12 El guardaespaldas

El parque real de las colinas de Croughen llevaba varios siglos siendo un coto de caza de la casa real de Tassasen. UrLeyn le había entregado grandes porciones a diversos nobles que habían apoyado su causa durante la guerra de sucesión, pero se había reservado el derecho de utilizar los bosques para ir de caza con su corte.

Las cuatro monturas y sus jinetes rodearon los matorrales en los que creían que su presa se había ocultado.

RuLeuin sacó la espada, se inclinó sobre la silla y pinchó la masa de maleza.

—¿Seguro que se he metido aquí, hermano?

—Casi seguro —dijo UrLeyn mientras pegaba la cara al cuello de su cabalgadura y la dirigía hacia una abertura en los arbustos. Se inclinó un poco más, soltó las riendas con una mano y escudriñó la maleza. DeWar, que cabalgaba al otro lado, alargó la mano y sujetó las riendas de su montura. RuLeuin, más allá de los arbustos, pegó también el cuerpo al cuello de su montura.

—¿Cómo está el niño hoy, UrLeyn? —preguntó YetAmidous con voz tonante. Tenía el rostro colorado y empapado de sudor.

—Oh, se encuentra bien —dijo UrLeyn al tiempo que volvía a incorporarse sobre la silla—. Mejor a cada día que pasa. Pero sigue sin recuperarse del todo. —Miró a su alrededor y luego dirigió la vista hacia la ladera, cubierta de árboles—. Necesitamos batidores…

—Que se encargue el hombre de negro —dijo YetAmidous refiriéndose a DeWar—. Desmonta y bate para nosotros, ¿quieres, DeWar?

DeWar esbozó una pequeña sonrisa.

—Yo solo persigo presas humanas, general YetAmidous.

—Presas humanas, ¿eh? —dijo YetAmidous con una sonora carcajada—. Qué tiempos, ¿verdad? —Dio una palmada en la silla. La sonrisilla de DeWar se prolongó unos segundos más.

En los últimos años del antiguo reino, cuando la crueldad y el descuido del rey Beddun habían alcanzado su cénit, los prisioneros —o cualquier furtivo lo bastante desgraciado como para ser capturado en los bosques ejerciendo su oficio— habían sido la presa de la mayor parte de las cacerías. Esta bárbara tradición se había desterrado, pero tenía su correlato en el presente, pensaba DeWar, en la forma de la antigua ballesta de caza del rey Beddun, que UrLeyn llevaba colgada de la espalda.

UrLeyn, DeWar, YetAmidous y RuLeuin se habían separado del grupo principal de la cacería, al que se oía al otro lado de la colina.

—Sopla el cuerno, ¿quieres, Yet? —dijo UrLeyn—. Vamos a llamar a los demás.

—Como queráis. —YetAmidous se llevó el cuerno a los labios y dejó escapar una nota de gran potencia. Casi coincidió, advirtió DeWar, con el sonido de otros cuernos que llegaban desde el otro lado de la colina, así que lo más probable es que los demás no lo oyeran. Decidió no decir nada. Sin embargo, YetAmidous escupió un poco de saliva de la boquilla y puso cara de estar muy satisfecho consigo mismo.

—¿Ralboute se unirá a nosotros, Protector? —preguntó—. Pensaba que iba a hacerlo.

—Ha llegado un mensaje esta mañana —dijo UrLeyn mirando los matorrales desde la silla. Se protegió los ojos de un rayo de sol que le cayó en aquel momento sobre el rostro—. Lo han detenido en… —Miró a DeWar.

—Creo que en la ciudad de Vynde, señor.

—Vynde. La ciudad de Vynde está resistiendo más de lo esperado.

RuLeuin se irguió también en la silla y dirigió la mirada al mismo sitio que su hermano.

—Se rumorea que hemos perdido un par de morteros de asedio.

—De momento no es más que un rumor —dijo UrLeyn—. Simalg se ha adelantado en exceso, como siempre, y no ha podido apoyar a Ralboute. Las comunicaciones son erráticas. Con Simalg nunca se puede estar seguro. Puede que se haya dejado la artillería atrás, o la haya emplazado mal. No asumamos lo peor.

