—Érase una vez un país llamado Prodigia, donde vivían dos primos llamados Sechroom y Hiliti.
—Creo que esa historia ya la has contado, DeWar —dijo Lattens con voz débil y ronca.
—Lo sé, pero no entera. Las vidas de algunas personas contienen más de una historia. Esta es diferente.
—Ah.
—¿Cómo te encuentras? ¿Te sientes con fuerzas para oír una de mis historias? Creo que no son muy buenas.
DeWar ahuecó los cojines del niño y lo ayudó a incorporarse para beber un poco de agua. Lo habían instalado en una pequeña pero lujosa habitación de la zona privada, cerca del harén, para que las concubinas Perrund y Huesse pudieran ir a verlo, pero también de los aposentos de su padre y los del doctor BreDelle, quien había diagnosticado que lo ocurrido se debía a la propensión del niño al agotamiento nervioso y a la presión de la sangre en su cerebro, y le prescribió dos sangrados diarios. El ataque que había sufrido el primer día no se había repetido, pero estaba recuperando las fuerzas con mucha lentitud.
DeWar iba a verlo cuando podía, lo que normalmente quería decir cuando su padre estaba de visita en el harén, como ahora.
—Bueno, si quieres…
—Sí. Por favor, cuéntame la historia.
—Muy bien. Un día, los dos amigos estaban jugando a un juego…
—¿Qué juego?
—Uno muy complicado. Por suerte, los detalles sobre cómo se juega no nos interesan. Lo que importa es que estaban jugando y no se ponían de acuerdo sobre las reglas, porque estas no siempre eran iguales.
—Qué raro.
—Sí, pero así era ese juego. Así que estaban discutiendo. Resumiendo las cosas, lo que Sechroom decía era que, en la vida, uno siempre debe hacer lo que le parece correcto en cada momento, mientras que Hiliti defendía que a veces hay que hacer cosas que pueden parecer malas para que haya un final feliz. ¿Lo entiendes?
—No estoy seguro.
—Mmmm. Vamos a ver… Ya sé. Ese cachorro de eltar que tienes. ¿Cómo se llama?
—¿Cuál, Wintle?
—Sí, Wintle. ¿Recuerdas cuando lo metiste en el palacio y se hizo pis en un rincón?
—Sí —dijo Lattens.
—¿Y recuerdas que tuviste que cogerlo y frotarle el morro contra el pis para que no volviera a hacerlo?
—Sí.
—Bueno, seguro que al pobre Wintle no le gustó demasiado, ¿verdad?
—No.
—¿Te imaginas que alguien te lo hubiese hecho a ti cuando eras pequeño si te hubieras hecho pis en un rincón?
—¡Buagh!
—Pero es lo que había que hacer, porque así, al final, Wintle dejará de hacerlo cuando lo metas en el palacio y de ese modo podrá estar aquí y jugar con todos nosotros en lugar de tener que pasarse todo el día en la jaula del jardín.
—¿Sí?
—Y a eso se refiere la gente cuando dice que quien bien te quiere te hará llorar. ¿Habías oído la frase antes?
—Sí. Mi maestro la dice a menudo.
—Sí. Creo que es una frase que los adultos usamos muchos con los niños. Pero Sechroom y Hiliti no estaban de acuerdo sobre eso. Sechroom decía que alguien que te quiere no te hace llorar. Pensaba que tenía que haber otra forma de enseñar a la gente, y que si uno es bueno su deber es tratar de encontrarla para luego utilizarla con los demás. Hiliti decía que eso era una tontería, y que la historia demuestra que a veces hay que hacer cosas difíciles por un bien mayor, estés tratando de enseñar a un cachorrillo de eltar o a un pueblo entero.
—¿Un pueblo entero?
—Ya sabes, como un imperio o un país. Como Tassasen. Todo el mundo.
—Ah.
—Así que, un día después de jugar a aquel juego, Hiliti decidió que le daría una lección a Sechroom. Sechroom y él habían pasado toda su infancia haciéndose jugarretas y gastándose bromas, así que estaban acostumbrados a esperar ese tipo de comportamiento del otro. Aquel día, poco tiempo después de haber discutido por el juego, Hiliti y Sechroom, junto con otras dos amigas, fueron a uno de sus lugares favoritos, un…
—¿Eso fue antes o después de la otra historia, cuando la señora Leeril le dio los dulces a Hiliti?
