1 La doctora

Amo, fue en la tarde del tercer día de la estación de siembra del sur cuando el ayudante del interrogador vino a buscar a la doctora para llevarla a la cámara oculta, donde esperaba el torturador jefe.

Yo estaba sentado en el salón de los aposentos de la doctora, moliendo los ingredientes de una de sus pócimas con un mortero y un almirez. Concentrado como estaba en esta tarea, tardé un momento o dos en recobrar la compostura al oír que alguien aporreaba agresivamente la puerta y derribé un pequeño pebetero de camino a la entrada. Esta fue la causa tanto de mi tardanza en abrir como de cualquier imprecación que Unoure, el ayudante del interrogador, pudiera haber escuchado. Estas palabras malsonantes no estaban dirigidas a él y yo no estaba ni dormido ni tan siquiera remotamente adormilado, como espero que crea mi amado amo, diga lo que diga el mencionado Unoure: una persona poco fiable y de temperamento voluble, según todos los testimonios.

La doctora se encontraba en su estudio, como era lo habitual a esa hora de la tarde. Entré en su taller, donde guarda los dos grandes armarios que contienen los polvos, las cremas, los ungüentos, los líquidos y los diferentes instrumentos que emplea en su profesión, así como las dos mesas donde descansan toda clase de quemadores, hornillos, retortas y frascos. En ocasiones también trata allí a sus pacientes, cuando hace falta recurrir a la cirugía. Mientras el pestilente Unoure esperaba en el salón, limpiándose la nariz en una manga ya mugrienta y mirando a su alrededor con el aire de alguien que trata de decidir qué va a robar, yo crucé el taller y llamé a la puerta del estudio que también sirve a la doctora como dormitorio.

—¿Oelph? —preguntó ella.

—Sí, señora.

—Pasa.

Oí el ruido sordo de un grueso volumen al cerrarse y sonreí quedamente.

El estudio de la doctora estaba a oscuras y flotaba en el aire la fragancia de la dulce flor de la istra, cuyas hojas suele quemar en los incensarios colgados del techo. Me abrí camino a tientas por la oscuridad. Como es lógico, conozco perfectamente la distribución del estudio de la doctora —mejor de lo que ella misma podría suponer, gracias a la inspirada perspicacia y la juiciosa astucia de mi amo—, pero mi señora es propensa a dejarse sillas, escabeles y banquetas en medio, así que me vi en la obligación de avanzar con prudencia hasta el lugar en el que la llama de una pequeña vela indicaba su presencia, sentada a la mesa que hay delante de una ventana cubierta por pesados cortinajes. Se enderezó en el asiento, estiró la espalda y se frotó los ojos. La mole de su diario, tan grueso como una mano y tan ancho como un antebrazo, descansaba sobre la mesa, frente a ella. El gran libro estaba cerrado y con el candado echado, pero incluso en aquella oscuridad cavernaria pude ver que la cadenilla del cierre oscilaba de un lado a otro. Había una pluma en el tintero, cuya tapa estaba abierta. La doctora bostezó y se ajustó al cuello la fina cadena de la que pende la llave del diario.

Mi amo sabedor numerosos informes anteriores que creo que la doctora está recopilando sus experiencias aquí en Haspide para el pueblo de su tierra natal, Drezen.

Es evidente que la doctora quiere mantener sus escritos en secreto. Sin embargo, en ocasiones olvida que me encuentro en la habitación, normalmente cuando me ha encargado que busque una referencia en alguno de los volúmenes de su biblioteca voluminosa y extravagante y yo llevo algún tiempo haciéndolo en silencio. Por lo poco que he podido vislumbrar de lo escrito en estas ocasiones, he llegado a la conclusión de que cuando escribe en su diario, no siempre emplea el haspidiano o el imperial —aunque hay pasajes en ambas lenguas—, sino a veces un alfabeto que nunca he visto.

Creo que mi amo está tomando medidas para comprobar, con la ayuda de otros nativos de Drezen, si la doctora escribe en drezenés, y con este fin, siempre que puedo, trato de consignar en la memoria cuanto me es posible de lo escrito en su diario. Sin embargo, en esta ocasión no pude echar ni un vistazo a los pasajes en los que, a buen seguro, había estado trabajando.

