6 El guardaespaldas

La concubina Perrund, atendida a una discreta distancia por un eunuco de la guardia del harén, daba su paseo reconstituyente diario, como de costumbre un poco después del desayuno. Aquel día su ruta la había llevado hasta una de las torres más elevadas del ala este, desde donde sabía que podría acceder al tejado. Hacía un día precioso y despejado, y la vista del recinto del palacio, las torres y cúpulas de la ciudad de Crough, las llanuras que se extendían más allá y las colinas que se alzaban en la distancia prometía ser especialmente soberbia.

—¡Vaya, DeWar!

El jefe de guardaespaldas DeWar estaba sentado en una gran silla cubierta por una sábana, uno de los aproximadamente veinte muebles que se guardaban en la torre. Tenía los ojos cerrados y la barbilla apoyada sobre el pecho. Levantó la cabeza bruscamente, miró a su alrededor y parpadeó. La concubina Perrund había tomado asiento a su lado y su vestido rojo resaltaba contra el azul oscuro de la sábana. El guardia eunuco, vestido de blanco, montaba guardia en la puerta.

DeWar se aclaró la garganta.

—Ah, Perrund —dijo. Enderezó la espalda y se alisó la camisa negra—. ¿Cómo estáis?

—Contenta de verte, DeWar, aunque también sorprendida —le dijo sonriendo—. Parecías dormido. Yo habría pensado que, de todo el mundo, precisamente el jefe de guardaespaldas del Protector sería el que menos necesitase echar una cabezada durante el día.

DeWar miró directamente al guardia eunuco.

—El Protector me ha dado la mañana de Xamis libre —dijo—. Hay un desayuno formal para la delegación de Xinkspar. Habrá guardias por todas partes. Piensa que estoy de más.

—Y tú piensas que no.

—Está rodeado de hombres armados. El hecho de que sean nuestros guardias no quiere decir que no representen una amenaza. Naturalmente que pienso que debería estar allí, pero no me escucha. —Se frotó los ojos.

—¿Así que caes inconsciente por despecho?

—¿Parezco dormido? —preguntó DeWar con inocencia—. Solo estaba pensando.

—Esa impresión daba, sí. ¿Y a qué conclusión has llegado?

—A que no debo responder tantas preguntas.

—Una sabia decisión. La gente siempre está fisgoneando y maquinando.

—¿Y vos?

—Oh, yo no suelo pensar mucho. Hay mucha gente que piensa, o cree que lo hace, más que yo. Sería una presunción por mi parte.

—Quiero decir que qué hacéis aquí. ¿Vuestro paseo matutino?

—Sí, me gusta tomar el aire desde el tejado.

—Me acordaré de elegir otro lugar la próxima vez que quiera pensar.

—Siempre varío mi ruta, DeWar. No hay escapatoria en ninguna zona del palacio. El único lugar seguro podría ser tu propio cuarto.

—Intentaré no olvidarlo.

—Bien. Supongo que ahora estarás más contento.

—¿Contento? ¿Y eso por qué?

—Han intentado asesinar al Protector. Tengo entendido que estabas allí.

—Ah, eso.

—Sí, eso.

—Sí, estaba allí.

—Bueno, ¿y estás contento? La última vez que hablamos te preocupaba mucho que se hubiesen producido tan pocos intentos de asesinato recientemente, lo que para ti era prueba irrefutable de que había asesinos por todas partes.

DeWar esbozó una sonrisa pesarosa.

—Ah, sí. Pero no, no estoy contento, mi señora.

—Ya me lo imaginaba. —Lady Perrund se levantó para marcharse. DeWar la imitó—. Tengo entendido que el Protector nos visitará más tarde en el harén —dijo—. ¿Te veremos allí entonces?

—Imagino que sí.

—Bien. Te dejo con tus pensamientos. —Lady Perrund sonrió y luego, seguida por el guardia eunuco, se dirigió a la puerta que conducía al tejado.

DeWar los siguió con la mirada hasta que se fueron y luego se estiró y bostezó.


La concubina Yalde, una de las favoritas del general YetAmidous, era llamada a menudo a la residencia que este tenía en el recinto del palacio. La chica no podía hablar, aunque parecía tener lengua y todo lo necesario para hacerlo, y entendía bastante bien el imperial, y un poco de la lengua de Tassasen. Antes había sido esclava. Puede que algún suceso acaecido en aquella época atrofiara la parte de su cerebro que normalmente le habría concedido la facultad del habla. No obstante, podía lloriquear, gemir y gritar cuando sentía placer, como el general no se cansaba de contarle a sus amigos.

