7 La doctora

—Mi amo tiene un plan para tu señora. Una pequeña sorpresa.

—¡No me digas!

—Más bien una gran sorpresa, ¿eh?

—Lo mismo que el mío.

Hubo diversos comentarios y cuchicheos como estos alrededor de la mesa, aunque ninguno que, visto en retrospectiva, tuviera la menor gracia.

—¿Qué quieres decir?

Feulecharo, aprendiz del duque Walen, se limitó a guiñarme un ojo. Era un tipo corpulento con una rebelde cabellera castaña que resistía todo intento de controlarla que no implicara el uso de las tijeras. Estaba lustrando un par de botas mientras los demás tomábamos nuestro almuerzo en una tienda, en la llanura de la Perspectiva, el primer día de la 455a Gran Rondalla. Era tradición que, en la primera parada, los pajes y aprendices compartieran la comida. El amo de Feulecharo le había concedido permiso para unirse a nosotros, a pesar de que lo había castigado con taras adicionales por su mal comportamiento, lo que explicaba la presencia de las botas y de una vieja armadura ceremonial oxidada que se suponía debía pulir antes del día siguiente.

—¿Qué clase de plan? —insistí—. ¿Qué quiere el duque de la doctora?

—Digamos solo que alberga sospechas —dijo Feulecharo mientras se daba unos golpecitos en la nariz con el cepillo.

—¿Sobre qué?

—Mi amo también sospecha —dijo Unoure mientras cortaba por la mitad un trozo de pan y lo untaba con la grasa del plato.

—Qué raro —comentó Epline, paje del comandante de la guardia, Adlain.

—Bueno, es un hecho —insistió Unoure con tono avinagrado.

—Sigue probando sus nuevas ideas contigo, ¿eh, Unoure? —dijo uno de los otros pajes. Se volvió hacia los demás—. Una vez vimos a Unoure en los baños…

—¡Ah, sí, me acuerdo de aquello!

—¿Qué año sería?

—Lo vimos, sí —continuó el paje—. Y qué cicatrices. Oíd bien lo que os digo: Nolieti se porta con él como una auténtica bestia.

—¡Me enseña todo lo que sabe! —dijo Unoure mientras se levantaba con lágrimas en los ojos.

—Cierra el pico, Unoure —dijo Jollisce—. No muerdas el anzuelo que te arroja esta chusma. —Dotado de una rubicundez leve pero elegante, Jollisce era el paje del duque Ormin, que había sido el patrono de la doctora después de la familia Mifeli y antes de que el rey solicitara sus servicios. Unoure, mascullando, volvió a sentarse—. ¿Qué planes, Feulecharo? —preguntó Jollisce.

—Da igual —dijo el aludido. Empezó a silbar y a prestar una atención nada propia de él a las botas que estaba lustrando, y al cabo de un rato se puso a hablarles, como si estuviera tratando de persuadirlas para que se limpiaran solas.

—Ese muchacho es insoportable —dijo Jollisce, y cogió una jarra del vino aguado que era la bebida más fuerte que se nos permitía tomar.


Poco después de la comida, Jollisce y yo salimos a pasear por el borde del campamento. A ambos lados y por delante de nosotros se alzaban las colinas. A nuestra espalda, sobre el borde de la llanura de la Perspectiva, Xamis estaba poniéndose lentamente en un furibundo despliegue de colores, poco más allá del lago Cráter, sobre la orilla sinuosa del mar.

Las nubes, atrapadas entre la luz agonizante de Xamis y los primeros rayos de Seigen, estaban teñidas de oro en un lado, y de rojo, ocre, bermellón, naranja y escarlata en el otro: una amplia jungla de colores. Paseábamos entre los animales mientras sus cuidadores los preparaban para el descanso. Algunos —las bestias de tiro, principalmente— llevaban una bolsa sobre la cabeza. Las mejores monturas tenían elegantes ojeras o contaban con sus propios establos de viaje, mientras que a las bestias de menor calidad les tocaba solo una venda hecha del primer jirón de tela que su dueño hubiese encontrado por ahí. Una por una, fueron tendiéndose en el suelo y preparándose para dormir. Jollisce y yo caminábamos entre ellas. Él estaba fumando una larga pipa. Era mi mejor y más antiguo amigo, al que había conocido durante la época en la que había estado, por breve tiempo, al servicio del duque, antes de que me enviaran a Haspide.

—Probablemente no sea nada —dijo—. A Feulecharo le gusta el sonido de su propia voz y siempre está fingiendo saber cosas que los demás ignoran. Yo no me preocuparía por ello, pero si crees que debes decírselo a tu señora, por supuesto hazlo sin dudarlo.

—Mmmm —dije. Recuerdo (ahora que el paso del tiempo me ofrece una perspectiva más clara de lo ocurrido) que no sabía muy bien qué hacer. El duque Walen era un hombre poderoso y un intrigante. La doctora no podía permitirse el lujo de tener a alguien así como enemigo, pero yo tenía que pensar en mi propio amo, el auténtico, además de en la señora. ¿No debía decírselo a ninguno de los dos? ¿O a uno solo…? Y, en tal caso, ¿a cuál? ¿O a ambos?

—Escucha —dijo Jollisce mientras se detenía y se volvía hacia mí (y me pareció que esperaba hasta que no quedó nadie más a nuestro alrededor antes de revelarme este último detalle)—. Por si te sirve de algo, he oído que es posible que Walen haya enviado a alguien al Cuskery ecuatorial.

—¿Cuskery?

—Sí, ¿lo conoces?

—Me suena. Es un puerto, ¿no?

—Un puerto, una ciudad-estado, el santuario de una Compañía del Mar o una madriguera de monstruos marinos si uno da crédito a ciertas habladurías… Pero la cuestión es que es el punto más septentrional al que llega gente de las tierras del sur en gran número y, supuestamente, hay varias embajadas y consulados allí.

—¿Sí?

—Y, según parece, uno de los hombres del duque Walen ha sido enviado a Cuskery a buscar a alguien de Drezen.

