El rey parece contento, señor —observé al encontrarme de nuevo a su lado.
—Sí, pero está empezando a cojear —repuso ella al tiempo que lanzaba una mirada ligeramente ceñuda en dirección al duque Quettil—. No ha sido una buena elección para un hombre cuyo tobillo no se ha recuperado del todo. —Miré al rey, pero por supuesto, en aquel momento no estaba bailando. Sin embargo, no pude por menos que reparar en que en lugar de seguir el ritmo con los pies, permanecía en el sitio, apoyado sobre la pierna sana, dando palmas con las manos.
—¿Qué tal tu princesa? —me preguntó con una sonrisa.
—Se llama Skoon, creo —dije con el ceño fruncido—. Aunque puede que ese sea el nombre de su país. O el de su padre. No estoy seguro.
—La presentaron como Princesa de Wadderan, según creo recordar —me dijo—. Dudo que se llame Skuin. Ese es el nombre del vestido que lleva, un skuin-trel. Supongo que lo señalaste al preguntarle cómo se llamaba. Sin embargo, teniendo en cuenta que es un miembro femenino de la familia real de Wadderan, lo más probable es que se llame Gul-algo.
—Oh. ¿Conocéis su pueblo? —Esto me confundió, puesto que los Reinos Medio Ocultos o Reinos Secuestrados se cuentan entre los lugares más inaccesibles y remotos del mundo conocido.
—He leído cosas sobre ellos —dijo la doctora cortésmente, antes de verse arrastrada al centro de la figura con el espigado príncipe trosiliano. Yo me vi emparejado con su hermana. Una mujer larguirucha, por lo general poco grácil y bastante feúcha que, sin embargo, bailaba bastante bien y parecía tan animada como el rey. Tuvo la delicadeza de entablar una conversación conmigo, aunque creo que estaba convencida de que yo era un aristócrata de cierto rango, ilusión que, tal vez, me demoré un poco en disipar.
—Vosill, estás preciosa —oí que le decía el rey a la doctora. Esta inclinó un poco la cabeza y respondió con un murmullo que no alcancé a entender. Experimenté un momento de celos que se convirtió en un miedo atroz al advertir que estos estaban dirigidos a ¡Providencia, nuestro amadísimo rey, nada más y nada menos!
La danza continuó. Nos encontramos con el duque y la duquesa de Keiyz y a continuación volvimos a formar el círculo —la mano de la doctora seguía tan firme, cálida y seca como antes—, antes de volver a separarnos en los anteriores grupos de ocho. A estas alturas yo ya tenía dificultades para respirar y comprendía perfectamente que la gente de la edad de Walen declinara este tipo de bailes. Sobre todo cuando uno va enmascarado son largos, calurosos y agotadores.
El duque Quettil bailó con la doctora en un silencio gélido. El joven Ulresile se precipitó casi corriendo hacia nuestro grupo para reunirse con la doctora y continuar con su intento de imponerle alguna parte del patrimonio de su familia mientras ella declinaba cada sugerencia con tanta elegancia como torpeza exhibía él en cada intento.
Finalmente (y gracias a la Providencia, porque los zapatos nuevos me estaban matando y necesitaba algún tipo de alivio), nos vimos emparejados a un lado con lady Ulier y el comandante Adlain.
—Decidme, doctora —dijo este mientras bailaba con ella—. ¿Qué es un… gahan?
—No estoy muy segura. ¿Os referís a un gaan?
—Como es natural, lo pronunciáis mucho mejor que yo. Sí. Un gaan.
—Es el título de un funcionario de la administración civil de Drezen. En la terminología de Haspidus, o la imperial, correspondería a grosso modo con un alcalde o burgomaestre, aunque sin las atribuciones militares de este y con el deber de representar a Drezen como cónsul cuando estuviese fuera del país.
—Interesante.
—¿Por qué lo preguntáis, señor?
—Oh, recientemente he leído un informe de uno de nuestros embajadores… De Cuskery, creo, en el que mencionaba la palabra y decía que era una especie de título, pero sin incluir ninguna explicación. Tenía la intención de preguntárselo a alguien del cuerpo diplomático, pero lo olvidé. Al veros y pensar en Drezen, la idea ha vuelto a aparecer en mi cabeza.
—Ya veo —dijo la doctora. Continuaron hablando, pero en ese momento lady Ulier, hermana del duque Ulresile, se dirigió a mí.
