El comandante de la Guardia del palacio de Yvenir se cubría la nariz con un pañuelo perfumado. Frente a él había una losa de piedra cubierta de grilletes de hierro, argollas del mismo material y correas de cuero. Ninguna de ellas era necesaria para mantener inmovilizado al ocupante actual de la losa, puesto que sobre ella, tendido, se encontraba el cadáver flácido del torturador jefe del rey, Nolieti, totalmente desnudo a excepción de la tela que le cubría los genitales. Junto al comandante Polchiek se encontraba Ralinge, torturador jefe del duque Quettil y un joven escriba de rostro ceniciento enviado por el comandante Adlain, quien se había puesto a la cabeza del grupo que marcharía en persecución del aprendiz Unoure. Estos tres personajes se encontraban al lado opuesto de la losa que ocupábamos la doctora Vosill, su ayudante (esto es, yo mismo) y el doctor Skelim, médico personal del duque Quettil.
La cámara de tortura que había bajo el palacio de Yvenir era relativamente pequeña y tenía un techo no muy alto. Olía a gran variedad de cosas desagradables, el propio Nolieti incluido. No es que el cuerpo hubiese empezado a descomponerse —la muerte se había producido apenas dos horas antes—, sino que la suciedad y la mugre que se veían en la, por lo demás, pálida piel, evidenciaban que no había sido el más higiénico de los hombres. El comandante de la Guardia, Polchiek, vio que una mosca salía de debajo de la tela que cubría la entrepierna del cadáver y empezaba a ascender por la flácida curva del estómago.
—Mirad —dijo el doctor Skelim señalando la minúscula forma negra que se movía sobre la piel gris y moteada del muerto—. Alguien abandona el barco que se hunde.
—En busca de calor —dijo la doctora Vosill mientras estiraba velozmente el brazo hacia el insecto. Este desapareció un segundo antes de que la mano lo alcanzara. Polchiek se sonrió y a mí también me sorprendió la ingenuidad de la doctora. ¿Cómo era ese proverbio que decía que solo hay una forma de capturar una mosca? Pero entonces los dedos de la doctora se cerraron como dos pinzas en el aire, inspeccionó lo que había entre ellos, los apretó y se limpió los restos en la cadera. Levanto la mirada hacia Polchiek, cuyo rostro exhibía una expresión de sorpresa—. Podría haber saltado sobre cualquiera de nosotros.
El pozo de iluminación que había sobre la losa había sido abierto en la que parecía —a juzgar por la cantidad de polvo y detritos que habían llovido sobre el desgraciado escriba al que la doctora había enviado a encargarse de ello— la primera vez en mucho tiempo. En el suelo, unos candelabros de varios brazos añadían su propia luz a la espantosa escena.
—¿Podemos proceder? —preguntó el comandante de la Guardia de Yvenir en voz tonante. Polchiek era un hombre grande y de elevada estatura, con una gran cicatriz que discurría de su cabellera cana a su barbilla. Un año antes, una caída durante una cacería le había dejado como regalo una rodilla que no podía doblar. Esta era la razón de que Adlain, y no él, hubiera tomado el mando de la persecución—. Nunca me ha gustado asistir a ningún espectáculo aquí abajo.
—Me imagino que a los protagonistas de los eventos tampoco —observó la doctora Vosill.
—Pero ellos no tenían derecho a quejarse —dijo el doctor Skelim manoseando nerviosamente la gorguera mientras su mirada recorría las redondeadas paredes y el techo—. Es un lugar estrecho y opresivo, ¿verdad? —Miró de soslayo al comandante de la Guardia.
Polchiek asintió.
—Nolieti solía quejarse de que apenas había sitio para utilizar un látigo —dijo. El pálido escriba empezó a tomar notas en una pequeña pizarra. La fina punta de la tiza chirriaba agudamente sobre la piedra.
Skelim resopló.
—Bueno, ya no volverá a tener que preocuparse por eso. ¿Se sabe algo sobre Unoure, comandante?
—Sabemos por dónde se marchó —dijo Polchiek—. La partida de búsqueda lo traerá antes de que anochezca.
—¿Creéis que de una pieza? —preguntó la doctora Vosill.