—¡De Drezen! —exclamé, pero entonces, al ver que Jollisce fruncía el ceño y miraba a nuestro alrededor entre los dormidos animales, bajé la voz—. Pero… ¿por qué?

—No se me ocurre ninguna razón —me dijo él.

—¿Cuánto se tarda en llegar a Cuskery?

—Casi un año. El viaje de vuelta es algo más rápido, según dicen. —Se encogió de hombros—. Los vientos.

—Un largo camino para enviar a alguien —dije, perplejo.

—Lo sé —repuso él. Dio una calada a su pipa—. Mi informador está seguro de que era una misión comercial. Ya sabes, la gente siempre está tratando de hacer fortuna con la venta de especias, pociones, frutas exóticas o lo que sea, si logran esquivar a las Compañías del Mar y sortear las tormentas, pero, en fin, el caso es que a mi amo le llegaron unas informaciones que indicaban que el hombre de Walen estaba buscando a una persona en concreto.

—Ah.

—Mmmm. —Jollisce permaneció de pie contemplando la puesta de Xamis, con el rostro teñido de rojo por la luz que se reflejaba en las nubes de color fuego del oeste.

—Bonita puesta —dijo dando una fuerte calada a la pipa.

—Muy bonita —asentí yo a pesar de que no estaba mirando.

—Las mejores fueron las que hubo más o menos cuando cayó el Imperio, ¿no te parece?

—¿Mmm? Oh, sí, naturalmente.

—Compensación de la Providencia por lanzar el cielo sobre nuestras cabezas —reflexionó en voz alta, con la mirada clavada en la cazoleta de la pipa y el ceño fruncido.

—Mmmm. ¿Sí? —Quién sabe, pensé yo. Quién sabe…


Amo, la doctora atendió al rey en su tienda cada día de la Gran Rondalla de Haspide a Yvenir, porque nuestro monarca estaba aquejado de dolores de espalda.

Uno de estos días, estaba sentada en el borde de la cama en la que descansaba el rey Quience.

—Si tanto os duele, señor, deberíais darle descanso —dijo.

—¿Descanso? —repuso el rey mientras se volvía hacia ella—. ¿Cómo quieres que descanse? Esto es la Gran Rondalla, boba. Si yo descanso, descansa todo el mundo, y así, para cuando lleguemos al palacio de verano, ya será hora de volver.

—Bueno —dijo la doctora mientras le sacaba la camisa de debajo de los pantalones de montar y examinaba la ancha y musculosa espalda—. También podríais ir tendido en un carruaje, señor.

—Así me dolería lo mismo —repuso él con la cara en la almohada.

—Puede que os doliera un poco, señor, pero mejoraríais rápidamente. Si vais sentado en una silla, no haréis más que empeorar.

—Esos carros se menean mucho y las ruedas se meten en todos los socavones y zanjas. Los caminos están mucho peor que el año pasado, estoy seguro. ¿Wiester?

—¿Señor? —dijo el rollizo chambelán mientras, saliendo de las sombras, acudía presuroso al lado del rey.

—Que alguien averigüe quién es responsable de este trecho del camino. ¿Se están recaudando los impuestos? Y si es así, ¿están gastándose correctamente? Y si no, ¿adonde están yendo?

—Ahora mismo, señor. —Wiester salió apresuradamente de la tienda.

—No se puede confiar en los duques para la recaudación de los impuestos, Vosill —suspiró el rey—. O, como mínimo, no se puede confiar en sus recaudadores de impuestos. Tienen demasiada autoridad, joder. Hay demasiados recaudadores que están adquiriendo baronías para mi gusto.

—En efecto, señor —dijo la doctora.

—Sí. He estado pensando que podría establecer en las ciudades o los pueblos una especie de…

—¿Autoridad, señor?

—Sí. Sí, autoridad. Un consejo de ciudadanos responsables. Quizá solo para supervisar los caminos, las murallas de la ciudad y esas cosas, al principio. Cosas en las que tuvieran más interés que los duques, que solo piensan en sus mansiones y en cuánta caza hay en sus fincas.

—Estoy segura de que es una idea excelente, señor.

—Sí, yo también. —El rey se volvió y la miró—. Vosotros tenéis, ¿verdad?

—¿Consejos, señor?

—Sí. Estoy seguro de que los has mencionado alguna vez. Probablemente para hacer alguna comparación favorable a vuestro atrasado sistema de gobierno, estoy seguro.

—¿Me creéis capaz de tal cosa, señor?

—Oh, claro que sí, Vosill.

—Nuestros atrasado sistema de gobierno produce caminos en buen estado, eso puedo asegurároslo.

—Pero, claro —dijo el rey con tono abatido—, si les quito poder a los barones, se enfadarán.

—Bueno, pues nombradles a todos archiduques o concededles otros títulos.

El rey lo pensó.

—¿Qué otros títulos?

—No lo sé, señor. Podríais inventarlos.

—Sí, podría —dijo el rey—. Pero es que si empiezo a dar poder a los campesinos o los burgueses o a quien sea, no tardarán en pedirme más.

La doctora continuó masajeando la espalda del rey.

—Nosotros solemos decir que más vale prevenir que curar, señor —le dijo—. Hay que ocuparse del cuerpo antes de que le pase algo malo. Hay que descansar antes de sentirse demasiado cansado para hacer nada y hay que comer antes de que el hambre nos consuma.

El rey frunció el ceño mientras las manos de la doctora seguían moviéndose por su cuerpo.

—Ojalá todo fuera tan fácil —dijo con un suspiro—. Creo que el cuerpo es una cosa muy sencilla cuando se la compara con el Estado, si se puede mantener siguiendo esos principios básicos.

Este comentario, creo, dolió un poco a mi señora.

—Entonces es una suerte que mi responsabilidad sea el bienestar de vuestro cuerpo, señor, y no el de vuestro reino.

—El reino soy yo —dijo el rey con tono severo, pero con una expresión que lo contradecía.

—Entonces, señor, alegraos de que vuestro reino esté en mejor estado que su rey, que no está dispuesto a viajar tumbado en un carruaje, como haría cualquier monarca sensato.