Yalde estaba sentada en un gran sofá, el mismo que ocupaba el general, en la sala de recepción principal de la casa, y estaba dándole con sus propias manos las frutas de un cuenco de cristal, mientras él jugueteaba con su larga cabellera negra, enredándola y desenredándola con una de sus grandes manos. Era de noche, una campanada más o menos después de terminar el pequeño banquete que YetAmidous había celebrado. Los hombres aún llevaban la ropa de la cena. En compañía de YetAmidous se encontraban RuLeuin, hermano de UrLeyn, BreDelle, médico del Protector, el comandante de la guardia ZeSpiole, los generales duque Simalg y duque Ralboute, y unos cuantos ayudantes de campo y miembros de menor importancia de la corte.

—No, son paredes de papel o algo así —dijo RuLeuin—. Las atravesó para entrar.

—Hazme caso, estaba en el techo. Sería el mejor lugar. Al menor indicio de peligro: ¡Puf! Se deja caer. O podría dejar caer una bala de cañón sobre el responsable, sin más. Sería facilísimo. Hasta un idiota podría hacerlo.

—Tonterías. Estaba detrás de las paredes.

—ZeSpiole tendría que saberlo —interrumpió YetAmidous la discusión de RuLeuin y Simalg—. ¿ZeSpiole? ¿Qué tienes que decir?

—Yo no estaba allí —dijo ZeSpiole moviendo la copa a su alrededor—. Y la cámara pintada no se usó nunca cuando yo era jefe de guardaespaldas.

—Pero, a pesar de ello, seguro que sabías que existía —dijo YetAmidous.

—Pos supuesto que sabía que existía —dijo ZeSpiole. Dejó de agitar la copa a su alrededor el tiempo justo para que un criado se la rellenara de vino—. Mucha gente sabe de su existencia, pero nadie entra allí nunca.

—¿Y cómo consiguió DeWar sorprender al asesino de la Compañía de Mar? —preguntó Simalg. Era un duque con vastas posesiones en el este, pero había sido uno de los primeros miembros de las grandes familias nobiliarias en declararse partidario de UrLeyn durante la guerra de sucesión. Era un hombre flaco y de aspecto permanentemente apático, con una larga cabellera castaña—. Estaba en el techo, ¿verdad, ZeSpiole? Decidme que tengo razón.

—Detrás de las paredes —dijo RuLeuin—. Atravesó un retrato, ¡un retrato al que se le habían agujereado los ojos!

—No puedo decirlo.

—¡Pero debéis hacerlo! —protestó Simalg.

—Es un secreto.

—¿De veras?

—De veras.

—Ahí lo tenéis —dijo YetAmidous a los demás—. Es un secreto.

—¿Eso lo dice el Protector o su atildado salvador? —preguntó Ralboute. Hombre menudo pero musculoso, el duque Ralboute había sido otro de los primeros conversos a la causa de UrLeyn.

—¿Os referís a DeWar? —preguntó ZeSpiole.

—¿No os parece un presuntuoso? —preguntó Ralboute antes de dar un trago a su copa.

—Sí, un presuntuoso —dijo el doctor BreDelle—. Y demasiado inteligente. Demasiado.

—Y escurridizo —añadió Ralboute mientras se alisaba la túnica sobre el enorme corpachón y se limpiaba algunas migas.

—Probad a sentaros sobre él —sugirió Simalg.

—Puede que lo haga sobre vos —repuso Ralboute al otro noble.

—No lo creo.

—¿Creéis que DeWar se acostaría con el Protector si pudiera? —preguntó YetAmidous—. ¿Pensáis que le gustan los hombres? ¿O son solo rumores?

—Nunca se la ve en el harén —dijo RuLeuin.

—¿Y lo dejarían entrar? —preguntó BreDelle. Al médico de la corte solo se le permitía entrar en el harén por razones profesionales, y eso únicamente cuando su enfermera no podía encargarse del asunto.

—¿Al jefe de los guardaespaldas? —dijo ZeSpiole—. Sí. Podría escoger entre las concubinas de la casa. Las que visten de azul.

—Ah —dijo YetAmidous y acarició la barbilla de la chica de pelo azabache que lo acompañaba—. Las chicas de la casa. Un nivel por debajo de mi pequeña Yalde.

—Creo que DeWar no hace uso de ese privilegio.

