4 El guardaespaldas

—Dejadme que lo registre, general.

—No podemos registrarlo, DeWar, es un embajador.

—ZeSpiole tiene razón, DeWar. No podemos tratarlo como si fuera un campesino pedigüeño.

—Claro que no, DeWar —dijo BiLeth, consejero del Protector en materia de Asuntos Exteriores. Era un hombre alto, delgado y autoritario, con una cabellera larga y rala y un temperamento propenso a fuertes arrebatos. Trató por todos los medios imaginables de mirar a DeWar, que era más alto que él, desde arriba—. ¿Por qué clase de rufianes queréis que nos tomen?

—Desde luego, el embajador viene con la acostumbrada parafernalia diplomática —dijo UrLeyn, mientras recorría la terraza de un lado a otro.

—De una de las Compañías del Mar —protestó DeWar—. No es precisamente una delegación imperial de antaño. Llevan todos la ropa, las joyas y las insignias propias del oficio, pero ¿concuerdan?

—¿Que si concuerdan? —preguntó UrLeyn, desconcertado.

—Creo —dijo ZeSpiole— que el jefe de vuestros guardaespaldas quiere decir que su atuendo es robado.

—¡Ja! —dijo BiLeth con una violenta sacudida de la cabeza.

—Sí, y además no hace mucho —dijo DeWar.

—Aunque fuera así —dijo UrLeyn—. Es más, precisamente por ello.

—¿Señor?

—¿Precisamente por ello?

BiLeth pareció confundido un momento y luego asintió con gesto sabio.

El general UrLeyn se detuvo bruscamente sobre las baldosas blancas y negras de la terraza. DeWar pareció detenerse al mismo tiempo, y ZeSpiole y BiLeth un segundo después. Todos los que los seguían por la terraza, entre los aposentos privados y las cámaras de la corte —generales, escribas y burócratas, la panoplia habitual— tropezaron unos con otros con un apagado tintineo de armaduras, espadas y tablillas de escritura al parar tras ellos.

—Las Compañías del Mar pueden ser aún más importantes ahora que el viejo Imperio está hecho trizas, amigos míos —dijo el general UrLeyn al tiempo que se volvía bajo el sol para dirigirse a la figura calva de BiLeth, a la más alta y morena de su guardaespaldas y al menudo y viejo caballero, embutido en el uniforme de la guardia de palacio. ZeSpiole, un hombre flaco y encorvado, con unos ojos rodeados de profundas arrugas, había sido el antecesor de DeWar al frente de los guardaespaldas. Ahora, en lugar de tener encomendada la protección inmediata de la persona de UrLeyn, era comandante de la guardia, por lo que la seguridad del palacio entero era responsabilidad suya—. Los conocimientos de las Compañías del Mar —prosiguió UrLeyn—, sus habilidades, sus cañones… son mucho más importantes ahora. El colapso del Imperio ha engendrado un exceso de aspirantes a emperador…

—¡Al menos tres, hermano! —exclamó RuLeuin.

—Precisamente —dijo UrLeyn con una sonrisa—. Tres emperadores, un montón de reyes felices, al menos más felices de lo que eran bajo el antiguo Imperio, y varios personajes más que se han atribuido el título de rey y que jamás se habrían atrevido a hacerlo en el antiguo régimen.

—¡Por no mencionar a uno para el que el título de rey sería un insulto y, de hecho, un descenso de categoría, señor! —dijo YetAmidous, quien acababa de aparecer detrás del general.

UrLeyn dio unas palmaditas en la espalda al otro hombre, algo más alto que él.

—Como ves, DeWar, hasta mi buen amigo el general YetAmidous me cuenta a mí entre aquellos que se han beneficiado de la desaparición del antiguo régimen y me recuerda que no fue ni mi astucia, ni mi prudencia, ni mi ejemplar genio militar lo que me llevó a la exaltada posición que ocupo en este momento —dijo UrLeyn con un guiño.

—¡General! —dijo YetAmidous al tiempo que su rostro ancho, de ceño poblado y aire audaz, adoptaba una expresión dolorida—. ¡Nunca pretendí sugerir tal cosa!