—¡No me trates como si fuera un niño, Vosill! —exclamó su majestad mientras se volvía hacia ella—. ¡Au! —dijo con una mueca, y volvió a su posición anterior—. Lo que tú no entiendes, Vosill —continuó, apretando los dientes—, debido, supongo, a tu condición de mujer, es que en un carruaje se tiene menos espacio para maniobrar. Un carruaje ocupa la vía entera, ¿no te das cuenta? Un hombre a caballo, en fin, puede sortear todas las irregularidades de la superficie del camino.

—Ya veo, señor. No obstante, es un hecho que pasáis el día entero en la silla, dando saltos y comprimiendo los pequeños cojinetes que separan vuestras vértebras, y los nervios con ellos. Por eso os duele la columna. Ir tumbado en un carruaje, por mucho que se menee y salte, será mucho mejor para vos.

—Mira, Vosill —dijo el rey con tono exasperado mientras se incorporaba apoyándose en el codo y volvía la mirada hacia la doctora—. ¿Qué impresión crees que daría que el rey tomara un coche de placer y viajara tendido entre los almohadones perfumados de un aposento de mujer, como una concubina de porcelana? ¿Qué clase de monarca haría eso? ¿Eh? No seas ridicula. —Con mucho cuidado, volvió a tenderse sobre la espalda.

—Deduzco que vuestro padre nunca hizo una cosa parecida, señor.

—No, él… —empezó a decir el rey, pero entonces lanzó una mirada suspicaz a la doctora, antes de continuar—. No, nunca. Pues claro que no. Él iba a caballo. Y yo voy a ir a caballo y me destrozaré la espalda porque eso es lo que se espera de mí. Y tú me cuidarás la espalda porque es lo que se espera de ti. Y ahora, doctora, haz tu trabajo y pon fin a este maldito parloteo. ¡Que la Providencia me salve de los consejos délas mujeres! ¡Aau! ¿Quieres tener cuidado?

—Tengo que encontrar dónde os duele, señor.

—¡Bueno, pues lo has encontrado! ¡Y ahora haz lo que se supone que debes hacer, que es conseguir que deje de dolerme! ¿Wiester? ¡Wiester!

Entró otro criado.

—Acaba de salir, señor.

—Música —dijo el rey—. Quiero música. Trae a los músicos.

—Señor. —El criado se volvió para marcharse.

El rey volvió a llamarlo chasqueando los dedos.

—¿Señor?

—Y vino.

—Señor.


—Qué puesta de sol más hermosa, ¿no te parece, Oelph?

—Sí, señora. La compensación de la Providencia por arrojarnos el cielo sobre las cabezas —dije recordando la frase de Jollisce. (Estaba convencido de que él la había oído en otra parte, de todos modos).

—Supongo que es algo así —asintió la doctora.

Estábamos sentados en el primer banco del carromato cubierto que se había convertido en nuestro hogar. Yo había llevado la cuenta. Había dormido en aquel carruaje once de los últimos dieciséis días (las otras cinco noches las había pasado en compañía de los demás pajes y aprendices en un edificio de alguno de los pueblos en los que habíamos parado) y probablemente volviera a hacerlo en siete de los diez próximos, hasta que llegáramos a la ciudad de Lep-Skatcheis, donde nos detendríamos durante media luna. Después, el carruaje sería mi hogar durante dieciocho de los veintiún días que tardaríamos en llegar a Yvenage. O puede que diecinueve de veintidós, si tropezábamos con dificultades en los caminos de las colinas y sufríamos algún retraso.

La doctora apartó la mirada de la puesta de sol y la dirigió al camino, jalonado a ambos lados de árboles altos plantados en un suelo arenoso. Una neblina entre anaranjada y marrón flotaba en el aire sobre las cimbreantes lonas de los carromatos más grandes que nos precedían.

—¿Estamos ya cerca?

—Muy cerca, señora. Esta es la etapa más larga de todo el viaje. Los exploradores deben de tener ya el campamento a la vista y la vanguardia habrá preparado ya las cocinas de campaña. Es una jornada muy larga, pero dicen que hay que pensar que en realidad estamos ahorrándonos un día de viaje.

En el camino, por delante de nosotros, se encontraban los grandes carruajes y los carromatos cubiertos de la casa real. Inmediatamente después, había dos bestias de carga, cuyos anchos hombros y posaderas se meneaban de un lado a otro. La doctora no había querido un cochero. Quería llevar ella misma el látigo (aunque lo usaba bien poco). Eso significaba que todas las mañanas teníamos que alimentar y cuidar a las bestias. A mí esto no me gustaba demasiado, aunque desde luego a los demás pajes y aprendices sí. Hasta el momento, la doctora se había hecho cargo de una porción de las tareas mayor de la esperada, pero a pesar de ello yo no tenía ninguna gana de hacer trabajos como aquellos y me costaba creer que no se diera cuenta de que estaba exponiéndonos a ambos a un enorme ridículo realizando tareas tan degradantes.

Estaba contemplando de nuevo la puesta de sol. La luz, prendida de su mejilla, la perfilaba en un color entre dorado y rojizo. El cabello, que le caía suelto sobre los hombros, poseía un lustre radiante cubierto de destellos, como un manto hilvanado de rubíes.

—¿Estabais aún en Drezen cuando cayeron las rocas del cielo, señora?

—¿Mmmm? Oh, sí. No me marché hasta unos dos años después. —Pareció perderse en sus pensamientos, con una súbita expresión de melancolía.

—¿No vendrías por casualidad por Cuskery, señora?

—Pues sí, Oelph, vine por allí —dijo ella, y la expresión se le iluminó al volverse hacia mí—. ¿Has oído hablar de aquello?

—Algo —dije yo. Se me había secado la boca al pensar si debía decir algo sobre lo que me habían dicho Jollisce y el paje de Walen—. Mmmm, ¿está muy lejos de aquí?