—Dicen que frecuenta la compañía de la concubina Perrund —dijo RuLeuin.

—La del brazo inútil —asintió YetAmidous.

—Yo también he oído eso —asintió BreDelle.

—¿Una de las de UrLeyn? —Simalg puso cara de espanto—. No querréis decir que yace con ella. ¡Providencia! El Protector debería asegurarse de que puede quedarse en el harén tanto tiempo como se le antoje… como eunuco.

—Me cuesta creer que DeWar sea tan tonto o tan inmoderado —dijo BreDelle—. Será amor cortés, nada más.

—Yo he oído que visita una casa de la ciudad, aunque no muy a menudo —dijo RuLeuin.

—¿Una casa de chicas? —preguntó YetAmidous—. ¿O de chicos?

—Chicas —confirmó el primero.

—Si yo fuera una de las chicas y tuviera que recibir a ese tipo, creo que pediría el doble —dijo Simalg—. Despide un olor extraño. ¿No os habéis fijado?

—Puede que tengáis un olfato especial para esas cosas —dijo el doctor BreDelle.

—Tal vez DeWar tenga una dispensa especial del Protector —sugirió Ralboute—. Un permiso secreto para acostarse con Perrund.

—¡Pero si está lisiada! —dijo YetAmidous.

—Ya, pero, a pesar de ello, yo la encuentro preciosa —dijo Simalg.

—Y hay que decir que existe gente que encuentra atractiva la imperfección —añadió el doctor BreDelle.

—Acostarse con la regia Lady Perrund. ¿Has disfrutado de ese privilegio, ZeSpiole? —preguntó Ralboute al otro hombre.

—Por desgracia, no —dijo ZeSpiole—. Y tampoco creo que lo haya hecho DeWar. Sospecho que el suyo es un encuentro de las mentes, no de los cuerpos.

—Sigo pensando que es demasiado inteligente —musitó Simalg, mientras pedía más vino.

—¿Qué privilegios echas de menos de la posición que ocupa ahora DeWar? —preguntó Ralboute mientras bajaba la mirada hacia la fruta que estaba pelando. Despidió a una criada que se ofreció a hacerlo por él.

—Echo de menos estar cerca del Protector todos los días, pero poco más. Es un trabajo enervante. Un trabajo para un hombre joven. Mi puesto actual ya es bastante emocionante sin tener que tratar con embajadores asesinos.

—Oh, venga, ZeSpiole —dijo Ralboute mientras sorbía la fruta, escupía un montón de semillas sobre un cuenco y volvía a succionar y tragar. Se limpió los labios—. Seguro que estáis resentido con DeWar, ¿no? Os ha usurpado el puesto.

ZeSpiole guardó silencio un momento.

—A veces, duque, la usurpación puede ser el camino correcto, ¿no os parece? —Recorrió la concurrencia con la mirada—. Todos nosotros usurpamos al viejo rey. Era algo que había que hacer.

—Sin duda —dijo YetAmidous.

—Desde luego —asintió RuLeuin.

—¡Mmmmm! —asintió BreDelle con la boca llena de pulpa de fruta.

Ralboute asintió. Simalg exhaló un pequeño suspiro.

—Fue nuestro Protector el que lo hizo —dijo—. El resto nos limitamos a ayudarlo.

—Y a mucha honra —dijo YetAmidous mientras daba una palmada a su asiento.

—Entonces, ¿no sentís el menor resentimiento hacia él? —preguntó Ralboute a ZeSpiole—. Sois un hijo de la Providencia, sin duda. —Sacudió la cabeza y usó los dedos para abrir otra fruta.

—No estoy más resentido con él que cualquiera de vosotros con el Protector —dijo ZeSpiole.

Ralboute dejó de comer.

—¿Por qué debería estar resentido con UrLeyn? —preguntó—. Lo admiro, y admiro lo que ha hecho.

—Como por ejemplo, traernos aquí, al palacio —dijo Simalg—. Podríamos seguir siendo simples oficiales sin privilegios. Le debemos al Gran Edil tanto como el mercader que cuelga su documento de voto… ¿cómo lo llamáis? Su carta de emancipación. Como cualquier mercader que cuelga su carta de emancipación de la pared.

—Es cierto —dijo ZeSpiole—. Y, sin embargo, si algo le ocurriera al Protector…

—¡La Providencia no lo quiera! —dijo YetAmidous.