—Antes. Los cuatro amigos llegaron a un lugar de las colinas donde había un claro y una cascada y montones de árboles frutales y rocas por todas partes…
—¿Y había carbón de azúcar?
—A montones. De muchos sabores diferentes, aunque Sechroom, Hiliti y sus amigos habían traído su propia comida. Así que almorzaron y se bañaron en el estanque que había al pie de la cascada y jugaron al escondite y a más cosas, y entonces Hiliti dijo que tenía un juego especial para Sechroom. Le pidió a sus otras dos amigas que permanecieran donde estaban, junto a la orilla del estanque, mientras Sechroom y él trepaban por las rocas hasta la parte alta de la cascada, donde se detuvieron junto al lugar donde caían las aguas.
»Sechroom no lo sabía, pero Hiliti había estado allí el día antes y había ocultado una plancha de madera a un lado de la cascada.
»Hiliti sacó la plancha de los arbustos y le dijo a Sechroom que tenía que colocarse encima de uno de sus extremos, con el otro suspendido sobre la cascada. Entonces él caminaría hasta el otro lado de la plancha, pero, y al oír esto Sechroom empezó a tener un poco de miedo, primero se pondría una venda en los ojos, para que no pudiera ver lo que estaba haciendo. Sechroom tendría que guiarlo, y el objetivo del juego era ver hasta dónde lo dejaría llegar. ¿Cuánto confiaban el uno en el otro? Esa era la cuestión.
»Entonces, si Hiliti no se caía de la plancha de madera y se estrellaba contra las rocas que había debajo, o si tenía suerte y no se golpeaba con ninguna roca sino que caía en las aguas, sería el turno de Sechroom, que tendría que hacer lo mismo que él, mientras Hiliti se colocaba en el otro extremo de la plancha y le decía si debía seguir o detenerse. Sechroom no estaba muy segura, pero al final accedió porque no quería que su amigo pensara que no confiaba en él. Así que Hiliti se puso la venda, le dijo a Sechroom que colocara la plancha sobre la cascada y entonces empezó a caminar arrastrando los pies hacia el otro extremo, con los brazos extendidos y las manos abiertas, así.
—¿Y se cayó?
—No, no se cayó. Al llegar al otro extremo de la plancha, cuando Hiliti ya podía sentir el borde, Sechroom le dijo que se detuviera. Hiliti se quitó la venda y se quedó allí, con los brazos abiertos, y saludó a las dos chicas que observaban desde abajo. Estaban muy contentas y le devolvieron el saludo. Entonces se volvió cuidadosamente y regresó al borde del acantilado. Ahora le tocaba a Sechroom.
»Sechroom se puso la venta y oyó que Hiliti ajustaba la plancha sobre el acantilado. Luego se subió y empezó a avanzar muy lenta y cuidadosamente, con los brazos extendidos a los lados, como su amigo había hecho antes.
—Así.
—Eso es. Bueno, pues el caso es que la plancha subía y bajaba y Sechroom estaba muy asustada. Se había levantado una brisa, que soplaba sobre ella y la asustaba aún más, pero a pesar de todo siguió caminando hasta el extremo de la plancha, que para entonces empezaba a parecerle muy, muy lejana.
»Al llegar justo al borde, Hiliti le dijo que se detuviera, cosa que ella hizo. Entonces, lentamente, se llevó las manos a la nuca y desató la venda.
—Así.
—Eso es. Y saludó a sus amigas, que seguían sentadas en la hierba.
—Así.
—Eso es. Y después, justo cuando se daba la vuelta para regresar por donde había venido, Hiliti saltó de la plancha y la dejó caer.
—¡No!
—¡Sí! Sin embargo, la plancha no cayó porque Hiliti había atado una cuerda a su extremo, pero Sechroom, con un grito, se precipitó al estanque que había sobre la cascada, golpeó las aguas con un tremendo estrépito y desapareció. Las dos amigas corrieron y se metieron en el estanque para buscarla, mientras Hiliti, con toda tranquilidad, desataba la plancha y se arrodillaba junto al borde de la cascada para esperar a que Sechroom saliera a la superficie.
»Pero Sechroom no salió. Las otras dos amigas la buscaron por la superficie, y luego se sumergieron hasta el fondo del estanque y se metieron entre las rocas que había a los lados, pero nada, no pudieron encontrar ni rastro de ella. En lo alto del acantilado, Hiliti estaba horrorizado por lo que había hecho. Solo había querido enseñarle una lección a su amiga, mostrarle que no podía confiar en nadie. Pensaba que, aunque pudiese ser cruel, al final sería bueno para ella, porque las ideas de Sechroom podían costarle la vida un día si no aprendía a ser más desconfiada, pero ahora parecía que eran sus ideas, las suyas propias, las que le habían costado la vida a su prima y amiga, porque para entonces ya había pasado mucho tiempo y era imposible que Sechroom hubiera podido sobrevivir sumergida.
