No creo que la doctora pensara que pasaba algo raro. Sé que no sospechaba nada. El gaan Kuduhn parecía haber desaparecido tan deprisa como había llegado, en un barco que partió para el lejano Chuenruel el día después de que lo conociéramos, lo que entristeció un poco a mi señora. Hubo, me di cuenta después, al recordarlo, algunos indicios de que el palacio estaba preparándose para recibir a un contingente nutrido de nuevos invitados —un incremento de la actividad en algunos pasillos, puertas que no solían usarse y que de repente volvían a abrirse, habitaciones que se aireaban— pero ninguno de ellos resultó especialmente evidente, y la telaraña de rumores que conectaba a todos los sirvientes, ayudantes, aprendices y pajes aún no había reaccionando a lo que estaba sucediendo.
Era el segundo día de la segunda luna. Mi señora estaba de visita en el barrio Intocable, donde en su día se recluía a los pobres, los extranjeros, los furtivos y la gente enferma. Aún distaba mucho de ser un lugar salubre, pero al menos ya no estaba amurallado y custodiado. Era allí donde el maestro alquimista y metalista (al menos según su propia definición de sí mismo) Chelgre tenía su tienda.
Aquel día la doctora se había levantado muy tarde y durante una campanada, más o menos, había tenido aspecto de encontrarse en un estado lamentable. Suspiraba profunda y frecuentemente, apenas me decía nada y en cambio musitaba a menudo para sí, tenía dificultades para mantenerse erguida y una terrible palidez cubría su cara. Sin embargo, se sacudió los efectos de la resaca con asombrosa rapidez y, aunque permaneció callada durante el resto de la mañana y la tarde, por lo demás pareció volver a la normalidad después de un desayuno tardío, terminado el cual salimos hacia el barrio Intocable.
Lo que habíamos hablado la noche pasada ni lo mencionamos. Creo que ambos estábamos un poco avergonzados por nuestra sinceridad, así que acordamos, de manera tácita, pero para satisfacción de ambos, no hablar sobre el particular.
Maese Chelgre se mostraba tan extraño y singular como de costumbre. Como es natural, era un hombre muy conocido en la corte, tanto por su pelo desordenado y su apariencia andrajosa, como por sus habilidades con los cañones y la oscura pólvora. A efectos de este relato no hay por qué decir más. Además, la doctora y él no hablaron de nada que yo entendiera.
Regresamos a la quinta campanada de la tarde, a pie, pero escoltados por un par de muchachos del barrio que empujaban un pequeño carromato cargado con paja y recipientes de arcilla llenos de productos químicos e ingredientes para lo que, empezaba a sospechar yo, iba a ser una larga estación de experimentos y pociones.
Recuerdo que en aquel momento me sentía levemente resentido por ello, pues estaba convencido de que me vería involucrado en lo que quiera que la doctora tuviese previsto, y que estos trabajos se añadirían a las tareas domésticas cuya realización ella había terminado, como es lógico, por declinar en mi persona. En mis manos, sospechaba, recaería la mayor parte de las mediciones, las moliendas, las combinaciones, las diluciones, los lavados, los rallados, los pulimentados y el resto de los procesos que esta nueva ronda de experimentos requeriría. Proporcionalmente tendría menos tiempo para pasar con mis camaradas, jugando a las cartas o flirteando con las doncellas de la cocina, entretenimientos que, debo decir, habían cobrado una cierta importancia para mí a lo largo del último año.
Aun así, supongo que podría decirse que en algún rincón de mi alma, me alegraba en secreto de que la doctora me necesitara y estaba deseando fervientemente que me asignara alguna tarea crucial en sus experimentos. Eso significaría, a fin de cuentas, que estaríamos juntos, trabajando como un equipo, como iguales, encerrados en su estudio y su taller, durante muchas e intensas tardes y noches, concentrados en una meta común. ¿No podía esperar que surgiera un afecto mayor en tan íntimas circunstancias, ahora que ella conocía mis sentimientos? Había sido rechazada de manera tajante por aquel a quien amaba, o al menos aquel a quien creía que amaba, mientras que la manera en que había declinado mi declaración de interés se me había antojado más una demostración de recato que una prueba de hostilidad o incluso indiferencia.
