Me doy cuenta, después de haber escrito esto, de lo poco que podemos llegar a saber de nada.
El futuro es, por su propia naturaleza, inescrutable. Podemos predecir muy poco y, en cualquier caso, con muy poca fiabilidad; y cuanto más tratamos de anticipar lo que aún no ha ocurrido, más estúpidos comprendemos después que hemos sido… con la ventaja de la visión retrospectiva. Hasta el más claramente predecible de los sucesos, el que parece destinado a producirse, puede resultar esquivo. Cuando yo era niño y cayeron las rocas del cielo, ¿no creían millones de personas la noche antes que los soles volverían a salir, como siempre, a la mañana siguiente? Y entonces llovió fuego del cielo, y para países enteros, los soles no salieron aquel día, y de hecho, para millones de personas no volverían a hacerlo.
En cierto modo, el presente no es más seguro, porque, ¿qué sabemos en realidad de lo que está ocurriendo ahora mismo? Solo aquello que sucede en nuestro entorno inmediato. En condiciones normales, el horizonte es el límite de nuestra capacidad de captar el momento, y el horizonte está muy lejos, así que los sucesos deben ser muy importantes para que podamos percibirlos. Además, en nuestro mundo moderno, el horizonte no es en realidad el borde de la tierra o el mar, sino el seto que tenemos más cerca, o la muralla de la ciudad, o la pared de la habitación en la que nos encontramos. Los mayores sucesos suelen producirse en otros sitios. En el mismo instante en que las rocas y el fuego empezaron a caer del cielo, cuando la mitad del mundo despertó en medio del caos, al otro lado del mundo todo marchaba bien, y tuvo que pasar casi una luna para que unas curiosas nubes oscurecieran el cielo.
Cuando un rey muere, la noticia puede tardar una luna entera en llegar a los últimos confines de su reino. Y puede tardar años en hacerlo a países situados al otro lado del océano, e incluso, en algunos sitios, quién sabe, podría dejar de ser una noticia a medida que viaja, para convertirse en historia contemporánea, apenas digna de mencionarse en una conversación de viajeros, de modo que la muerte que sacudió un reino y derribó una dinastía solo llega siglos después, como un pequeño párrafo en un libro de historia. Así que el presente, repito, no está, al menos en cierto modo, más a nuestro alcance que el futuro, porque para saber lo que está ocurriendo en un momento determinado necesitamos que pase el tiempo.
¿El pasado, entonces? Seguro que ahí podemos encontrar certezas, porque una vez que algo ha ocurrido, no puede dejar de haber ocurrido, no puede cambiarse. Puede haber descubrimientos nuevos que arrojen nueva luz sobre algo, pero la cosa en sí no puede alterarse. Debe permanecer fija, segura y definida y, gracias a ello, introducir un poco de certidumbre en nuestras vidas.
Y sin embargo, con qué poca frecuencia se ponen de acuerdo los historiadores. Leed el relato de una guerra contado por un bando y luego por el otro. Leed la biografía de un gran hombre relatada por uno de sus enemigos, y luego su propia versión. Providencia, hablad con dos criados de un mismo suceso ocurrido aquella misma mañana en la cocina y es muy posible que os encontréis con dos relatos bien diferentes, con diferentes culpables y diferentes agraviados y en los que lo que parecía obvio se vuelve imposible y viceversa.
Un amigo cuenta una historia en la que dos de vosotros os visteis involucrados de un modo que difiere de la realidad, pero que resulta más divertida, u os deja en mejor lugar, así que no decís nada, y luego otros la transmiten, alterada de nuevo, y antes de que pase mucho tiempo podéis encontraros contando una historia que sabéis a ciencia cierta que nunca ocurrió.
Aquellos de nosotros que escribimos un diario descubrimos en ocasiones que hemos —sin malicia, propósito ni embellecimiento algunos— recordado algo de manera errónea. Podemos haber consagrado una gran parte de nuestras vidas a esbozar un relato perfectamente objetivo de un suceso del pasado, del que estamos muy seguros y que creemos recordar muy bien, y de pronto, al encontrarnos con el relato escrito por nosotros mismos en el mismo momento del suceso, descubrir que las cosas no fueron tal como las recordábamos.
