18 El guardaespaldas

Teóricamente, se supone que la ciudad de Niarje se encuentra a seis días a caballo de Crough, capital de Tassasen. El Protector y el contingente de tropas frescas que encabezaba llegaron allí en cuatro, agotados tras los largos días pasados en las sillas. Se decidió que descansarían en la ciudad mientras esperaban a que los alcanzaran las piezas de artillería pesada y las máquinas de asedio y a que llegaran noticias frescas sobre la marcha de la guerra. Estas noticias no tardaron en aparecer, en la forma de mensajes codificados del duque Ralboute, y no eran buenas.

Las fuerzas de los barones estaban mejor instruidas, equipadas y avitualladas de lo que se había anticipado. Las ciudades tardaban en someterse por el hambre. La mayoría de ellas contaba con fortificaciones recientes. Las tropas que las defendían no eran la típica chusma, sino que, según todos los indicios, habían recibido una rigurosa instrucción. Los partisanos hostigaban las líneas de abastecimiento del Protectorado, saqueaban campamentos, tendían emboscadas a los convoyes, robaban y utilizaban los cargamentos de armas, y obligaban a proteger las caravanas de avituallamiento con tropas que tendrían que haber estado en el frente. El general Ralboute había estado a punto de ser asesinado o capturado en una audaz incursión nocturna que se había lanzado desde la asediada ciudad de Zhirt. Solo la suerte y una desesperada refriega habían impedido el desastre. El propio general había tenido que desenvainar la espada y de no ser por un ayuda de campo, habría tenido que unirse a la lucha.

Siempre se dice que una de las situaciones con las que todo comandante sueña para su enemigo, y teme para sí, es la de la pinza. Así que solo cabe imaginar lo que sintió UrLeyn cuando se vio en semejante trance en Niarje, no como consecuencia de un ataque enemigo, sino por los mensajes que se le habían enviado. Las noticias sobre el pésimo estado de la guerra en Ladenscion llegaron medio día antes que otras procedentes de la dirección contraria, que eran, si cabe, aún peores, y también concernían al empeoramiento de un estado.

UrLeyn pareció encogerse sobre sí mismo. La mano que sostenía la carta cayó a un lado y la propia carta descendió flotando hacia el suelo.

El Protector se sentó pesadamente en el asiento que ocupaba a la cabecera de la mesa de la vieja mansión ducal del centro de Niarje. DeWar, que se encontraba justo detrás de él, se inclinó y recogió la carta. La dejó, plegada de nuevo, junto al plato del general.

—¿Señor? —preguntó el doctor BreDelle. Los demás compañeros de cena del Protector, oficiales del ejército todos ellos, miraron a su señor con preocupación.

—El niño —dijo UrLeyn al doctor en voz baja—. Sabía que no debería haberme marchado. O que tendría que haberos dejado con él, doctor.

BreDelle lo miró fijamente un momento.

—¿Cómo se encuentra?

—A las puertas de la muerte —dijo UrLeyn mirando la carta. Se la entregó al doctor, quien la leyó.

—Otro ataque —dijo. Se limpió la boca con la servilleta—. ¿Queréis que vuelva a Crough, señor? Partiré con las primeras luces del alba.

El Protector permaneció un momento con la vista clavada en la mesa, sin mirar nada concreto. Entonces pareció despertar.

—Sí, doctor. Y yo os acompañaré. —Dirigió una mirada de disculpa a sus oficiales—. Caballeros —dijo alzando la voz y enderezando la espalda —. Debo pediros que de momento continuéis hacia Ladenscion sin mí. Mi hijo no se encuentra bien. Confiaba poder contribuir a nuestra eventual victoria tanto como vosotros, pero me temo que si me quedara aquí, mi corazón y mis pensamientos estarían volviendo constantemente a Crough. Me temo que os llevaréis toda la gloria, a menos que conspiréis para prolongar la guerra. Os ruego que me perdonéis y que entendáis la debilidad paterna de un hombre que, a mi edad, en realidad ya debería ser abuelo.