—Adlain está acostumbrado a cazar en estos bosques y mis sabuesos están bien entrenados. Puede que se lleve un mordisco o dos, pero estará vivo cuando se lo entreguen a maese Ralinge —dijo mirando por el rabillo del ojo al hombrecillo bajo y grueso como un barrilete que observaba con una especie de voraz fascinación la herida que había casi había logrado separar la cabeza de Nolieti de sus hombros. Al oír su nombre, el aludido volvió lentamente la vista hacia Polchiek y, con una sonrisa, exhibió una dentadura completa que se jactaba de haber arrancado a sus víctimas para reemplazar sus propias y enfermas piezas. Polchiek emitió un grave gruñido de desaprobación.
—Sí. Bueno, la suerte de Unoure es lo que me preocupa, caballeros —dijo la doctora Vosill.
—¿De veras, señora? —dijo Polchiek sin quitarse el pañuelo de la boca y la nariz—. ¿Y qué es lo que os preocupa? —Se volvió hacia Ralinge—. Creo que su destino está ahora en manos de quienes estamos a este lado de la mesa, doctora. ¿O es que el joven está en una condición médica que podría arrebatarnos la ocasión de interrogarlo sobre lo ocurrido?
—Es muy poco probable que Unoure sea el asesino —dijo la doctora.
El doctor Skelim soltó un bufido despectivo. Polchiek levantó la mirada hacia el techo, que no se encontraba muy lejos. Ralinge siguió sin apartar los ojos de la herida.
—¿De veras, doctora? —dijo el comandante con todo de hastío—. ¿Y qué os lleva a esa curiosa conclusión?
—El hombre está muerto —dijo Skelim, furioso, agitando una de sus pequeñas manos en dirección al cadáver—. Asesinado en su propia cámara. Han visto a su ayudante huir al bosque mientras el cuerpo estaba todavía sangrando. Su amo lo azotaba y le hacía cosas aún peores. Todo el mundo lo sabe. Solo una mujer no repararía en lo evidente.
—Bueno, dejemos que la buena doctora diga lo que tenga que decir —repuso Polchiek—. Yo, al menos, estoy fascinado.
—Doctora, ya —murmuró Skelim mientras apartaba la mirada.
Mi señora ignoró a su colega y se inclinó sobre los desgarrados rebordes de la piel de lo que había sido el cuello de Nolieti. A mi pesar, tragué saliva.
—La herida fue causada por un instrumento serrado, probablemente un cuchillo de grandes dimensiones.
—Asombroso —dijo Skelim sardónicamente.
—Se asestó un solo golpe, de izquierda a derecha —dijo la doctora mientras apartaba los rebordes de piel que había junto a la oreja izquierda del cadáver. Debo confesar que, a estas alturas, su ayudante estaba empezando a sentirse un poco mareado, aunque, al igual que el torturador Ralinge, era incapaz de apartar la mirada de la herida—. Cortó todas las venas principales, la laringe…
—¿La qué? —preguntó Skelim.
—La laringe —dijo la doctora pacientemente mientras señalaba el segado tubo del interior del cuello de Nolieti—. La parte superior de la tráquea.
—Aquí lo llamamos la parte superior de la tráquea —le dijo el doctor Skelim con una sonrisa desagradable—. No necesitamos palabras extranjeras. Solo los pedantes las utilizan para tratar de impresionar a la gente con su espuria sabiduría.
—Pero si miramos más a fondo… —dijo la doctora al tiempo que echaba hacia atrás la cabeza y levantaba parcialmente los hombros del cadáver de la superficie de la losa—. Oelph, ¿quieres poner ese trozo de madera debajo de los hombros, aquí?
Recogí del suelo un pedazo de madera con forma de bloque de verdugo en miniatura y lo coloqué bajo los hombros del cadáver. Estaba empezando a sentirme mareado.
—Sujétalo del pelo, ¿quieres, Oelph? —dijo la doctora mientras apartaba un poco más la cabeza. Se produjo un glutinoso sonido de succión al abrirse la herida. Agarré la cabeza de Nolieti por sus escasos cabellos castaños y, apartando la mirada, tiré de ella.
—Si miramos más a fondo —repitió la doctora con toda tranquilidad mientras se inclinaba sobre la maraña de tejidos y tubos multicolores que habían formado la garganta del torturador jefe— podremos ver que el arma asesina mordió tan profundamente que se hundió en la parte superior de la columna vertebral de la víctima, aquí, en la tercera cervical.