Así que, quizá, no podemos estar seguros de nada.
Y sin embargo, tenemos que vivir. Tenemos que aplicarnos a la tarea del mundo. Para hacerlo, tenemos que recordar el pasado, tratar de prever el futuro y afrontar las demandas del presente. Y seguimos adelante, de algún modo, aunque en el proceso —quién sabe si para conservar un retazo de nuestra cordura— nos convenzamos de que el pasado, el presente y el futuro son mucho más inteligibles de lo que son en realidad.
¿Qué ocurrió, pues?
He pasado el resto de mi vida volviendo a los mismos instantes, sin recompensa.
Creo que no ha habido un solo día en que no pensara en aquellos momentos, en la cámara de tortura del palacio de Efernze, en la ciudad de Haspide.
No estaba inconsciente, de eso estoy seguro. La doctora solo logró convencerme de ello durante algún tiempo. Una vez que se marchó, y yo me recuperé de mi dolor, fue creciendo mi certeza de que el lapso de tiempo que yo creía que había trascurrido era exactamente el que había trascurrido. Ralinge estaba en la cama de hierro, preparado para tomarla. Sus ayudantes se encontraban a pocos pasos de distancia, no recuerdo cuántos. Cerré los ojos para ahorrarme el espantoso momento y entonces el aire se llenó de ruidos extraños. Unos momentos después —unos cuantos latidos como mucho, apostaría la vida por ello—, estábamos todos allí, ellos tres violentamente asesinados y la doctora y yo libres de nuestras ataduras.
¿Cómo? ¿Qué pudo moverse con tal celeridad para hacer tales cosas? O, ¿qué truco de la mente pudo conseguir que se las hicieran a sí mismos? ¿Y cómo es que ella estaba tan serena en los momentos posteriores? Cuanto más recuerdo el interludio trascurrido entre las muertes de los torturadores y la llegada de los guardias, cuando estuvimos encerrados en aquella pequeña celda, más crece mi certeza de que ella sabía que, de alguna manera, acabaríamos por salvarnos, que de repente el rey se encontraría a las puertas de la muerte y vendrían a buscarla para que lo salvarla. Pero, ¿cómo podía saberlo con tanta seguridad?
Puede que Adlain estuviera en lo cierto y fuese obra de brujería. Puede que la doctora tuviera un guardaespaldas invisible, capaz de dejar chichones como huevos en las cabezas de dos canallas y de meterse detrás de nosotros en las mazmorras para asesinar a los asesinos y quitar a la doctora sus cadenas. Es la más racional de las respuestas, aunque al mismo tiempo también es la más absurda. O puede que sí que me desvaneciera, perdiera el conocimiento, quedara inconsciente o como queráis llamarlo. Puede que mi certeza ande errada.
¿Qué queda por contar? Dejadme pensar…
El duque Ulresile murió escondido, en la provincia de Brotechen, pocos meses después de que la doctora se marchara. Fue un simple corte con un plato roto, según dicen, que le ocasionó un envenenamiento de la sangre. El duque Quettil murió poco después, también, de una enfermedad degenerativa que afectaba a sus extremidades y las necrosó: El doctor Skelim no pudo hacer nada.
Yo me convertí en doctor.
El rey Quience gobernó otros cuarenta años y gozó de un excepcional estado de salud hasta el momento de su muerte.
Dejó solo hijas, así que ahora tenemos una reina. La verdad es que me resulta menos raro de lo que habría pensado.
Últimamente han empezado a llamar al padre de nuestra Reina, Quience el Bueno o, en ocasiones, Quience el Grande. Me atrevo a augurar que cuando alguien llegue a leer esto, una de las dos formas se habrá impuesto.