El gran edil UrLeyn se echó a reír y volvió a posar una mano sobre el hombro de su amigo.

—Lo sé, Yet, no te preocupes. Pero, ¿entiendes la cuestión, DeWar? —dijo mientras se volvía de nuevo hacia él, alzando la voz lo bastante para dejar claro que se dirigía a todos los presentes y no solo al jefe de sus guardaespaldas—. Hemos podido —les dijo UrLeyn— adquirir un mayor control sobre nuestros propios asuntos porque no tenemos la amenaza de la interferencia imperial sobre nuestras cabezas. Las grandes fortalezas están desiertas, los reclutas han regresado a sus casas o han formado bandas de salteadores que no representan un peligro real, las flotas se han ido a pique en batallas navales o se han podrido, abandonadas. Algunas de las naves tenían capitanes que lograron mantener el control mediante el respeto, y no el miedo, y muchas de ellas forman parte ahora de las Compañías del Mar. Las más antiguas han creado una nueva potencia, ahora que los barcos del Imperio ya no las hostigan. Y con ese poder, tienen una nueva responsabilidad, una nueva posición en este mundo. Se han convertido en protectores en lugar de secuestradores y en guardias en lugar de piratas.

UrLeyn pasó la mirada por todos los miembros del grupo que, allí de pie, en la terraza de baldosas blancas y negras, parpadeaban bajo la ardiente mirada de Xamis y Seigen.

BiLeth asintió con un aire de sabiduría aún más marcado.

—Así es, señor. A menudo he…

—El Imperio era el padre —continuó UrLeyn—, y los reinos, así como, en menor medida, las Compañías del Mar, eran los hijos. Se nos dejaba jugar unos con otros la mayor parte del tiempo, hasta que hacíamos demasiado ruido o rompíamos algo, y entonces los adultos venían y nos castigaban. Ahora nuestros padres están muertos y sus degenerados parientes se disputan la herencia, pero ya es demasiado tarde y los niños son jóvenes, han dejado la guardería y se han hecho cargo de la casa. De hecho, caballeros, hemos dejado la cabaña del árbol para ocupar la finca entera y ahora no debemos tratar con excesiva falta de respeto a aquellos que jugaban con sus barquitos en el estanque. —Sonrió—. Lo menos que podemos hacer es tratar a sus embajadores como querríamos que fueran tratados los nuestros. —Dio a BiLeth una fuerte palmada en el hombro, que lo hizo tambalearse—. ¿No crees?

—Absolutamente, señor —dijo el aludido con una mirada desdeñosa dirigida a DeWar.

—Ahí lo tienes —dijo UrLeyn. Se volvió sobre sus talones—. Vamos. —Se alejó.

DeWar seguía a su lado, como un pedazo de negrura en movimiento sobre las baldosas. ZeSpiole tuvo que apretar el paso para alcanzarlos. BiLeth alargó sus zancadas.

—Posponed el encuentro, mi señor —dijo DeWar—. Que se celebre en circunstancias menos formales. Invitad al embajador a reunirse con vos… en los baños, por ejemplo, y luego…

—En los baños, DeWar —se mofó el general.

—¡Es ridículo! —dijo BiLeth.

ZeSpiole se limitó a soltar una risilla parecida a un graznido.

—He visto a ese embajador, señor —dijo DeWar al general mientras las puertas se abrían para ellos y entraban en el frescor del gran salón, donde los esperaba medio centenar de cortesanos, burócratas y militares, dispersos sobre su sencillo suelo de piedra—. No me inspira confianza, señor —dijo en voz baja al tiempo que lanzaba una mirada rápida en derredor—. De hecho, lo que me inspira es sospecha. Sobre todo porque ha solicitado una audiencia privada.

Se detuvieron junto a las puertas. El general señaló ron la cabeza una pequeña alcoba excavada en la pared, que tenía el espacio justo para que se sentaran ellos dos.