—Sin embargo, llegan noticias de todas clases, Protector —dijo YetAmidous antes de quitarle el tapón a una bota de vino y echar un trago—. Quizá deberíamos ir a Ladenscion en persona para enderezar las cosas. —Arrugó las cejas—. La verdad, Protector, es que echo de menos la guerra. Y, al menos, puedo garantizaros que yo no perdería vuestras máquinas de asedio.

—Sí —dijo RuLeuin—. Tendrías que tomar el mando en persona, hermano.

—Ya he pensado en ello —dijo UrLeyn. Desenvainó la espada y lanzó algunos tajos a los arbustos—. He tratado de conseguir que se me vea más como estadista que como líder militar y además, no creo que la rebelión de Ladenscion requiera de todas nuestras fuerzas, pero podría cambiar de idea si la situación lo requiere. Esperaré al regreso de Ralboute, o al menos a que llegue un mensaje suyo. Yet, vuelve a soplar el cuerno, ¿quieres? Creo que no lo han oído la primera vez. —UrLeyn envainó la espada y se quitó el capacete verde que llevaba en la cabeza. Se limpió la frente.

—¡Ja! —dijo YetAmidous. Levantó el cuerno de caza, exhaló una inmensa bocanada de aire que hinchó su formidable corpachón sobre la silla de montar y convirtió su expresión en una mueca ceñuda, y entonces se llevó el instrumento a los labios y sopló con tanta fuerza que su rostro se tiñó de escarlata por el esfuerzo.

La nota fue ensordecedora. Casi inmediatamente, hubo un fuerte ruido al otro lado de los matorrales, el que estaba más próximo a la ladera. DeWar era el que se encontraba más cerca de allí. Vislumbró una forma grande, corpulenta y de un color entre gris y marrón que salía a velocidad de vértigo hacia otro conglomerado de vegetación.

—¡Ja! —bramó YetAmidous—. ¡He asustado a ese cabrón!

—¡DeWar! —gritó UrLeyn—. ¿La has visto?

—Por allí, señor.

—¡Tú! ¡Yet! ¡Por aquí! —UrLeyn obligó a su montura a dar media vuelta y salió disparado en aquella dirección.

DeWar prefería cabalgar junto a UrLeyn siempre que podía, pero en la densa vegetación de aquellos bosques, muchas veces era imposible, y se veía obligado a seguir a la montura del Protector por el sotobosque, sortear troncos caídos o pasar por debajo de ramas bajas, agacharse, inclinarse e incluso, en ocasiones, colgarse de la silla para no verse desmontado.

UrLeyn marchaba al galope por una ladera poco pronunciada, cruzada por una vereda casi invisible entre los matorrales. DeWar iba detrás, tratando de no perder de vista la saltarina mancha verde que era la capa de su señor.

La cuesta estaba tapizada de vegetación y atravesada por troncos de árboles que habían empezado a caer pero habían sido detenidos por sus hermanos más saludables. Una confusa mezcolanza de ramas verdes, enmarañadas y cubiertas de vegetación, dificultaba el avance. El suelo era traicionero para las monturas. La profunda capa de hojas descompuestas, ramitas, frutos y pieles de semillas podía ocultar un sinfín de agujeros, madrigueras, rocas y troncos en descomposición, cualquiera de los cuales podía partirle una pata a una montura o hacerla tropezar y arrojar a su jinete al suelo.

UrLeyn cabalgaba demasiado rápido. DeWar nunca temía tanto por su vida o la de su señor como cuando trataba de seguirle el paso en alguna loca persecución durante una de estas cacerías. Como siempre, procuró seguir el camino de ramas rotas y vegetación pisoteada que dejaba UrLeyn. Tras él se oían las monturas de YetAmidous y RuLeuin, empeñadas también en la persecución.