Fui su médico personal durante sus últimos quince años y las enseñanzas de la doctora y mis propios descubrimientos me convirtieron, según todos, en el mejor médico del reino. Hasta puede que en el mejor del mundo, porque cuando, en parte gracias a los esfuerzos diplomáticos del gaan Kuduhn, se establecieron relaciones más estrechas y fiables con la república insular de Drezen, descubrimos que, aunque nuestros amigos de las antípodas rivalizaban con nosotros, e incluso nos superaban, en muchos aspectos, no estaban tan avanzados en el campo de la medicina, ni de hecho, en ningún otro, como la doctora había insinuado.
El gaan Kuduhn se instaló entre nosotros y se convirtió en una especie de padre para mí. Más tarde pasó a ser un gran amigo, y estuvo una década como embajador en Haspidus. Hombre generoso, hábil y resuelto, en una ocasión me confesó que solo había una cosa a la que había aplicado toda su inteligencia sin obtener frutos, y era encontrar a la doctora, o siquiera averiguar de dónde, exactamente, había venido.
Nunca pudimos preguntárselo a ella, pues había desaparecido.
Una noche, en el mar de Osk, el Arado de los mares navegaba a sotavento frente a una pequeña hilera de islas deshabitadas, en dirección a Cuskery. Entonces, una de esas apariciones de vivo color verde que los marineros llaman fuegos fatuos empezó a revolotear alrededor del velamen. Al principio se quedaron todos boquiabiertos, pero luego empezaron a temer por sus vidas, porque aparte de que el fuego fatuo era mucho más brillante e intenso que cualquier otro que hubieran visto en el pasado, el viento arreció de repente y amenazó con desgarrar las velas, derribar los mástiles o incluso hacer zozobrar al gran galeón.
El fuego fatuo desapareció tan repentinamente como había aparecido, y el viento revirtió a su fuerza anterior. Uno a uno, todos los presentes, salvo los que estaban de guardia, regresaron a sus camarotes. Uno de los pasajeros comentó que no había podido despertar a la doctora para que saliera a ver el espectáculo, aunque nadie le dio mucha importancia en ese momento. El capitán le había enviado una nota aquella noche para invitarla a cenar, pero ella había declinado la invitación aludiendo a una indisposición debida a circunstancias especiales.
A la mañana siguiente descubrieron que había desaparecido. Su puerta estaba cerrada por dentro y hubo que echarla abajo. Los ojos de buey estaban abiertos, pero eran demasiado pequeños para que una persona saliese por ellos. Según parece, todas sus pertenencias, o al menos gran parte de ellas, seguían en el camarote. Estaban empaquetadas y se suponía que había que enviarlas a Drezen, pero, como cabía esperar, se extraviaron durante la travesía.
Cuando el gaan Kuduhn escuchó todo esto, junto a mí, casi un año después, decidió que era perentorio informar a su familia de lo que le había ocurrido y del mucho bien que había hecho en Haspidus, pero no obstante todas sus pesquisas en la isla de Napthilia y la ciudad de Pressel, incluidas algunas que hizo en persona en una visita, y a pesar de las numerosas ocasiones en las que pareció estar a punto de dar con sus allegados, sus esfuerzos se vieron frustrados y nunca pudimos dar con nadie que hubiese conocido a la mujer que nosotros llamábamos doctora Vosill. No obstante, creo que fue una de las pocas decepciones que se llevó a su lecho de muerte tras la que fue, en conjunto, una vida extraordinariamente fructífera y productiva.
El viejo comandante Adlain sufrió mucho hacia el final de su vida. Creo que lo que lo consumió fue algo parecido a la enfermedad crónica que había aquejado al esclavista Tunch, muchos años atrás.
Yo alivié su dolor, pero al final fue demasiado para él. Mi antiguo amo me dijo que, tal como yo siempre había sospechado, él era el oficial que me había rescatado de las ruinas de la casa de mis padres en la ciudad de Derla, pero que me había llevado a un orfanato acosado por la culpa, pues también había matado a mi padre y a mi madre y quemado su casa. Ahora, dijo desde las profundidades de la agonía que lo aferraba, sin duda yo querría matarlo.