—Medio año largo de viaje —dijo la doctora con un asentimiento de cabeza. Sonrió y miró al cielo—. Un lugar muy caluroso, exuberante, húmedo y lleno de templos en ruinas y extraños animales que son los amos del lugar porque alguna secta los considera sagrados. El aire está saturado de olor a especias y cuando estaba allí hubo una noche entera, en la que tanto Xamis como Seigen se habían puesto hacía rato, casi a la vez, y Gidulph, Jairy y Foy estaban en el cielo matutino e Iparine estaba eclipsada por el propio mundo, y durante una campanada más o menos, solo la luz de las estrellas brilló sobre el mar y la ciudad, y todos los animales se pusieron a aullar en la oscuridad, y el oleaje que se oía desde mi habitación sonaba con mucha fuerza, aunque en realidad no es que estuviera oscuro, sino que había una luz como plateada. La gente salió a las calles y se quedó allí muy quieta, contemplando las estrellas, como si estuvieran aliviados al comprobar que su existencia no era un mito. Yo no me encontraba en las calles en aquel momento, estaba… Aquel día había conocido a un capitán de una Compañía del Mar, muy agradable. Y muy guapo —dijo con un suspiro.

En aquel instante parecía una jovencita (y yo un muchacho celoso).

—¿Vuestro barco vino directamente desde allí?

—Oh, no, hubo cuatro viajes más después de Cuskery; a Alyle, en el bergantín Rostro de Jairly, de la Compañía del Mar —dijo ella, y esbozó una gran sonrisa con la mirada dirigida hacia delante—. Luego, desde allí, a Fuollah, en una trirreme, nada menos…, un barco de Farossi, de la antigua marina imperial; y luego por tierra hasta Osk, desde donde fui a Illerne en una argosia de Xinkspar; y finalmente a Haspide en una galera del clan de los Mifeli.

—Suena muy romántico, señora.

Me ofreció lo que se me antojó una sonrisa triste.

—No careció de privaciones e indignidades en diversas ocasiones —dijo mientras se daba unos golpecitos en la caña de la bota— y una o dos veces tuve que sacar esta vieja daga, pero sí, según recuerdo lo fue. Muy romántico. —Aspiró profundamente y soltó el aire, antes de girar sobre sus talones y levantar la mirada hacia el cielo protegiéndose los ojos de Seigen.

—Jairly no ha salido aún, señora —dije en voz baja, sorprendido por la frialdad que sentía. Ella me lanzó una mirada rara.

Volví un poco en mis cabales. Al margen de lo que me hubiese dicho cuando estuve enfermo en el palacio, ella seguía siendo mi señora y yo seguía siendo su criado, además de su aprendiz. Y, además de una señora, tenía un amo. Lo más probable es que nada de lo que pudiera sacarle a la doctora fuera nuevo para él, puesto que tenía muchas otras fuentes, pero no podía estar seguro de ello, así que supongo que tenía la obligación de averiguar todo lo que pudiera, por si algún pequeño detalle podía resultar útil.

—¿Fue así, al tomar el barco del clan Mifeli en Illerne para venir a Haspide, digo, como acabasteis al servicio de los Mifeli?

—No, eso fue pura coincidencia. Poco después de desembarcar, estuve trabajando en el hospicio de los marineros durante algún tiempo, antes de que uno de los Mifeli más jóvenes, que volvía a su casa en un barco, tuviera necesidad de mis servicios. Se dirigía a las islas del Centinela, pero su doctor había sufrido un terrible mareo y no había podido subir a bordo del galeón. El cirujano jefe de la enfermería me recomendó a Prelis Mifeli, así que este me eligió para reemplazarlo. El muchacho sobrevivió, el barco partió y a mí me nombraron médico de la familia Mifeli allí mismo, en el muelle. El viejo Mifeli no pierde el tiempo cuando se trata de tomar decisiones.

—¿Y su viejo doctor?

—Se jubiló, con una pensión. —Se encogió de hombros.

Pasé algún rato observando los cuartos traseros de las dos bestias de carga. Una de ellos defecó copiosamente. Los humeantes excrementos desaparecieron debajo de nuestro carromato, pero no antes de bañarnos en sus vapores.

—Madre mía, qué olor más espantoso —dijo la doctora. Yo me mordí la lengua. Aquella era una de las razones por las que la gente que se lo podía permitir solía mantenerse lo más lejos posible de las bestias de carga.

—Señora, ¿puedo haceros una pregunta?

Ella vaciló un momento.

—Ya me has hecho varias preguntas, Oelph —dijo, y me regaló una mirada entre divertida y maliciosa—. Supongo que lo que quieres decir es si puedes hacerme una pregunta que podría resultar impertinente.

—Ummm…

—Pregunta, joven Oelph. Siempre puedo fingir que no te he oído.

—Solo me preguntaba, señora —dije. De repente me sentía embargado de vergüenza y calidez al mismo tiempo—, por qué abandonasteis Drezen.

—Ah —dijo ella, antes de tomar el látigo y hacerlo restallar sobre el yugo de las dos bestias, sin apenas rozarles la piel. Me miró por un instante—. En parte por ganas de vivir una aventura, Oelph. Por el deseo de ir a alguna parte donde nadie que yo conociera hubiese estado antes. Y en parte… en parte para alejarme, para olvidar a alguien. —Me lanzó una sonrisa deslumbrante, luminosa, un momento antes de volver a mirar el camino—. Viví una historia de amor que no tuvo un final feliz, Oelph. Y soy muy tozuda. Y orgullosa. Una vez que tomé la decisión de marcharme y anuncié que viajaría al otro lado del mundo, no podía, ni quería, echarme atrás. Así que me hice daño dos veces, una por enamorarme de la persona equivocada y otra por ser demasiado obstinada como para, incluso después de que se me pasara el enfado, retractarme de un comentario realizado por despecho.

—¿Fue esa la persona que os regaló la daga, señora? —pregunté. Ya odiaba y envidiaba al hombre en cuestión.

—No —dijo ella con una especie de carcajada desdeñosa que no me pareció nada femenina—. Me había hecho demasiado daño como para cargar encima con un recuerdo suyo. —Bajó la mirada hacia la daga, que sobresalía como siempre de su bota derecha—. La daga fue un regalo del… Estado. Parte de su decoración me la regaló otro amigo. Uno con el que solía tener terribles discusiones. Un regalo de doble filo.