Impulsado por el afán de servir lo mejor posible a mi amo en este asunto, me permito respetuosamente volver a señalar que una sustracción temporal del diario permitiría a un cerrajero habilidoso abrir el libro sin dañarlo, con lo que podría hacerse una copia de sus escritos y resolver finalmente el interrogante. Esto podría llevarse a cabo cuando la doctora estuviera en cualquier otra parte del palacio o, mejor aún, de visita en la ciudad, o incluso mientras estuviese tomando uno de sus frecuentes baños, que suelen ser prolongados. (Fue durante uno de esos baños cuando le conseguí a mi amo uno de los escalpelos del maletín de doctora, que le fue debidamente entregado. Añado que tuve el cuidado de hacerlo justo después de una visita al hospicio de los pobres, para que las sospechas recayeran sobre ellos). No obstante, y como es lógico, me inclino ante el juicio superior de mi amo en este asunto.

La doctora me miró con el ceño fruncido.

—Estás temblando —me dijo. Y claro que lo estaba, porque la repentina aparición del ayudante del torturador había resultado indudablemente inquietante. La doctora dirigió la mirada a la puerta del quirófano, a mi espalda, que había dejado abierta para que Unoure pudiera oír nuestras voces y se sintiera menos predispuesto a cometer cualquier maldad que estuviera maquinando—. ¿Quién es? —preguntó.

—¿Quién es qué? —pregunté mientras observaba cómo cerraba la tapa del tintero.

—He oído toser a alguien.

—Oh, es Unoure, el ayudante del interrogador, señora. Ha venido a buscaros.

—¿Para ir adonde?

—A la cámara oculta. Maese Nolieti ha enviado a buscaros.

Me miró sin decir nada durante un segundo.

—El torturador jefe —dijo con voz templada, y asintió—. ¿Estoy metida en algún lío, Oelph? —preguntó mientras apoyaba un brazo en la gruesa tapa de cuero de su diario, como si quisiera protegerlo o buscara protección en él.

—Oh, no —le dije—. Tenéis que llevar vuestro maletín. Y medicinas. —Me volví para mirar la puerta del quirófano, recortada a la luz del salón. Llegó el sonido de una tos desde allí, una tos que sonaba como a esas que se utilizan para recordar a los demás que uno está esperando con impaciencia—. Creo que es urgente —susurré.

—Mmmm. ¿Crees que el torturador jefe Nolieti tiene un catarro? —preguntó la doctora mientras se levantaba y empezaba a ponerse la chaqueta larga, que había estado colgada del respaldo del asiento.

La ayudé con la negra prenda.

—No, señora. Creo que lo más probable es que alguno de los reos a los que están interrogando no se encuentre… hum, del todo bien.

—Ya veo —dijo ella. Metió los pies en las botas y se enderezó. Su prestancia física volvió a sorprenderme, como me ocurre en tan numerosas ocasiones. Es alta para ser mujer, aunque no excepcionalmente, y aunque para ser mujer posee unos hombros anchos, he visto pescadoras y mariscadoras de aspecto más recio. Creo que es su porte, su forma de comportarse.

He tenido la suerte de vislumbrar tentadoras visiones de su persona —tras uno de sus numerosos baños—, ataviada con la ropa interior, con la luz tras de sí, al salir envuelta en una nube de aire fragante e inundado de talco y pasar de un cuarto a otro, con los brazos alzados para enrollarse una toalla alrededor del largo y húmedo cabello rojizo, y la he observado en las grandes ocasiones de la corte, ataviada con vestidos formales y bailando con la ligereza y la delicadeza —y con la expresión de pura modestia— de la mejor y más educada de las doncellas, y confieso libremente que me he sentido tan atraído en sentido físico hacia ella como cualquier hombre (joven o no) se vería hacia una mujer de aspecto tan saludable y grato a la vista. Pero al mismo tiempo hay algo en su comportamiento que yo —así como, sospecho, muchos otros varones— encuentro desalentador, e incluso un poco amenazante. Cierta franqueza inmodesta en su forma de proceder es la causa de esto, me temo, junto a la sospecha de que, yunque su aceptación de los hechos que dictan la aceptada y patente preeminencia de los varones es en la superficie irreprochable, se ve acompañada por una especie de injustificado humor que inspira en los varones la inquietante sensación de que se está divirtiendo a su costa.