El animal al que perseguían era un orte, un poderoso y fornido carroñero tres veces más pequeño que una de sus cabalgaduras. La gente solía considerarlos beligerantes y estúpidos, pero DeWar creía que era una reputación inmerecida. Los ortes huían hasta que estaban acorralados y solo entonces presentaban batalla usando sus pequeños y afilados cuernos y sus colmillos, aún más afilados. Además, siempre trataban de evitar las áreas más despejadas, donde galopar era más fácil y el terreno estaba relativamente despejado de arbustos y otras obstrucciones, y buscaban lugares como aquel, donde la acumulación de árboles vivos y muertos y toda la vegetación que los acompañaba dificultaba tanto la observación como la persecución.

La vereda descendía por la ladera, cada vez más empinada, en dirección a un arroyo. UrLeyn, con un grito de entusiasmo, se perdió de vista por delante. DeWar maldijo y espoleó a su cabalgadura. La bestia sacudió la cabeza, resopló y se negó a acelerar. DeWar trató de apartar la mirada del camino. Era mejor dejárselo al animal. A él le convenía más estar atento alas ramas que había a la altura de su cabeza y que amenazaban con desmontarlo o sacarle un ojo. El ruido de los demás cazadores llegaba desde lejos: hombres que gritaban, cuernos que soplaban, sabuesos que ladraban y presas que aullaban. A juzgar por el ruido, debían de haber acorralado a una manada grande. La solitaria bestia a la que UrLeyn estaba persiguiendo había conseguido escapar sin que la persiguiera ningún sabueso. Era un animal muy grande, y tratar de cazarlo sin la ayuda de los perros era una demostración de valentía o de temeridad. DeWar soltó un instante las riendas con una mano y se secó la frente con la manga. El día era muy caluroso y bajo el ramaje el aire era denso y sofocante. El sudor que resbalaba por su cara se le metía en los ojos y le dejaba un sabor salado en la boca.

Tras él, sonó la brusca detonación de un arma de fuego. Un orte abatido, seguramente. O un mosquetero que acababa de perder la mitad de la cara. Las armas de fuego lo bastante pequeñas como para ser transportadas por un solo hombre o a lomos de una montura eran poco fiables, imprecisas y a menudo más peligrosas para el portador que para el objetivo. Los caballeros no las usaban y las ballestas eran superiores en muchos aspectos. Sin embargo, los herreros y armeros se esforzaban constantemente en producir mosquetes de mejor calidad a cada estación que pasaba y durante la guerra de sucesión, UrLeyn los había empleado con gran eficacia contra la caballería enemiga. DeWar esperaba con temor el día en que las armas de fuego resultaran lo bastante fiables —y, lo que era más importante, lo bastante precisas— como para convertirse en la peor pesadilla de un guardaespaldas, pero de momento, aquel día parecía encontrarse bastante lejos.

A la izquierda sonó un grito, en dirección al pequeño valle del arroyo. Podía haber sido un grito de hombre o de orte. DeWar sintió un escalofrío a pesar del calor.

Había perdido de vista a UrLeyn. Más adelante, a la izquierda, las ramas y las hojas se agitaban. Con una sensación de frío en las tripas, DeWar se preguntó si el grito que acababa de oír lo habría lanzado el Protector. Tragó saliva, volvió a secarse el sudor de la frente y trató de espantarse la nube de insectos furiosos que revoloteaban alrededor de su cabeza. Una rama le dejó un arañazo en la mejilla derecha. ¿Y si UrLeyn se había caído de la montura? Puede que la bestia lo hubiera destripado, o le hubiese destrozado la garganta. El año pasado, en aquel mismo lugar, un joven noble se había caído de su cabalgadura y se había ensartado en un viejo tocón de bordes puntiagudos. Sus gritos habían sido como el aullido que acababa de oír, ¿no?

Trató de espolear a su montura. Una rama se le enredó en la ballesta que llevaba al hombro y estuvo a punto de derribarlo de la silla. DeWar tiró de las riendas y la bestia pifió al sentir que el bocado de metal se le clavaba en la boca. Se revolvió en la silla y trató de arrancar la rama, sin conseguirlo. Ladera arriba, RuLeuin y YetAmidous estaban acercándose. Soltó una imprecación, sacó la daga y la emprendió a puñaladas con la rama. Se separó del árbol y permaneció enredada con la ballesta, pero al menos lo dejó ir. DeWar picó espuelas y reemprendió el descenso cuesta abajo.