El doctor Skelim volvió a resoplar, pero por el rabillo del ojo vi que se inclinaba sobre la herida abierta. Al otro lado de la mesa oímos el ruido de unas arcadas, y el escriba del comandante Adlain se retorció y metió la cabeza en un desagüe mientras la tablilla caía al suelo y rebotaba con estrépito sobre las piedras. Yo mismo sentí que la bilis me subía a la garganta y tragué saliva para contenerla.
—Aquí. ¿Veis? Alojada en el cartílago de las cuerdas vocales. Una astilla de la vértebra, depositada allí al salir el arma.
—Muy interesante, estoy seguro —dijo Polchiek—. ¿Adónde queréis ir a parar?
—La dirección del corte indica que el asesino era diestro. En todo caso, es casi seguro que usó la mano derecha. La profundidad y el ángulo de penetración apuntan a una persona de gran potencia y refuerzan la idea de que usó su mano favorita, porque la gente no suele ejercer tanta fuerza y precisión con la otra. Además, el ángulo de la herida, la inclinación hacia arriba con respecto a la garganta de la víctima, implica que el asesino le sacaba aproximadamente una cabeza a esta.
—¡Oh, Providencia! —dijo el doctor Skelim en voz alta—. ¿Por qué no le sacamos las entrañas y las leemos como los sacerdotes de la antigüedad para encontrar el nombre del asesino? Os garantizo que dirán «Unoure», o como quiera que se llame ese desgraciado.
La doctora Vosill se volvió hacia él.
—¿Es que no lo veis? Unoure es más bajo que Nolieti, y además es zurdo. No creo que posea una fuerza extraordinaria. Puede que un poco más que un hombre corriente, pero no parece demasiado fornido.
—Puede que estuviera furioso —sugirió Polchiek—. La gente puede hacer demostraciones de fuerza inhumana en circunstancias especiales. Y, según he oído, en lugares como este se producen con cierta frecuencia.
—Y puede que Nolieti estuviera arrodillado en ese momento —señaló el doctor Skelim.
—O que Unoure estuviera subido a un escabel —dijo Ralinge con una voz sorprendentemente suave y sibilante. Sonrió.
La doctora dirigió la vista hacia una pared cercana.
—Nolieti estaba sobre ese banco cuando fue atacado por detrás. La sangre arterial roció el techo y la sangre venosa cayó directamente sobre el banco. No estaba de rodillas.
El escriba terminó de vomitar, recogió la tablilla que se le había caído y volvió a ocupar su lugar, junto a la mesa, con una mirada de disculpas a Polchiek, que lo ignoró.
—¿Señora? —me aventuré a decir.
—¿Sí, Oelph?
—¿Puedo soltarle ya el pelo?
—Sí, claro, Oelph. Te ruego que me perdones.
—¿Qué importa cómo cometió Unoure el acto? —dijo el doctor Skelim—. Debía de estar aquí cuando ocurrió y después escapó. Es evidente que fue él. —Miró con repugnancia a la doctora Vosill.
—Las puertas de la cámara no estaban cerradas ni custodiadas —señaló ella—. Puede que su maestro hubiera enviado a Unoure a algún recado y que al volver se lo encontrara muerto. En cuanto a…
El doctor Skelim sacudió la cabeza y la detuvo alzando una mano.
—Esas fantasías femeninas y vuestra insana fascinación por la mutilación pueden representar una enfermedad mental, señora mía, pero tienen bien poco que ver con el asunto que nos ocupa en este momento, que no es otro que atrapar a ese canalla y sacarle la verdad.
—El doctor tiene razón —dijo Polchiek a mi señora—. Es evidente que sabéis desenvolveros con los cadáveres, señora, pero os ruego que aceptéis que yo no soy menos diestro en mi oficio. En mi experiencia, la fuga es invariablemente un indicio de culpabilidad.
—Puede que Unoure estuviera asustado y nada más —repuso la doctora—. No parecía un hombre muy inteligente. Puede que le entrara el pánico y no se diera cuenta de que escapar era lo más sospechoso que podía hacer.
