15 La doctora

—¿Y bien? —preguntó el rey.

La doctora se inclinó sobre la herida y la examinó. El cadáver del duque Walen yacía sobre una mesa alargada, en la salita apartada en la que lo habían asesinado. El pequeño banquete que había en la mesa cuando metieron el cuerpo en la sala había quedado en el suelo, a un lado. Habían cubierto el cadáver con el mantel, de modo que solo el pecho estaba a la vista. La doctora había certificado su muerte, pero no antes de hacer la cosa más insólita que jamás he visto.

Se había inclinado sobre el anciano mientras este yacía, sangrando y presa de las convulsiones, en la balconada, y le había dado algo parecido a un beso. Se arrodilló a su lado y exhaló su propio aliento en el interior de su cuerpo para obligar a su pecho a subir y bajar. Al mismo tiempo, trató de detener la hemorragia usando un trozo de tela arrancado a su propio vestido. Luego esta pasó a ser tarea mía, con un pañuelo limpio que había sacado, mientras ella se concentraba en soplar en el interior de la boca del duque Walen.

Al cabo de un rato, tras mucho tiempo sin percibir el pulso del hombre, sacudió la cabeza y se sentó, exhausta, en el suelo.

Alrededor de la escena se había formado un círculo de criados, todos armados con espadas o largos puñales. Cuando la doctora y yo levantamos la mirada, nos encontramos con el duque Quettil, los dos comandantes de la guardia, Adlain y Polchiek, y el rey, que nos miraban. Tras ellos, en una habitación a oscuras, una muchacha lloraba en voz queda.

—Metedlo dentro. Encended todas las velas —dijo el duque Quettil a los sirvientes armados. Miró al rey, quien asintió.

—¿Y bien, doctora? —volvió a decir su majestad.

—Una herida de puñal, creo —dijo la doctora—. Un arma muy fina y muy afilada. Con la hoja ladeada. Debe de haber perforado el corazón. Gran parte de la hemorragia ha sido interna, lo que explica por qué sigue sangrando. Pero, para asegurarme, tendré que abrir el cadáver.

—Creo que lo principal ya lo sabemos, que es que está muerto —dijo Adlain. Detrás de una fila de criados, junto a las ventanas, se oían los gritos de una mujer. Imagino que era la esposa del duque.

—¿Quién se encontraba en la estancia? —preguntó Quettil al comandante de la Guardia.

—Esos dos —dijo Polchiek señalando con la cabeza a un joven y una joven, ninguno de ellos mucho mayor que yo, bastante bien parecidos y con el atuendo desarreglado. Dos criados armados sujetaban por la espalda a cada uno de ellos. Solo entonces se me ocurrió que existía una explicación muy concreta para la numerosa presencia de criados en el baile y el hecho de que muchos de ellos parecieran más rudos de lo que cabía esperar de gente de su condición. En realidad eran guardias. Por eso habían sacado las armas a la menor sospecha.

La joven tenía la cara colorada e hinchada por el llanto, y una expresión de puro terror. Un chillido procedente del otro lado de las ventanas atrajo su atención y miró hacia allí. El rostro del joven que había a su lado estaba casi tan pálido como el del duque Walen.

—¿Y vosotros quiénes sois? —preguntó Adlain a la joven pareja.

—Uo-Uo-Uoljeval —dijo el joven tragando saliva—. Escudero al servicio del duque Walen, señor.

Adlain se volvió hacia la chica, que tenía la mirada perdida.

—¿Y vos, señorita?

La joven se echó a temblar, pero no miró a Adlain, sino a la doctora. No obstante, siguió sin decir nada.

Al cabo de unos segundos, el joven dijo:

—Droythir, señor. Se llama Droythir. De Mizui. Doncella de lady Gilseon. Mi prometida.

—Señor, ¿no podemos dejar pasar a la duquesa ya? —preguntó la doctora al rey. Este sacudió la cabeza y levantó una mano.

El comandante Adlain sacudió la cabeza para señalar a la muchacha con la barbilla e inquirió:

—¿Y qué estabais haciendo aquí, señorita?

La mujer lo miró como si estuviera hablándole en una lengua completamente desconocida. De hecho, se me pasó por la imaginación la idea de que fuera extranjera. Entonces, el joven empezó a sollozar y dijo:

—¡Fue deseo del duque, señores, por favor!

Entre lágrimas, miró una a una todas las caras que lo observaban.

—Señores, nos dijo que le gustaba mirar estas cosas y que nos recompensaría. No nos enteramos de nada, al menos hasta que le oímos gritar. Estaba ahí. Ahí detrás, observándonos desde detrás de ese biombo. Lo derribó cuando… cuando… —Volvió la mirada hacia el biombo que yacía sobre el suelo, cerca de una de las esquinas de la habitación, junto a la puerta, y empezó a respirar muy deprisa.