—Disculpadnos, BiLeth, comandante ZeSpiole. —Este último pareció incomodado por la orden, pero asintió. BiLeth se echó ligeramente hacia atrás, como si aquello fuera un auténtico ultraje, pero a continuación hizo una profunda reverencia. UrLeyn y DeWar tomaron asiento en la alcoba. El general levantó una mano para impedir que la gente que se les acercaba se aproximara demasiado. ZeSpiole abrió los brazos para mantener a todo el mundo a raya.

—¿Qué es lo que te resulta tan sospechoso, DeWar? —preguntó el general en voz baja.

—No se parece a ningún embajador que yo haya visto. No tiene aspecto de diplomático.

UrLeyn se rió entre dientes.

—¿Qué pasa, viste con botas y sombrero de pirata? ¿Tiene mejillones en los talones y mierda de gaviota en el sombrero? En serio, DeWar…

—Me refiero a su rostro, su expresión, sus ojos, su manera de comportarse en general… He visto centenares de embajadores, señor, y son tan diferentes como cabría esperar y más aún. Los hay zalameros, francos, fanfarrones, resignados, modestos, nerviosos, adustos… De todo tipo. Pero todos ellos parecen serios, señor, todos parecen compartir un interés común por su oficio y su función. Este… —DeWar sacudió la cabeza.

UrLeyn le puso una mano en el hombro.

—Este te da mala espina, ¿verdad?

—Confieso que no puedo decir otra cosa, señor.

UrLeyn se echó a reír.

—Como ya he dicho, DeWar, vivimos en un tiempo en el que los valores y los papeles de la gente están cambiando. Tú no esperas que me comporte como otros gobernantes anteriores, ¿verdad?

—No señor, en efecto.

—Pues del mismo modo no podemos esperar que todos los funcionarios de todas las nuevas potencias se correspondan a las expectativas creadas en tiempos del antiguo Imperio.

—Eso lo comprendo, señor. Espero estar teniéndolo en cuenta. Solo estoy hablando de un presentimiento. Pero es, si se me permite expresarlo así, un presentimiento profesional. Y es, al menos en parte, a causa de cosas como esta por lo que estoy a vuestro servicio. —DeWar escudriñó la expresión de su señor para ver si estaba convencido, si había conseguido transmitirle parte de la aprensión que sentía. Pero los ojos del Protector seguían titilando, más divertidos que preocupados—. Señor —dijo echándose hacia delante—, el otro día, alguien cuya opinión sé que valoráis, me dijo que no puedo ser otra cosa que un guardaespaldas, que todo lo que hago cuando estoy despierto, incluso cuando se supone que estoy relajado, está consagrado a la tarea de protegeros de la mejor manera posible. —Aspiró profundamente—. Lo que quiero decir es que si yo solo vivo para protegeros de todo peligro y no pienso en otra cosa, aun cuando podría hacerlo, tanto más debo prestar atención a mis presentimientos cuando estoy en el desempeño activo de mis funciones, como ahora.

UrLeyn lo observó un momento.

—Me pides que confíe en tu desconfianza —dijo en voz baja.

—El Protector lo ha expresado mejor de lo que yo habría podido hacerlo.

UrLeyn sonrió.

—¿Y por qué iba a quererme muerto cualquiera de las Compañías del Mar?

DeWar bajó aún más la voz.

—Porque estáis pensando en construir una armada, señor.

—¿Ah, sí? —preguntó UrLeyn con aparente sorpresa.

—¿No es así, señor?

—¿Qué te hace pensar eso?

—Que habéis regalado al pueblo algunos de los Bosques Reales para luego, recientemente, introducir la condición de que algunos de los árboles más viejos fueran talados.

—Son peligrosos.

—Están sanos, señor, y tienen la edad y la forma idónea para fabricar navíos. Luego está el Refugio del Marinero en Tyrsk, la escuela naval que está proyectándose y…

—Es suficiente. ¿Tan indiscreto he sido? Y, ¿tan numerosos y perspicaces son los espías de las Compañías del Mar?

—Y también habéis mantenido conversaciones con Haspidus y Xinkspar encaminadas, imagino, a sumar las riquezas de una y los conocimientos de la otra al proyecto de construcción de dicha armada.

Ahora UrLeyn puso cara de preocupación.

