22 El guardaespaldas

El hijo del protector aún se aferraba a la vida. Las convulsiones y su falta de apetito habían dejado a Lattens tan débil que apenas era capaz de levantar la cabeza para beber. Durante varios días, su estado mejoró un poco, pero entonces recayó y pareció volver a encontrarse a las puertas de la muerte.

UrLeyn estaba angustiado. Los criados decían que recorría sus aposentos hecho una furia, arrancando las sábanas, tirando los tapices, rompiendo los ornamentos y muebles y cortando los retratos con un cuchillo. Empezaron a limpiarlos desperfectos cuando fue a visitar a Lattens, pero al regresar, UrLeyn los echó de allí y a partir de entonces prohibió que nadie entrara en su cuarto.

El palacio parecía un lugar terrible, desierto, su atmósfera contaminada por la furia impotente y la desesperación de un hombre destrozado. UrLeyn permaneció todo este tiempo en sus desordenados aposentos, de los que solo salía cada mañana y cada tarde para visitar a su hijo, y cada noche para ir al harén, donde se acostaba, normalmente con Perrund, con la cabeza apoyada en su regazo o sobre su pecho mientras ella le acariciaba el pelo hasta que se quedaba dormido. Pero esta paz nunca duraba mucho, y pronto se removía en su sueño, gritaba y despertaba, y entonces se levantaba y regresaba a sus habitaciones, envejecido y ojeroso, devorado por la desesperación.

El guardaespaldas DeWar dormía en un jergón, en el pasillo de la puerta de sus aposentos. Pasaba la mayor parte del día recorriendo este pasillo de un lado a otro, meditando y esperando a que UrLeyn hiciera una de sus raras apariciones.

El hermano del Protector, RuLeuin, fue a verlo. Esperó pacientemente en el pasillo con DeWar, y entonces, cuando UrLeyn salió de su cuarto y se encaminó a paso vivo a la habitación de su hijo, RuLeuin se situó a su lado junto con DeWar y trató de hablarle, pero UrLeyn lo ignoró y le dijo a DeWar que no dejara que nadie lo molestase hasta que él mismo lo dijera. El guardaespaldas transmitió esta orden a YetAmidous, ZeSpiole e incluso el doctor BreDelle.

YetAmidous no creyó lo que le decían. Pensó que DeWar estaba tratando de mantener al general aislado de todos ellos.

Un día se plantó en el pasillo, como si quisiera desafiar a DeWar a tratar de desalojarlo. Cuando se abrieron las puertas de los aposentos de UrLeyn, YetAmidous hizo a un lado el brazo extendido de DeWar, se aproximó al Protector y dijo:

—¡General! ¡Tengo que hablar con vos!

Pero UrLeyn se limitó a mirarlo desde la entrada y luego, sin decir palabra, cerró la puerta desde dentro antes de que YetAmidous pudiera llegar. La llave giró en la cerradura. YetAmidous se quedó unos momentos junto a ella, furioso, y entonces dio media vuelta y se marchó, ignorando a DeWar.

—¿De veras no queréis ver a nadie, señor? —preguntó DeWar un día, mientras se dirigían al cuarto de Lattens.

Pensó que UrLeyn no respondería, pero al cabo de un instante este dijo:

—No.

—Tienen que hablar de la guerra con vos, señor.

—¿Sí?

—Sí, señor.

—¿Cómo va la guerra?

—No muy bien, señor.

—Bueno, no muy bien. ¿Y qué más da eso? Diles que hagan lo que haya que hacer. A mí ya no me preocupa.

—Con todo el respeto, señor…

—Tu respeto por mí se expresará de ahora en adelante hablando solo cuando te hable yo, DeWar.

—Señor…

—¡Señor! —dijo UrLeyn. Giró sobre sus talones y forzó al otro hombre a retroceder hasta que tuvo la espalda pegada a la pared—. Guardaréis silencio hasta que os ordene hablar u os haré expulsar del edificio. ¿Lo entendéis? Podéis responder sí o no.

—Sí, señor.

—Muy bien. Eres mi guardaespaldas. Puedes guardarme las espaldas. Nada más. Vamos.

La guerra, en efecto, no iba nada bien. En el palacio todo el mundo sabía que no se habían tomado más ciudades y, de hecho, las fuerzas de los barones habían recuperado una. Si el mensaje con la orden de capturar a los rebeldes había logrado llegar a su destino, entonces esta no estaba siendo obedecida o era imposible de cumplir. Las tropas desaparecían en las tierras de Ladenscion y parecía que solo regresaban aquellos heridos que podían caminar, con historias de confusión y terror. Los ciudadanos de Crough empezaron a preguntarse cuándo podrían volver los hombres que se habían marchado a la guerra y a quejarse de los impuestos adicionales que se habían establecido con motivo de ella.

Los generales que se encontraban en el frente pedían más tropas, pero ya casi no quedaban. La guardia de palacio se había dividido en dos, y con una de las mitades se había formado una compañía de piqueros que se había mandado a la guerra. Hasta los eunucos de la guardia del harén habían sido obligados a alistarse. Los generales y demás funcionarios que trataban de administrar el país y dirigir la guerra mientras UrLeyn permanecía aislado no sabían qué hacer. Se rumoreaba que el comandante ZeSpiole había sugerido que lo único que podía hacerse era llamar de regreso a las tropas, quemar la parte ocupada de Ladenscion y dejárselo a los malditos barones. También se decía que cuando había expresado esta opinión, en la misma mesa donde UrLeyn había celebrado su último consejo de guerra media luna antes, el general YetAmidous había dejado escapar un terrible rugido y, tras ponerse en pie de un salto y desenvainar la espada, había jurado que cortaría la lengua del próximo que traicionara los deseos de UrLeyn y sugiriera una cobardía parecida.