—¡Por supuesto, señor!

—¡Estoy seguro de que todos lo entendemos, señor!

—Haremos todo lo posible para que os sintáis orgulloso de nosotros, señor.

Las declaraciones de apoyo y comprensión continuaron. DeWar recorrió los rostros de los jóvenes, ambiciosos y serios nobles que conformaba la oficialidad superior, con un presentimiento sombrío.


—¿Perrund? ¿Eres tú?

—Sí, joven señor. Pensé en venir a haceros compañía un rato.

—Perrund, no veo.

—Está muy oscuro. El doctor piensa que os recuperaréis antes si no os da la luz.

—Lo sé, pero sigo sin ver nada. Cógeme la mano, ¿quieres?

—No debéis preocuparos. La enfermedad parece terrible cuando se es joven, estas cosas pasan.

—¿De verdad?

—Por supuesto.

—¿Volveré a ver?

—Pues claro que sí. No tengáis miedo.

—Pues estoy muy asustado.

—Vuestro tío ha escrito a vuestro padre para contarle vuestro estado de salud imagino que volverá muy pronto. De hecho, estoy segura de ello. Él nos prestará parte de su fuerza. Se llevará todo el miedo. Ya lo veréis.

—¡Oh, no! Tiene que ir a la guerra. Por mi culpa vuelve a casa cuando tendría que estar en la guerra, para traernos la victoria.

—Calmaos, calmaos. No podíamos ocultarle vuestra enfermedad. ¿Qué habría pensado de nosotros? Querrá asegurarse de que estáis bien. Querrá veros, Y me imagino que traerá consigo al doctor BreDelle.

—¿Y al caballero DeWar?

—Y al caballero DeWar. Allá donde va vuestro padre, va él.

—No recuerdo lo que ha pasado. ¿Qué día es hoy?

—El tercero de la vieja luna.

—¿Qué pasó? ¿Me puse a temblar como en el teatro de sombras?

—Sí. Vuestro profesor nos contó que estabais tratando de saltaros la clase de matemáticas cuando os caísteis del asiento. Corrió a buscar a la niñera y luego llamaron al doctor AeSimil. Es el médico de vuestro tío RuLeuin y del general YetAmidous, y es muy bueno. Casi tanto como el doctor BreDelle. Dice que os pondréis bien en poco tiempo.

—¿Sí?

—Sí. Y parece un hombre honesto y digno de confianza.

—¿Es mejor que el doctor BreDelle?

—Oh, el doctor BreDelle debe de ser mejor, porque es el médico de vuestro padre, y vuestro padre se merece lo mejor, por el bien de todos nosotros.

—¿De verdad crees que regresará?

—Estoy segura de ello.

—¿Me cuentas un cuento?

—¿Un cuento? Me parece que no me sé ninguno.

—Pero todo el mundo se sabe algún cuento. ¿No te contaban cuentos cuando eras pequeña…? ¿Perrund?

—Sí. Sí, seguro que sí. Sí, me sé un cuento.

—Oh, bien… ¿Perrund?

—Sí. Muy bien. A ver. Érase una vez… Érase una vez una niña pequeña.

—¿Sí?

—Sí. Era una niña muy fea y sus padres no la querían nada.

—¿Y cómo se llamaba?

—¿Cómo se llamaba? Se llamaba… Alba.

—Alba. Qué nombre más bonito.

—Sí. Por desgracia, ella no lo era tanto, como ya he dicho. Vivía en una ciudad que odiaba, con unos padres a los que despreciaba. La obligaban a hacer toda clase de cosas que creían que debía hacer, cosa que ella detestaba, y la mayor parte del tiempo la tenían encerrada. La obligaban a vestir con harapos, nunca le compraban zapatos para los pies ni cintas para el pelo y no la dejaban jugar con los demás niños. Y nunca le contaban cuentos.