A pesar de lo cual, no podía evitar sentir un cierto grado de irritación con respecto a los ingredientes que los dos mozos acarreaban delante de nosotros aquella tarde. Cómo he lamentado aquel sentimiento en tiempos posteriores. Qué incierto era en realidad el futuro que había imaginado para nosotros.
Un viento cálido parecía empujarnos desde la plaza del mercado hacia la puerta de la Ampolla, cuyas alargadas sombras salieron a nuestro encuentro. Entramos en el palacio. La doctora pagó a los dos muchachos y varios criados vinieron para ayudarme a llevar los recipientes, cajas y cajones a nuestros aposentos. Yo cargué con un sólido tarro que sabía lleno de ácido, molesto por la idea de tener que compartir unas mismas habitaciones abarrotadas con sus compañeros y él. La doctora había dicho algo sobre pedir que construyeran un fogón con chimenea junto a la mesa de trabajo, para que los vapores pudieran evacuarse con más facilidad, pero yo sospechaba que pasaría las siguientes lunas con los ojos escocidos y la nariz dolorida, además de las manos cubiertas de pequeñas quemaduras y la ropa repleta de agujerillos del tamaño de una cabeza de alfiler.
Llegamos a los aposentos de la doctora justo cuando Xamis estaba poniéndose. Los cajones y recipientes se distribuyeron por toda la habitación, los criados recibieron nuestro agradecimiento y algunas monedas, y la doctora y yo encendimos las lámparas y nos pusimos a guardar todas las provisiones no comestibles ponzoñosas que le había comprado a maese Chelgre.
Alguien llamó a la puerta al poco de la séptima campanada. Al abrir, me encontré con un criado al que no reconocí. Era más alto y un poco mayor que yo.
—¿Oelph? —dijo con una sonrisa—. Toma. Una nota del C.G. —Depositó en mi mano un papel sellado dirigido a la doctora.
—¿Quién? —pregunté, pero él ya se había dado media vuelta y se alejaba por el pasillo. Me encogí de hombros.
La doctora leyó la nota.
—Tengo que reunirme con el comandante de la Guardia y el duque Ormin en el ala de los Pretendientes. —Miró las cajas que quedaban por guardar—. ¿Te importa acabar esto, Oelph?
—Por supuesto que no, señora.
—Creo que es evidente dónde va todo. Cada cosa donde siempre. Si ves algo que no te suena, déjalo en el suelo. Trataré de volver lo antes posible.
—Muy bien, señora.
Se abrochó la camisa hasta el cuello, se olió una de las axilas (una de esas cosas que yo encontraba totalmente impropias de una dama e incluso inquietantes, pero que ahora recuerdo con una especie de nostalgia casi dolorosa) y luego se encogió de hombros, se puso una chaquetilla corta y se encaminó a la puerta. La abrió, pero entonces volvió, miró entre el desorden de paja, tapas de cajas, bramante y sacos que ocupaba el suelo, recogió la vieja daga que había usado para cortar (o más bien serrar) las cuerdas de las cajas y se marchó silbando. La puerta se cerró tras ella.
No sé qué me llevó a mirar la nota que había recibido la doctora. La había dejado sobre una de las cajas abiertas, y cuando estaba sacando la paja de otra cercana, el pliegue de papel de color crema atrajo mi atención. Pasados unos segundos, y tras una mirada rápida a la puerta, cogí la nota y leí lo que decía. Poco más que lo que la doctora me había dicho. Volví a leerla.
Doctora Vosill, tened la amabilidad de reuniros con el D. Ormin y el C. G. Adlain en el ala de los Pretendientes para una audiencia privada.
Que la Providencia guarde al rey, sí. Miré las últimas palabras unos instantes. El nombre que cerraba la nota era el del Adlain, claro está, pero la letra no se parecía a la suya, que yo conocía bien. Por supuesto, es muy probable que la nota se hubiese dictado, o que la hubiese redactado y escrito Epline, el paje de Adlain, siguiendo las instrucciones de su amo. Pero yo creía conocer también la letra de este, y tampoco era la de la nota. No puedo asegurar que pensara ninguna otra cosa ni que mis pensamientos llegaran más lejos.