—Bueno, pronto lo capturaremos —dijo Polchiek con un tono que indicaba que la discusión quedaba zanjada—. Y Ralinge descubrirá la verdad.
Cuando la doctora respondió, lo hizo con un tono venenoso que me da la impresión de que nos sorprendió a todos.
—No me cabe duda —dijo.
Ralinge la miró con una gran sonrisa. El rostro marcado de Polchiek adoptó una expresión sombría.
—Sí, así es —le dijo. Hizo un ademán hacia el cadáver, que seguía entre nosotros—. Ha sido de lo más instructivo, estoy seguro, pero la próxima vez que queráis impresionar a alguno de vuestros superiores con vuestro macabro conocimiento de la anatomía humana, sugiero que no incluyáis entre vuestra audiencia a aquellos de nosotros que tenemos mejores cosas que hacer y, en cualquier caso, a mí. Buenos días.
Dio media vuelta y se dirigió a la puerta. Respondió al saludo de uno de los centinelas, se agachó para no golpearse con el dintel del arco y salió. El escriba que había vomitado levantó una titubeante mirada de sus incompletas notas, con una expresión que indicaba que no sabía qué hacer a continuación.
—Estoy de acuerdo —dijo el doctor Skelim con tono de alivio mientras levantaba su diminuta cara hacia la de la doctora—. Puede que hayáis hechizado a nuestro buen rey, señora, pero a mí no me engañáis. Si tenéis algún aprecio a vuestro propio bienestar, os sugiero que pidáis permiso para marcharos lo antes posible y regreséis al decadente país del que venís. Buenos días.
El pálido escriba volvió a titubear al observar el rostro impasible con el que la doctora observaba cómo se marchaba Skelim de la cámara, apresuradamente y con la cabeza bien alta. Entonces, tras decirle algo a Ralinge, que seguía sonriendo, cerró la tablilla con un golpe y fue tras el pequeño doctor.
—No les gustáis —le dijo a la doctora el torturador jefe del duque Quettil. Su sonrisa se ensanchó aún más—. Pero a mí sí.
Mi señora lo miró desde el otro lado de la losa durante unos segundos y entonces levantó las manos y dijo:
—Oelph. Una toalla húmeda, por favor.
Fui corriendo a buscar una jarra de agua de un banco, saqué una toalla del maletín de la doctora, la empapé y a continuación contemplé cómo se lavaba ella las manos sin apartar la mirada del hombrecillo rollizo que había al otro lado de la losa. Le pasé una toalla seca. Se secó las manos.
Ralinge seguía sonriendo.
—Puede que penséis que detestáis lo que soy, señora doctora —dijo en voz baja. Su espantosa dentadura distorsionaba sus palabras—. Pero sé cómo proporcionar placer, además de dolor.
La doctora me devolvió la toalla y dijo:
—Vámonos, Oelph. —Saludó a Ralinge con un asentimiento de cabeza y nos encaminamos a la puerta.
—Y el dolor también puede ser placentero —dijo Ralinge a nuestra espalda. Sentí que se me ponía la carne de gallina y me volvían las ganas de vomitar. La doctora no reaccionó.
—Es solo un resfriado, señor.
—Ja. Solo un resfriado. Sé de gente que ha muerto de un resfriado.
—Sí, señor, pero no será vuestro caso. ¿Cómo está hoy vuestro tobillo? Vamos a echarle un vistazo, si os parece.
—Creo que está mejorando. ¿Vas a cambiar el vendaje?
—Por supuesto. Oelph, ¿te importa…?
Saqué la venda y algunos instrumentos del maletín de la doctora y los deposité sobre la enorme cama del rey. Estábamos en los aposentos privados de su majestad, el día después del asesinato de Nolieti.
Las habitaciones del rey en Yvenir se encuentran en una espléndida zona abovedada, situada en el ala trasera del palacio, por encima de lo que es el techo de la parte principal del gran edificio. La cúpula, cubierta de pan de oro, está un poco apartada de las terrazas del tejado y separada de ellas por un elegante jardincillo. Como el nivel del tejado se encuentra justo encima de los árboles más altos de la cresta de las colinas que hay a este lado del valle, la vista desde las ventanas orientadas al norte, por las que entra la luz en los aposentos más espaciosos y bien ventilados, no contiene otra cosa que el cielo sobre la geométrica perfección de los jardines y la balaustrada de marfil blanco que marca sus límites. Esto otorga al apartamento la atmósfera extraña y encantada de algo ajeno al mundo real. Me atrevo a decir que el aire de la montaña contribuye a crear este efecto de pureza aislada, pero hay algo muy especial en la ausencia del mundano desorden de un paisaje creado por los hombres, algo que proporciona al lugar su singularidad.
