24 El guardaespaldas

El guardaespaldas DeWar despertó de un sueño en el que volaba. Permaneció en la oscuridad los pocos momentos que tardó en despertar del todo, en recordar dónde estaba, quién era, lo que era y lo que le había estado ocurriendo.

El peso del conocimiento de todo lo que había ido mal últimamente recayó sobre él como una docena de capas de malla arrojadas una a una sobre su cama. Hasta emitió un pequeño gemido al rodar sobre su estrecho camastro y tumbarse con un brazo detrás de la cabeza y la mirada perdida en la negrura.

La guerra de Ladenscion se había perdido. Era tan simple como eso. Los barones habían conseguido todo lo que siempre habían pedido y más, por la fuerza. Los duques Simalg y Ralboute estaban de regreso a casa con los maltrechos y desesperanzados restos de sus ejércitos.

Lattens se había acercado un paso más a la muerte y lo que quiera que tuviese se había mostrado inaccesible a todos los remedios probados por los médicos.

El día anterior, UrLeyn había participado en un consejo de guerra, una vez que había terminado por enterarse de la magnitud de la catástrofe de Ladenscion por medio de un sinfín de informes y mensajes codificados, pero había permanecido todo el tiempo con la mirada clavada en la superficie de la mesa y sin articular otra cosa que algún que otro monosílabo. Había mostrado algo más de animación, e incluso una sombra de su antiguo yo, al culpar sin paliativos a Simalg y Ralboute por la debacle, pero incluso esta explosión había parecido, hacia el final, carente de fuerzas y forzada, como si el Protector ya no fuera capaz de mantener ni su cólera.

Se había decidido que no podía hacerse gran cosa. Los ejércitos regresarían y se haría lo que se pudiese por los enfermos y heridos. Habría que fundar un nuevo hospital para ello. El ejército se reduciría al mínimo necesario para la defensa de Tassasen. Ya se habían producido perturbaciones en un puñado de ciudades, pues el pueblo, que hasta entonces se había limitado a murmurar contra los nuevos impuestos establecidos para costear la guerra, al enterarse de que todos sus sacrificios habían sido en vano, había montado en cólera. Habría que bajar los impuestos para calmar al populacho, de modo que varios proyectos tendrían que ser suspendidos o abandonados. En algún momento, una vez que las cosas se hubiesen calmado, habría que entablar negociaciones con los barones victoriosos, a fin de regularizar las cosas.

UrLeyn asintió a todo esto sin que aparentemente le interesara nada de ello. Los demás podían ocuparse. Dejó el consejo para volver junto a la cama de su hijo.

Seguía sin dejar que la servidumbre entrara en sus apartamentos, donde pasaba casi todo el tiempo. Todos los días estaba una o dos campanadas en el cuarto de Lattens. Solo visitaba el harén de forma errática, y a menudo se limitaba a hablar con las concubinas mayores y especialmente con lady Perrund.

DeWar sintió una mancha de humedad en la almohada, donde su mejilla había descansado durante la noche. Se volvió de costado y tocó de manera ausente el pliegue en el que debía de haber babeado mientras dormía. Qué indignos nos volvemos en nuestro sueño, pensó mientras frotaba entre los dedos el húmedo triángulo de tejido. Puede que se hubiese chupado el dedo mientras dormía, pensó. ¿Sería así? ¿Hacía eso la gente? Puede que los niños…

Salió de la cama, se puso el pantalón dando saltos y soltando maldiciones, se abrochó el cinto de la espada, recogió la camisa al tiempo que abría la puerta de una patada, corrió entre las sombras que el amanecer temprano proyectaba en su pequeño cuarto y salió al pasillo, donde los sorprendidos criados estaban apagando las velas. Corrió como una exhalación, con el ruido sordo de sus pasos sobre los tablones de madera. Se puso la camisa como pudo.

Estaba buscando un guardia para decirle que lo siguiera, pero no había ninguno a la vista. Al doblar el recodo que lo llevaría hacia la habitación de Lattens, tropezó con una sirviente que llevaba una bandeja de desayuno y la tiró al suelo. Le gritó una disculpa sin dejar de correr.