La doctora se inclinó sobre la mesa y abrió las cortinas y los batientes para dejar que entraran los rayos de Seigen. A la tenue luz que se colaba por las ventanas reparé en el pequeño plato con bizcochos y galletas que había al borde de la mesa de mi señora, al otro lado del diario. Su vieja y desafilada daga descansaba también en el plato, con los romos bordes manchados de grasa.

La recogió, pasó la lengua por la hoja y entonces, tras lanzarle un último y sonoro beso mientras terminaba de limpiarla con la manga, se la guardó en la bota derecha.

—Vamos —dijo—. No hagamos esperar al torturador jefe.


—¿Es realmente necesario? —preguntó la doctora mientras miraba la venda que había en las mugrientas manos del ayudante del torturador Unoure. Este llevaba un largo delantal de carnicero, hecho de piel y manchado de sangre, por encima de una camisa inmunda y unos pantalones holgados y de aspecto grasiento. La venda negra había salido del interior de un largo bolsillo del delantal.

Unoure sonrió, y al hacerlo exhibió una miscelánea de dientes cariados y descoloridos, alternados con huecos que hubiesen debido ocupar otros dientes. La doctora se encogió. Tiene la dentadura tan recta y bien cuidada que la primera vez que la vi asumí de manera natural que eran una pieza postiza de factura especialmente soberbia.

—Son las normas —dijo Unoure con la mirada clavada en el pecho de la doctora. Ella se cerró el cuello de la chaqueta por encima de la camisa—. Sois una extranjera —le dijo.

La doctora suspiró y me miró de soslayo.

—Una extranjera —dije a Unoure con vehemencia— en cuyas manos se deposita la vida del rey casi a diario.

—Eso da igual —dijo el otro mientras se encogía de hombros. Sorbió por la nariz, y se disponía a limpiársela con la venda cuando, al ver la expresión de la doctora, cambió de idea y lo hizo con la manga de su camisa—. Son las órdenes. Tenemos que darnos prisa —dijo mirando la puerta.

Estábamos en la entrada a los pisos inferiores del palacio. El pasillo que habíamos dejado atrás se alejaba de aquel corredor poco frecuentado hasta la zona de las cocinas y las bodegas del ala oeste. El lugar estaba muy poco iluminado. En el techo, una pequeña abertura proyectaba una polvorienta lámina de luz acromática sobre nosotros y sobre las altas y oxidadas puertas de metal, mientras que del otro lado del pasillo nos llegaba la luz débil de un par de velas.

—Muy bien —dijo la doctora. Se inclinó levemente y realizó un ostentoso examen de la venda que Unoure llevaba en las manos—. Pero no pienso ponerme eso, y no serás tú el que me lo ponga. —Se volvió hacia mí y extrajo un pañuelo limpio de un bolsillo de su chaqueta—. Toma —dijo.

—Pero… —protestó Unoure, pero entonces dio un respingo al oír el tañido de una campana procedente de algún lugar situado más allá de aquellas puertas herrumbrosas. Se volvió y, maldiciendo, guardó de nuevo la venda en el delantal.

Le tapé los ojos a la doctora con el fragante pañuelo mientras Unoure abría las puertas. A continuación, con su maletín en una mano y su mano en la otra, la conduje al pasillo que había detrás de las puertas y luego, tras descender muchas y tortuosas escaleras y cruzar más puertas y pasillos, hasta la cámara oculta en la que nos esperaba maese Nolieti. Cuando estábamos a mitad de camino, volvió a sonar una campana en algún lugar situado más adelante y sentí que la doctora daba un respingo y se le humedecía la mano. Tengo que confesar que mis propios nervios no estaban totalmente tranquilos.

Entramos en la cámara oculta por un arco bajo que nos obligó a agacharnos. (Coloqué una mano sobre la cabeza de la doctora para ayudarla a inclinarse. Su cabello era sedoso y suave). El lugar olía a algo intenso y desagradable y a carne quemada. Me vi incapaz de controlar mi propia respiración y los olores se abrieron paso a la fuerza por mis fosas nasales hasta el interior de mis pulmones.