De repente, los arbustos desaparecieron y se encontró en un empinado terraplén que desembocaba en un claro junto al que discurría el arroyo. La montura de UrLeyn, sin su jinete, se encontraba junto a un árbol, jadeante. DeWar miró en todas direcciones en busca del Protector, hasta que lo encontró a cierta distancia, cerca de un desprendimiento de rocas del que brotaba el arroyo, con la ballesta al hombro y la mirada clavada en un gran orte, que chillaba y trataba de salir del claro saltando sobre las rocas cubiertas de resbaladizo moho que le bloqueaban el paso.

El orte alcanzó de un salto la mitad del obstáculo formado por las rocas y entonces, cuando parecía a punto de encontrar un asidero y completar su huida, perdió pie, lanzó un gruñido y cayó, rebotó sobre una de las rocas de abajo y aterrizó pesadamente sobre el lomo a un lado del arroyo. Volvió a ponerse de pie y se sacudió. UrLeyn avanzó un par de pasos hacia él, con la ballesta preparada. DeWar descolgó la suya del hombro mientras desmontaba. Quería gritarle a UrLeyn que se apartara del animal y se lo dejara a él, pero tenía miedo de distraerlo ahora que tenía al orte tan cerca. La bestia apartó su atención de las rocas. Gruñó a UrLeyn, que se encontraba a unos cinco o seis pasos de distancia. Ahora, su única vía de escape era el hombre.

Vamos, pensó DeWar. Dispara. Ataca. Ahora. Vamos. Se encontraba a su vez a unos diez pasos de UrLeyn. Se desplazó un poco hacia la derecha, paralelamente al pie del terraplén, para tener una visión mejor de UrLeyn y el orte. Trató de preparar el arma sin mirar, porque le daba pánico apartar los ojos del Protector y de la bestia a la que había acorralado. Había algo enredado en el mecanismo. Podía sentirlo. La rama de antes. Su mano se cerró sobre unas hojas y unas ramitas y trató de arrancarlas. No lo consiguió.

Con un gruñido, el orte empezó a apartarse de UrLeyn, que estaba aproximándose lentamente. La grupa del animal tropezó con una de las rocas cubiertas de moho por las que había tratado de escalar. Volvió la cabeza hacia allí una fracción de centímetro. Sus cuernos, ligeramente curvados, eran un poco más grandes que una mano humana, pero cada uno de ellos terminaba en una punta afilada capaz de destripar a una cabalgadura. UrLeyn solo llevaba un fino justillo de cuero y unos pantalones. Aquella mañana, DeWar le había sugerido que se pusiera algo más grueso o una cota de malla por encima, pero el Protector se había negado en redondo. El día ya iba a ser suficientemente caluroso sin eso.

El orte bajó los cuartos traseros. Con una claridad que resultaba casi antinatural, DeWar pudo ver cómo se tensaban y se abultaban los músculos del animal. Tiró del follaje enredado en su arma y trató de arrancarlo. La daga. Tal vez tuviera que olvidarse de la ballesta y tratar de lanzar la daga. No estaba muy bien equilibrada pero era su única alternativa. La rama empezó a salir de la ballesta.

—¿Hermano? —dijo una voz estruendosa sobre él. DeWar se volvió y vio allí a RuLeuin, con los cascos delanteros de su montura a poca distancia del borde del terraplén. El hermano de UrLeyn, con el rostro bañado en un solitario rayo de sol, se protegía los ojos con una mano y recorría el claro con los ojos. Entonces su mirada se posó sobre UrLeyn.

—Oh —murmuró.

DeWar volvió rápidamente la mirada. El orte no se había movido. Seguía gruñendo ligeramente y continuaba tenso. Su boca goteaba saliva por una de las comisuras. DeWar oyó que su montura emitía un pequeño gemido.