Podría esgrimir un sinfín de razones para explicar lo que hice a continuación, pero la verdad es que no sé cuál fue, a menos que se me permita citar al instinto. Aunque llamar instinto a aquel impulso básico sería dignificarlo. En aquel momento se me antojó más un capricho, o incluso una especie de deber trivial. Ni siquiera puedo decir que tuviera miedo o experimentase una premonición. Simplemente, lo hice.
Me había preparado para seguir a la doctora desde el principio de mi misión. Contaba con que un día se me ordenara que la siguiera a la ciudad en alguna de las ocasiones en las que no me llevaba consigo, pero hasta el momento mi amo nunca me había pedido tal cosa. Yo había asumido que se lo había encargado a otras personas, más experimentadas y duchas en tales menesteres, y con cuyas caras la doctora estuviera menos familiarizada. De modo que, al apagar las lámparas, cerrar la puerta y salir tras ella, en cierto sentido no estaba haciendo más que algo que durante mucho tiempo había sabido que acabaría por hacer. Dejé la nota en el mismo sitio en el que la había encontrado.
El palacio parecía en calma. Supongo que la mayor parte de la gente estaba preparándose para la cena. Subí hasta el piso de las buhardillas. Los criados que tuvieran las puertas de la habitación abiertas estarían muy ocupados en aquel momento, y probablemente nadie me viera al pasar. Además, por aquel camino se llegaba antes al ala de los Pretendientes. Para ser alguien que no pensaba en lo que estaba haciendo, estaba actuando con notable sagacidad.
Descendí a los oscuros confines del Patio Pequeño por la escalera de servicio y rodeé la esquina de la antigua ala norte (que ahora forma parte del ala sur del palacio) bajo la luz de Foy, Iparine y Jairly. En las ventanas de la sección principal del palacio brillaban unas lámparas que me iluminaron el camino unos pasos, antes de que su luz quedara eclipsada por la fachada oscura del ala norte. Al igual que el ala de los Pretendientes, esta no solía usarse durante la mayor parte del año, salvo para grandes ceremonias de Estado. El ala de los Pretendientes estaba también cerrada y a oscuras, salvo por una serpentina de luz que se colaba por una rendija de la puerta principal. Al aproximarme, aunque me mantuve oculto en la densa penumbra que creaba el muro del ala norte, me sentí expuesto bajo el solitario e inquisitivo ojo de Jairly.
Cuando el rey estaba en palacio, se suponía que debía haber patrullas regulares, incluso en aquellas zonas donde normalmente no había nadie. Hasta el momento no había visto ni un solo centinela, y ni tenía la menor idea de la frecuencia de sus rondas ni sabía si realmente vigilaban aquella parte del palacio, pero la posibilidad de que la guardia apareciera por allí me ponía aún más nervioso de lo que hubiese debido estar. ¿Qué tenía que esconder? ¿Acaso no era un criado fiel y un devoto súbdito de su majestad? Y sin embargo, allí estaba, arrastrándome a hurtadillas por las sombras.
Para utilizar la entrada principal al ala de los Pretendientes habría tenido que cruzar otro patio a la luz de las tres lunas, pero aunque no hubiese sido así, lo cierto es que no quería utilizar aquella entrada. Entonces encontré algo que recordaba: un pasillo que discurría bajo el ala norte hasta un pequeño patio porticado del interior. Había unas puertas al otro extremo, apenas visibles en la oscuridad del pasadizo, pero estaban abiertas. El estrecho patio estaba en silencio y tenía algo de fantasmal. Las pilastras pintadas de la galería parecían unos centinelas envarados y pálidos con la mirada clavada en mí. Tomé el pequeño túnel del otro lado del patio, cuya puerta tampoco estaba cerrada con llave y, tras doblar un recodo hacia la izquierda, me encontré en la parte trasera del ala de los Pretendientes, a la sombra de las tres lunas, con la fachada de madera del edificio, alta, vacía y oscura, sobre mí.