—¡Pobre Alba!

—Sí, era una niña muy desgraciada, ¿verdad? La mayoría de las noches lloraba antes de dormir y rezaba a los viejos dioses y a la Providencia para que la sacaran de aquella infelicidad. De haber sido por ella, se habría escapado, pero como sus padres la tenían encerrada, nunca tenía ocasión de hacerlo. Pero entonces, un día, llegó una feria a la ciudad, con actores y escenarios y tiendas y malabaristas y acróbatas y tragafuegos y lanzadores de cuchillos y fortachones y enanos y hombres con zancos y todos sus criados y animales. Alba estaba fascinada por la feria y quería ir a verla para pasar al menos un rato de felicidad, pues tenía la sensación de que lo que hacía todo el día no era vivir, pero sus padres no le dejaron salir. No querían que se entretuviera viendo todas las actuaciones y espectáculos maravillosos de la feria y temían que si la gente veía que tenían una niña tan fea se reirían de ellos y hasta puede que le ofrecieran a la niña que los abandonara para unirse a su espectáculo de fenómenos de la naturaleza.

—¿Tan fea era?

—Puede que no tanto, pero a pesar de todo, no querían que nadie la viera, así que la encerraron en un escondrijo que habían preparado en la casa. La pobre Alba lloró y lloró y lloró. Pero lo que sus padres no sabían era que la gente de la feria enviaba a sus actores por las calles de las ciudades que visitaban a hacer buenas obras, como ayudar a alguien a cortar la leña, a limpiar un patio, para que la gente se sintiera en deuda con ellos y fuera a ver el espectáculo. Esto también lo hicieron en el pueblo de Alba, y los padres de la niña, como eran tan malos, no pudieron dejar pasar la oportunidad de conseguir que alguien trabajara gratis para ellos.

»Invitaron a los actores a sus casas y les pidieron que se la limpiaran, aunque, como es natural, estaba ya bastante limpia, porque Alba había hecho la mayor parte del trabajo. Mientras estaban limpiando, y dejando pequeños regalos por todas partes, porque eran personas muy buenas y muy generosas, un payaso, creo, y un tragafuegos y un lanzador de cuchillos oyeron los gritos de la pobre Alba en su secreta prisión, y la liberaron, la animaron con sus cabriolas y payasadas y fueron muy amables con ella. Por primera vez en su vida, Alba se sintió apreciada y querida, y lloró de alegría. Sus malvados padres la habían encerrado en la bodega, y al ver lo que había pasado escaparon, avergonzados por haberse portado tan mal.

»Los actores de la feria le devolvieron la vida a Alba. Hasta empezó a sentirse menos fea y pudo vestirse mejor de lo que sus padres le dejaban, y encontrarse limpia y bien. Puede, pensó, que no estuviera destinada a ser fea e infeliz toda su vida, como había creído siempre. Puede que fuera hermosa y su vida se llenara de felicidad. De algún modo, estar con los actores le hacía sentirse hermosa, y empezó a comprender que eran ellos los que la habían hecho así, que hasta entonces había sido fea solo porque la gente le decía que lo era y ya no era así. Era algo como de magia.

»Alba decidió que quería unirse a la feria e irse con los actores, pero estos, muy apenados, le dijeron que no podían dejar que lo hiciera, porque entonces la gente podría pensar que eran personas de esas que se llevan a las niñas pequeñas de sus casas, y su buen nombre se vería afectado. Le dijeron que debía quedarse y buscar a sus padres. Ella se dio cuenta de que lo que decían era cierto, y como ahora se sentía fuerte, capaz de cualquier cosa, viva y hermosa, pudo despedirse de ellos cuando los bondadosos cómicos se marcharon para llevar su amabilidad y felicidad a otra ciudad. ¿Y sabes qué?

—¿Qué?