Decidí no creerlo, e hice lo que pude por acelerar su final, que llegó, por suerte, menos de una campanada después. Supongo que debía de haber perdido la cabeza, porque de haber creído un solo momento lo que me había dicho, puede que le hubiese dejado sufrir.
También antes de morir, Adlain me suplicó, consciente de que estaba en su lecho de muerte, que le contara lo que había ocurrido realmente en la cámara de tortura aquella noche. Con una sonrisa, dijo que si Quience no hubiese convertido la cámara en una bodega poco después de la marcha de la doctora, se habría sentido tentado de ordenar que me interrogaran allí, solo para descubrir la verdad. Supongo que estaba bromeando. Me entristeció decirle que ya le había contado, en mis informes, todo lo ocurrido hasta el límite de mi conocimiento y de mis habilidades descriptivas.
No sé si me creyó o no.
Así que ahora he llegado a viejo, y yaceré en mi lecho de muerte en pocos años. El país está en paz, reina la prosperidad e incluso se extiende algo que la doctora habría llamado, creo, el progreso. En mi persona recae el inmenso privilegio de ser el primer rector de la universidad de Medicina de Haspide. También he cargado con el satisfactorio peso de ser el tercer presidente del Real Colegio de Médicos, así como, en los últimos años, de servir como consejero municipal, cuando estuve al mando del Comité de supervisión de la construcción del Hospital de Caridad del rey y del Hospicio de los Libertos. Me enorgullece que alguien de tan humilde cuna haya podido servir a su rey y a sus conciudadanos de tantas maneras diferentes durante una época de tal modernización para el reino.
Sigue habiendo guerras, como es natural, pero desde hace mucho tiempo no se libran en la vecindad de Haspidus. Concretamente, desde los tres conflictos conocidos como las Disputas Imperiales, de las que no salió gran cosa aparte de librar al resto del mundo del yugo imperial para que pudiese prosperar a su manera. Creo que nuestra marina libra alguna batalla de vez en cuando, pero como estas se producen muy lejos y generalmente nos alzamos con la victoria, no sé si cuentan como una guerra. Si nos remontamos más en el tiempo, hubo que enseñarles a los barones de Ladenscion que quien los ayudó a oponerse a un señor podría tomarse a mal que despreciasen toda autoridad. Hubo guerra civil en Tassasen, como todo el mundo sabe, tras la muerte de UrLeyn el Regicida, y el rey YetAmidous fue un mal gobernante, aunque el joven rey Lattens (bueno, ya no es tan joven, lo admito, pero a mí me lo sigue pareciendo) enderezó bastante bien las cosas y ha tenido un reinado próspero, aunque apacible, hasta nuestros días. Dicen que es una especie de erudito, cosa que no está mal en un rey, siempre que no se lleve a exceso.
Pero eso ocurrió hace mucho tiempo. Todo ello.
El relato de la concubina Perrund, que conforma el contrapunto al mío y he incluido aquí sin casi modificaciones, salvo las absolutamente necesarias para contener los excesos de ornamentos en los que se extraviaba en ocasiones su prosa, me dediqué a buscarlo tras haber leído una versión en forma de obra de teatro que descubrí en la biblioteca de un bibliófilo de Haspide.
Decidí terminar su relato donde termina porque es en ese punto donde más divergen las dos versiones. En la primera que leí, bajo la forma de un drama en tres actos, el guardaespaldas DeWar la atravesaba con su espada para vengar la muerte de su señor, y luego regresaba a su casa en los Reinos Medio Ocultos, donde se revelaba su verdadera identidad, la de un príncipe que había sido exiliado por su padre como consecuencia de un desgraciado pero honorable malentendido. Se producía una reconciliación en el lecho de muerte del padre, engalanada con bonitos discursos, y luego DeWar reinaba felizmente durante muchos años. Reconozco que este es el final más edificante.