UrLeyn hizo un levísimo movimiento, hubo un chasquido casi inaudible y entonces el Protector pareció quedarse petrificado.

—Mierda —dijo en voz baja.

Las ballestas podían matar desde cien pasos de distancia. Sus proyectiles podían atravesar una coraza de metal a corto alcance. En el calor de una cacería, no solía haber tiempo de parar, tensar y cargar el arma. Los hombres montaban con la ballesta ya preparada para disparar y había muchos que la llevaban incluso cargada. Más de un cazador había salido herido en el pie, o en sitios peores, por una ballesta colgada de una silla de montar, y las que se llevaban a la espalda podían ser más peligrosas aún si se enganchaban en un matorral o en una rama. Así que las ballestas de caza llevaban un seguro. Había que acordarse de quitarlo para poder disparar. En la excitación de la cacería, no era raro que los cazadores se olvidaran de hacerlo. Y la ballesta de UrLeyn, que había pertenecido al rey Beddun, era un arma antigua. El seguro se había añadido después, no formaba parte del diseño original, y estaba mal posicionado, cerca de la parte trasera del arma, donde no era fácil de alcanzar. UrLeyn tendría que mover una mano para quitarlo. El rey al que había ejecutado podía haberse cobrado venganza desde la tumba.

DeWar contuvo el aliento. La rama que se había enganchado en su propia arma cayó al suelo. Sin apartar los ojos del orte, vio que UrLeyn movía lentamente una mano hacia el seguro. El arma, sostenida solo por una mano, empezó a temblar. El orte intensificó sus gruñidos y se desplazó unos pasos en dirección al arroyo, con lo que el campo de tiro de DeWar se redujo considerablemente. Ahora, una parte de su cabeza estaba tapada por el cuerpo de UrLeyn. Sobre él se oía la respiración de la montura de UrLeyn. DeWar buscó a tientas el seguro del arma mientras se la llevaba al hombro y daba un nuevo paso hacia la derecha para volver a abrir el ángulo.

—¿Qué pasa? ¿Qué es esto? ¿Dónde…? —dijo otra voz desde arriba, acompañada por el crujido de la vegetación y el ruido de unos cascos. YetAmidous.

UrLeyn abrió suavemente el seguro de la ballesta y empezó a mover la mano de nuevo hacia el gatillo. El orte cargó.

La ballesta del Protector empezó a descender como si estuviera montada sobre unas bisagras, mientras este trataba de seguir la carrera del animal. Al mismo tiempo, dio un salto hacia la derecha, con lo que se interpuso en el campo de visión de DeWar. El guardaespaldas soltó el gatillo justo a tiempo. Un instante antes, el proyectil habría alcanzado al Protector. De repente, a UrLeyn se le cayó de la cabeza el capacete, que se alejó rebotando en dirección al arroyo. DeWar lo vio sin pararse a pensar qué podía haberlo causado. Echó a correr hacia UrLeyn, inclinado hacia delante, un paso tras otro, con la ballesta delante del vientre y apuntada hacia un lado. UrLeyn estaba trastabillando y el pie en el que había apoyado su peso estaba empezando a ceder debajo de él.

Dos pasos, tres. Algo pasó zumbando junto a la cabeza de DeWar y dejó una bocanada de aire que le acarició la mejilla. Un instante después hubo un chapoteo en el arroyo y algo chocó contra la superficie del agua.

Cuatro pasos. Aún en proceso de aceleración, cada zancada casi un salto. La ballesta del Protector emitió una combinación de crujido y chasquido. El arma retrocedió en sus manos. El proyectil apareció clavado en el anca izquierda del orte, lo que hizo que el animal chillara, diera un salo y sacudiera las caderas, pero cuando volvió a tocar el suelo, a dos pasos de un UrLeyn que aún estaba cayendo, agachó la cabeza y cargó en línea recta hacia él.