Me quedé allí un momento, preguntándome cómo iba a entrar, y luego eché a andar a lo largo de la fachada hasta encontrar una puerta. Pensé que estaría cerrada, pero cuando probé a abrirla, descubrí que no era así. ¿Cómo era posible? Tiré lentamente de la puerta de madera esperando que chirriara, pero no lo hizo.
La oscuridad en el interior era completa. La puerta se cerró tras de mí con un ruido sordo. Tuve que abrirme camino a tientas, con una mano en la pared de la derecha y la otra extendida delante de mí. Debían de ser los aposentos de la servidumbre. Bajo mis pies, el suelo era de piedra desnuda. Dejé atrás varias puertas. Estaban todas cerradas, salvo una de ellas, que daba acceso a un armario grande y vacío cuyo olor acre y ácido me indujo a pensar que se había usado para guardar jabón. Me golpeé la mano contra una de las estanterías y estuve a punto de maldecir en voz alta.
Tras salir de nuevo al pasillo, llegué a una escalera de madera. Subí sigilosamente y llegué a una puerta. Por debajo de ella se colaba un retazo de luz casi imperceptible, tanto, que uno solo reparaba en su presencia cuando no miraba directamente en su dirección. Giré con mucho cuidado el picaporte y abrí una rendija menos ancha que una mano.
Al final de un amplio corredor con el suelo cubierto de alfombras y cuadros en las paredes, se encontraba la fuente de luz, una habitación situada al otro extremo, cerca de la puerta principal. Oí un grito, algo que sonó como a unos pies que se arrastraban, y luego un segundo grito. Sonaron unos pasos en la distancia, la luz de la puerta cambió un instante, y entonces apareció allí una figura. Era un hombre, eso es lo único que puedo decir con seguridad. Echó a correr por el pasillo, en línea recta hacia mí.
Tardé un momento en comprender que tal vez estuviese dirigiéndose a la puerta tras la que me escondía yo. En aquel tiempo, recorrió la mitad de la distancia, más o menos. Había en él algo salvaje y desesperado que me llenó de terror.
Me volví y bajé de un salto las oscuras escaleras, pero aterricé mal y me lastimé el tobillo izquierdo. Corrí cojeando hacia donde creía recordar que estaba la puerta del armario. Mis manos recorrieron la pared con desesperación por un momento hasta encontrar la puerta y entonces la abrí y me arrojé dentro al mismo tiempo que un fuerte ruido y una luz tenue anunciaba que el hombre había abierto de par en par la puerta de arriba. Unos pasos pesados bajaron precipitadamente las escaleras.
Me pegué a los estantes. Alargué la mano hacia la puerta para bloquearla, pero estaba fuera de mi alcance. El hombre debió de tropezar con ella, porque hubo un fuerte ruido y un grito de dolor y rabia. La puerta del armario se cerró de un portazo y me quedé encerrado en la oscuridad. Una segunda puerta, más pesada, se cerró en alguna parte y una llave crujió en un cerrojo.
Abrí la puerta del armario. Algo de luz bajaba por las escaleras. Oí algunos ruidos procedentes de allí, pero lejos. Puede que fuera una puerta que se cerraba. Volví a subir las escaleras y me asomé al corredor por la puerta entreabierta. Al final del pasillo, la luz volvió a cambiar cerca de la entrada principal. Me dispuse a echar a correr de nuevo, pero no apareció nadie. En cambio, sonó un grito ahogado. Un grito de mujer. Un terrible miedo se apoderó de mí y me adentré en el pasillo.
Había avanzado cinco o seis pasos cuando las puertas del otro lado del pasillo se abrieron de par en par e irrumpió un grupo de guardias con las espadas desenvainadas. Dos de ellos se detuvieron y me miraron, mientras el resto se encaminaba hacia la puerta de donde salía la luz.
—¡Tú! ¡Ven aquí! —gritó uno de los guardias mientras me apuntaba con la espada.
Desde la habitación iluminada llegaron unos gritos y una voz aterrada de mujer. Caminé con piernas temblorosas hacia los guardias. Me cogieron del cuello y me metieron a la fuerza en la sala, donde la doctora estaba sujeta por dos guardias, con los brazos a la espalda y pegada a una de las paredes. Estaba gritándoles algo.