—¿Y no se tiró él también al agua?
—¡Sí! Saltó desde lo alto de la cascada y chocó con tanta fuerza contra la superficie que perdió el conocimiento, pero sus otras dos amigas lo rescataron y lo llevaron a la hierba de la orilla. Estaban tratando de despertarlo a bofetones y de sacarle el agua de los pulmones cuando Sechroom salió del agua, con la cabeza y el cuello ensangrentados, y aturdida por el estado en el que se encontraba su amigo.
—¡Estaba viva!
—Se había golpeado la cabeza contra una roca sumergida al caer y había estado a punto de ahogarse, pero había salido a la superficie detrás de la cascada y la corriente la había arrastrado hasta unas rocas, donde había quedado atrapada. Allí, mientras se recuperaba, había comprendido lo que Hiliti pretendía. Estaba furiosa con él y también con sus otras dos amigas, pues creía, equivocadamente, que también estaban involucradas en el engaño, así que no había dicho nada al ver que la buscaban cerca de allí y se había sumergido para que no pudieran encontrarla. Solo al ver que Hiliti se había hecho daño decidió salir del estanque.
—¿Y perdonó a Hiliti?
—Casi del todo, aunque nunca volvieron a ser tan buenos amigos.
—¿Pero estaban los dos bien?
—Hiliti volvió rápidamente en sí y se alegró muchísimo al ver a su amiga. La cabeza de Sechroom no estaba tan mal como parecía, aunque todavía hoy tiene una curiosa cicatriz triangular en el sitio de la cabeza donde se había dado el golpe, sobre la oreja izquierda. Por suerte, el pelo se la tapa.
—Hiliti era malo.
—Hiliti estaba tratando de demostrar una cosa. La gente suele portarse mal en esos casos. Como es lógico, luego dijo que lo había demostrado. Dijo que le había enseñado a Sechroom exactamente la lección que pretendía enseñarle y que lo había hecho tan bien que ella había empezado a aplicar los resultados de la lección casi inmediatamente, pues, ¿qué otra cosa estaba haciendo al ocultarse allí, entre las rocas, sino tratar de darle una lección a su vez?
—Aja.
—Aja, en efecto.
—Entonces, ¿Hiliti tenía razón?
—Sechroom nunca lo habría reconocido. Sostenía que se había hecho daño en la cabeza y estaba confusa, lo que demostraba precisamente su argumento, es decir, que solo la gente que está confusa o mal de la cabeza trata de ayudar a los demás usando la crueldad.
—Mmmm. —Lattens bostezó—. Esta historia me ha gustado más que la anterior, aunque también era más difícil.
—Lo mejor es que ahora descanses. Tienes que recuperarte, ¿sabes?
—Como Sechroom y Hiliti.
—Eso es. Ellos también se recuperaron. —DeWar arropó al muchacho mientras se le cerraban los ojos. El niño alargó la mano y buscó algo a tientas. Su mano se cerró sobre un retazo de tela amarilla y desgastada, que aferró con todas las fuerzas de sus pequeños dedos y se llevó a la mejilla, mientras, con pequeños movimientos, su cabeza se hundía un poco más en la almohada.
DeWar se levantó, se encaminó a la puerta y saludó con la cabeza a la niñera, que cosía sentada junto a la ventana.
El general se encontró con su guardaespaldas en la sala de visitas del harén exterior.
—Ah, DeWar —dijo mientras se alejaba a paso vivo de la puerta con la guerrera colgada del hombro—. ¿Has visto a Lattens?
—Sí, señor —dijo DeWar al tiempo que se situaba a su lado. Dos de los guardias de palacio, que habían reforzado la vigilancia de la entrada del harén, los siguieron a pocos pasos de distancia. La escolta adicional era la respuesta de DeWar al incremento de sus temores tras el ataque del embajador de la Compañía del Mar y el estallido de la guerra en Ladenscion, que se había producido unos días antes.
—Estaba dormido cuando fui yo —dijo UrLeyn—. Luego volveré a verlo. ¿Qué tal se encontraba?
—Sigue recuperándose. Creo que el doctor se excede con las sangrías.