La estancia, alta y espaciosa, se iluminaba con una variopinta colección de viejas lámparas de aceite, que proyectaban una enfermiza luz entre verde y azulada sobre toda clase de tinas, mesas e instrumentos y contenedores de aspecto diverso —algunos de ellos con forma humana— que no me atreví a inspeccionar con demasiado detenimiento, a pesar de que todos ellos eran atractivos a mis ojos, abiertos de par en par, como el sol atrae a las flores. Un alto brasero situado bajo una chimenea colgante de forma cilíndrica proporcionaba un poco de luz adicional. El brasero se encontraba junto a una silla hecha de anillas de hierro que envolvía por completo a un hombre delgado y desnudo que parecía inconsciente. La forma entera de la silla había girado sobre una estructura de soporte exterior, de tal modo que el hombre parecía haber quedado atrapado en el acto de realizar un salto mortal hacia delante, apoyado sobre las rodillas en el aire, con la espalda paralela a la rejilla que cubría un amplio conducto de iluminación que tenía encima.

El torturador jefe Nolieti se encontraba entre este artefacto y un amplio banco cubierto con diferentes cuencos, jarros y botellas de metal, y una colección de instrumentos que podrían haber estado igualmente a tono en los lugares de trabajo de un albañil, un carpintero, un carnicero y un cirujano. Nolieti estaba sacudiendo su cabeza, voluminosa, gris y cubierta de cicatrices. Tenía las callosas y fuertes manos en las caderas y la mirada clavada en la forma encogida del hombre enjaulado. Bajo el armatoste metálico que envolvía al desgraciado había una amplia losa de piedra cuadrada con un agujero de drenaje en el centro. Un fluido oscuro que parecía sangre había goteado sobre ella. En la oscuridad se vislumbraban unas pequeñas formas blanquecinas que tal vez fuesen dientes.

Nolieti se volvió al oír que nos acercábamos.

—Ya era hora, joder —dijo, mientras clavaba la mirada sucesivamente, primero en mí, luego en la doctora y al fin en Unoure (quien, según pude ver, mientras la doctora volvía a guardarse el pañuelo en un bolsillo de la chaqueta, plegaba ostentosamente la venda negra que le habían ordenado usar con ella).

—Ha sido culpa mía —dijo la doctora con tono prosaico al pasar junto a Nolieti. Se inclinó sobre la espalda del cautivo. Hizo una mueca, arrugó la nariz, se colocó a un lado del artefacto y, con una mano en las anillas de hierro de la estructura, la hizo girar entre chirridos y crujidos hasta que el hombre volvió a encontrarse en una posición sedente más convencional. El infeliz tenía un aspecto horroroso. Su rostro estaba teñido de gris, la piel quemada en diferentes sitios y su boca y su mandíbula habían cedido. Había sendos regueros de sangre seca detrás de cada una de sus orejas. La doctora introdujo una mano por las anillas y trató de abrirle un ojo. El hombre emitió un terrible y sordo gimoteo. Hubo un sonido, una mezcla de succión y desgarro, y el prisionero soltó un ruido quejumbroso, como un aullido lejano, que tras unos instantes se transformó en un burbujeo rítmico y desgarrado, tal vez su respiración. La doctora se inclinó para inspeccionar el rostro del hombre y oí que soltaba un pequeño jadeo.

Nolieti resopló.

—¿Busca esto? —le preguntó a la señora y colocó un pequeño cuenco frente a ella.

La doctora miró apenas un instante el cuenco, pero esbozó una pequeña sonrisa dirigida al torturador. Devolvió la silla de hierro a su anterior posición y continuó examinando la espalda del reo. Separó de la carne unos andrajos empapados en sangre e hizo otra mueca. Agradecí a los dioses que no estuviera mirándome y pedí en silencio que lo que tenía que hacer no requiriera mi asistencia.

—¿Cuál es el problema? —preguntó la doctora a Nolieti, quien por un instante pareció avergonzado.

—Bueno —dijo el torturador jefe tras una pausa—. No deja de sangrar por el culo, ¿sabes?

La doctora asintió.

—Debe de haber dejado que se le enfriaran los hierros —dijo tranquilamente mientras se agachaba, abría el maletín y lo dejaba junto a la bandeja de piedra.

Nolieti se le acercó y se inclinó sobre ella.

—Cómo haya ocurrido no es asunto tuyo, mujer —le dijo al oído—. Tú solo tienes que asegurarte de que se recupere lo suficiente para que podamos seguir interrogándolo hasta que nos cuente lo que el rey necesita saber.