—Mi hermano parece fascinado con vuestra doctora —dijo. Lady Ulier era unos pocos años mayor que su hermano o que yo mismo, y tenía el mismo aspecto cetrino y aquilino que él, aunque complementado con unos ojos brillantes y un pelo lustroso. Sin embargo, su voz era un poco estridente y molesta, aun cuando hablaba bajo.
—Sí —dije. No se me ocurrió nada mejor.
—Sí. Supongo que busca un médico para nuestra familia, que es una de las mejores del reino. Nuestra comadrona está haciéndose vieja. Tal vez la doctora pueda remplazarla cuando el rey se canse que ella, siempre que la encontremos digna del puesto y merecedora de nuestra confianza.
—Con el debido respeto, señora, creo que tal puesto no está a la altura de sus talentos.
La dama me miró desde lo alto de su gran nariz.
—¡Ah, ya veo! Bueno, pues yo no pienso así. Y os perjudicáis a vos mismo, señor mío, pues os habríais granjeado todos mis respetos con solo omitir comentarios contradictorios con mis palabras.
—Os ruego que me perdonéis, señora. Lo que ocurre es que no he podido soportar que una dama tan noble y excelente estuviera engañada con respecto a las habilidades de la doctora Vosill.
—Bien. ¿Y vos sois…?
—Oelph, señora mía. He tenido el honor de ser el ayudante de la doctora durante el tiempo que ha tratado a su majestad.
—¿Y vuestra familia?
—Ya no tengo, señora. Mis padres pertenecían a la herejía koética y perecieron cuando el régimen imperial del fallecido rey saqueó la ciudad de Dera. Yo era un bebé por aquel entonces. Un oficial se apiadó de mí cuando iban a arrojarme a una hoguera y me llevó consigo a Haspidus. Me crié entre los huérfanos de la oficialidad, como un leal y fiel servidor de la corona.
La dama me miró con cierto espanto. Con voz estrangulada, dijo:
—¿Y te atreves a enseñarme a mí el valor de los posibles servidores de mi familia? —Se echó a reír de tal manera que seguramente el chillido producido convenciera a quienes nos rodeaban de que acababa de darle un pisotón, y a partir de entonces mantuvo la nariz angulada como si estuviera tratando de mantener en equilibrio sobre ella una fruta de mármol por la punta.
La música había cesado. Todo el mundo se despidió con reverencias y el rey, que cojeaba un poco, se vio rodeado de duques y princesas aparentemente ansiosos por hablar con él. La pequeña princesa de Wadderan, cuyo nombre, había deducido yo, era Gul-Aplit, me saludó con un educado ademán al aparecer a su lado un vigilante de aspecto tremendo, que la escoltó lejos de allí.
—¿Estás bien, Oelph? —preguntó la doctora.
—Muy bien, señora —le dije—. Un poco acalorado.
—Vamos a buscar algo de beber y luego salgamos de aquí. ¿Qué me dices?
—Yo diría que es una gran idea, señora, o dos, en realidad.
Cogimos dos copas de algún tipo de bebida aromática que, según nos aseguraron los criados, era baja en alcohol y luego, al fin sin las máscaras —y tras una breve parada para obedecer la llamada de la naturaleza—, salimos al balcón que rodeaba la parte exterior del salón de baile, con las otras cien personas que habían decidido disfrutar del fragante aire de la noche.
Era una noche oscura y sería larga. Aquella tarde, Seigen se había reunido casi con Xamis en la puesta, así que durante una cuarta parte del día, o más, solo las lunas iluminarían el cielo. Aquella velada, nuestras lámparas eran Foy e Iparine, cuya luminiscencia azulada y gris inundaba las baldosas del balcón y las terrazas llenas de jardines, fuentes y setos, junto a las lámparas de papel, los candiles de aceite y las antorchas aromáticas.
El duque y la duquesa Ormin, junto con su grupo, pasaron a nuestro lado en el balcón, precedidos por unos enanos que llevaban unos palos cortos en cuya punta había unas grandes esferas de cristal transparente que contenían lo que parecían millones de minúsculas motas brillantes. Al acercarse aquellas curiosas apariciones, vimos que los globos contenían cientos y cientos de polillas que revoloteaban de un lado a otro en su extraño confinamiento. No es que dieran mucha luz, pero causaban asombro y deleite en no poca medida. El duque intercambió un silencioso saludo con la doctora, aunque la duquesa no se dignó ni mirarnos.