—¿Y sobre qué discutíais, señora?

—Sobre montones de cosas, o sobre montones de aspectos de la misma cosa. Si un poder más allá de lo conocido implica el derecho a imponer un sistema de valores a los demás. —Vio mi expresión de desconcierto y se echó a reír—. Discutimos sobre este lugar, por ejemplo.

—¿Sobre este lugar, señora? —preguntó mirando a mi alrededor.

—Sobre… —pareció vacilar un momento y entonces dijo—: Sobre Haspide, sobre el Imperio. Sobre este hemisferio entero. —Se encogió de hombros—. No te aburriré con los detalles. El caso es que al final me marché y él se quedó, aunque más adelante me enteré de que también él había partido, algún tiempo después que yo.

—¿Y ahora lamentáis haber venido, señora?

—No —dijo ella con una sonrisa—. Lo hice durante la mayor parte del viaje a Cuskery… Pero el ecuador representó un cambio, tal como suele pasar, según dicen, y desde entonces no he vuelto a hacerlo. Sigo echando de menos a mi familia y mis amigos, pero ya no lamento haber tomado la decisión.

—¿Pensáis volver alguna vez, señora?

—No tengo ni idea, Oelph. —Su expresión era atribulada y esperanzada a un tiempo. Entonces esbozó otra sonrisa para mí—. A fin de cuentas, soy la doctora del rey. Si él me dejara marchar, consideraría que no había hecho bien mi trabajo. Puede que me vea obligada a cuidarlo hasta que sea un hombre de avanzada edad, o hasta que se harte de mí porque me salga bigote y se me caiga el pelo y empiece a olerme el aliento, y me haga decapitar por interrumpirlo demasiado a menudo. Entonces, puede que tengas que convertirte tú en el doctor.

—Oh, señora —fue lo único que pude decir.

—No sé, Oelph —me confió—. No se me da muy bien hacer planes. Esperaré y veré lo que el destino me depara. Si la Providencia, o como queramos llamarla, desea que me quede, me quedaré. Si algo me llama de regreso a Drezen, me iré. —Inclinó la cabeza hacia mí y, con lo que probablemente pensara que era una mirada conspirativa, me dijo—: Quién sabe, puede que mi destino me lleve de nuevo al Cuskery ecuatorial. Puede que vuelva a ver a mi guapo capitán de la Compañía del Mar. —Me guiñó un ojo.

—¿Sufrió mucho el país de Drezen por las rocas que cayeron del cielo? —pregunté.

No pareció reparar en mi tono de voz que, me temo, había sido excesivamente frío.

—Más que Haspide —dijo—. Pero mucho menos que las tierras interiores del Imperio. Una ciudad de una lejana isla del norte fue borrada del mapa por una ola gigante que mató a diez mil personas o más, se perdieron algunos barcos y por supuesto las cosechas de un par de estaciones, así que los granjeros se quejaron mucho, pero eso es lo que siempre hacen. No, escapamos relativamente ilesos.

—¿Creéis que fue obra de los dioses, señora? Algunos dicen que la Providencia estaba castigándonos por algo, o puede que al Imperio. Otros sostienen que fue obra de los dioses antiguos, que van a regresar. ¿Qué pensáis vos?

—Pienso que podría ser cualquiera de esas cosas, Oelph —dijo la doctora con tono meditabundo—. Aunque hay algunas personas en Drezen, filósofos, que tienen una explicación mucho más prosaica.

—¿Y cuál es, señora?

—Que tales cosas ocurren sin razón.

—¿Sin razón?

—Sin más razón que la pura casualidad.

Lo pensé un momento.

—¿No creéis en la existencia del bien y del mal? ¿Y que uno de ellos debe ser imitado y el otro, en cambio, castigado?

—Algunas personas, muy pocas, te responderían que esas entidades no existen. La mayoría coincide en que sí, pero solo en nuestras mentes. El mundo por sí solo, sin nosotros, no reconoce su existencia, puesto que no son cosas, solo ideas, y el mundo no contenía ideas antes de que apareciera la gente.

—¿Así que creen que el hombre no fue creado junto con el mundo?

—Eso es. O al menos, el hombre dotado de inteligencia.

—¿Entonces son seigenistas? ¿Creen que fue el sol menor quien nos creó?

—Algunos dirían que sí. Para ellos, hubo un tiempo en que el hombre no era más que un animal, que se iba a dormir cuando Xamis se ponía y despertaba cuando salía, como los demás animales. Otros creen que no somos otra cosa que luz, que es la luz de Xamis lo que mantiene el mundo unido, como una idea, como un sueño inmensamente complicado, y que la luz de Seigen es la viva expresión de las criaturas pensantes.

Traté de asimilar los diferentes conceptos, y estaba empezando a decidir que no se diferenciaban mucho de las creencias de la gente normal cuando la doctora me preguntó de repente:

—¿Y tú en qué crees, Oelph?

Su rostro, vuelto hacia mí, era del color del suave y dorado atardecer. La luz de Seigen iluminaba los mechones sueltos de su pelo rojo y rizado.

—¿Qué? Vaya, ¿qué creen todas las personas de orden, señora? —dije, antes de percatarme de que ella, que procedía de Drezen, donde la gente profesaba algunas ideas bastante raras, podía albergar creencias muy diferencias—. O sea, la gente de aquí, de Haspidus quiero decir…

—Sí, ¿pero es lo que crees tú personalmente?

La miré con el ceño fruncido, una expresión que un rostro tan elegante y delicado no se merecía. ¿Realmente creía que la gente iba por ahí con creencias diferentes? Uno creía lo que le decían que creyera, lo que tenía sentido creer. Salvo que fuera extranjero, claro está, o filósofo.

—Creo en la Providencia, señora.

—Pero, cuando dices la Providencia, ¿te refieres a Dios?