—… ¿no podría un duque como vos, una persona de elevada cuna del antiguo régimen, que al mismo tiempo ha sido un fiel general bajo el nuevo orden del Protector, ser la persona hacia la que se volviera el pueblo en busca de un sucesor?

—Oh, vaya, ya estamos —dijo Simalg con un bostezo.

—Esta charla me incomoda —dijo RuLeuin.

—No —repuso ZeSpiole mirándolo—. Estas cosas hay que hablarlas. Quienes le desean mal a UrLeyn y a Tassasen no van a dejar de hacerlo. Tenéis que pensar en ello, RuLeuin. Sois el hermano del Protector. El pueblo podría recurrir a vos si nos fuera arrebatado.

RuLeuin sacudió la cabeza.

—No —dijo—. Yo ya he ascendido demasiado a su sombra. La gente piensa que he llegado más lejos de lo que me corresponde. —Lanzó una mirada de soslayo a Ralboute, quien se la devolvió con ojos muy abiertos y carentes de toda expresión.

—Oh, sí —dijo Simalg agitando una mano—. Los duques le tenemos un miedo atroz a esos accidentes de nacimiento.

—¿Dónde está el mayordomo? —dijo YetAmidous—. Yalde, sé buena chica y ve a buscar a los músicos, ¿quieres? Tanta charla me está dando dolor de cabeza. ¡Necesitamos música y canciones!


—¡Aquí!

—¡Ahí, ahí está!

—¡Rápido! ¡Cogedlo! ¡Cogedlo! ¡Rápido!

—¡Aah!

—¡Demasiado tarde!

—¡He ganado! ¡He ganado! ¡He ganado!

—¡Has ganado otra vez! ¡Qué astucia para alguien tan joven! —Perrund cogió al niño con el brazo sano y lo subió al asiento que había junto al suyo. Lattens, hijo de UrLeyn, chilló al sentir que empezaba a hacerle cosquillas, y luego soltó un grito y trató de ocultarse bajo un pliegue del traje de la concubina cuando DeWar, que había recorrido a la carrera la mayor parte de la cámara de acceso al harén exterior en un vano intento por llegar antes que el muchacho, entró jadeando y refunfuñando.

—¿Dónde está ese niño? —exigió con voz agria.

—¿Niño? Vaya, ¿de qué niño hablas? —preguntó Perrund con una mano en la garganta y los ojos azules muy abiertos.

—Ah, no importa. Me sentaré aquí para recobrar el aliento. He tenido que correr mucho detrás de ese cachorro. —Sonó una risilla al sentarse DeWar junto al niño, cuyo jubón y cuyos zapatos aparecieron debajo de la túnica de la concubina—. ¿Qué es esto? ¡Aquí están los zapatos de ese truhán! ¡Y mira! —DeWar lo cogió por los tobillos. Hubo un grito amortiguado—. ¡Su pierna! ¡Apuesto a que el resto está a continuación! ¡Sí! ¡Aquí está! —Perrund apartó el vestido para dejar que DeWar le hiciera cosquillas al niño y luego trajo un cojín de otra parte del sofá y lo colocó bajo las posaderas del muchacho. DeWar lo depositó ruidosamente sobre él—. ¿Sabes lo que les pasa a los niños que ganan al escondite? —preguntó DeWar. Lattens, con los ojos abiertos de par en par, sacudió la cabeza e hizo ademán de chuparse el dedo. Perrund se lo impidió con delicadeza—. Que les dan… —gruñó DeWar mientras acercaba su cara a la del niño— ¡golosinas!

Perrund le dio la caja de las frutas glaseadas. Lattens chilló de alegría y se frotó las manos mientras clavaba la mirada en la caja y trataba de decidir cuál coger primero. Finalmente, cogió un puñado.

Huesse, otra de las concubinas de traje rojo, se sentó pesadamente en el sofá que había frente al de Perrund y DeWar. Había estado jugando con ellos al escondite. Era la tía de Lattens. Su hermana había muerto al parir al niño, al poco del estallido de la guerra de sucesión. Huesse era una mujer curvilínea y esbelta, con una rebelde melena rubia rizada.

—¿Has recibido ya tus lecciones de hoy, Lattens? —preguntó Perrund.

—Sí —dijo el niño. Era de pequeña estatura, como su padre, aunque tenía el cabello dorado y con reflejos rojizos de su madre y su tía.

—¿Y qué has aprendido hoy?

—Cosas nuevas sobre los triángulos equiláteros y un poco de historia, de cosas que pasaron.