—Cálmate —le espetó Adlain. El joven cerró los ojos y su cuerpo quedó lacio en los brazos de los dos guardias. Estos se miraron y luego se volvieron hacia Adlain y Polchiek, quien también estaba, me pareció, notablemente pálido y ojeroso.

—Y había un pájaro negro —dijo de repente la joven con un tono extraño y vacío. Sus ojos miraban a la nada desde un semblante pálido y cubierto de brillante sudor.

—¿Cómo? —dijo Polchiek.

—Un pájaro negro —dijo ella con la mirada clavada en la doctora—. Estaba muy oscuro porque el caballero quería que solo hubiese una lámpara, pero yo lo vi. Un pájaro negro, o un murciélago.

La doctora puso cara de perplejidad.

—¿Un pájaro negro? —dijo con el ceño fruncido.

—Creo que ya habéis cumplido con vuestro cometido, señora —le dijo Quettil a la doctora—. Podéis marcharos.

—No —le dijo el rey—. Quedaos, doctora.

Quettil se quedó boquiabierto.

—¿Estabais haciendo lo que creo que estabais haciendo? —preguntó el rey a la joven. Miró a la doctora. En la sala de baile, la orquesta dejó de tocar.

La mujer volvió lentamente su vacío rostro hacia el monarca.

—Señor —dijo, y comprendí que no sabía con quién estaba hablando—. Sí, señor. En el sofá, allí. —Señaló un sofá situado en el centro de la habitación. Cerca de allí había un candelabro caído, con una vela consumida.

—Y el duque Walen os miraba desde detrás del biombo —dijo Adlain.

—Era lo que a él le gustaba. —La joven se volvió hacia el hombre que sollozaba, arrodillado a su lado—. No veíamos nada malo en ello.

—Pues parece que lo había, señora —dijo Quettil con un siseo en lugar de voz.

—Llevábamos haciéndolo algún tiempo, señores —dijo la joven con los ojos clavados en la doctora, sin pestañear—. Hubo un ruido. Pensé que era alguien que trataba de abrir las puertas, señor, pero entonces el viejo caballero gritó, el biombo cayó al suelo y vi al murciélago.

—¿Visteis al duque? —preguntó Polchiek.

La chica volvió la cabeza hacia él.

—Sí, señor.

—¿Y a alguien más?

—Solo al caballero, señor —dijo, y miró de nuevo a la doctora—. En su camisa… Tenía la mano aquí. —Encogió uno de sus hombros y bajó la mirada hacia la izquierda, hacia la parte superior de su pecho, cerca de la clavícula izquierda—. Estaba gritando que lo habían asesinado.

—La puerta que tenía detrás… —dijo Adlain—. Allí, detrás de donde estaba el biombo. ¿Estaba abierta?

—No, señor.

—¿Estáis segura?

—Sí, señor.

Quettil se inclinó hacia el rey.

—Ralinge se asegurará de que es la verdad —murmuró. La doctora lo oyó y lo fulminó con la mirada. El rey se limitó a fruncir el ceño.

—¿La puerta está cerrada? —preguntó Adlain a Polchiek.

Este frunció el ceño.

—Tendría que estarlo —dijo— y la llave tendría que estar en la cerradura. —Cruzó la habitación, descubrió que no había llave en la puerta, miró al suelo varios segundos y entonces probó el picaporte. Luego metió la mano en un bolsón que llevaba colgado del cinto, sacó una argolla llena de grandes llaves y al cabo de unos segundos escogió una de ellas, que probó en la cerradura. El cerrojo emitió un chasquido, la puerta se abrió hacia dentro y un par de guardias armados vestidos de criados asomaron con mirada de confusión desde el otro lado y se pusieron firmes al ver a su comandante, que intercambió con ellos unas breves palabras antes de volver a cerrarla y echar el cerrojo. Volvió con el grupo junto a la mesa—. Los guardias llevan ahí desde poco después de que se diera la alarma —le dijo a Adlain. Sus dedos, grandes y de apariencia torpe, trataron en vano de devolver la anilla de las llaves al interior del bolsón de su cinto.

—¿Cuántas copias de esa llave existen? —preguntó Adlain.

—Esta, la del senescal de palacio y la que tendría que estar en la puerta, a este lado —le dijo Polchiek.

—Droythir, ¿dónde estaba ese pájaro negro que habéis visto? —preguntó la doctora.

—En el mismo sitio que el caballero, señora. —De repente su rostro pareció hundirse y una mirada de incertidumbre y tristeza cruzó sus facciones—. Puede que solo fuera una sombra, señora. La lámpara, y el biombo al caer. —Bajó la mirada—. Una sombra —murmuró para sí.

—Que entre la duquesa —dijo el rey mientras uno de los guardias vestidos de criado se aproximaba a Quettil y le murmuraba algo al oído.