El duque Ormin yacía inmóvil en el suelo, en medio de un enorme charco de sangre negra. Le habían rebanado el cuello. Un fino y liso astil de metal asomaba por encima de su corazón. El astil era la empuñadura de un fino cuchillo hecho totalmente de metal. Lo reconocí. Era uno de los escalpelos de la doctora.
Creo que perdí el habla por un tiempo. Y también el sentido del oído, me temo. La doctora seguía gritando. Entonces me vio y me gritó también, pero no pude entender lo que decía. Me habría derrumbado de no haberme sujetado los dos guardias. Uno de los soldados se arrodilló a un lado del cadáver. Tuvo que hacerlo junto a la cabeza del duque para no pisar el charco de sangre, que seguía propagándose por el suelo de madera. Le abrió un ojo al duque Ormin.
La parte de mi cerebro que aún funcionaba me informó de que si estaba buscando signos de vida era un necio, habida cuenta de la cantidad de sangre que se veía en el suelo y la forma estacionaria del escalpelo que sobresalía de su pecho.
El guardia dijo algo. Tengo la sensación de que era «muerto» o algo por el estilo, pero no lo recuerdo.
Entonces empezaron a entrar más guardias en la habitación, hasta que estuvo tan abarrotada que dejé de ver a la doctora.
Se nos llevaron de allí. No recuperé el sentido del oído ni la capacidad del habla hasta que llegamos a nuestro destino, en el palacio principal: la sala de torturas, donde el interrogador jefe del duque Quettil, maese Ralinge, estaba esperándonos.
Amo, supe entonces que tendrías que perdonarme. Puede que no mereciera el perdón, según el plan original, puesto que aquella nota, supuestamente enviada por ti, utilizaba la palabra «privada», que implicaba que la doctora debía ir sola, sin mi compañía, para que yo no pudiera ser acusado también de lo que quiera que recayese sobre sus hombros. Pero la había seguido y no había tenido la prudencia de hablarle a nadie de mis temores.
Tampoco se me había ocurrido la idea de plantarme en medio cuando el hombre que debía de ser el auténtico asesino del duque Ormin vino corriendo por el pasillo. No, lo que hice fue emprender la huida, bajar las escaleras y esconderme en un armario. E incluso cuando él chocó contra la puerta, me quedé allí, pegado a los estantes del armario, aterrado por la posibilidad de que mirara al interior y me encontrase. Así que era cómplice de mi propia caída, comprendí mientras me llevaban a rastras a la sala que la doctora y yo habíamos visitado por última vez la noche que nos hiciera llamar maese Nolieti.
Mi señora, en aquellos momentos, estuvo magnífica.
Caminaba erguida, con la espalda recta y la cabeza en alto. A mí tuvieron que arrastrarme, porque las piernas habían dejado de responderme. Quiero pensar que de haber tenido fuerzas habría gritado, habría chillado y me habría resistido, pero estaba demasiado aturdido. Había una expresión de resignación y derrota en la cara orgullosa de la doctora, pero no de pánico ni de terror. En cuanto a mí, no soy tan ingenuo como para pensar que aparentara otra cosa que lo que en realidad sentía, es decir, un terror abyecto que me provocaba accesos de temblores y convulsiones y convertía mis miembros en gelatina.
¿Me avergüenza decir que me ensucié los pantalones? Creo que no. Maese Ralinge era un conocido virtuoso del dolor.
La cámara de torturas.
Pensé que estaba muy bien iluminada. Las paredes estaban cubiertas de antorchas y velas. Supongo que a Ralinge le gustaba ver lo que estaba haciendo. Nolieti prefería una atmósfera más oscura y amenazante.
Yo estaba preparándome para denunciar a la doctora y todas sus obras. Miré el potro, la jaula, el baño, el brasero, la losa, los atizadores, las pinzas y el resto del equipo, y mi amor, mi devoción y mi honor se transformaron en agua y se escurrieron alrededor de mis tobillos. Diría lo que tuviera que decir para salvarme.