—¿El rey lo sabe? —preguntó la doctora levantando la mirada con una expresión de interés inocente—. ¿Es que lo ordenó él? ¿Conoce la existencia de este desgraciado? ¿O fue el jefe de la guardia, Adlain, el que decidió que el reino caería a menos que este pobre diablo sufriera?

Nolieti enderezó la espalda.

—Eso no es asunto tuyo —dijo con tono de hostilidad—. Tú haz tu trabajo y luego lárgate. —Volvió a inclinarse y pegó la boca al oído de ella—. Y olvídate del rey y del comandante de la guardia. Aquí abajo el rey soy yo, y yo digo que te encargues de tus propios asuntos y me dejes los míos a mí.

—Pero es que esto es asunto mío —dijo la doctora tranquilamente, haciendo caso omiso de la amenazante y voluminosa figura del hombre que tenía a su lado—. Si supiera lo que se le ha hecho, y cómo, me sería más fácil tratarlo.

—Oh, podría enseñártelo, doctora —dijo el torturador jefe mientras miraba a su ayudante y le guiñaba un ojo—. Tenemos tratamientos especiales reservados para las mujeres, ¿verdad, Unoure?

—Bueno, no tenemos tiempo para flirtear —dijo la doctora con una sonrisa acerada—. Decidme simplemente lo que le habéis hecho a este pobre desgraciado.

Nolieti abrió los ojos de par en par. Se incorporó y extrajo un atizador del brasero en medio de una nube de chispas. La punta, al rojo vivo, era tan ancha como la cabeza de una pequeña pala.

—Hacia el final hemos utilizado esto —dijo con una sonrisa y el rostro iluminado por un suave fulgor amarillento.

La doctora miró el atizador y luego al torturador. Se inclinó y tocó algo en la parte trasera del hombre enjaulado.

—¿Sangró mucho? —preguntó.

—Como un hombre al mear —dijo el torturador jefe con un nuevo guiño dirigido a su ayudante. Unoure asintió rápidamente y se echó a reír.

—Habría sido mejor que se lo dejaseis dentro —murmuró la doctora. Se levantó—. Estoy convencida de que es una suerte que os guste tanto vuestro trabajo, torturador jefe —dijo—. Sin embargo, me temo que a este lo habéis matado.

—¡Tú eres la doctora, cúralo! —dijo Nolieti mientras daba un paso hacia ella con el atizador al rojo en la mano. No creo que pretendiera amenazar a la doctora, pero vi que la mano derecha de ella empezaba a descender hacia la bota en la que había guardado su vieja daga.

Miró al torturador sin prestar atención a la barra de metal candente.

—Le daré algo que tal vez lo reviva, pero creo que ya ha contado todo lo que podía contar. No me echéis la culpa si muere.

—Pues es lo que pienso hacer —dijo Nolieti mientras introducía de nuevo el atizador en el brasero. Las cenizas ardientes llovieron sobre las piedras del suelo—. Asegúrate de que viva, mujer. Asegúrate de que está en condiciones de hablar o el rey se enterará de que no has hecho bien tu trabajo.

—El rey se enterará de todos modos, no me cabe duda —dijo al doctora mientras me sonreía. Yo respondí con una sonrisa nerviosa—. Y también el comandante de la guardia Adlain —añadió—. Puede que por mí. —Enderezó al hombre de la jaula, abrió un frasco que llevaba en el maletín, introdujo una espátula de madera en el frasco y a continuación, tras abrir la sanguinolenta ruina que era la boca del cautivo, le aplicó el ungüento sobre las encías. El hombre volvió a gemir.

La doctora lo miró unos instantes y a continuación se acercó la brasero e introdujo la espátula en los rescoldos. La madera prendió y se quemó. Mi señora se miró las manos y luego se volvió hacia Nolieti.

—¿Tenéis agua aquí abajo? Agua limpia, me refiero.

El torturador jefe hizo una seña a Unoure, quien desapareció entre las sombras durante un rato antes de traer un cuenco, en el que la doctora se lavó las manos. Estaba limpiándoselas en el pañuelo que le había servido de venda cuando el hombre de la jaula profirió un terrible chillido de agonía, se estremeció violentamente por unos momentos y entonces, de repente, se puso rígido y dejó de moverse. La doctora se acercó a él. Se disponía a llevarle una mano al cuello, cuando Nolieti, con un grito de angustia, la apartó, introdujo la mano entre las anillas de hierro y la puso sobre el punto del cuello que, según me ha enseñado la doctora, es el mejor lugar para comprobar si un hombre sigue vivo.