—¿Estaré lo bastante recuperado para el baile de la próxima luna menor? —preguntó el rey a la doctora mientras observaba cómo preparaba el nuevo vendaje para su tobillo. A decir verdad, el viejo estaba inmaculado, puesto que el rey se había metido en cama aquejado de un pequeño dolor de garganta y unos ataques de tos poco después de que se nos comunicara la noticia de la muerte de Nolieti en el Jardín Oculto, el día anterior.
—Imagino que podréis acudir, señor —dijo la doctora—. Pero tratad de no estornudar encima de todo el mundo.
—Soy el rey, Vosill —le dijo su majestad mientras se sonaba en un pañuelo limpio—. Estornudaré sobre quien me plazca.
—Entonces contagiaréis vuestro humor a los demás, quienes lo incubarán mientras vos os recuperáis y es posible que más adelante estornuden inadvertidamente en vuestra presencia y vuelvan a infectaros, con lo que volveréis a incubar el mal mientras ellos se recuperan y así sucesivamente.
—No me des lecciones, doctora. No estoy de humor para ello. —El rey miró la desmoronada montaña de almohadones en los que se apoyaba, abrió la boca para llamar a un criado, pero entonces se puso a estornudar y sus rubios mechones bailaron mientras su cabeza se meneaba adelante y atrás. La doctora se levantó de su silla y, mientras él seguía estornudando, lo enderezó un poco y colocó en su sitio los almohadones. El rey la miró, sorprendido.
—Eres más fuerte de lo que pareces, ¿sabes, doctora?
—Sí, señor —dijo ella con una sonrisa modesta mientras reanudaba su labor con el vendaje—. Y también más débil de lo que debiera. —Vestía igual que el día anterior. Su larga cabellera roja estaba preparada con más cuidado de lo normal, cepillada y trenzada, y le llegaba casi hasta la fina cintura. Se volvió hacia mí y me di cuenta de que la estaba mirando fijamente. Bajé la vista hacia el suelo.
Bajo las mantas de la gran cama asomaba un trozo de tela de color crema que me resultaba curiosamente familiar. Estuve preguntándome de qué me sonaba durante unos segundos hasta que, con una punzada de envidia por las prerrogativas que asistían a los reyes, comprendí que formaba parte del atuendo de una de las pastorcillas. Volví a esconderlo bajo las mantas con el pie.
El rey se recostó sobre los almohadones.
—¿Qué noticias hay de ese muchacho que escapó? El que asesinó a mi torturador jefe.
—Lo han cogido esta mañana —dijo la doctora mientras desataba el vendaje viejo—. Sin embargo, no creo que sea el asesino.
—¿De veras? —preguntó el rey.
Personalmente, amo, no creo que su tono de voz indujese a pensar que le importaba lo que la doctora pensara sobre el particular, pero ella se lo tomó como un permiso para explicar, con cierta abundancia de detalles —sobre todo si tenemos en cuenta que su interlocutor era un hombre que, por muy importante que fuera, tenía un resfriado y acababa de tomar un frugal desayuno—, por qué estaba convencida de que Unoure no había asesinado a Nolieti. Tango que decir que entre los demás aprendices, pajes y ayudantes, reunidos en la cocina la pasada noche, la opinión generalizada era que el único aspecto extraño del crimen era la razón de que Unoure hubiese tardado tanto en cometerlo.
—Bueno —dijo el rey—. Me atrevo a augurar que el hombre de Quettil le sacará la verdad.
—¿La verdad, señor? ¿O lo que se requiere para satisfacer los prejuicios de quienes ya están seguros de conocerla?
—¿Qué? —dijo el rey mientras se frotaba la enrojecida nariz.