—No, señora. No creo en ninguno de los antiguos dioses. Ya nadie lo hace. Al menos nadie que tenga una pizca de sentido común. La Providencia es el gobierno de las leyes, señora.

Estaba tratando de no ofenderla hablándole como si fuera una niña. Había experimentado antes ciertos aspectos de la ingenuidad de la doctora y la atribuía a la ignorancia sobre la forma en que se organizaban las cosas en una tierra extranjera, pero después de casi un año, parecía que seguía habiendo temas que los dos creíamos ver bajo una misma luz y una perspectiva similar y que, sin embargo, abordábamos de manera bastante diferente.

—Las leyes de la naturaleza determinan el orden del mundo físico y las leyes del hombre determinan el orden de la sociedad, señora.

—Mmmm —dijo ella con una expresión que lo mismo podía ser meramente reflexiva que estar teñida de escepticismo.

—Un tipo de leyes se origina a partir del otro, como las plantas de la tierra —añadí al recordar algo que me habían enseñado en filosofía natural. (Mis decididos y agotadores esfuerzos por no absorber absolutamente nada de lo que se me había antojado la parte más irrelevante de mi educación no se habían saldado con un éxito total).

—Lo que no difiere demasiado de la idea de que la luz de Xamis ordena la mayor parte del mundo y la de Seigen ilumina al hombre —musitó ella mientras dirigía de nuevo la mirada hacia la puesta de sol.

—Supongo que no, señora —asentí tratando de averiguar adonde quería llegar.

—Ja —dijo—. Qué interesante.

—Sí, señora —dije educadamente.


Adlain: Duque Walen. Un placer, como siempre. Bienvenido a mi humilde tienda. Pasad.

Walen: Adlain.

A: ¿Un poco de vino? ¿Algo de comer? ¿Habéis comido ya?

W: Un vaso. Gracias.

A: Vino. Yo también tomaré un poco. Gracias, Epline. Bueno, ¿os encontráis bien?

W: Bastante. ¿Y vos?

A: Muy bien.

W: ¿No os importaría…?

A: ¿Qué, Epline? No, claro. Epline, si no te importa… Ya te llamaré. ¿Y ahora, Walen? Ya estamos solos.

W: Mmmm. Muy bien. La doctora. Vosill.

A: Seguís pensando en ella, ¿eh, querido duque? Empieza a convertirse en una obsesión. ¿Realmente la encontráis tan interesante? Quizá deberíais decírselo. Puede que le gusten los hombres mayores.

W: Burlarse de la sabiduría que proporciona la edad es el pasatiempo de aquellos que cuentan con no alcanzarla nunca, Adlain. Ya sabéis a qué me refiero.

A: Me temo que no, duque.

W: Pero si vos mismo me habéis confiado vuestras dudas. ¿Acaso no ordenasteis que se investigaran las cosas que escribe por si contenían algún tipo de código o algo por el estilo?

A: Lo pensé. Pero no llegue a hacerlo, al menos directamente.

W: Bueno, pues quizá deberíais, directamente. Es una bruja. O una espía. Una de dos.

A: Ya veo. ¿Ya qué extraños dioses o demonios creéis que sirve? ¿O a qué amo?

W: No lo sé. Nunca lo sabremos hasta que la mujer sea sometida a un interrogatorio.

A: Aja. ¿Os gustaría que pasara eso?

W: Sé que es muy improbable mientras conserve el favor del rey, aunque puede que esto no dure siempre. De cualquier modo, existen otras maneras. Podría desaparecer y ser interrogada… informalmente, por decirlo así.

A: ¿Nolieti?

W: No he… discutido el tema con él, pero sé de buena tinta que se prestaría con sumo gusto a hacerlo. Alberga la decidida sospecha de que esa mujer dio muerte a un reo al que estaba sometiendo a un interrogatorio.

A: Sí, también me lo mencionó a mí.

W: ¿Y no pensáis hacer nada al respecto?

A: Le dije que debería tener más cuidado.

W: Mmmm. En cualquier caso, de este modo podríamos desenmascararla, aunque sería un poco arriesgado y después habría que matarla. Tratar de arrebatarle el favor del rey podría llevarnos más tiempo y en caso de que hubiera que acelerar las cosas, cosa que entra dentro de lo posible, podría acarrear riesgos no mucho menores que los del primer plan.

A: Salta a la vista que habéis dedicado bastante tiempo a reflexionar sobre el asunto.

W: Naturalmente. Pero para secuestrarla sin que se enterara el rey, la ayuda del comandante de la Guardia sería crucial.

A: Sí, ¿verdad?

W: ¿Y bien? ¿Estaríais dispuesto a ayudar?

A: ¿Cómo?

W: Proporcionando los hombres, por ejemplo.

A: Creo que no. Podría producirse una batalla campal entre guardias del palacio, cosa que sería intolerable.

W: Bueno, ¿y de alguna otra forma?

A: ¿Otra forma?

W: ¡Maldita sea, hombre! ¡Ya sabéis a qué me refiero!

A: ¿Soldados que miren en otra dirección en el momento adecuado? ¿Huecos en las guardias? ¿Cosas así?

W: Sí, justo.

A: Pecados de omisión y no de comisión.

W: Expresadlo como os plazca. Son los actos, o la ausencia de ellos, lo que a mí me interesa.

A: En ese caso, puede.

W: ¿Nada más? ¿Un simple «puede»?

A: ¿Acaso estáis pensando en actuar en un futuro próximo, duque?

W: Puede.

A: Ja. Veréis, a menos que me…

W: No hablo de hoy ni de mañana. Estoy tratando de determinar si, en caso de que fuera necesario, un plan así podría llevarse a la práctica con una mínima demora.

A: En ese caso, si yo estuviera convencido de la urgencia del asunto, podría ser.

W: Bien. Eso está mejor. Al fin. Por la Providencia, sois de lo más…

A: Pero tendría que estar convencido de que la seguridad del monarca estaba amenazada. La doctora Vosill ha sido nombrada personalmente por el rey. Actuar contra ella podría interpretarse como un acto contra nuestro amado Quience. Su salud está en manos de esa mujer, puede que tanto como en las mías. Yo hago lo que modestamente está en mi mano para mantener a raya a los asesinos y a todos aquellos que pudieran quererle mal a nuestro rey, mientras ella combate los males que vienen de su interior.