Cinco, seis pasos. UrLeyn cayó al suelo. El morro del orte golpeó su cadera izquierda. La bestia retrocedió y volvió a atacar, esta vez con la cabeza más gacha y los cuernos dirigidos hacia el vientre del hombre, que empezó a levantar una mano para tratar de protegerse.

Siete. DeWar giró la ballesta mientras corría, sin levantarla. Dio medio paso a un lado para afianzarse lo mejor posible y entonces apretó el gatillo.

El proyectil alcanzó al orte justo encima del ojo izquierdo. El animal se estremeció y se detuvo en el sitio. El empenachado virote sobresalía de su cráneo como un tercer cuerno. DeWar, a tres o cuatro pasos de distancia, arrojó la ballesta a un lado mientras su mano izquierda volaba hacia su cadera derecha y se apoyaba en la empuñadura del largo cuchillo. UrLeyn, dando patadas, giró la parte inferior del cuerpo para apartarla del orte, que, con la mirada clavada en el suelo a menos de un paso de él, resoplaba y sacudía la cabeza mientras sus patas delanteras se doblaban.

DeWar desenvainó el cuchillo y saltó por encima de su señor al tiempo que este se apartaba del orte rodando sobre el suelo. El animal resopló, jadeó, sacudió la cabeza y levantó la mirada con lo que DeWar hubiera descrito como una expresión de sorpresa al sentir que le clavaba la daga en el cuello, cerca de la oreja izquierda y, de un movimiento rápido, le rebanaba la garganta. Con un sonido silbante, se desplomó con la cabeza pegada al pecho, mientras la sangre caía al suelo y formaba un charco a su alrededor. DeWar mantuvo el puñal apuntado hacia él, de rodillas, mientras su otra mano tanteaba el suelo en busca de UrLeyn.

—¿Estáis bien, señor? —preguntó sin volverse. El orte se estremeció, hizo un intento de levantarse, y entonces, con las patas temblando, rodó de costado. Su cuello seguía sangrando copiosamente. Un instante después dejó de temblar, la sangre empezó a fluir de manera continua y, lentamente, sus patas se plegaron debajo del cuerpo y expiró.

UrLeyn se puso de rodillas con la ayuda de DeWar. Apoyó una mano en los hombros de su guardaespaldas. El Protector estaba temblando.

—Estoy… escarmentado, creo que sería la palabra más apropiada, DeWar. Gracias. Providencia. Qué bestia tan grande, ¿eh?

—Bastante, señor —dijo DeWar al tiempo que decidía que el cuerpo inmóvil del animal ya no representaba una amenaza y podía arriesgarse a echar una mirada hacia atrás, donde RuLeuin y YetAmidous estaban tratando de bajar por la parte menos empinada del terraplén. Sus monturas se encontraban todavía arriba, desde donde observaban a UrLeyn y a su propia cabalgadura. Los dos hombres se acercaron corriendo. YetAmidous aún llevaba en la mano la ballesta descargada. DeWar volvió a mirar al orte y entonces se incorporó, envainó el largo cuchillo y ayudó a UrLeyn a ponerse en pie. El brazo del Protector seguía temblando y no soltó a DeWar una vez incorporado.

—¡Oh, señor! —gimoteó YetAmidous con la ballesta pegada al pecho. Su rostro grande y redondo estaba pálido—. ¿Estáis ileso? Pensé… Por la Providencia, pensé que había…

RuLeuin llegó corriendo y estuvo a punto de tropezar con la ballesta de DeWar, que seguía en el suelo.

—¡Hermano! —Abrió los brazos y dio tal apretón a su hermano que le faltó poco para derribarlo. El Protector tuvo que soltar a DeWar.

Desde la ladera llegaban los sonidos cada vez más próximos del resto de los cazadores.

DeWar miró de soslayo al orte. Parecía totalmente muerto.


—¿Y quién disparó primero? —preguntó Perrund en voz baja y sin moverse. Su cabeza estaba ladeada e inclinada sobre el tablero de El castillo secreto, mientras estudiaba su siguiente movimiento. Se encontraban en la sala de visitas del harén, cerca de la novena campanada. Aquella tarde se había celebrado una fiesta de fin de cacería especialmente bulliciosa, aunque UrLeyn se había retirado temprano.