—Esa costumbre bárbara de la tortura, señor. No obtiene otra verdad que la que quienes dan las órdenes al interrogador quieren escuchar, porque las torturas empleadas son tan terribles que los reos confesarían cualquier cosa, o, para ser más precisos, todo aquello que creen que sus torturadores esperan oír, con la esperanza de que cesen sus tormentos.
El rey la miró con una expresión de confusión e incredulidad.
—Los hombres son bestias, Vosill. Bestias mentirosas. A veces, el único modo de obtener la verdad es arrancársela. —Estornudó con fuerza—. Mi padre me lo enseñó.
La doctora lo miró durante un prolongado momento, antes de empezar a deshacer el vendaje viejo.
—Sí. Bueno, estoy segura de que no podía estar equivocado —dijo. Mientras sujetaba el pie del rey con una mano, deshizo el vendaje con la otra. Empezó a sorber por la nariz.
El rey, que también estaba haciéndolo, la miró.
—¿Doctora Vosill? —preguntó al fin, una vez que su tobillo quedó libre del vendaje y la doctora me lo entregó para que lo guardara.
—¿Señor? —preguntó ella mientras se limpiaba los ojos en la manga y apartaba la mirada de Quience.
—Señora, ¿os he ofendido?
—No —dijo rápidamente—. No, señor. —Hizo ademán de iniciar la colocación de nuevo vendaje, pero entonces lo dejó a un lado y su boca emitió un chasquido de exasperación. Inspeccionó la pequeña herida en proceso de curación que el rey tenía en el tobillo y me ordenó que fuera a buscar agua y jabón, que yo ya había traído y tenía preparados junto a la cama. Pareció molestarse un poco al verlo, pero rápidamente se puso a limpiar la herida, lavó y secó el pie del rey y empezó a ponerle el nuevo vendaje.
El rey parecía un poco incómodo mientras se producía todo este proceso. Cuando finalmente la doctora hubo terminado, la miró y dijo:
—¿Esperáis ese baile con impaciencia, doctora?
Ella esbozó una pequeña sonrisa al oír esto.
—Por supuesto, majestad.
Guardamos nuestras cosas. Cuando nos disponíamos a marcharnos, el rey alargó el brazo y tomó la mano de la doctora. Había una luz de preocupación e inseguridad en sus ojos que no creo haber visto antes. Dijo:
—Las mujeres soportan el dolor mejor que los hombres, según dicen, doctora. —Sus ojos parecieron escudriñar los de ella—. Aunque nosotros somos los que nos quejamos cuando se nos pregunta.
La doctora miró su propia mano, asida aún por la del rey.
—Las mujeres soportamos mejor el dolor porque tenemos que dar a luz, señor —dijo en voz baja—. Por lo general, este dolor se considera inevitable, pero quienes tienen mi misma vocación tratan de aliviarlo en la medida de lo posible. —Levantó la cabeza y lo miró a los ojos—. Y solo nos convertimos en bestias, o en algo peor que las bestias, cuando torturamos a otros.
Le soltó la mano cuidadosamente, recogió su maletín y, con una pequeña reverencia de despedida, se volvió y se encaminó a las puertas. Yo vacilé un segundo, convencido de que el rey iba a llamarla, pero no lo hizo. Permaneció allí, sentado en su vasta cama, con aire dolido y sin dejar de sorber por la nariz. Me incliné ante él y fui tras la doctora.
Unoure nunca fue interrogado. Pocas horas después de que lo capturaran y lo trajeran a palacio, mientras la doctora y yo estábamos atendiendo al rey y Ralinge preparaba la cámara para su inquisición, un guardia se asomó a la celda en la que el joven estaba preso. De algún modo, Unoure había logrado cortarse el cuello con un pequeño cuchillo. Estaba encadenado de pies y manos, y lo habían desnudado de cintura para arriba antes de meterlo en la celda. El cuchillo estaba encajado por el pomo en una grieta de la pared de piedra, más o menos a la altura de su cintura. Unoure había tensado las cadenas al máximo, se había arrodillado delante de él y se había rebanado el cuello con la hoja, para luego dejarse caer y desangrarse hasta la muerte.
Entiendo que los dos comandantes estuvieran furiosos. Los guardias a los que se había encomendado su custodia tuvieron suerte de que no los sometieran a ellos al interrogatorio. Finalmente se decidió que Unoure debía de haber dejado el cuchillo allí antes de atacar a Nolieti, para el caso de que lo capturaran y lo trajeran de nuevo al palacio.