—Que encontró a sus padres, y después de aquel día se portaron muy bien con ella. Luego conoció a un chico muy bueno y muy bien parecido, y se casó con él y tuvo montones de hijos y fueron felices para siempre. Y además de esto, un día volvió a encontrarse con la feria y se unió a ella para pagarles a los actores su bondad.

»Y esta es la historia de Alba, una niña fea e infeliz que se volvió preciosa y feliz.

—Mmm. Ha sido un cuento bastante bueno. Me pregunto si el caballero DeWar tendrá más historias de Prodigia. Son un poco raras, pero las cuenta con la mejor intención. Creo que ahora debería irme a dormir. Tengo… ¡Oh!

—Ah, perdona.

—¿Qué ha sido eso? ¿Agua? En la mano…

—Solo ha sido una lágrima de felicidad. Era un cuento muy feliz. Siempre me hace llorar. Eh, ¿qué estáis…?

—Sí, sabe a sal.

—Oh, sois un embaucador, joven maese Lattens. ¡Mira que beberse las lágrimas de una dama! Soltadme la mano. Tengo que… Ahí. Eso está mejor. Ahora dormid. Vuestro padre estará aquí enseguida, os lo aseguro. Os mandaré a la niñera para que se asegure de que estáis bien arropado. Oh, ¿queréis esto? ¿Es vuestro chupete?

—Sí, gracias, Perrund. Buenas noches.

—Buenas noches.


La concubina Yalde llevó fruta y vino al baño, donde YetAmidous, RuLeuin y ZeSpiole flotaban en las lechosas aguas. Terim y Herae, concubinas del mismo rango que Yalde, estaban sentadas, totalmente desnudas, junto a la piscina, Terim tenía las largas piernas metidas en el agua, mientras que Herae se cepillaba su larga melena negra.

La concubina dejó la bandeja con el cuenco de las frutas y la jarra cerca del codo de YetAmidous y luego se quitó el holgado vestido que se había puesto para ir a los cuartos de la servidumbre y se introdujo en el agua. Los ojos de los otros dos hombres siguieron sus movimientos, pero ella los ignoró. Se acercó flotando a YetAmidous y le sirvió vino.

—Así que nuestro pequeño interludio de poder está acercándose a un final inesperadamente prematuro —dijo ZeSpiole. Sacó una mano del agua y acarició el bronceado tobillo de la pierna de Terim. La concubina bajó la mirada y le sonrió, pero él no se dio cuenta. Terim y Herae eran de Ungrina y hablaban solo su lengua natal y el imperial. Los hombres estaban conversando en tassasenio.

—Puede que eso no sea tan malo —dijo RuLeuin—. El Protector le dijo a BiLeth que despachara conmigo mientras estuviera fuera y estoy harto de escuchar pontificar a ese necio sobre menudencias diplomáticas. Parte de mí espera que UrLeyn regrese.

—¿Pensáis que va a hacerlo? —preguntó YetAmidous, y su mirada pasó de RuLeuin a ZeSpiole. Aceptó la copa de vino que le ofrecía Yalde y, al apurarla, vertió unas gotas de vino en las aguas traslúcidas que rodeaban su amplio pecho.

—Eso me temo —dijo ZeSpiole.

—¿Te lo temes? —dijo RuLeuin—. Pero…

—Oh, no porque esté tan apegado a una tercera parte temporal de una sombra de su poder —dijo ZeSpiole—, sino porque no creo que eso sea lo mejor para Tassasen.

—Las tropas pueden seguir sin él, la mayoría al menos, ¿no? —dijo RuLeuin.

—Sería mejor que se trajera algunos soldados consigo —dijo YetAmidous al comandante de la Guardia—. Puede que haya dejado tres lugartenientes, pero no contamos casi con tropas, y cuando se acaban las buenas palabras, son los soldados y las espadas los que hacen el poder. Apenas tengo hombres suficientes para guarecer las murallas.