—La duquesa ha perdido el conocimiento y han tenido que llevarla a sus aposentos, señor —dijo Quettil al rey—. Sin embargo, me han comunicado que un joven paje tiene algo que decirnos.

—Bueno, pues hacedlo pasar —dijo el rey con tono de fastidio. Droythir y Uoljeval fueron arrastrados hasta el centro de la sala por los guardias que los tenían sujetos. El joven, que seguía sollozando en silencio, se puso en pie lentamente. La muchacha tenía la mirada perdida y no pronunciaba palabra.

Feulecharo apareció en la puerta. Parecía más pequeño que nunca, con los ojos casi traslúcidos y los ojos a punto de salírsele de las órbitas.

—¿Feulecharo? —dijo Adlain. Miró a los demás—. Paje del fallecido duque —dijo a modo de explicación para quienes pudieran necesitarla.

El paje se aclaró la garganta. Miró nerviosamente a su alrededor y entonces vio a la doctora y me dirigió una pequeña sonrisa.

—Majestad —dijo inclinándose ante el rey—. Duque Quettil, señores, damas. Sé algo, muy poco, pero algo, sobre lo que ha ocurrido aquí.

—¿De veras? —preguntó Quettil entornando la mirada. El rey cambió el peso de pierna, pestañeó y luego asintió para agradecer a la doctora que le hubiese traído una silla para sentarse.

Feulecharo señaló con un gesto de la cabeza el rincón contrario de la habitación.

—Yo estaba en el pasillo, detrás de esa puerta, señores.

—¿Haciendo qué, me pregunto? —dijo Quettil.

Feulecharo tragó saliva. Miró de soslayo a Droythir y Uoljeval, a quienes habían traído de nuevo junto a la mesa, con los brazos a la espalda—. La duquesa me había pedido… —Se pasó la lengua por los labios— que siguiera al duque y averiguara lo que estaba haciendo.

—¿Y lo seguiste hasta aquí? —preguntó Adlain. Conocía un poco a Feulecharo y parecía severo, pero no hostil.

—Sí, señor. Y a los dos jóvenes. —Feulecharo lanzó una mirada a Droythir y Uoljeval, que no dijeron nada—. La duquesa sospechaba que la joven y el duque podían estar entendiéndose. Los vi entrar en esta habitación y me dirigí al pasillo. Pensé que tal vez oyera algo o pudiera mirar por el ojo de la cerradura, pero estaba bloqueado.

—¿Por una llave?

—Creo que no, señor. Más bien por el pequeño obturador del otro lado. No obstante —continuó Feulecharo—, llevaba encima un pequeño espejo de metal y pensé que podría ver algo por debajo de la puerta.

—¿Y fue así?

—Solo una luz, como una vela, duque Quettil. Oí que el hombre y la mujer hacían ruidos amorosos y me pareció percibir algo de movimiento, pero eso fue todo.

—¿Y cuando apuñalaron al duque? —preguntó Polchiek.

Feulecharo inhaló profundamente.

—Justo antes de eso, señor, según creo, me golpearon en la nuca y me dejaron inconsciente. Supongo que durante algunos minutos. —Se volvió, se apartó el pelo de la zona indicada y todos pudimos ver una brillante costra de sangre medio coagulada y un chichón de buen tamaño.

El rey miró a la doctora, quien se acercó y examinó la herida.

—Oelph —dijo—. Un poco de agua, por favor. Y un pañuelo o algo parecido. ¿Eso que hay en el suelo es una botella de vino? Tráemela también.

Feulecharo se sentó en un asiento mientras su herida era limpiada e inspeccionada. Adlain la miró con detenimiento.

—Esto podría bastar para dejar inconsciente a un hombre durante un buen rato —dijo—. ¿No os parece, doctora?

—Sí —respondió esta.

—Y cuando despertaste, ¿qué viste? —preguntó Polchiek al paje.

—Señor, oí el escándalo que se había organizado en la habitación y los gritos de la gente. No había nadie más en el pasillo. Estaba muy mareado y fui a los baños para vomitar y fue entonces cuando me enteré de que habían asesinado al duque.

Adlain y Polchiek intercambiaron una mirada.

—¿No notaste que hubiera alguien a tu espalda antes de que te golpearan? —preguntó el primero.

—No, señor —dijo Feulecharo con una mueca de dolor en el rostro al derramar la doctora un poco de vino en su herida—. Estaba totalmente concentrado en el espejo.

—Ese espejo… —empezó a decir Polchiek.

—Está aquí, señor. Tuve la precaución de recogerlo antes de marcharme al baño. —Metió la mano en uno de sus bolsillos y sacó un trozo de metal bruñido del tamaño de una moneda. Se lo entregó a Polchiek, quien a su vez lo pasó a los demás hombres.