—Ya veo —dijo Perrund al tiempo que le arreglaba el cuello al niño y volvía a alisarle el pelo.

—Había un hombre llamado Narajist… —dijo el niño mientras se chupaba el azúcar glaseado de los dedos.

—Naharajast —dijo DeWar. Perrund le indicó que guardara silencio con un gesto.

—Se puso a mirar los cielos con un tubo y le dijo al Emperador —Lattens entornó los ojos y miró las tres brillantes cúpulas de yeso que iluminaban la estancia—: «Poeslied…».

—Puiside —murmuró DeWar. Perrund frunció severamente el ceño y chistó.

—«… hay unas grandes rocas llameantes ahí arriba y ¡cuidado!». —El muchacho se levantó para gritar la última palabra y luego volvió a sentarse y se inclinó sobre la caja de las golosinas con un dedo en los labios—. Pero el emperador no lo tuvo y las rocas lo mataron.

—Bueno, un poco simplificado —empezó a decir DeWar.

—¡Qué historia tan triste! —dijo Perrund mientras le desordenaba el pelo al niño—. ¡Pobre Emperador!

—Sí. —El muchacho se encogió de hombros—. Pero luego vino papi y arregló las cosas.

Los tres adultos se miraron y se echaron a reír.

—Así es —dijo Perrund mientras le arrebataba la caja de las golosinas y la escondía detrás de su cuerpo—. Y ahora Tassasen vuelve a ser poderosa, ¿no?

—Mm-mmmm —dijo Lattens al tiempo que trataba de meterse detrás de Perrund para alcanzar la cajita.

—Creo que es buen momento para oír una historia —dijo Perrund y obligó al niño a sentarse bien—. ¿DeWar?

DeWar se sentó y reflexionó un momento.

—Bueno —dijo—. No es tanto una historia como una especie de historia.

—Pues cuéntanosla.

—¿Es apropiada para el niño? —preguntó Huesse.

—Yo la haré apropiada. —DeWar se inclinó hacia delante y se ajustó la espada y la daga al cinto—. Érase una vez un reino mágico en el que todos los hombres eran reyes, todas las mujeres reinas, todos los niños príncipes y todas las niñas princesas. En este reino la gente no pasaba hambre y no había lisiados.

—¿Y había pobres? —preguntó Lattens.

—Eso depende de lo que entiendas por pobre. En cierto sentido no, porque todos ellos podían tener todas las riquezas que quisieran y en cierto modo sí, porque había gente que prefería no tener nada. El deseo de sus corazones era no poseer nada y normalmente elegían los desiertos, las montañas o los bosques para vivir, y se instalaban en cuevas o árboles, o simplemente vagabundeaban de acá para allá. Algunos de ellos vivían en las grandes ciudades, donde deambulaban por las calles. Pero fuera lo que fuese lo que decidieran al final, la decisión era siempre suya.

—¿Eran hombres santos? —preguntó Lattens.

—Bueno, en cierto modo sí.

—¿Y también eran todos guapos? —preguntó Huese.

—Eso también depende de lo que quieras decir con guapo —dijo DeWar con tono de disculpa—. Hay quien encuentra una especie de belleza en la fealdad —prosiguió—. Y cuando todo el mundo es hermoso, hay algo singular en ser feo, o al menos vulgar. Pero en general, sí, todo el mundo era tan guapo como quería.

—Cuántos «síes» y «peros» —dijo Perrund—. A mí parece un país muy equívoco.

—En cierto modo. —DeWar sonrió. Perrund le dio con un cojín—. A veces —continuó DeWar—, conforme la gente iba cultivando nuevas tierras…

—¿Cómo se llamaba ese país? —lo interrumpió Lattens.

—Oh… Prodigia, claro. Pues como digo, a veces los ciudadanos de Prodigia descubrían grupos de gente que vivía como los vagabundos, o sea, como los pobres o los santos de su país, solo que sin haberlo decidido. Esta gente vivía así porque no les quedaba más remedio. No tenían las ventajas a las que estaba acostumbrada la gente de Prodigia. De hecho, al cabo de poco tiempo, estas gentes se convirtieron en el mayor problema que tenía el pueblo de Prodigia.

—¿Cómo? ¿Acaso no había guerras, hambrunas, pestes, impuestos…? —preguntó Perrund.

—No. Y las tres últimas eran prácticamente imposibles.

—Me parece que mi credulidad está poniéndose a prueba —musitó la concubina.