Una mañana, DeWar acudió al harén y solicitó que lo atendiera lady Perrund.

—Caballero DeWar —dijo ella, sentada en un sofá. Él se sentó en otro, al otro lado de una mesita.

Señaló con un ademán la caja de madera y el tablero que había sobre la mesa.

—Pensé que podíamos jugar una partida de La disputa del líder. ¿Te apetece?

—Mucho —dijo Perrund. Desplegaron el tablero y colocaron las piezas.

—¿Qué noticias hay? —preguntó ella mientras empezaban a jugar.

—Del niño, nada nuevo —respondió DeWar con un suspiro—. La niñera dice que anoche durmió un poco mejor, pero apenas reconoce a su padre y cuando habla, lo que dice no tiene sentido. Con respecto a la guerra, sí hay noticias, pero no son buenas. Los últimos informes eran confusos, pero parece que tanto Simalg como Ralboute están retirándose. Si se tratase de un simple repliegue, podría haber esperanzas, pero la naturaleza de los informes me induce a pensar que en realidad se trata de una desbandada en toda regla, o algo que se le parece mucho.

Perrund se lo quedó mirando, con los ojos abiertos de par en par.

—Providencia. ¿Tan mal están las cosas?

—Me temo que sí.

—¿Tassasen está en peligro?

—Espero que no. Los barones no tienen los recursos suficientes para invadirnos, y tendrían que quedar tropas suficientes para montar una defensa adecuada en caso de que lo hicieran, pero…

—Oh, DeWar, suena muy mal. —Lo miró a los ojos—. ¿Lo sabe UrLeyn?

DeWar sacudió la cabeza.

—No quiere saber nada. Pero YetAmidous y RuLeuin están hablando de esperar en la puerta del cuarto de Lattens esta tarde y exigirle que los escuche.

—¿Crees que lo hará?

—Creo que es posible. Pero también es posible que huya al verlos, que ordene a los guardias que los echen, o que los aparte sin hacerles caso o que los ataque. —Cogió su protector y le dio varias vueltas entre los dedos antes de devolverlo a su lugar en el tablero—. No sé lo que hará. Espero que los escuche. Espero que vuelva a comportarse con normalidad y reasuma el gobierno, que es lo que tendría que hacer. No puede seguir mucho tiempo así sin que los miembros de la junta militar empiecen a pensar que estaríamos mejor sin él. —Miró a Perrund a los ojos—. No puedo hablar con él —le dijo. Pensó que hablaba como un niño pequeño—. Literalmente, lo tengo prohibido. Si creyera que puedo decirle algo, lo haría, pero ha amenazado con retirarme del puesto si hablo sin su permiso expreso y creo que es capaz de hacerlo. Así que si quiero seguir protegiéndolo, debo permanecer en silencio. Sin embargo, alguien debe decirle a qué estado han llegado las cosas. Si YetAmidous y RuLeuin no tienen éxito esta tarde…

—¿Debería intentarlo yo, esta noche? —dijo Perrund con voz tensa.

DeWar bajó la mirada un instante y luego volvió a levantarla hacia ella.

—Siento tener que pedírtelo, Perrund. Solo puedo pedírtelo. Ni siquiera me atrevería a hacerlo si la situación no fuese desesperada. Pero lo es.

—Puede que no quiera escuchar a una concubina lisiada, DeWar.

—En este momento, Perrund, no hay nadie más. ¿Lo intentarás?

—Por supuesto. ¿Qué debo decirle?

—Lo que te he dicho. Que la guerra está a punto de perderse. Que Ralboute y Simalg están retrocediendo y que, aunque cabe la posibilidad de que se trate de una retirada ordenada, todo indica que no es así. Que la junta militar está descontenta con él, que sus miembros no pueden decidir lo que hay que hacer y que lo único en lo que están de acuerdo es en que un líder que no lidera no sirve de nada. Debe recuperar su confianza y su respeto antes de que sea demasiado tarde. La ciudad, y hasta el país entero, está empezando a darle la espalda. Cunde el descontento y corren rumores catastróficos y está empezando a extenderse una peligrosa nostalgia por lo que la gente llama «los viejos tiempos». Dile todo lo que pueda soportar, o todo cuanto tengas valor para decirle, señora, pero ten cuidado. Ya le ha levantado la mano a sus servidores, y no estaré allí para protegerte ni protegerlo a él.

Perrund lo miró con serenidad.

—Es muy difícil lo que me pides, DeWar.

—Lo es. Y siento tener que pedírtelo a ti, pero la situación es crítica. Si hay algo que pueda hacer para ayudarte, solo tienes que pedirlo, y lo haré si esta en mi mano.

Perrund aspiró hondo. Miró el tablero. Con una sonrisa vacilante, hizo un ademán hacia las piezas que los separaban y dijo:

—Bueno, podrías mover.

DeWar esbozó una sonrisa pequeña y triste, idéntica a la de ella.

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