—YetAmidous —dijo DeWar sin levantar la voz a su vez—. Su disparo le arrancó el capacete al Protector. Lo encontraron río abajo. El proyectil estaba clavado en un tronco, junto al arroyo. Un dedo más abajo…

—Sí. Y el disparo de RuLeuin estuvo a punto de darte a ti.

—Y a UrLeyn, también, aunque en este caso pasó a una mano de distancia de su cintura, no a un dedo de su cabeza.

—¿Y es posible que ambos disparos buscaran al orte?

—Sí. Ninguno de los dos es buen tirador. Creo que si YetAmidous estaba apuntando a la cabeza de UrLeyn, la mayor parte de los miembros de la corte que se consideran autoridades en este tipo de asuntos coincidirían en que fue un disparo increíblemente preciso, dadas las circunstancias. Y YetAmidous parecía genuinamente consternado por lo ocurrido. Y RuLeuin es su hermano, por la Providencia. —Suspiró pesadamente antes de bostezar y frotarse los ojos—. Y YetAmidous, además de ser un mal tirador, no tiene madera de asesino.

—Hmmmm —dijo Perrund con un tono peculiar.

—¿Qué pasa? —Solo cuando dijo esto se dio cuenta DeWar de lo bien que había llegado a conocer a aquella mujer. Su forma de emitir aquel sonido le había resultado muy reveladora.

—Tengo una amiga que pasa mucho tiempo en compañía de YetAmidous —dijo Perrund en voz baja—. Dice que le encanta jugar a las cartas, jugar por dinero. Pero parece ser que le gusta aún más fingir que ignora las sutilezas del juego y es mal jugador. Simula que se olvida de las reglas, pregunta lo que tiene que hacer de vez en cuando, interroga a los demás jugadores sobre los términos que utilizan y ese tipo de cosas. A menudo, pierde deliberadamente apuestas de poca monta. Pero, en realidad, lo que está haciendo es esperar a que haya una apuesta lo bastante elevada, que casi invariablemente gana, para su propia y fingida sorpresa. Mi amiga lo ha visto varias veces. Sus compañeros de mesa lo conocen bien y se divierten con ello, aunque ya no se dejan engañar, pero muchos nobles jóvenes y presuntuosos que se creen en presencia de un necio que será presa fácil para sus artimañas han acabado marchándose de su casa sin una sola moneda en el bolsillo.

DeWar se dio cuenta de que estaba mordiéndose el labio con la mirada clavada en el tablero.

—Así que es un embaucador habilidoso, y no un bufón. Es preocupante. —Miró a Perrund, pero ella no levantó los ojos del tablero. Casi sin darse cuenta, se encontró inspeccionando la masa dorada de su cabello recogido, maravillado por su brillo y su perfección—. Tu amiga no tendrá más observaciones y opiniones interesantes sobre el caballero, ¿verdad?

Sin levantar la mirada, Perrund aspiró, profundamente. DeWar observó los hombros en el vestido rojo y recorrió con los ojos la curva de la tela sobre el busto.

—En una, o puede que dos ocasiones —dijo—, cuando estaba muy borracho, le ha parecido a mi amiga que revelaba… un cierto grado de celos y de desdén hacia el Protector. Y también parece ser que no te tiene mucha simpatía. —Levantó la mirada de repente.

DeWar sintió que se echaba ligeramente hacia atrás, como impulsado por la fuerza de aquellos ojos azules y dorados.

—Aunque esto no quiere decir que no sea un buen y leal amigo del Protector —dijo Perrund—. Si uno está decidido a pensar mal, solo le hará falta mirar con la suficiente atención para acabar desconfiando de todos. —Volvió a bajar la mirada.

—Cierto —dijo DeWar y sintió que se ruborizaba—. Sin embargo, es mejor estar al corriente de estas cosas que no estarlo.

Perrund movió una pieza y luego otra.

—Ya —dijo.

DeWar continuó analizando la partida.

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