El torturador jefe se quedó allí, temblando, mientras su ayudante lo observaba con mirada de aprensión y terror. La expresión de la doctora era de torvo y desdeñoso divertimento. Entonces Nolieti se volvió hacia ella y le apuntó con un dedo.

—¡Tú! —siseó—. Lo has matado. ¡No querías que viviera!

La doctora, impasible, continuó secándose las manos (aunque tengo la impresión de que estaban más que secas, y temblaban).

—Yo me dedico a salvar vidas, torturador jefe, no a quitarlas —dijo con tono medido—. Eso se lo dejo a otros.

—¿Qué era eso? —dijo el torturador jefe mientras se agachaba rápidamente y abría de un tirón el maletín de la doctora. Sacó el frasco abierto del que ella había extraído el ungüento y lo agitó delante de su cara—. Esto. ¿Qué es?

—Un estimulante —dijo ella e, introduciendo un dedo en el frasco, mostró una pequeña cantidad del fino gel de color marrón a la luz del brasero—. ¿Queréis probarlo? —Movió el dedo hacia la boca de Nolieti.

El torturador jefe le cogió la mano y obligó al dedo a retroceder hacia los labios de ella.

—No. Hazlo tú. Haz lo mismo que le has hecho a él.

La doctora se zafó de la mano de Nolieti y, con toda tranquilidad, se llevó el dedo a la boca y esparció la pasta marrón sobre su encía superior.

—Sabe agridulce —dijo con el mismo tono que utiliza cuando me explica algo—. El efecto dura entre dos y tres campanadas y normalmente no tiene efectos secundarios, aunque si se emplea en un cuerpo gravemente debilitado y en estado de conmoción se pueden producir convulsiones y existe una remota posibilidad de muerte. —Se pasó la lengua por el dedo—. En concreto, los niños sufren graves efectos secundarios y su uso está contraindicado para ellos. El gel se elabora con las bayas de una planta bianual que crece en varias penínsulas aisladas de las islas del norte de Drezen. Es muy preciado y normalmente se aplica en forma de solución, que es más estable y duradera. Lo he usado en varias ocasiones para tratar al rey y él lo tiene por uno de mis medicamentos más eficaces. Ya no queda mucho y habría preferido no tener que derrocharlo en alguien que ya estaba condenado ni en mi propia persona, pero vos habéis insistido. Estoy segura de que al rey no le importará. —(Tengo que decir, amo, que hasta donde yo sé, nunca ha tratado con ese gel, del que tiene varios tarros, al rey ni a ningún otro paciente). La doctora cerró la boca y pude ver que se pasaba la lengua por la encía superior. Entonces sonrió—. ¿Seguro que no queréis un poco?

Nolieti guardó silencio durante un momento, mientras su amplio y moreno rostro se movía como si estuviese masticando su propia lengua.

—Saca a esta zorra drezenita de aquí —dijo finalmente a Unoure, antes de volverse y accionar los fuelles de pie del brasero. Los rescoldos sisearon y se iluminaron, y una lluvia de chispas ascendió por la chimenea cubierta de hollín—. Luego lleva a este bastardo a la piscina de ácido.

Estábamos en la puerta cuando el torturador jefe, sin dejar de accionar los fuelles con un movimiento regular y vigoroso del pie, la llamó:

—¿Doctora?

Ella se volvió mientras Unoure abría la puerta y sacaba el pañuelo negro de su delantal.

—¿Sí, torturador jefe? —dijo.

El torturador se volvió a mirarnos, muy sonriente, mientras seguía atizando las llamas.

—Volverás aquí, mujer de Drezen —le dijo en voz baja. Sus ojos resplandecían a la luz de los braseros—. Y la próxima vez no saldrás por tu propio pie.

La doctora le aguantó la mirada unos instantes, antes de bajar los ojos y encogerse de hombros.

—O vendréis vos a mi quirófano —dijo mientras volvía a levantarlos—. Y os prometo que os dispensaré mis mejores atenciones.

El torturador jefe se volvió y escupió dentro del brasero mientras su pie seguía insuflando vida al instrumento de muerte a través de los fuelles y su ayudante Unoure nos conducía fuera de la cámara.