—Vamos, DeWar, cada uno a lo suyo. BreDelle sabe lo que hace. Estoy seguro de que no te gustaría que tratara de enseñarte los aspectos más refinados del arte de la esgrima.
—En efecto no, señor, pero aun así… —DeWar titubeó un momento—. Hay algo que me gustaría hacer, señor.
—¿Sí? ¿De qué se trata?
—Querría poner un catador para que pruebe la comida y la bebida de Lattens. Solo para asegurarme de que no lo están envenenando.
UrLeyn se detuvo y miró a su guardaespaldas.
—¿Cómo?
—Es una mera precaución, señor. Estoy seguro de que se trata de una… dolencia normal, totalmente trivial. Pero es por precaución. Con vuestro permiso.
UrLeyn se encogió de hombros.
—Muy bien, si lo crees necesario. Me atrevo a decir que a los catadores no pondrán objeciones a otro incremento de su dieta. —Volvió a ponerse en camino a grandes zancadas.
Salieron del harén y bajaron de dos en dos los escalones que comunicaban con el resto del palacio, hasta que, a mitad de camino, UrLeyn se detuvo y continuó bajándolos de uno en uno. Se llevó una mano a la parte baja de la espalda.
—De vez en cuando mi cuerpo decide recordarme lo avanzado de mi edad —dijo. Sonrió y dio a DeWar unas palmaditas en el codo—. Creo que te he dejado sin oponente, DeWar.
—¿Sin oponente, señor?
—Sin compañera de juegos. —Le guiñó un ojo—. Perrund.
—Ah.
—En serio, DeWar, las jóvenes están muy bien, pero te das cuenta de que siguen siendo niñas cuando estás con una mujer de verdad. —Volvió a llevarse una mano a la espalda—. Por la Providencia. Esa mujer es la horma de mi zapato, en serio. —Se echó a reír y estiró los brazos—. Si alguna vez llego a expirar en el harén, DeWar, Perrund será la culpable, aunque no haya culpa alguna en ello.
—Sí, señor.
Estaban aproximándose a la Cámara Real, donde UrLeyn había decidido mantener el consejo diario sobre la guerra. Un murmullo de varias conversaciones llegaba desde el otro lado de las dobles puertas, fuertemente custodiadas. UrLeyn se volvió hacia su guardaespaldas.
—Muy bien, DeWar. Estaré aquí durante las dos próximas campanadas.
DeWar miró las puertas con expresión dolorida, como un niño mendigo contemplaría el escaparate de una tienda de golosinas.
—Sigo pensando que debería acompañaros durante los consejos, señor.
—Vamos, DeWar —dijo UrLeyn cogiéndolo del codo—. Estaré a salvo con mis soldados y ya has doblado la guardia de las puertas.
—Señor, todos los líderes que han sido asesinados alguna vez creían estar a salvo hasta un instante antes de morir.
—DeWar —dijo UrLeyn con amabilidad—. Podría confiarles la vida a todos esos hombres. Los conozco a casi todos prácticamente desde el principio de ella. Y, desde luego, desde antes de conocerte a tí. Puedo confiar en ellos.
—Pero, señor…
—E incomodas a algunos de ellos, DeWar —dijo UrLeyn con un atisbo de impaciencia—. Creen que un guardaespaldas no debería opinar con tanta frecuencia como tú. Además, tu mera presencia inquieta a algunos de ellos. Piensan que hay una sombra más en la sala.
—Me vestiré de colores, me pondré el uniforme de un bufón…
—Nada de eso —dijo UrLeyn, y le puso una mano en el hombro—. Te ordeno que te entretengas como mejor te parezca durante las dos próximas campanadas y luego regreses aquí y reasumas tus funciones una vez que mis generales me hayan informado de cuántos pueblos hemos tomado desde ayer. —Le dio unas palmadas en el hombro—. Y ahora vete. Si no estoy aquí a tu regreso, habré vuelto al harén para un segundo asalto con tu oponente. —Sonrió y le apretó el brazo al otro—. ¡Tanto hablar de guerras y batallas victoriosas me llena el miembro con la sangre de un muchacho!
Dejó a DeWar donde estaba, mirando las baldosas del suelo del pasillo mientras las puertas se abrían y se cerraban sobre las voces de varios hombres. Los dos guardias que los acompañaban se unieron a sus camaradas a ambos lados de la puerta.
Las mandíbulas de DeWar se movieron como si estuviera masticando algo y tras un momento se volvió y se alejó a paso vivo.