W: Sí, sí, lo sé. Está muy próxima a él. Depende de ella. Ya es demasiado tarde para impedir que su influencia alcance su cénit. Solo podemos actuar para acelerar su descenso. Pero para entonces podría ser demasiado tarde.

A: ¿Creéis que tiene la intención de asesinar al rey? ¿O de influenciarlo? ¿O solo se limita a espiar para alguna potencia extranjera?

W: Todo podría ser, en función de las circunstancias.

A: También podría ser que no hubiese nada.

W: Parecéis menos preocupado de lo que yo habría esperado, Adlain. Esa mujer ha llegado desde el otro lado del mundo, entró en la ciudad hace apenas dos años, trabajó para un mercader y para un noble —durante corto tiempo, en ambos casos— y entonces, de repente, ¡se encuentra más cerca que nadie de nuestro rey! ¡Por la Providencia, una esposa pasaría menos tiempo con él!

A: Sí, cualquiera se sentiría tentado de preguntarse si además cumple con alguno de los deberes íntimos de una esposa.

W: Mmmm. No lo creo. Acostarse con el propio médico es algo raro, aunque reconozco que eso se debe a que una mujer médico es algo antinatural. Pero no, no he visto nada que induzca a pensar tal cosa. ¿Por qué? ¿Acaso sabéis algo?

A: Meramente me preguntaba si vos tendríais alguna información.

W: Mmmm.

A: Como es lógico, parece una doctora bastante competente. Como mínimo, no le ha hecho al rey ningún daño evidente, y en mi dilatada experiencia, eso es más de lo que cabría esperar de un médico de la corte. Quizá deberíamos dejarla tranquila por ahora, mientras no tengamos nada más fiable que nuestras sospechas, por muy acertadas que se hayan mostrado en el pasado.

W: Quizá. ¿La pondréis bajo vigilancia?

A: Bueno, no incrementaré la vigilancia actual.

W: Mmmm. Además, estoy explorando otras vías de investigación que podrían poner a prueba la veracidad de su historia.

A: ¿De veras? ¿Y cómo es eso?

W: No os aburriré con los detalles, pero abrigo dudas sobre algunas de sus afirmaciones y espero poder presentar pruebas ante el rey que la desacreditarán y demostrarán que es una impostora. Se trata de una inversión a largo plazo, aunque puede que dé sus frutos durante la estancia en el palacio de verano o, en caso de que no sea así, poco después.

A: Ya veo. Bueno, en tal caso habrá que esperar que no perdáis el capital invertido. ¿Podéis contarme qué forma adopta?

W: Oh, la moneda del hombre. Y de la tierra, y de la lengua. Pero, basta. No diré nada más.

A: Creo que voy a tomar un poco más de vino. ¿Me acompañáis?

W: No, gracias. Tengo otros asuntos que atender…

A: Permitidme…

W: Gracias. Ah. Mis viejos huesos… Al menos todavía puedo cabalgar, aunque puede que el año que viene vaya en carruaje. Gracias a la Providencia que el viaje de vuelta es más sencillo. Y que ya no estamos muy lejos de Lep.

A: Estoy seguro de que aún podéis superar en las cacerías a hombres a los que dobláis la edad, duque.

W: Y yo estoy seguro de que no, pero vuestros halagos resultan gratificantes a pesar de ello. Buenos días.

A: Buenos días, duque… ¡Epline!


Todo esto lo copié —con algunas sustracciones para que la narración resultara menos tediosa— de la parte del diario de la doctora escrita en imperial. Nunca se lo enseñé a mi amo.

¿Podía haberlo escuchado? Parece poco probable. El comandante Adlain tenía su propio médico y estoy seguro de que nunca recurrió a los servicios de la doctora. ¿Qué podía estar ella haciendo cerca de su tienda?

¿Es posible que fueran amantes y que ella hubiese estado escondida bajo la cama durante toda la conversación? No parece más plausible. Estuve con ella casi todo el tiempo, todos los días. Además, ella confiaba sinceramente en mí, estoy convencido. Y Adlain no le gustaba, es tan simple como eso. De hecho, se sentía amenazada por él. ¿Cómo podía haberse metido repentinamente en la cama del hombre al que temía, sin haber dado antes el menor indicio de que lo deseaba, ni haberlo dado después de haberse acostado con él? Sé que los amantes ilícitos pueden ser ingeniosos hasta el extremo y encontrar de pronto en su interior reservas de astucia y capacidad de acción que hasta entonces nunca hubiesen creído poseer, pero imaginar a la doctora y al comandante de la guardia involucrados en una conspiración sexual de esta naturaleza es llevar las cosas demasiado lejos.

¿Sería Epline la fuente? ¿Tenía ella alguna influencia sobre él? La verdad es que parecía que no se conocían, pero ¿quién podía saberlo? Puede que fueran amantes, pero las mismas reservas que se aplicaban al caso de Adlain podían utilizarse en este caso.

No se me ocurre de qué otro modo podía haberse enterado. Pensé que podía ser todo ello una invención, algo que hubiera elaborado a partir de sus peores temores con respecto a lo que la corte podía tenerle preparado, pero por alguna razón tampoco me parecía una explicación verosímil. Mi conclusión final fue que reflejaba una conversación real, pero no se me ocurría cómo podía haber llegado hasta sus oídos.

Así son las cosas. A veces, no todo tiene sentido. Debe de existir alguna explicación, y puede que se parezca un poco a la de la media naranja. Tendríamos que estar contentos sabiendo que existe, en algún lugar del mundo, y tratar de no pensar demasiado en que lo más probable es que nunca la encontremos.


Llegamos sin más incidentes a la ciudad de Lep-Skatcheis.