Doscientos latidos después, un lacayo de la cámara real nos recibió junto a las grandes puertas de hierro que conducían al resto del palacio.


—Es la espalda de nuevo, Vosill —dijo el rey mientras se volvía en la amplia cama con dosel y la doctora, tras remangarse la camisa, procedía a levantarle el pijama. ¡Estábamos en el aposento principal de los apartamentos privados del rey Quience, en lo más profundo del más interior de los cuadrángulos de Efernze, palacio de invierno de Haspide, capital de Haspidus!

Este se ha convertido en un escenario tan frecuentado por mí (hasta el punto de que podría decirse que es mi lugar de trabajo habitual), que confieso que a veces me olvido del honor que representa encontrarse allí. Pero cuando me paro un momento a considerar el asunto, me digo: ¡Grandes dioses, yo —un huérfano de una familia caída en desgracia— estoy en presencia de nuestro amado rey! ¡Y con tanta frecuencia, y con tal grado de intimidad!…

En tales momentos, amo, te doy las gracias con toda mi alma y con todo el vigor del que me ha dotado la Providencia, porque sé que son solo tu amabilidad, tu sabiduría y tu compasión los que me han colocado en tan exaltada posición y me ha confiado tan importante misión. Ten por seguro que seguiré tratando por todos los medios de mostrarme digno de esa confianza y cumplir con mi deber.

Wiester, el chambelán del rey, nos había llevado hasta los aposentos reales.

—¿Algo más, señor? —preguntó mientras se inclinaba todo lo que su amplia osamenta le permitía.

—No, eso es todo por ahora. Vete.

La doctora se sentó en un lado de la cama y empezó a amasar los hombros regios con sus fuertes y hábiles dedos. Yo, mientras tanto, sostenía un pequeño frasco lleno de un ungüento de intenso aroma en el que, de vez en cuando, la señora introducía los dedos para, a continuación, aplicarlo sobre la amplia e hirsuta espalda del rey para ayudar a su broncínea piel a absorberlo.

Mientras me encontraba allí, con el maletín de la doctora abierto a un lado, reparé en que el tarro de gel marrón que había utilizado para tratar al infeliz de la cámara oculta seguía abierto en uno de los ingeniosos bolsillos interiores. Hice ademán de introducir un dedo en él. La doctora, al ver lo que estaba haciendo, me cogió rápidamente la mano, la apartó del frasco y dijo en voz baja:

—Si yo fuera tú, Oelph, no haría eso. Vuelve a taparlo con cuidado.

—¿Qué pasa, Vosill? —preguntó el rey.

—Nada, señor —dijo la doctora mientras volvía a colocar las manos en su espalda y se apoyaba sobre él.

—Au —dijo el monarca.

—Es tensión muscular, más que nada —dijo la doctora en voz baja al tiempo que giraba la cabeza con un movimiento brusco para que el cabello, que le había caído sobre el rostro, quedara de nuevo detrás de los hombros.

—Mi padre nunca tuvo que sufrir tanto —dijo el rey con irritación desde la almohada de hilo de oro, con la voz amortiguada por el grosor del tejido y el peso del plumón.

La doctora me dirigió una sonrisa fugaz.

—¿Cómo, señor? —dijo—. ¿Queréis decir que nunca tuvo que sufrir mis torpes cuidados?

—No —dijo el rey con un gemido—. Ya sabes a qué me refiero, Vosill. Esta espalda. Nunca tuvo que sufrir una espalda como esta. Ni los dolores de las piernas, las jaquecas, los constipados, ni ninguno de estos males y dolores que me aquejan a mí. —Guardó silencio un momento mientras la doctora apretaba y masajeaba su carne—. Padre nunca tuvo que sufrir nada. Él no estuvo…

—… enfermo un solo día de su vida —dijo la doctora a coro con el rey.

El monarca se echó a reír. La doctora volvió a sonreírme. Yo sostuve el tarro de ungüento, inexpresablemente feliz durante ese instante, hasta que el rey suspiró y dijo:

—Ah, qué dulce tortura, Vosill.

Momento en el que la doctora cesó un instante los rítmicos movimientos de su masaje, y una mirada de amargura, de desprecio incluso, pasó fugazmente por su rostro.

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