—Entonces, ¿en Prodigia todo el mundo era feliz? —preguntó Huesse.

—Tan feliz como se puede ser —dijo DeWar—. Aunque, a pesar de todo, la gente conseguía sentirse infeliz, como siempre.

Perrund asintió.

—Ahora empieza a sonar plausible.

—En este país vivían dos amigos, un chico y una chica, que eran primos y se habían criado juntos. Ellos creían que eran adultos, pero en realidad seguían siendo unos niños. Eran los mejores amigos del mundo, solo que estaban en desacuerdo en muchas cosas. Una de ellas era lo que debía hacer Prodigia cuando se encontraba con una de esas tribus de gente pobre. ¿Era preferibles dejarlos solos o tratar de ayudarlos para que mejorasen sus vidas? Y aunque decidieras que lo justo era tratar de ayudarlos, ¿cómo lo hacías? ¿Les decías «Venid, uníos a nosotros y sed como nosotros»? ¿Les decías «Abandonad vuestras costumbres, los dioses a los que adoráis, vuestras más sagradas creencias y las tradiciones que os convierten en lo que sois»? ¿O «Hemos decidido que os quedéis más o menos como estáis. Os trataremos como si fuerais niños y os daremos juguetes que os ayudarán a llevar una vida mejor»? Porque, ¿quién decidía lo que era mejor?

Lattens estaba removiéndose en el asiento, mientras Perrund trataba de conseguir que se estuviera quieto.

—¿De verdad no había guerras? —preguntó el muchacho.

—Sí —dijo Perrund con una mirada preocupada a DeWar—. Puede que sea un cuento un poco abstracto para un niño de la edad de Lattens.

DeWar esbozó una sonrisa triste.

—Bueno, había algunas guerras muy poco importantes en sitios lejanos, pero, para resumir, los dos amigos decidieron que pondrían a prueba sus argumentos. Tenían otra amiga, una señora que… los quería mucho a los dos y era muy lista y muy guapa y que tenía un regalo preparado para a uno de ellos. —DeWar miró a Perrund y a Huesse.

—¿A uno de los dos? —preguntó Perrund con una sonrisilla. Huesse miró al suelo.

—Era una dama de mente abierta —dijo DeWar antes de aclararse la garganta—. Así pues, los dos amigos decidieron que presentarían sus argumentos ante ella y el que perdiera tendría marcharse y dejar que el favor fuera para el otro.

—¿Y la tercera amiga sabía el acuerdo al que habían llegado ellos dos? —inquirió Perrund.

—¡Nombres! ¿Cuáles eran sus nombres? —exigió Lattens.

—Sí, ¿cómo se llamaban? —preguntó Huesse.

—La niña, Sechroom y el niño, Hiliti. Su preciosa amiga se llamaba Leleeril. —DeWar miró a Perrund—. Y no, no sabía nada sobre su acuerdo.

—Puf —dijo Perrund lentamente.

—Así que los tres se reunieron en un pabellón de caza, en lo alto de unas montañas muy altas…

—¿Tan altas como las llanuras Jadeantes? —preguntó Lattens.

—No tanto, pero sí más empinadas, con las cimas puntiagudas. Entonces…

—¿Y qué creía cada uno de ellos? —preguntó Perrund.

—¿Mmmm? Oh, Sechroom creía que siempre había que interferir, o tratar de ayudar a la gente, mientras que Hiliti pensaba que era mejor dejar a la gente como estaba —dijo DeWar—. En cualquier caso, comieron y bebieron muy bien, se rieron, se contaron historias y chistes y los dos amigos, Sechroom y Hiliti, le explicaron sus ideas a Leleeril y le pidieron que decidiera cuál de ellos tenía razón. Ella trató de explicarles que los dos la tenían, cada uno a su manera, y que a veces uno tenía razón y el otro estaba equivocado, mientras que otras veces era al contrario…, pero al final le dijeron que tenía que elegir a uno de los dos, y ella escogió a Hiliti, y la pobre Sechroom tuvo que marcharse del pabellón de caza.

—¿Cuál era el regalo de Leeril para Hiliti? —preguntó Lattens.

—Algo maravilloso —dijo DeWar y, como si fuera un mago, se sacó una fruta glaseada del bolsillo. Se la ofreció al maravillado muchacho, que la mordió con deleite.

—¿Y qué pasó? —preguntó Huesse.