La doctora estaba condenada, de eso estaba seguro. Nada que yo pudiera hacer o decir la salvaría. Sus acciones se habían orquestado para preparar esta acusación. La sospechosa nota, el insólito escenario del encuentro, la ruta de escape preparada para el auténtico asesino, la conveniente aparición de la guardia en el momento justo y en tan gran número, hasta el hecho de que maese Ralinge tuviera una mirada tan brillante y pareciera alegrarse tanto de vernos, y tuviese todo preparado, con las lámparas y el brasero encendidos…, todo esto revelaba un preparativo, una conspiración. La doctora había sido arrastrada hasta allí por gente que ostentaba un enorme poder y por consiguiente no había nada que yo pudiera hacer para salvarla de su destino o mitigar en medida alguna su sufrimiento.
A aquellos que lean esto y piensen «bueno, yo habría hecho cuanto estuviera en mi mano para reducir su tormento», les suplico que lo piensen de nuevo, porque nunca los han llevado a rastras hasta una cámara de tortura, cuyos instrumentos estuvieran esperándolos. Y cuando uno ve eso, solo puede pensar en la forma de impedir que se utilicen contra él.
Arrastraron a la doctora, sin que ella ofreciera la menor resistencia, hasta un desagüe situado en el suelo, donde la obligaron a arrodillarse mientras le cortaban el pelo y le afeitaban la cabeza. Esto pareció irritarla mucho, porque se puso a chillar y a gritar. Maese Ralinge se encargó en persona de la tarea, de una forma cuidadosa, casi amorosa. Cada vez que cortaba un mechón de cabello de la cabeza de la doctora, se lo llevaba a la nariz y lo olía lentamente. Mientras tanto, a mí me encerraron en una jaula de hierro que me obligaba a estar de pie.
No puedo recordar lo que gritaba la doctora ni lo que decía maese Ralinge. Sé que se intercambiaron algunas palabras, nada más. La variopinta colección de dientes desparejados del maestro torturador resplandecía a la luz de las velas.
Ralinge pasó una mano por la cabeza de la doctora, y al llegar a un punto, encima de la oreja izquierda, sus dedos se detuvieron y él se acercó para mirar con mayor detenimiento, mientras musitaba algo con su suave voz que fui incapaz de comprender, pero luego ordenó que la desnudaran y la colocaran sobre la cama de hierro que había junto al brasero. Mientras dos de los guardias que la habían llevado hasta aquel lugar terrorífico se encargaban de cumplir su orden, el torturador, lentamente, se desanudaba y quitaba el grueso delantal de cuero y empezaba a desabrocharse los pantalones de una manera parsimoniosa y reverente. Observó cómo los dos guardias —cuatro después, dado que la doctora ofreció una tremenda resistencia— desnudaban a mi señora.
Y así pude ver lo que siempre había deseado ver, lo que había imaginado en cientos y cientos de vergonzosas y lánguidas ensoñaciones.
La doctora, desnuda.
Y no significó nada para mí. Ella luchaba, tiraba, se debatía, trataba de defenderse con patadas, puñetazos y mordiscos, con la piel cubierta de sudor por el agotamiento, el rostro acalorado por las lágrimas y enrojecido por el miedo y la furia. No era ningún sueño salaz. Aquello no era una mórbida visión de belleza sin par. Allí no había más que una mujer que estaba a punto de ser violada de las maneras más básicas y repulsivas, y luego torturada, y luego, finalmente, asesinada. Ella lo sabía tan bien como yo, y tan bien como Ralinge y sus dos ayudantes, y tan bien como los guardias que se encontraban allí con nosotros.
¿Y cuál era mi más ferviente esperanza en aquel momento?
Que no supiesen de mi devoción hacia ella. Si pensaban que me era indiferente, puede que solo tuviera que escuchar sus gritos. Pero si llegaban a creer, por un instante, siquiera por una fracción de segundo, que la amaba, las normas de su profesión les obligarían a cortarme los párpados para que presenciara todos sus tormentos.
Le arrancaron la ropa y la tiraron a una esquina, junto a un banco. Hubo un chasquido. Maese Ralinge contempló a la doctora, atrapada, totalmente desnuda, en la estructura metálica. Miró su propio miembro, lo acarició y le indicó a los guardias que se marcharan. Esto pareció decepcionarlos y aliviarlos a un tiempo. Uno de los ayudantes de Ralinge cerró la puerta de la cámara tras ellos. Al acercarse a mi señora, en el rostro de Ralinge apareció una sonrisa brillante, radiante, casi esplendorosa.