El yesero casi había terminado la reparación de la pared de la Sala Pintada. La última capa estaba secándose y el menestral estaba de rodillas sobre una sábana manchada de blanco, revisando las herramientas y los cubos, y tratando de recordar el orden correcto en el que debía guardarlos. Normalmente el que se encargaba de esta tarea era su aprendiz, pero en este caso tenía que hacerlo él todo porque se trataba de un trabajo secreto.
La puerta de la estancia se abrió y entró la figura embutida en negro de DeWar, el guardaespaldas del Protector. El yesero sintió un escalofrío al ver la expresión del espigado soldado. Por la Providencia, no irían a matarlo ahora que había terminado el trabajo, ¿verdad? Se había dado cuenta de que era un secreto —lo que había detrás de la pared de yeso era una alcoba secreta desde la que se podía espiar lo que ocurría en el interior de la sala, eso era evidente—, pero, ¿podía ser tan secreto como para matarlo para que no se lo revelara a nadie? No era el primer trabajo que hacía en el palacio. Era un hombre honrado y siempre mantenía la boca cerrada. Ellos lo sabían. Lo conocían. Su hermano era guardia del palacio. Era de confianza. No hablaría con nadie de ello. Podía jurarlo sobre la vida de sus hijos. No podían matarlo. ¿Verdad?
Se encogió al aproximarse DeWar. La espada del guardaespaldas se mecía de un lado a otro en su negra vaina, mientras el largo puñal que colgaba de su otra cadera saltaba en su propia y oscura funda. El yesero lo miró a la cara y no vio más que una expresión vacía y helada que resultaba aún más aterradora que una mirada de furia implacable o la sonrisa embustera de un asesino. Trató de decir algo, pero fue incapaz. Sintió que empezaban a soltársele las tripas.
DeWar apenas pareció reparar en su presencia. Bajó la mirada hacia él, luego la dirigió a la nueva pared de yeso que estaba secándose entre los demás paneles pintados, como un rostro muerto y sin sangre entre caras vivientes, y a continuación siguió caminando hasta la pequeña plataforma. El yesero, con la boca seca y aún de rodillas, se volvió para ver lo que hacía. El guardaespaldas agarró uno de los brazos del pequeño trono y luego continuó hasta un pequeño panel situado en la pared del lado opuesto de la sala, que mostraba un harén repleto de imágenes estilizadas de mujeres lánguidas y de curvas generosas, vestidas con trajes sugerentes, que jugaban a juegos diversos y bebían de copas diminutas.
La negra figura permaneció allí un momento. Cuando rompió el silencio, el yesero dio un respingo.
—¿Está terminado el panel? —preguntó. Su voz sonó poderosa y resonante en la sala vacía.
El yesero tragó saliva y carraspeó varias veces antes de poder decir, con voz cascada:
—S-s-sí, sí, señor. Preparada para el p-pintor, mañana mismo.
Sin apartar la mirada del harén, con una voz desprovista de toda entonación, el guardaespaldas dijo:
—Bien. —Entonces, sin previo aviso y sin echar el brazo hacia atrás, de un solo movimiento sorprendentemente inesperado, hundió el puño derecho en el panel que tenía delante.
Al otro lado de la sala, el yesero chilló.
DeWar permaneció allí un momento más, con la mitad del brazo clavada en la pintura del harén. Varios fragmentos de yeso pintado cayeron al suelo al sacar lentamente el brazo.
El yesero empezó a temblar. Quería levantarse y echar a correr, pero se sentía pegado al suelo. Quería levantar los brazos para defenderse, pero era como si los tuviera atados al cuerpo.
DeWar permaneció allí, mirándose el antebrazo derecho mientras se limpiaba lentamente el blanco polvo de yeso del negro tejido. Entonces giró sobre sus talones y caminó rápidamente hasta la puerta, donde se detuvo y volvió un rostro que parecía haber adoptado una expresión de inconsolable tormento. Observó el panel que acababa de perforar.
—Puede que tengáis que reparar otro panel. Debía de estar roto de antes, ¿no os parece?
El yesero asintió vigorosamente.
—Sí. Sí, oh sí, por supuesto, señor. Oh, sí, sin la menor duda. Ya me había dado cuenta de ello, señor. Me encargaré inmediatamente, señor.
El guardaespaldas lo miró un momento.
—Bien. Avisad a los guardias cuando queráis salir.
Entonces se marchó y las puertas se cerraron con llave tras él.