—Me ha parecido oír que le contabas la historia de tu vida a la joven e importantísima lady Ulier, Oelph —comentó la doctora mientras caminábamos, y dio un trago a su copa.
—Mencioné algo sobre mi nacimiento, señora. Puede que haya sido un error. Eso no habrá mejorado la opinión que tiene de nosotros.
—A juzgar por su forma de tratarme y de mirarme, no creo que pueda pensar mucho peor de mí, pero si encuentra tu condición de huérfano reprensible por alguna razón, lo siento por ella.
—Bueno, también es que mis padres eran koéticos.
—En fin, hay que permitirles a los nobles sus prejuicios. Tus antepasados no solo eran republicanos, sino también tan religiosos que no les quedaba ni miedo ni respeto para las autoridades mundanas.
—El suyo era un credo tristemente equivocado, señora, y no me siento orgulloso de estar asociado a él, pero honro la memoria de mis padres, como debe hacer cualquier hijo.
La doctora me miró.
—¿No estás resentido por lo que les pasó?
—Hasta el punto de que condeno al Imperio por haber suprimido a un pueblo que profesaba el perdón en lugar del castigo. Por el hecho de que fui reconocido como inocente y rescatado, agradezco a la Providencia que me descubriera un oficial haspidiano que actuaba bajo las órdenes del padre de nuestro buen rey.
»Pero no llegué a conocer a mis padres, señora, ni conozco a nadie que los conociera, y su fe no significa nada para mí. Y el Imperio, cuya mera existencia podría haber alimentado mi afán de venganza, ya no existe, pues fue destruido por un fuego caído del cielo. Una fuerza incontestablemente poderosa derribada por otra aún más grande. —La miré entonces y supe, por la expresión de su cara, que estábamos hablando, y no solo comportándonos como iguales—. ¿Resentimiento, señora? ¿Qué sentido tiene eso?
Me tomó la mano un momento y volvió a apretármela como había hecho durante el baile y después de eso me cogió del brazo, una acción que había caído en desuso en nuestra educada sociedad, e incluso se consideraba vergonzosa y que ocasionó no pocas miradas. Para mi asombro, más que azorado me sentí honrado, pues era un gesto de proximidad y confort, y en ese momento me sentí como el hombre más importante del lugar, al margen de nacimientos, títulos, rangos o circunstancias.
—¡Ay! ¡Que me asesinan! ¡Socorro! ¡Socorro! ¡Que me matan!
La voz recorrió el balcón entero. Todo el mundo quedó petrificado un momento y entonces se volvió hacia una puerta alta que daba a una de las pequeñas salitas contiguas al salón principal, que acababa de abrirse para dejar salir lentamente a una figura medio vestida que se aferraba a las cortinas de color dorado pálido del interior, donde sonaban unas risillas infantiles.
El hombre, ataviado solo con una camisa blanca, rodó gradualmente sobre sí mismo hasta que su cara quedó orientada hacia las lunas. La blanquísima camisa parecía resplandecer a la luz de los satélites. En la parte alta de su pecho, junto a uno de los hombres, había una marca de un vivido rojo, como una flor recién recogida. El colapso del hombre sobre las piedras del balcón se realizó con una especie de gracia perezosa, hasta que un violento tirón y su propio peso arrancaron los soportes de las cortinas y estas cedieron de golpe.
Con eso, el cuerpo cayó rápidamente sobre el suelo y las cortinas cayeron lentamente sobre él y lo cubrieron como un chorro de sirope sobre un insecto. Su cuerpo rechoncho quedó tan del todo tapado que mientras los gritos de la habitación seguían sonando y todo el mundo permanecía en el sitio, mirando la escena, fue casi como si no hubiese cadáver.
La doctora fue la primera en moverse. Su copa cayó con estrépito sobre el balcón mientras ella echaba a correr hacia la puerta, que aún se balanceaba.
Pasaron un momento o dos antes de que pudiera romper el hechizo que había descendido sobre mí, pero finalmente pude seguirla —a través de una multitud de criados, la mayoría de los cuales, y para mi sorpresa, parecían de repente llevar espadas— hasta el lugar donde ella, arrodillada ya, estaba apartando la cortina en busca de la forma ensangrentada, convulsa y agonizante del duque Walen.