—Leleeril descubrió que sus favores habían sido objeto de una apuesta y se sintió dolida. Se marchó por un tiempo…

—¿Tuvo que hacerlo? —preguntó Perrund—. Ya sabes que a veces, en las sociedades civilizadas, las chicas tienen que ausentarse mientras la naturaleza sigue su curso…

—No, solo quería estar en otro sitio, lejos de toda la gente a la que conocía…

—¿Cómo, sin sus parientes? —preguntó Huesse con escepticismo.

—Sin nadie. Entonces, Sechroom y Hiliti se dieron cuenta de que tal vez Leleeril hubiera sentido por uno de ellos más de lo que habían imaginado y que lo que habían hecho fuese algo malo.

—Ahora hay tres emperadores —dijo Lattens de repente mientras se comía la fruta azucarada—. Me sé sus nombres. —Perrund lo hizo callar.

—Leleeril regresó más adelante —siguió contando DeWar—, pero mientras estuvo fuera hizo nuevos amigos, y cambió, así que volvió a marcharse, esta vez para siempre. Por lo que sabemos, vivió feliz para siempre. Sechroom se convirtió en soldado misionera del ejército de Prodigia y participó en algunas de aquellas guerras lejanas y poco importantes.

—¿Una mujer soldado? —preguntó Huesse.

—Algo así —dijo DeWar—. Aunque puede que tuviera más de misionera, o incluso de espía, que de soldado.

Perrund se encogió de hombros.

—Según se dice, todas las balnimes de Quarreck son mujeres guerreras.

DeWar se recostó en su asiento, sonriente.

—Oh —dijo Huesse con cara de decepción—. ¿Y ya está? —preguntó.

—Por ahora sí. —DeWar se encogió de hombros.

—¿Quieres decir que hay más? —dijo Perrund—. Será mejor que nos lo cuentes. El suspense podría matarnos.

—Puede que os cuente más en otra ocasión.

—¿Y qué pasó con Hiliti? —preguntó Huesse—. ¿Qué fue de él después de que se marchara su prima?

DeWar se limitó a sonreír.

—Muy bien —dijo Perrund con tono malicioso—. Tú hazte el misterioso.

—¿Dónde está Prodigia? —preguntó Lattens—. Yo sé geografía.

—Muy lejos —le dijo DeWar.

—¿Al otro lado del mar?

—Al otro lado del mar.

—¿Más lejos que Tyrsk?

—Mucho más.

—¿Más que las islas Arrojadas?

—Oh, mucho más lejos que eso.

—¿Más que… Drizen?

—Aún más lejos que Drezen. En el país de la fantasía.

—¿Y las montañas están hechas de azúcar? —preguntó el niño.

—Todas ellas. Y los lagos son de zumo. Y la caza crece en los árboles, ya cocinada. Y hay otros árboles que dan casitas ya construidas. Y catapultas y arcos y flechas, en lugar de frutos.

—Y supongo que los ríos son de vino en lugar de agua —dijo Huesse.

—Sí, y las casas y los edificios y los puentes están hechos de oro y diamantes y cosas preciosas.

—Tengo un cachorro de eltar —le dijo Lattens—. Se llama Wintle. ¿Quieres verlo?

—Desde luego.

—Está en el jardín, en una jaula. Voy a buscarlo. Vamos, ven —le dijo a Huesse y tiró de ella para que obligarla a ponerse de pie.

—De todos modos, ya le tocaba salir al jardín —dijo Huesse—. Volveré pronto, con ese bicho de Wintle.

DeWar y Perrund siguieron con la mirada a la mujer y al niño mientras abandonaban la estancia bajo la atenta vigilancia del eunuco vestido de blanco que observaba desde lo alto del pulpito.

—Bueno, bueno, señor DeWar —dijo Perrund—. Ya lo has demorado bastante. Tienes que contarme lo del asesinato que has impedido.

DeWar le contó todo lo que podía del suceso. Omitió los detalles que explicaban cómo había podido responder tan velozmente al ataque del asesino y Perrund tuvo la delicadeza de no insistir demasiado sobre ello.

—¿Y qué hay de la delegación que vino con el embajador de la Compañía del Mar?

DeWar puso cara de preocupación.

—Creo que no sabían nada de lo que pretendía. O puede que uno de ellos sí. Llevaba consigo el mismo narcótico que había tomado el asesino, pero los demás no estaban al corriente. Eran unos ingenuos que pensaban que estaban viviendo una gran aventura.

—¿Los han interrogado a fondo? —preguntó Perrund en voz baja.