—¿Lo sabías? Tienes un oído muy agudo, DeWar.

—No he escuchado nada que no se deba a mi proximidad a vos, señor. Pero los que también han llegado hasta mí, sin yo buscarlos, son los rumores. El pueblo no es estúpido y los funcionarios tienen sus especialidades, señor, sus áreas de conocimiento. Cuando un antiguo almirante es convocado, cabe asumir que no es para discutir cómo criar mejores bestias de carga para cruzar las llanuras Jadeantes.

—Mmmm —dijo UrLeyn, con la mirada puesta en la gente que los rodeaba, pero sin verla. Asintió—. Puedes bajar las persianas del burdel, pero la gente sabe igual lo que estás haciendo.

—Exactamente, señor.

UrLeyn se dio una palmada en la rodilla y se dispuso a levantarse. DeWar se le adelantó.

—Muy bien, DeWar, para contentarte, la reunión se celebrará en la cámara pintada. Y será aún más privada de lo que nos han pedido, solo él y yo. Tú estarás escuchando. ¿Contento?

—Señor.


El capitán de flota Oestrile, embajador de la Compañía de Mar del Refugio de Kep, vestido con una versión elegante de un uniforme náutico, con botas de filibustero color azul, pantalones de piel de lucio gris y una guerrera de cuello alto de color aguamarina con hilo de oro —y coronado todo ello por un tricornio engalanado con plumas de ave del paraíso—, entró lentamente en la cámara pintada del palacio de Vorifyr.

El embajador recorrió con andares cautelosos la estrecha alfombra de hilo de oro que desembocaba en un pequeño escabel situado a un par de pasos del único mueble que, aparte de este, descansaba sobre el lustroso suelo de madera de la estancia, a saber, una pequeña plataforma con una simple silla encima, en la que estaba sentado el Primer Protector, Primer General y Gran Edil del Protectorado de Tassasen, general UrLeyn.

El diplomático se quitó el sombrero y ejecutó una pequeña reverencia ante el Protector, quien le indicó el escabel. El embajador contempló el bajo banquillo durante dos décimas de segundos y entonces se desabrochó un par de botones de la parte baja de la guerrera y, tras dejar su extravagante sombrero a un lado, tomó asiento cuidadosamente. No llevaba armas a la vista, ni siquiera una espada ceremonial, aunque alrededor de su cuello había una cinta que sujetaba un sólido cilindro de piel brillante, con una tapa abotonada en un extremo, acabada en una filigrana de oro con grabados. El embajador recorrió con la mirada las paredes de la cámara.

Estaban decoradas con una serie de paneles pintados que representaban las diferentes regiones del antiguo reino de Tassasen: un bosque rebosante de caza, un castillo siniestro y enorme, una bulliciosa plaza, un harén, una llanura aluvial recubierta por un rompecabezas de predios, y otras cosas por el estilo. Si los temas eran relativamente vulgares, la calidad de las pinturas lo era del todo. La gente que había oído hablar de la cámara pintada —que solo se abría en raras ocasiones y se usaba con menos frecuencia aún— y esperaba algo especial, resultaba invariablemente decepcionada. Las pinturas eran, según la opinión de casi todos, bastante feas y poco interesantes.

—Embajador Oestrile —dijo el Protector. Vestía como en él era costumbre, con la chaqueta larga y los pantalones que había puesto de moda. El antiguo collar real de Tassasen, ya sin su corona, era su única concesión a la formalidad.

—Sire —dijo el aludido.

UrLeyn creyó ver en el comportamiento del embajador algo de lo que DeWar había mencionado. Había una especie de brillo vacío en la mirada del joven. Una expresión que incluía unos ojos tan abiertos y una sonrisa tan amplia en un rostro tan joven y resplandecientemente suave no hubiera debido ser tan inquietante como acababa resultando. Era de constitución media y su cabello era negro y moreno, aunque lo llevaba teñido con polvos rojos, según una moda que UrLeyn no conocía. Llevaba un bigote demasiado fino para alguien tan joven. Joven. Puede que eso fuera parte de la explicación, pensó UrLeyn. Los embajadores solían ser más viejos y obesos. Bueno, no tenía mucho sentido que se dedicase a dar discursos sobre cambiar los tiempos y los papeles y luego se dejase sorprender.