La versión redactada supuestamente por la propia mano de la señora —y que, según ella misma, solo puso por escrito para contestar a las mentiras sensacionalistas de la versión dramatizada— difícilmente podría haber sido más diferente. En ella, el guardaespaldas cuya confianza acababa de traicionar y a cuyo amo había asesinado con toda crueldad, la tomó de la mano (de la que apenas acababa de limpiarse la sangre del asesinado) y se la llevó del harén. A los soldados que esperaban, consumidos por el nerviosismo, en el exterior, les dijeron que UrLeyn se encontraba bien, aunque profundamente dormido, al fin, tras haberse descubierto la naturaleza del mal que aquejaba su hijo.
DeWar dijo que llevaría a la concubina Perrund a las habitaciones del comandante ZeSpiole para confrontar su versión con la de la niñera que la había acusado. Falsamente, sospechaba él. Se disculpó ante el jefe de los eunucos y le devolvió sus llaves. Ordenó a algunos de los guardias presentes que se quedaran allí y al resto que regresaran a sus puestos. Luego se llevó a lady Perrund, sin violencia pero con firmeza.
El mozo que les dio las monturas fue el único que los vio salir de palacio, aunque varios ciudadanos de intachable conducta los vieron franquear las puertas de la ciudad poco después.
Aproximadamente al mismo tiempo que ellos atravesaban a galope tendido la puerta norte de la ciudad, Stike trató de abrir la puerta del patio pequeño, en el piso superior del harén.
La llave no encajaba bien en la cerradura, en la que parecía haber algo alojado.
La echaron abajo. El cuerpo extraño, insertado en la cerradura después de cerrarla, resultó ser un trozo de mármol con forma de pequeño dedo, arrancado a una de las doncellas de la fuente que ocupaba el centro del estanque del patio.
El cuerpo de UrLeyn fue descubierto en su dormitorio. Su sangre saturaba las sábanas. El cadáver estaba helado.
A DeWar y Perrund nunca los cogieron. Tras varias aventuras de las que no ha quedado registro escrito, llegaron a Mottelocci, en los Reinos Medio Ocultos, lugar donde, sorprendentemente, nadie conocía a DeWar, pero que él conocía a la perfección y en el que no tardó mucho en labrarse una reputación.
Se establecieron como mercaderes y más adelante fundaron un banco. Perrund escribió el relato en el que he basado mi historia. Se casaron y sus hijos —y, según parece, también sus hijas— continúan dirigiendo una empresa de comercio que, al parecer, compite con la de nuestros Mifeli. El símbolo de la compañía es un simple anillo parecido a una sección de caña cortada. (Este símbolo es la mitad de la que, según creo, no es la única correspondencia entre ambos relatos, pero considerando las implicaciones de este hecho insólito para esta vieja cabeza, he dejado en manos del lector el encontrar por sí mismo las semejanzas, extraer sus propias conclusiones y trazar su propio camino de especulaciones).
Y en cualquier caso, según se dice, DeWar y Perrund murieron en las montañas, en una avalancha acaecida en las montañas, hace cinco años. La nieve y el hielo de las implacables cordilleras es ahora su única tumba; pero como fallecieron tras la que parece haber sido una vida en común próspera y feliz, he de repetir que prefiero la última versión de su destino, aunque no exista ninguna prueba que la sustente.
Y ahora creo que ha llegado el fin de mi relato dividido. Estoy seguro de que ha quedado mucho por decir, mucho que podría haberse añadido de haberse sabido —de haber sabido yo— un poco más, o haberse descubierto algún detalle más, pero, como he señalado hace poco, a veces (en realidad, probablemente siempre) hay que contentarse con lo que se tiene.
Mi mujer regresará pronto del mercado. (Sí, me casé, y la amo ahora como siempre lo he hecho, por ella misma, no por mi amor perdido, aunque tengo que admitir que se parece un poco a la buena doctora). Se ha llevado a dos de nuestros nietos a comprar regalos y cuando vuelvan tengo que jugar con ellos. Ahora que soy tan mayor ya casi no trabajo, pero sigue habiendo una vida que vivir.