DeWar asintió. Bajó la mirada hacia el suelo.

—Solo sus cabezas volverán. Según me han dicho, al final fue un alivio para ellos perderlas.

Perrund le puso un instante la mano en el brazo y luego, con la mirada fija en el eunuco del pulpito, la retiró enseguida.

—La culpa es de su señor, que los envió a la muerte, no tuya. No habrían sufrido menos de haberse salido con la suya.

—Ya lo sé —dijo DeWar con la mejor sonrisa que pudo esbozar—. Quizá podría llamársele falta de empatía profesional. Estoy entrenado para matar o incapacitar lo más rápidamente posible, no para hacerlo de forma lenta.

—¿Entonces no estás contento, de verdad? —preguntó Perrund—. Ya se ha producido un intento, y un intento seño. ¿No tienes la sensación de que esto refuta tu teoría de que el protector tiene un enemigo en la corte?

—Puede —dijo DeWar sin demasiada certeza.

Perrund sonrió.

—Lo cierto es que lo sucedido no te ha tranquilizado en absoluto, ¿verdad?

—No —admitió DeWar. Apartó la mirada—. Bueno, sí, un poco, pero sobre todo porque he decidido que tienes razón. Me preocuparé pase lo que pase y siempre lo veré de la peor manera posible. Soy incapaz de no hacerlo. La preocupación es mi estado natural.

—Vamos, que no deberías preocuparte tanto por tu preocupación —aventuró Perrund con una sonrisilla en los labios.

—Más o menos. De lo contrario, la cosa no tendría fin.

—Qué pragmático. —Perrund se inclinó hacia delante y apoyó la barbilla en el puño—. ¿Qué sentido tenía la historia de Sechroom, Hiliti y Leleeril?

DeWar pareció incomodarse un poco.

—La verdad es que no lo sé —confesó—. Me la contaron en otro idioma. No ha superado la traducción demasiado bien y… No solo la lengua requería traducción. También he tenido que alterar algunas de las ideas y… de las formas de actuar y de comportarse de la gente para que tuviera sentido.

—Bueno, pues yo diría que ha sido un éxito. ¿Es una historia real?

—Sí. Todo ocurrió de verdad —dijo DeWar antes de reclinarse y echarse a reír sacudiendo la cabeza—. No, estoy burlándome de ti. ¿Cómo iba a ocurrir? Estudia los últimos globos, lee los últimos mapas, navega hasta el fin del mundo. No encontrarás Prodigia por ninguna parte, te lo seguro.

—Oh —dijo Perrund, decepcionada—. ¿Así que no eres de Prodigia?

—¿Cómo se puede ser de un lugar que no existe?

—Pero eres de… Mottelocci, ¿no?

—De Mottelocci, en efecto. —DeWar frunció el ceño—. No recordaba habértelo contado.

—Es un país montañoso, ¿no? Uno de los… ¿Cómo los llaman ahora? Los Medio Ocultos. Los reinos Medio Ocultos. Imposibles de alcanzar la mayor parte del año. Pero paradisíacos, según dicen.

—A medias. En primavera, verano y otoño es precioso. Pero en invierno es terrible.

—Tres estaciones de cuatro le parecerían suficientes a la mayoría de la gente.

—No cuando la cuarta dura más que las otras tres juntas.

—¿Ocurrió allí algo parecido a tu historia?

—Puede.

—¿Y eras tú uno de los protagonistas?

—Tal vez.

—A veces —dijo Perrund mientras se reclinaba con una expresión de exasperación en el rostro— comprendo por qué los gobernantes usan torturadores.

—Oh, yo lo comprendo siempre —dijo DeWar—. Solo que no… —Entonces pareció recobrar la compostura, se irguió y se alisó la camisa. Levantó la mirada hacia las vagas sombras proyectadas sobre el reluciente cuenco invertido de la evanescente cúpula que tenían encima—. Igual tenemos tiempo para echar una partidita. ¿Qué me dices?

Perrund permaneció un momento mirándolo y entonces suspiró y se irguió también.

—Podemos jugar a La disputa del monarca. Es el que más te va. Aunque también están —dijo con un gesto dirigido a un criado situado en una puerta lejana— Los dados del embaucador y El castillo secreto.

DeWar se reclinó en su asiento y observó a Perrund mientras esta seguía con la mirada al criado que se aproximaba.

—Y Subterfugio —añadió ella—, y La jactancia del facineroso y El soplo de la verdad y Travestismo y El caballero embustero y…

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