Es posible que la posición que ocupábamos la doctora y yo significase que sabíamos poco y nuestra opinión valía aún menos, pero ninguno de nosotros había tenido nunca la ocasión de percibir en Unoure la inteligencia, la capacidad de precisión y la astucia necesarias para que esta explicación resultara siquiera remotamente convincente.
Quettil: Mi buen duque, cuánto me alegro de veros. ¿No os parece espléndida la vista?
Walen: Mmmm. ¿Os encontráis bien, Quettil?
Q: Perfectamente. ¿Y vos?
W: Regular.
Q: Pensé que podíais querer sentaros. ¿Veis? He hecho que prepararan unas sillas.
W: Gracias, no. Vamos a dar un paseo por allí…
Q: Oh. Bien. Muy bien… Bueno, aquí estamos. Disfrutando de una vista extraordinaria. Sin embargo, no creo que me hayáis citado aquí para admirar mis propias tierras.
W: Mmmm.
Q: Permitidme hacer una conjetura. Albergáis sospechas sobre… ¿Cómo se llamaba? ¿Nolieti? Sobre la muerte de Nolieti. O más bien sobre su muerte y la de su aprendiz.
W: No. Creo que ese asunto está cerrado. La muerte de un par de torturadores no tiene la menor importancia para mí. El suyo es un oficio que, aunque necesario, me resulta despreciable.
Q: ¿Despreciable? Oh, no. Nada de eso. Yo más bien lo considero una forma de arte, según la más elevada concepción del término. El mío, Ralinge, es un auténtico maestro. Si me he guardado de cantar sus alabanzas ante Quience es solo por temor a que me lo quite, cosa que resultaría muy enojosa. Me vería privado de algo muy importante para mí.
W: Mis preocupaciones tienen que ver con alguien que practica el oficio de aliviar el dolor, no el de causarlo.
Q: ¿De veras? Ah, ¿os referís a esa mujer que se hace llamar doctora? Sí, ¿qué ve el rey en ella? ¿Por qué no la mete en su cama y acaba con esto de una vez?
W: Puede que ya lo haya hecho, aunque lo más probable es que no. Ella lo mira de un modo que me induce a pensar que no le importaría…, pero la verdad es que me da igual. La cuestión es que su majestad parece convencido de su excelencia como doctora.
Q: ¿Y…? ¿Es que preferiríais ver a otro en su lugar?
W: Sí. A cualquiera. Y además creo que es una espía. O una bruja. O ambas cosas.
Q: Ya veo. ¿Se lo habéis dicho al rey?
W: Pues claro que no.
Q: Aja. La opinión de mi médico coincide en gran medida con la vuestra, si eso os sirve de algún consuelo. Cosa que no os recomiendo, puesto que es un necio pomposo que sabe tanto de curar enfermedades como el resto de esos carniceros sanguinarios.
W: Sí, en efecto. Sin embargo, estoy convencido de que vuestro médico es un doctor tan capacitado como el que más, así que me alegra que comparta mi opinión sobre esa mujer, Vosill. Puede resultar útil llegado el caso de convencer al rey sobre su incompetencia. Puedo deciros que el comandante Adlain comparte mis aprensiones, así como mi convencimiento de que aún no es posible actuar contra ella. Por eso quería hablar con vos. ¿Puedo confiar en vuestra discreción? Se trata de algo que habría que hacer a espaldas del rey, aunque con el fin de protegerlo.
Q: Mmmm. Sí, claro, mi buen duque. Adelante. Nada saldrá de estas cuatro paredes. Bueno, balaustradas…
W: ¿Tengo vuestra palabra?
Q: Por supuesto, por supuesto.
W: Adlain y yo habíamos acordado que, en caso necesario, la mujer podía ser interrogada… sin que el rey se enterara de ello.
Q: Ah, ya veo.
W: El plan debía de llevarse a cabo en el viaje de Haspide aquí. Pero ahora que estamos aquí, Nolieti ha muerto. Quisiera preguntaros si estaríais dispuesto a participar en un plan similar. Si vuestro torturador, Ralinge, es tan eficiente como decís, no tendrá la menor dificultad en extraerle la verdad a esa mujer.