La ropa de la doctora terminó de asentarse donde había caído.
Los ojos se me llenaron de lágrimas al acordarme de cómo había pasado revista a su atuendo al salir de sus habitaciones, y cómo había decidido volver y recoger esa estúpida e inútil daga desafilada que llevaba consigo siempre que se acordaba. ¿De qué le servía ahora?
Maese Ralinge pronunció las primeras palabras que puedo recordar con claridad desde que la doctora leyera en alto la nota en nuestras habitaciones, media campanada —un siglo entero— antes.
—Lo primero es lo primero, señora —dijo. Se subió a la cama de hierro en la que habían maniatado a la doctora, con el miembro erecto agarrado en una mano.
La doctora lo miró a los ojos con calma. Hizo un chasquido con la lengua y su rostro adoptó una expresión de decepción.
—Ah —dijo de forma totalmente prosaica—. Así que lo decís en serio. —Y sonrió. ¡Sonrió!
Entonces dijo algo que pareció una orden, en una lengua que yo no conocía. No era la lengua que había utilizado con el gaan Kuduhn el día antes. Era un idioma diferente. De un sitio completamente diferente, pensé mientras lo oía y cerraba los ojos —porque no podía soportar la idea de presenciar lo que iba a ocurrir a continuación—, más lejano aún que Drezen. Un idioma de ninguna parte.
Y bien, ¿qué ocurrió a continuación?
Cuántas veces he tratado de explicarlo, cuántas veces he tratado de encontrarle algún sentido. Ya no para los demás, sino para mí.
Mis ojos —como espero que se puede entender, considerando los sentimientos que he tratado de expresar a lo largo de este diario— estaban cerrados en ese momento. Así que, simplemente, no vi lo que ocurrió durante los instantes siguientes.
Oí un sonido parecido a un zumbido. Un sonido parecido a la caída de una cascada, un sonido parecido a una bocanada de aire, parecido a una flecha que pasa rozándonos la oreja. Luego un largo jadeo que más tarde comprendí que debieron de ser dos, pero en cualquier caso una prolongada exhalación; y luego un ruido sordo, un impacto parecido a un puñetazo, de —he deducido retrospectivamente— aire y carne y hueso y… ¿el qué? ¿Más hueso? ¿Metal? ¿Madera?
Metal, creo.
¿Quién sabe?
Una sensación extraña y mareante me embargó. Puede que estuviera un rato inconsciente. No lo sé.
Cuando desperté, si es que desperté, me encontré con algo imposible.
La doctora se encontraba sobre mí, con su larga camisa blanca. No tenía pelo, claro. Le habían afeitado la cabeza. Parecía totalmente diferente. Como de otro mundo.
Estaba desatando mis ataduras.
Su expresión era fría y tranquila. Su rostro y su cráneo estaban salpicados de rojo.
El techo, sobre la cama de hierro en la que había estado maniatada, estaba también teñido de rojo. Allá donde dirigiera la mirada, había más sangre. Parte de ella goteaba aún del banco cercano. Miré al suelo. Maese Ralinge estaba allí. O la mayor parte de él. Su cuerpo, hasta la parte baja del cuello, yacía sobre el suelo. Todavía temblaba. ¿Qué había sido del resto? En fin, había suficientes trozos de color rojo, rosa y gris por toda la cámara para hacerse una idea aproximada de lo que debía de haberle ocurrido a su cuello y su cabeza.
Simplemente, era como si una bomba hubiese explotado en su interior. Vi media docena de dientes de tamaños y colores diferentes esparcidos por el suelo, como metralla.
Los ayudantes de Ralinge se encontraban cerca, en un solo charco de sangre cada vez más grande, con las cabezas casi separadas del cuerpo. Solo una tira de piel conectaba aún la de uno de ellos con sus hombros. Su rostro estaba vuelto hacia mí y tenía los ojos abiertos.
Juro que parpadearon, una vez. Luego, lentamente, se cerraron.
La doctora me liberó.