—El Protector siempre ha dicho que un pueblo que, en general, está satisfecho con su gobierno y sus gobernantes, necesita pocos alguaciles y ningún soldado —dijo ZeSpiole.

—Eso es fácil de decir cuando tienes varios barracones llenos de soldados que piensan lo mismo —repuso YetAmidous—. Pero supongo que te has dado cuenta de que somos nosotros quienes hemos recibido el privilegio de poner a prueba la teoría de nuestro señor, y no él.

—Oh, el pueblo está contento —dijo ZeSpiole—. Por el momento.

RuLeuin lo miró de soslayo.

—¿Nuestros espías están seguros de eso, entonces?

—No se espía al pueblo —le informó ZeSpiole—. Más bien, se establecen canales de comunicación que llegan hasta el hombre de la calle. Mis guardias se mezclan con gente de todas clases. Comparten sus casas, sus calles, sus tabernas y sus puntos de vista.

—¿Y no oyen cuchicheos? —preguntó YetAmidous con escepticismo mientras le acercaba la copa a Yalde para que se la llenara.

—Oh, oyen cuchicheos constantemente. El día que dejen de oírse, sabré que la revuelta es inminente. Pero la gente se queja de un impuesto u otro, o de que el Protector tiene un harén inmenso cuando un trabajador honrado apenas puede encontrar esposa, o de la vida de lujos que llevan algunos de los generales del Gran Edil —dijo ZeSpiole mientras aceptaba una fruta de Terim con una gran sonrisa.

RuLeuin también sonrió.

YetAmidous bebió con avidez.

—Así que podemos estar seguros de que el populacho no representa un peligro inmediato —dijo—. Pero, ¿y las demás fronteras? Las guarniciones han sido reducidas al mínimo, o incluso más. ¿De dónde sacaremos los refuerzos si estalla la guerra en otro sitio?

—El problema de Ladenscion no durará eternamente —dijo RuLeuin, aunque parecía preocupado—. Las tropas volverán a casa. Con los refuerzos y las nuevas máquinas en Niarje, Simalg y Ralboute no deberían tardar mucho en obtener la victoria.

—Eso mismo nos dijeron al principio —les recordó YetAmidous—. Tendríamos que haber ido todos. Tendríamos que haber atacado a los barones con todas las fuerzas disponibles. —El general cerró el puño y lo descargó sobre el agua con un chapoteo. Yalde se limpió el agua jabonosa de los ojos. YetAmidous bebió un trago y luego lo escupió—. ¡Está aguado! —le dijo a la concubina, y vació la copa encima de su cabeza. Luego se echó a reír, secundado por los otros dos. El vino se le metió en los ojos a Yalde, pero inclinó la cabeza. YetAmidous le metió la cabeza en el agua y luego la dejó salir.

—Toma. —Volvió a depositar la copa en sus manos. Ella la limpió con una servilleta y la rellenó con la jarra.

—Puede que eso resulte obvio para todos ahora —dijo ZeSpiole—. Pero no lo era entonces, para ninguno de nosotros. Todos coincidimos en que Simalg y Ralboute tenían hombres más que de sobra para hacer el trabajo.

—Bueno, pues no ha sido así —dijo YetAmidous antes de catar el vino dándole varias vueltas en su boca—. El Protector no debería haber encomendado una misión tan importante a esos inútiles. ¡Hombres de noble cuna, sin duda! No son mejores que nosotros. Lo han hechizado con su alcurnia. Hacen la guerra como niños, como mujeres. Pasan demasiado tiempo parlamentando can esos barones, cuando lo que deberían hacer es atacarlos. Y hasta cuando luchan, lo hacen como si les diera miedo que la espada se les manche de sangre. Demasiada delicadeza y muy poca fuerza bruta. Todo son argucias y estratagemas. Yo no tengo tiempo para ese tipo de tonterías. A esos barones hay que atacarlos de frente, de manera sencilla.