—¿Qué tal el viaje? —le preguntó—. Confío en que nada emocionante.

—¿Nada emocionante? —dijo el joven, aparentemente confuso—. ¿Y eso?

—Quiero decir tranquilo —dijo el Protector—. ¿Habéis tenido un viaje tranquilo?

El joven pareció aliviado por un momento.

—Ah —dijo asintiendo con una gran sonrisa—. Sí. Tranquilo. Nuestro viaje fue tranquilo. Muy tranquilo. —Volvió a sonreír.

UrLeyn empezó a preguntarse si el joven estaría bien de la cabeza. Puede que lo hubieran nombrado embajador porque era el hijo favorito de algún viejo chocho, que no se daba cuenta de que su hijo no estaba en sus cabales. Además, tampoco hablaba el imperial demasiado bien, pero UrLeyn estaba acostumbrado a escuchar extraños acentos en boca de los ciudadanos de las potencias náuticas.

—Bueno, embajador —dijo abriendo las manos a ambos lados—. Habéis solicitado una audiencia.

Los ojos del joven se abrieron aún más.

—Sí. Una audiencia. —Lentamente, se quitó la cinta del cuello y miró el cilindro de piel brillante que tenía en el regazo—. Antes que nada, señor —dijo—, tengo un regalo para vos. Del capitán de flota Vritten. —Levantó una mirada expectante hacia UrLeyn.

—Confieso que no he oído hablar del capitán de flota Vritten, pero continuad.

El joven se aclaró la garganta. Se limpió el sudor de la frente. Puede, pensó UrLeyn, que tenga fiebre. Hace un poco de calor aquí, pero no tanto como para hacer sudar a un hombre de esa manera. Las Compañías del Mar pasan gran parte del año en los trópicos, así que es imposible que no esté acostumbrado al calor, con brisas marinas o sin ellas.

El capitán abrió los botones que el cilindro tenía en un extremo y sacó un segundo cilindro, envuelto también en una piel cubierta con inscripciones de oro, aunque en este caso con los extremos hechos de algo que parecía oro, o bronce, y uno de ellos acabado en una serie de anillos metálicos.

—Lo que tengo aquí, señor —dijo el embajador con la mirada clavada en el cilindro, que ahora sujetaba con ambas manos—: es una máquina de visión. Un optiscopio, o telescopio, como también se conoce a estos artefactos.

—Sí —dijo UrLeyn—. He oído hablar de esas cosas. Naharajast, el último matemático imperial, aseguraba haber utilizado uno dirigido al cielo para realizar sus predicciones sobre las rocas de fuego que aparecieron el año de la caída del Emperador. El año pasado, un inventor, o alguien que aseguraba serlo, vino a palacio y nos mostró uno. Yo mismo eché un vistazo con él. Me pareció interesante. La vista estaba un poco empañada, pero no se puede negar que resultaba algo nuevo.

El joven embajador no pareció oírlo.

—El telescopio es un aparato fascinante… sumamente fascinante, señor, y este es uno de los mejores ejemplos. —Empezó a extender el aparato hasta que, con varios chasquidos, multiplicó por tres su longitud inicial, hecho lo cual se lo llevó a un ojo y miró a UrLeyn, y luego a los paneles pintados de la estancia. UrLeyn tuvo la impresión de que estaba escuchando un discurso memorizado—. Mmmm —dijo el joven embajador con un asentimiento de la cabeza—. Extraordinario. ¿No queréis probarlo, señor? —Se puso en pie y le ofreció el aparato al Protector, quien, con un gesto, le indicó que se acercara. Con el estuche cilíndrico del instrumento en la otra mano, el capitán se adelantó y ofreció el extremo del catalejo en el que estaba el visor a UrLeyn, quien se inclinó hacia delante en su asiento y lo cogió. El embajador soltó el extremo grueso del aparato. Este empezó a caer al suelo.