Algo se movió en el dobladillo de su camisa suelta. Entonces el movimiento cesó.
Parecía tan tranquila, tan segura… Y al mismo tiempo tan muerta, tan superada por los acontecimientos… Volvió la cabeza a un lado y dijo algo en un tono que mantengo hasta el día de hoy que era de resignación y derrota, de amargura incluso. Algo zumbaba por el aire.
—Debemos encerrarnos para salvarnos, Oelph —me dijo. Me puso una mano sobre la boca—. Si es que todavía es posible.
Cálida, seca y fuerte.
Estábamos en una celda. Una celda dentro de las paredes de la cámara de torturas y separada de esta por una rejilla de barrotes de hierro. Por qué nos había metido allí, no lo sé. Había vuelto a vestirse. Yo me había quitado la ropa rápidamente mientras ella no miraba, me había limpiado lo mejor que había podido, y luego me había vestido de nuevo. Mientras tanto, ella había recogido el pelo que Ralinge le había afeitado de la cabeza. Lo miró con aire nostálgico mientras pasaba sobre el cuerpo del maestro torturador y luego arrojó los brillantes y rojos mechones al brasero, donde crepitaron, chisporrotearon, echaron humo y finalmente prendieron con un olor espantoso.
Sin decir nada, había cerrado la puerta de la cámara antes de meternos a los dos en aquella pequeña celda, cerrar la puerta desde dentro y arrojar las llaves al banco más próximo. Luego se había sentado tranquilamente en el suelo de paja sucia, se había rodeado las rodillas con los brazos y había dirigido una mirada vacía a la carnicería del exterior de la celda.
Yo me agazapé a su lado, con mi rodilla junto a su bota, de cuyo borde superior sobresalía la antigua daga. El aire olía a mierda, a pelo quemado y a algo intenso que decidí que debía de ser sangre. Estuve un poco mareado durante un rato. Traté de concentrarme en cosas triviales y me vi totalmente incapaz de encontrar ninguna. La vieja y maltrecha daga de la doctora había perdido la última de las pequeñas cuentas que rodeaban la parte superior de su pomo, bajo la piedra traslúcida. Pensé que así parecía más pulcra, más simétrica. Aspiré profundamente por la boca para escapar de los olores de la cámara de torturas y luego me aclaré la garganta.
—¿Qué… qué ha pasado, señora? —pregunté.
—Tendrás que contar lo que creas que debes contar, Oelph. —Su voz sonaba completamente cansada y vacía—. Yo contaré que los tres se pelearon por mí y se mataron unos a otros. Pero la verdad es que no importa mucho. —Me miró. Sus ojos parecieron taladrarme. Tuve que apartar la mirada—. ¿Qué viste, Oelph? —preguntó.
—Tenía los ojos cerrados, señora. De verdad. Oí… algunos ruidos. Viento. Un zumbido. Un golpe seco. Creo que perdí el conocimiento un rato.
Asintió y esbozó una fina sonrisa.
—Bueno, qué conveniente.
—¿No tendríamos que haber intentado escapar, señora?
—No creo que hubiésemos llegado muy lejos, Oelph —dijo—. Hay otro camino, pero debemos ser pacientes. Todo está en marcha.
—Si vos lo decís, señora —dije. De repente, se me llenaron los ojos de lágrimas. Ella se volvió hacia mí y sonrió. Estaba muy rara con ese pelo. Parecía un niño. Alargó un brazo, me atrajo hacia sí y me dio un abrazo. Apoyé la cabeza sobre su hombro. Ella hizo lo mismo en el mío y nos balanceamos adelante y atrás, como una madre con su hijo.
Seguíamos así cuando la puerta de la cámara se abrió de par en par e irrumpieron los guardias. Se detuvieron, se quedaron un instante mirando los tres cuerpos tirados en el suelo y luego vinieron corriendo hacia nosotros. Yo me encogí, convencido de que nuestro tormento iba a reanudarse en cualquier momento. Los guardias parecieron aliviados de vernos, cosa que me resultó sorprendente. Un sargento recogió las llaves del banco en el que la doctora los había tirado, nos liberó y nos dijo que nos necesitaban de inmediato, porque el rey se estaba muriendo.