Q: Desde luego, hasta la fecha, ninguna mujer que yo recuerde ha podido resistirse a él a ese respecto.
W: Bien. En tal caso, ¿podrías encargaros de que parte de la guardia la aprehendiera, o a menos permitiera que otros lo hicieran sin interferencias?
Q: … Ya veo. ¿Y por qué razón iba yo a hacer tal cosa?
W: ¿Razón? ¡Vaya, pues por la seguridad del rey, señor!
Q: Que es, por descontado, mi principal preocupación, al igual que, evidente e indudablemente, la vuestra, mi querido duque. Sin embargo, sin mediar alguna acción acusadora por parte de la mujer, podría parecer que estabais actuando movido únicamente por la aversión que le profesáis, por merecida que esta sea.
W: Mis filias y fobias se basan única y exclusivamente en los intereses de la casa real y me gustaría pensar que mis servicios a lo largo de los últimos años, o más bien décadas, así lo demuestran. A vos esa mujer os trae sin cuidado. ¿Estáis diciendo que tenéis alguna objeción?
Q: Tenéis que entender mi punto de vista, querido Walen. Mientras estéis todos aquí, la responsabilidad por vuestro bienestar recae sobre mis hombros. En esta ocasión, solo unos días después de la llegada de la corte a Yvenir, uno de sus miembros ha sido asesinado, y el culpable ha escapado del interrogatorio y el castigo que en puridad debería haberle correspondido. Esto me causa un enorme desagrado, señor, y solo el hecho de que el asunto haya terminado casi antes de empezar, y de que parece ser cosa de la corte, impide que me sienta aún más ultrajado. A pesar de ello, creo que Polchiek no comprende lo cerca que ha estado de recibir unos cuantos latigazos. Y querría añadir que el comandante de la Guardia sospecha que hay algo extraño en el asunto, que la muerte del aprendiz podría haber sido orquestada por alguien que se beneficiaría de su silencio. Pero, en todo caso, si tras un asesinato y un suicidio como los que hemos sufrido, llegara a desaparecer una favorita del rey, no me quedaría más remedio que castigar a Polchiek con la máxima severidad. Mi honor no quedaría satisfecho con menos y es muy posible que se viera menoscabado a pesar de ello. Necesitaría las pruebas más irrefutables de que la mujer es un peligro para el rey antes de apoyar una acción semejante.
W: Mmmm. Supongo que la única prueba que aceptaríais sería el cadáver del rey, y que con eso estaríais satisfecho.
Q: Duque Walen, espero que vuestra inteligencia os permita encontrar el modo de desenmascarar a esa mujer antes de que tal cosa llegue a ocurrir.
W: Y yo. De hecho, tengo un proyecto en marcha con ese fin.
Q: ¿Lo veis? ¿Y de qué se trata?
W: De algo que dará fruto muy pronto.
Q: ¿No vais a contármelo?
W: Es una desgracia que no podamos complacernos mutuamente, Quettil.
Q: Sí, ¿verdad?
W: No tengo nada más que decir, creo.
Q: Muy bien. Eh, duque…
W: ¿Señor?
Q: Supongo que puedo contar con que la mujer no desaparezca misteriosamente mientras la corte siga en Yvenir, ¿verdad? Si tal cosa ocurriera, tendría que sopesar con mucho cuidado que revelar a su majestad de cuanto acabáis de revelarme a mí.
W: Me habéis dado vuestra palabra…
Q: Bueno, sí, mi querido Walen. Pero estoy seguro de que coincidiréis conmigo es que mi lealtad principal es para con el rey, no para con vos. Si llegara a la conclusión de que el rey está siendo engañado sin una buena razón, mi deber sería informarle de ello.
W: Siento haberos molestado, señor. Parece que los dos hemos perdido el tiempo esta mañana.
Q: Buenos días, Walen.
Esto también lo encontré más tarde, no en el diario de la doctora sino en otros documentos (que he editado ligeramente para presentar una narración más continua). El elemento común en ambos pasajes es la presencia de Walen, pero la verdad es que —sobre todo teniendo en cuenta lo que ocurrió después— no sé qué pensar al respecto, simplemente. Yo me limito a registrar. No juzgo. Ni siquiera me atrevo a ofrecer especulaciones.