La mañana después de llegar, la doctora y yo acudimos a los aposentos del rey antes de la hora prescrita para el inicio de los asuntos del día. Como solía ocurrir en tales ocasiones, los asuntos del rey —y de gran parte de la corte— consistían en escuchar ciertas disputas legales que se consideraban demasiado complicadas o demasiado importantes para que las autoridades o el alguacil de la ciudad las resolvieran. En mi experiencia, obtenida a lo largo de los tres años que había participado en aquel viaje, la presidencia de estas audiencias no era una de las partes de sus responsabilidades que más complacían a nuestro rey.

Los aposentos de nuestro monarca se encontraban en una esquina del palacio del alguacil de la ciudad, sobre unas terrazas cubiertas de luminosos estanques que descendían hacia el río. Los vencejos y los pinzones jugaban en el aire cálido del exterior, dando vueltas y haciendo cabriolas más allá de la piedra fresca de las balaustradas del balcón. El chambelán Wiester nos llevó hasta allí con los aspavientos de costumbre.

—Oh. ¿Llegáis a tiempo? ¿Ha sonado la campana? ¿O el cañón? No he oído la campana. ¿Y vos?

—Hace un momento —le dijo la doctora mientras lo seguía por la sala de recepción hasta el vestidor del rey.

—¡Providencia! —dijo él, y entonces abrió las puertas.

—¡Ah, nuestra querida doctora Vosill! —exclamó el rey. Se encontraba sobre un pequeño escabel, en el centro del gran vestidor, donde cuatro criados se afanaban en ponerle la gran túnica ceremonial. Una pared con ventanas de yeso, orientada al sur, bañaba la habitación con una luz suave y untuosa. El duque Ormin, alto, ligeramente encorvado y ataviado con la túnica judicial, se encontraba también allí—. ¿Cómo te encuentras hoy? —preguntó el rey.

—Estoy bien, majestad.

—Buenos días, doctora Vosill —dijo Ormin, muy sonriente. El duque Ormin era más o menos diez años mayor que el rey. Era un individuo dotado de unas piernas largas, una cabeza grande y un torso sorprendentemente grande, que siempre parecía, o al menos me lo parecía a mí, hinchado, como si le hubiesen metido a la fuerza un par de almohadas debajo de la camisa. Tenía un aspecto un poco raro, sí, pero era un hombre muy educado y amable, cosa que yo sabía muy bien porque había estado algún tiempo a su servicio, aunque en una posición muy humilde. La doctora también había trabajado para él, más recientemente, como su médico personal antes de convertirse en la del rey.

—Duque Ormin —dijo la doctora con una reverencia.

—¡Vaya! —dijo el rey—. ¡Y un «majestad» para mí, nada menos! Normalmente me puedo dar por afortunado si escapo con un simple «señor».

—Os ruego mil perdones, mi rey —dijo la doctora con una nueva reverencia, esta vez dedicada a él.

—Concedidos —dijo Quience mientras echaba la cabeza hacia atrás y dejaba que un par de criados le recogieran los rubios rizos y le colocaran un capacete sobre la cabeza—. Es obvio que esta mañana estoy de un humor sumamente magnánimo. ¿Wiester?

—¿Señor?

—Informad a nuestros queridos jueces de que me reuniré con ellos de tan buen humor que tendrán que asegurarse de que se presentan los más desgraciados en la audiencia como contrapeso a mi irresistible optimismo. Adelante, Ormin.

El duque Ormin esbozó una sonrisa llena de arrugas, entre las que estuvieron a punto de desaparecer sus ojos.

Wiester vaciló un momento y entonces se dispuso a dirigirse hacia la puerta.

—Al instante, señor.

—Wiester.

—¿Señor?

—Era una broma.

—Ja, ja, ja —se rió el chambelán.

La doctora dejó el maletín en un asiento, cerca de la puerta.

—¿Sí, doctora? —preguntó el rey.

Mi señora parpadeó.

—Me ordenasteis que viniera esta mañana, señor.

—¿De veras? —El rey parecía perplejo.

—Sí, anoche. —Era cierto.

—Oh, vaya. —El rey puso cara de sorpresa, al tiempo que los criados le levantaban los brazos y le ponían y abrochaban una túnica negra sin mangas, con un forro de una piel tan blanca que resultaba deslumbrante. Flexionó el cuerpo, cambió el peso de un pie cubierto por una media a otro, apretó los puños, ejecutó un movimiento giratorio con los hombros y la cabeza y finalmente declaró—: ¿Lo ves, Ormin? Estoy empezando a olvidarme de mi avanzada edad.

—Pero, señor, si apenas sois un jovencito —le dijo el duque—. Si vos empezáis a llamaros viejo como por decreto real, ¿qué debemos pensar los que somos mucho más viejos que vos y al mismo tiempo atesoramos la creencia de que no hemos llegado a la senectud? Tened misericordia, os lo ruego.

—Muy bien —asintió el rey con un ademán—. Me declaro joven de nuevo. Y sano —añadió con una mirada de sorpresa dirigida a la doctora y a mí—. En fin, parece que esta mañana no tengo ningún dolor ni achaque para ti, Vosill.

—Oh. —La doctora se encogió de hombros—. Vaya, esas son buenas noticias —dijo mientras recogía el maletín y se volvía hacia la puerta—. En tal caso os deseo buenos días, señor.

—¡Ah! —dijo el rey de repente. Nos volvimos de nuevo.

—¿Señor?

El rey pareció sumido por un momento en profundas reflexiones y entonces sacudió la cabeza.

—No, doctora, no se me ocurre nada para reteneros. Podéis iros. Os llamaré cuando vuelva a necesitaros.

—Por supuesto, señor.

Wiester nos abrió la puerta.

—¿Doctora? —dijo el rey cuando estábamos en el umbral—. El duque Ormin y yo saldremos de caza esta tarde. Normalmente me caigo del caballo o me meto en algún matorral de espinos, así que es muy posible que luego sí tenga algo que necesite de vuestros cuidados.

El duque Ormin se rió educadamente y sacudió la cabeza.

—Empezaré a preparar los ungüentos necesarios ahora mismo —dijo la doctora—. Majestad.

—Por la Providencia, dos veces en un día.

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