—¿Dirías que la duquesa Walen es una mujer especialmente celosa, Feulecharo? —preguntó Adlain mientras giraba el espejo entre los dedos.

—No especialmente, señor —respondió el aludido. Lo dijo con voz levemente temblorosa, aunque puede que fuese porque la doctora estaba sujetándole la cabeza mientras terminaba de limpiarle la herida.

—Nos has contado toda la verdad, ¿no es así, Feulecharo? —preguntó el rey con tono grave.

Feulecharo volvió la mirada hacia él lo mejor que pudo, con la cabeza inclinada hacia delante por la doctora.

—Oh, sí, majestad.

—Cuando te golpearon, Feulecharo —dijo la doctora al tiempo que le soltaba la cabeza—, ¿te golpeaste con la puerta o con el suelo?

Quettil emitió un chasquido. Feulecharo lo pensó un momento.

—Al despertar tenía la cabeza apoyada en la puerta, señora —dijo, antes de mirar a Adlain y a los demás.

—De modo que si alguien hubiera abierto la puerta —dijo la doctora—, habrías caído dentro.

—Supongo que sí, señora. O tendría que haberme dejado en la misma posición después de volver a cerrarla.

—¿Nos lo estás contando todo, joven? —preguntó Quettil.

Feulecharo pareció disponerse a hablar, pero entonces titubeó. Yo lo creía más inteligente, pero puede que el golpe le hubiese afectado al cerebro.

—¿De qué se trata? —preguntó el rey con voz severa.

—Majestad, señores —dijo Feulecharo con voz estrangulada y seca—. La duquesa temía que el duque estuviera viéndose con la joven, aquí presente. Eso era lo que había provocado sus celos. No le habría importado tanto, hasta puede que no le hubiese importado en absoluto, de haber sabido que lo único que quería era… mirar. —Miró a todos los hombres de la habitación, pero esquivó mis ojos y los de la doctora—. En fin, se habría reído de haber sabido lo que estaba pasando aquí, señores. Nada más. Y yo soy la persona en quien más confía. La conozco bien, señores. Ella nunca haría algo como esto. —Se pasó la lengua por los labios, tragó saliva de nuevo y al fin dirigió una mirada de abatimiento al mantel abultado que cubría el cadáver del duque.

Quettil abrió la boca para decir algo, pero el rey, con la mirada clavada en Adlain y Polchiek, dijo:

—Gracias, Feulecharo.

—Creo que Feulecharo debería quedarse aquí, señor —le dijo Adlain—. El comandante Polchiek puede mandar unos hombres a su cuarto para buscar un arma, o la llave de la puerta que falta. —El rey asintió y Polchiek se dirigió a algunos de los falsos criados—. Y tal vez —añadió Adlain— el comandante pueda volver a abrir la puerta para ver si el joven Feulecharo dejó alguna mancha de sangre en ella.

Los guardias fueron a registrar el cuarto de Feulecharo. Polchiek y Adlain inspeccionaron de nuevo la puerta.

El rey miró a la doctora y sonrió.

—Gracias por tu ayuda, Vosill —dijo con un gesto de cabeza—. Eso es todo.

—Señor —dijo la doctora.


Luego me enteré de que registraron a conciencia los aposentos de la duquesa y el cuarto de Feulecharo. No encontraron nada. En la superficie exterior de la puerta y en el suelo del pasillo había unas manchas de sangre. Buena parte del palacio se registró en busca del arma homicida, pero nunca se encontró nada. La llave que faltaba apareció en el cajón de las llaves del senescal de palacio, sin que nada pudiera vincularla al crimen.

Amo, conozco a Feulecharo y le creo incapaz de asesinar al duque. Puede que el rey se excediera en su magnanimidad al no permitir que los dos amantes, Droythir y Uoljeval, fueran interrogados por Ralinge (aunque tengo entendido que los llevaron a la cámara de tortura y les explicaron el uso de los instrumentos) pero no creo que pudiera sacárseles más información fidedigna o de utilidad.

Es muy posible que Polchiek prefiriera que se encontrara un chivo expiatorio y dicen que Quettil se mostró furioso en privado durante varias lunas, pero aparte de confiscarle a su comandante de la Guardia dos pequeñas fincas, no pudo hacer gran cosa. Polchiek había llenado el baile de guardias y había hecho todo lo que cabía exigirle para impedir que ocurriera nada malo.

Feulecharo tuvo suerte, creo, de ser el tercer hijo de uno de los barones más ricos de Walen. De haber sido de cuna más humilde, en lugar del tercero en la línea de sucesión de un título nada desdeñable, puede que hubiera tenido que disfrutar de la hospitalidad de maese Ralinge. Pero así las cosas, se aceptó generalmente que el buen nombre de su familia hacía impensable que tuviera que ver más de lo que él mismo decía con el asesinato del duque.

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