—La sencillez ha sido siempre tu rasgo más característico, YetAmidous —dijo RuLeuin—. Creo que mi hermano, si alguna vez ha albergado alguna duda sobre tu estilo militar, ha sido por su elevado coste en vidas de soldados.

—Oh, ¿y eso es un coste? —dijo YetAmidous con un ademán de la mano que no sujetaba la copa—. La mayoría de ellos son un hatajo de haraganes sacados del arroyo que, de todos modos, habrían muerto muy pronto. Todos esperan regresar cargados de botín. Normalmente, lo único que traen son las enfermedades que les han contagiado las rameras. Una muerte en batalla, un lugar en la historia, el recuerdo de una canción victoriosa… es más de lo que esa chusma merece. Son una herramienta muy tosca y hay que usarlos con la misma tosquedad, no con ese afeminamiento de fintas y maniobras. Es mejor atacar frontalmente y acabar de una vez. Esos caballeros tan nobles son una deshonra para el oficio de la guerra. —YetAmidous lanzó una mirada a las dos chicas que se habían sentado en la orilla de la piscina, y luego a Yalde—. A veces me pregunto —dijo en voz baja a los otros dos hombres— si no habrá algún otro motivo en la incapacidad de los duques para terminar esta guerra.

—¿Cómo? —dijo RuLeuin con el ceño fruncido.

—Yo asumo, al igual que el Protector, que están haciendo todo lo posible —dijo ZeSpiole—. ¿A qué os referís, general?

—A que tal vez nos estén tomando a todos por tontos, señor. Los duques Ralboute y Simalg están más próximos a los barones de Ladenscion que a nosotros.

—No habláis desde un punto de vista físico, claro —dijo RuLeuin, con una sonrisa pero también un brillo de temor en los ojos.

—¿Eh? Sí. Están demasiado cerca. ¿No os dais cuenta? —preguntó mientras apartaba su corpachón del borde de la piscina—. Se marchan a la guerra, piden cada vez más tropas, demoran y demoran las operaciones, sufren contratiempos, pierden hombres y máquinas y nos vienen con excusas y peticiones de ayuda, nos piden que saquemos tropas de la capital y de las demás fronteras, con lo que dejamos el camino expedito para cualquier bastardo que quiera atacarnos por otro sitio. ¿Quién sabe qué jugarreta podrían haber hecho si el Protector llega a ponerse al mando? Es posible que la muerte del niño salve la vida del padre. Si es que es su padre, claro.

—YetAmidous —dijo RuLeuin—. Cuidado. El niño no tiene por qué morir. Y, además, no tengo la menor duda de que soy su tío a través de mi hermano. Los generales Ralboute y Simalg se han mostrado siempre como oficiales leales del Protectorado. Se unieron a nuestra causa mucho antes de que su éxito estuviera asegurado y podría decirse que arriesgaron más que cualquiera de nosotros al hacerlo, pues ya tenían gran poder y prestigio, que pusieron en peligro al apoyarnos. —Entonces se volvió hacia ZeSpiole en busca de apoyo.

ZeSpiole estaba ocupado con una fruta en la que había enterrado la mayor parte de su mandíbula inferior. Levantó la mirada hacia los otros dos hombres y expresó su sorpresa con las cejas.

YetAmidous desechó las palabras del hermano del Protector con un ademán.

—Eso está muy bien, pero el hecho es que en Ladenscion no lo han hecho tan bien como se esperaba. Nos dijeron que obtendrían la victoria en unas pocas lunas. UrLeyn también lo pensaba. Hasta yo creí que la tarea estaba al alcance de su mano, si se aplicaban a ella y lanzaban sus tropas al ataque. Pero su comportamiento ha sido vergonzoso. No han tomado ciudades y han perdido máquinas de asedio y artillería. Su avance ha sido frenado por todos los arroyos, todas las colinas, y todos los malditos setos y flores del campo. Yo solo me pregunto por qué. ¿Por qué lo están haciendo tan mal? ¿Cuál puede ser la explicación, si no se trata de algo deliberado? ¿No podría tratarse de una conspiración? ¿No podrían haberse entendido con el enemigo para atraernos a nosotros y a nuestros hombres lejos de nuestras fronteras, solicitar al Protector que se ponga al mando de las operaciones y luego asesinarlo?