Había un guardia en la puerta de Lattens, adormilado en una silla. DeWar derribó el asiento de una patada y le gritó al hombre que lo siguiera mientras cruzaba la puerta.

La niñera levantó los ojos desde la ventana junto a la que había estado leyendo. Con los ojos abiertos de par en par, miró el pecho desnudo de DeWar, que la camisa abierta dejaba ver. Lattens yacía inmóvil en su cama. En una mesilla situada junto a su cabeza había una jofaina y una tela. La niñera pareció encogerse un poco al ver que DeWar se acercaba a la cama a grandes zancadas. DeWar oyó que el guardia lo seguía. Volvió la cabeza un segundo y dijo:

—Sujétala. —Señaló con un gesto de la cabeza a la niñera, quien se puso pálida. El guardia, inseguro, se movió hacia ella.

DeWar se colocó junto al niño. Le tocó el cuello y sintió un débil pulso. Aferrado al puño del niño estaba el jirón de tela amarilla que era su chupete. DeWar se lo quitó con toda la delicadeza que pudo, y una vez hecho esto, se volvió hacia la niñera. El guardia se encontraba a su lado y la tenía agarrada por la muñeca.

La niñera abrió los ojos de par en par. Con el brazo que no estaba sujeto, empezó a golpear al guardia, quien tras un forcejeo, logró controlarla e inmovilizarla. Ella trató entonces de emprenderla a puntapiés, pero el guardia le dio la vuelta, le estiró el brazo a la espalda y tiró de él hasta que la mujer se retorció y gritó, con el rostro a la altura de sus rodillas.

DeWar inspeccionó el extremo gastado del chupete mientras el guardia lo miraba, asombrado, y la mujer lloraba entrecortadamente. Probó a pasar levemente la lengua por el material. Sabía a algo. Era un sabor dulce y un poco acre al mismo tiempo. Escupió en el suelo y luego se apoyó sobre una rodilla para situarse a la altura de la cara colorada de la niñera. Sostuvo el chupete frente a la cara de la mujer.

—¿Es así como habéis estado envenenando al niño, señora? —preguntó en voz baja.

La mujer miró con los ojos bizcos el trozo de tela. La punta de su nariz goteaba lágrimas y mocos. Al cabo de unos instantes, asintió.

—¿Dónde está la solución?

—Eh… Bajo la silla de la ventana —dijo con voz temblorosa.

—Que no se mueva de ahí —ordenó DeWar al guardia. Se acercó a la ventana, tiró los cojines del asiento pegado a la pared, abrió la tapa de madera y metió la mano dentro. Empezó a sacar juguetes y algunas prendas hasta encontrar un pequeño tarro opaco. Se lo llevó a la niñera.

—¿Es esto?

La mujer asintió.

—¿De dónde ha salido?

La niñera sacudió la cabeza. DeWar sacó el puñal. Ella gritó, y se debatió en los brazos del guardia, hasta que este volvió a apretar, y entonces se quedó allí, colgada de ellos, jadeante. DeWar le acercó el puñal a la nariz.

—¡Lady Perrund! —gritó la niñera—. Lady Perrund.

DeWar se quedo helado.

—¡Lady Perrund! ¡Ella me da los tarros! ¡Lo juro!

—No me lo creo —dijo DeWar. Hizo una seña al guardia, quien levantó un poco más el brazo de la mujer. Esta chilló de dolor.

—¡Es la verdad! ¡La verdad! ¡Es la verdad! —gritó.

DeWar se sentó en cuclillas. Miró al guardia y sacudió la cabeza una vez. El hombre volvió a relajar los brazos. El llanto de la mujer sacudía su retorcido cuerpo de un lado a otro. DeWar guardó el cuchillo y frunció el ceño. Otros dos hombres de uniforme irrumpieron ruidosamente en la habitación, con las espadas en la mano.

—¿Señor? —dijo uno de ellos mientras recorría la escena con la mirada.

DeWar se puso en pie.

—Proteged al niño —dijo a la pareja que acababa de entrar—. Llevádsela al comandante ZeSpiole —ordenó al que sujetaba a la niñera—. Decidle que han envenenado a Lattens y ella es la responsable.