—Cuánto pesa, ¿no? —dijo UrLeyn mientras extendía rápidamente la otra mano para salvar el artefacto. Casi tuvo que levantarse de un salto para mantener el equilibrio y cayó sobre una rodilla, inclinado sobre el joven capitán, que retrocedió un paso.

De improviso, en las manos del embajador Oestrile apareció un largo y fino puñal, que se levantó y empezó a descender. UrLeyn lo vio al mismo tiempo que su rodilla tocaba la plataforma y finalmente lograba coger el catalejo. Con las manos ocupadas, aún desequilibrado y arrodillado debajo del otro hombre, el rey supo al instante que no había nada que pudiera hacer para parar el golpe.

El proyectil de la ballesta alcanzó al embajador Oestrile en la cabeza un instante después de rebotar en el cuello alto de su guerrera. La punta se alojó en el cráneo, por encima justo de la oreja izquierda, aunque la mayor parte del astil quedó fuera. Si cualquiera de los dos hombres hubiera tenido el tiempo y el deseo de mirar, habría visto que acababa de aparecer un pequeño agujero en el cuadro de la bulliciosa plaza de la ciudad. Oestrile, con el puñal aún en la mano, retrocedió tambaleándose y trastabillando sobre el suelo de madera pulida. UrLeyn se dejó caer sobre la silla y agarró con las dos manos el extremo estrecho del catalejo. Lo balanceó hacia atrás con la intención de utilizarlo como garrote.

El embajador profirió un atronador rugido de dolor y rabia, se llevó una mano al virote de la ballesta, lo agarró sacudiendo la cabeza y entonces, de repente, volvió a abalanzarse sobre UrLeyn con el puñal en alto.

Con un crujido resonante, DeWar atravesó el fino panel de yeso que representaba la plaza de la ciudad. Una bocanada de polvo rodó sobre el brillante suelo y los fragmentos de yeso volaron en todas direcciones, mientras el guardaespaldas, con la espada preparada, lanzaba una estocada contra el abdomen del embajador. La hoja se partió. La inercia de DeWar lo proyectó de costado contra Oestrile. Sin dejar de gritar y sin soltar la daga, este cayó al suelo con un ruido sordo. DeWar arrojó la espada rota al suelo, rodó hacia un lado y desenvainó su propio puñal.

UrLeyn había soltado el pesado telescopio y se había levantado. Sacó un pequeño cuchillo de la chaqueta y buscó refugio detrás de la alta silla. Oestrile, con el virote aún alojado en el cráneo, se puso en pie. Sus botas trataron de encontrar asidero en el resbaladizo suelo de madera mientras avanzaba hacia el Protector. DeWar, que iba descalzo, lo alcanzó antes de que hubiera dado medio paso, se colocó detrás de él, le tapó la cara con una mano y, con un dedo metido en su nariz y otro en un ojo, tiró de su cabeza hacia atrás. El embajador Oestrile lanzó un grito al sentir que la daga de DeWar le rebanaba la desprotegida garganta. El chorreo y el burbujeo de la sangre ahogaron su aullido.

El embajador cayó de rodillas, soltó finalmente la daga y, sangrando por el cuello, se desplomó de costado sobre el brillante suelo.

—¿Señor? —preguntó DeWar, sin aliento y con la mirada aún prendida del cuerpo que se retorcía en el suelo. Desde el otro lado de las puertas de la sala llegaban los ecos de un auténtico escándalo. Empezaron a sonar unos golpes sordos.

—¡Señor! ¡Protector! ¡General! —exclamaba una docena de voces.

—¡Estoy bien! ¡Dejad de aporrear la condenada puerta! —gritó UrLeyn. La conmoción se acalló un poco. El general dirigió la mirada hacia el lugar donde había estado el fresco de la abarrotada plaza del mercado. En la pequeña alcoba que había aparecido tras ella había un recio soporte de madera que sujetaba una ballesta. UrLeyn miró a DeWar y envainó la daga en el bolsillo de la chaqueta—. Estoy bien, gracias a ti, DeWar. ¿Y tú?