RuLeuin volvió a mirar a ZeSpiole de soslayo.

—No —dijo YetAmidous—. Creo que no es el caso, y no se gana nada hablando así. Dame más vino —dijo a Herae.

ZeSpiole le sonrió.

—Debo decir, Yet —dijo—, que tu talento para la sospecha casi iguala al de DeWar.

—¡DeWar! —resopló YetAmidous—. Otro en el que nunca he confiado.

—¡Oh, esto está empezando a rozar lo ridículo! —dijo RuLeuin. Apuró su copa, se sumergió bajo el agua y, después de salir, sacudió la cabeza e hinchó los carrillos.

—¿Qué puede estar planeando nuestro amigo DeWar en tu opinión, Yet? —preguntó ZeSpiole con una sonrisa—. Es imposible que desee la muerte de nuestro Protector, porque lo ha salvado de una muerte cierta en varias ocasiones, la última de ellas cuando nosotros dos estuvimos más cerca de enviarlo a los brazos de la Providencia de lo que ha estado nunca ningún asesino. A ti mismo te faltó un palmo para clavarle un virote en toda la cabeza.

—Apuntaba a ese orte —dijo YetAmidous con el ceño fruncido—. Y también me faltó muy poco para darle. —Volvió a estirar el brazo de la copa en dirección a Yalde.

—Estoy seguro de ello —dijo ZeSpiole—. Mi propio disparo pasó más lejos de su objetivo. Pero no nos has dicho qué sospechas albergas con respecto a DeWar.

—No confío en él, nada más —dijo YetAmidous con una voz que evidenciaba un auténtico malhumor.

—Pues a mí me preocuparía más que él no confiara en ti, Yet, viejo amigo —dijo ZeSpiole mirándolo a los ojos.

—¿Qué? —balbuceó YetAmidous.

—Bueno, podría tener la sensación de que habías intentado matar al Protector aquel día, durante la cacería, junto al arroyo —dijo ZeSpiole con voz queda y preocupada—. Podría estar vigilándote, ¿sabes? Si yo fuera tú, pensaría en ello. Es un sabueso astuto y tortuoso. Se acerca a sus presas silenciosamente y tiene unos colmillos tan afilados como navajas. No me gustaría ser el objeto de sus sospechas, te lo aseguro. Vaya, pasaría todo el tiempo temiendo no despertar al día siguiente.

—¿Cómo? —rugió YetAmidous. Arrojó a un lado la copa, que cayó sobre las aguas lechosas. Se incorporó, temblando de furia.

ZeSpiole miró a RuLeuin, que lucía una expresión de ansiedad. El comandante de la Guardia echó la cabeza atrás y rompió a reír.

—¡Oh, Yet! ¡Qué fácil es engañarte! Estoy burlándome de ti, hombre. Podrías haber matado a UrLeyn un centenar de veces. Conozco a DeWar. No cree que seas un asesino, ¡so burro! Toma. Cómete una fruta. —Recogió un níspero y lo lanzó sobre las aguas al otro hombre, quien la cogió y, tras un momento de confusión, se echó a reír también y se zambulló de nuevo con estruendosas carcajadas.

—¡Ja! ¡Pues claro! Ah, juegas conmigo como si fuera un tonto, ZeSpiole. ¡Yalde! —dijo—. Esta agua está helada. Dile a los criados que traigan más agua caliente. ¡Y ve a buscar más vino! ¿Dónde está mi copa? ¿Qué has hecho con ella?

La copa, hundida en el baño delante de él, había dejado una mancha de vino en las lechosas aguas que parecía un reguero de sangre.

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