—También estoy ileso, señor. Siento haber tenido que matarlo. —Bajó la mirada hacia el cuerpo, que emitió un último y burbujeante siseo y entonces pareció hundirse un poco sobre sí mismo. El charco de sangre del suelo era hondo y oscuro y aún seguía expandiéndose lentamente. DeWar se arrodilló y, con la daga apoyada en lo que quedaba del cuello del hombre, le buscó el pulso.

—No importa —dijo el Protector—. Qué resistencia la suya, ¿no? —Lanzó una risilla casi femenina.

—Creo que parte de su fuerza y su valentía se debían a una poción o a alguna droga, señor.

—Mmm —dijo UrLeyn antes de lanzar una mirada a la puerta—. ¡Cerrad el pico! —gritó—. ¡Estoy perfectamente, pero este pedazo de mierda ha tratado de asesinarme! ¿Y la guardia de palacio?

—¡Sí, señor! ¡Cinco presentes! —gritó una voz amortiguada.

—Id a buscar al comandante ZeSpiole. Decidle que busque al resto de la legación y la arreste. Alejad a todo el mundo de las puertas y luego entrad. No se permitirá entrar aquí a nadie que no pertenezca a la guardia hasta que yo lo diga. ¿Entendido?

—¡Señor! —La conmoción se intensificó un momento y luego volvió a remitir, hasta que la sala de las pinturas quedó casi en silencio.

DeWar le había desabrochado la guerrera al asesino.

—Una cota de malla —dijo mientras pasaba un dedo por el forro de la prenda. Le dio unos golpecitos en el cuello—. Y metal. —Agarró el astil del virote, tiró de él, se puso en pie, apoyó un pie descalzo en la cabeza del embajador Oestrile y finalmente logró sacar el proyectil con un delicado crujido—. No me extraña que lo desviara.

UrLeyn se acercó al borde de la plataforma.

—¿De dónde ha salido el puñal? No lo he visto.

DeWar caminó hasta la alta silla dejando pisadas sangrientas. Levantó primero el catalejo y luego el cilindro de piel en el que había venido. Examinó el estuche.

—Hay una especie de resorte en el fondo. —Inspeccionó el telescopio—. El lado ancho no tiene cristal. La daga debía de estar alojada en el artefacto cuando estaba guardado en el estuche.

—¿Señor? —dijo una voz desde la puerta.

—¿Qué pasa? —gritó UrLeyn.

—Sargento de la guardia HieLiris y otros tres soldados, señor.

—Entrad —les ordenó UrLeyn. Los guardias obedecieron y miraron cautelosamente a su alrededor. Todos parecieron sorprendidos al ver el agujero en el lugar donde había estado el fresco de la ciudad—. No habéis visto eso —les dijo el Protector. Todos asintieron. DeWar estaba limpiando la daga en un trozo de tela. UrLeyn avanzó un paso y propinó un puntapié en el hombro al cuerpo, que dio media vuelta y quedó de espaldas.

—Llevaos esto —ordenó a los guardias. Dos de ellos envainaron la espada y agarraron el cuerpo por ambos lados.

—Mejor cogedlo uno de cada pierna —les dijo DeWar—. Esa guerrera pesa lo suyo.

—Encárgate de que se limpie todo, DeWar —le dijo UrLeyn.

—Debería estar a vuestro lado, señor. Si ha sido una intentona en serio, podría haber dos asesinos, por si nos relajábamos al pensar que el primer ataque había fracasado.

UrLeyn se irguió y aspiró hondo.

—No te preocupes por mí. Me voy a la cama —dijo.

DeWar frunció el ceño.

—¿Seguro que estáis bien, señor?

—Oh, estoy perfectamente, DeWar —dijo el Protector mientras se alejaba siguiendo el reguero de sangre que estaban dejando los guardias al arrastrar el cuerpo hacia las puertas—. Me voy a la cama, pero en compañía de alguien que tenga un cuerpo muy joven, mullido y firme. —Lanzó una sonrisa a DeWar desde las puertas—. La proximidad de la muerte tiene ese efecto sobre mí. —Se echó a reír al mirar el reguero de sangre que terminaba en el charco junto a la plataforma—. Tendría que haber sido enterrador.

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