Se metió la camisa mientras se dirigía rápidamente hacia los aposentos de UrLeyn. Otro guardia, alertado por el revuelo, se le acercó corriendo. DeWar lo envió con el hombre que llevaba la niñera a ZeSpiole.

Había otro guardia en la puerta de UrLeyn. DeWar enderezó la espalda. Empezaba a lamentar no haberse puesto toda la ropa. Tenía que ver a UrLeyn a toda costa, al margen de las órdenes que hubiese dado, y la ayuda del guardia podía ser vital para entrar. Asumió el que esperaba que fuese su tono más autoritario.

—¡Firmes! —gritó. El guardia obedeció como impulsado por un resorte—. ¿Está el Protector en sus aposentos? —inquirió con el ceño fruncido y un gesto dirigido a la puerta.

—¡No, señor! —gritó el guardia.

—¿Dónde está?

—¡Señor, ha ido al harén, creo, señor! ¡Dijo que no hacía falta informaros, señor!

DeWar miró la puerta cerrada un momento. Hizo ademán de dar la vuelta y marcharse por donde había venido y entonces se detuvo.

—¿Cuánto hace que se fue?

—¡Una media campanada, señor!

DeWar asintió y se marchó. Al llegar a la esquina, echó a correr. Dos guardias más se unieron a él cuando los llamó. Se dirigieron al harén.

Las puertas dobles del vestíbulo de las tres cúpulas golpearon las paredes de los dos lados al abrirse. Había un par de concubinas en la suavemente iluminada estancia, hablando con sus familiares y compartiendo un pequeño desayuno. Todo el mundo guardó silencio al abrirse las puertas. El jefe de eunucos, Stike, dormitaba en su elevado pulpito, cerca del centro de la habitación, como una montaña soñolienta. El sopor se escurrió de su rostro y sus cejas se juntaron y arrugaron mientras las puertas recobraban su posición natural después del impacto. DeWar cruzó la habitación a la carrera, en dirección a las dos puertas que conducían al harén propiamente dicho, seguido de cerca por los dos guardias.

—¡No! —rugió el jefe de los eunucos. Se levantó y empezó a bajar trabajosamente las escaleras.

DeWar llegó a las puertas y trató de abrirlas. Estaban cerradas a cal y canto. Stike se le acercó bamboleándose y agitando un dedo en el aire.

—¡No, caballero DeWar! —exclamó—. ¡No se puede entrar ahí! ¡Nunca, en ningún caso, pero sobre todo cuando el Protector se encuentra dentro!

DeWar miró a los dos guardias que lo habían seguido.

—Sujetadlo —les dijo. Stike gritó al ver que trataban de cumplir la orden. El eunuco era sorprendentemente fuerte y cada uno de sus brazos, tan grueso como la pierna de un hombre normal, logró derribar a un guardia antes de que consiguieran inmovilizarlo. Gritó pidiendo ayuda mientras DeWar registraba su túnica blanca en busca de las llaves que sabía que guardaba en alguna parte. Las cortó del cinturón del gigante y probó una, y luego una segunda, antes de que la tercera encajara en la cerradura y se abrieran las puertas.

—¡No! —chilló Stike, y estuvo a punto de zafarse de los guardias. DeWar lanzó una mirada rápida en derredor, pero no había nadie que pudiera ayudarlo. Sacó la llave y se la llevó, junto con todas las demás, al interior del harén. Tras él, los dos guardias luchaban por contener la poderosa furia del jefe de eunucos.

DeWar nunca había estado allí antes. Sin embargo, había visto planos del palacio, así que sabía dónde estaba, aunque ignorase dónde podía estar UrLeyn.

Atravesó a la carrera un pasillo que conducía a otras puertas. Los gritos de angustia y las protestas de Stike resonaban aún en sus oídos. Tras la puerta había un patio redondo, iluminado suavemente por un único domo de yeso situado a gran altura. En el centro burbujeaba una fuente y el suelo estaba cubierto de sofás y asientos. Las chicas, en diversos estados de desnudez, se levantaron o incorporaron la espalda, dando gritos y chillidos, al ver a DeWar. Un eunuco que estaba saliendo de allí por una galería lateral, lo vio y lanzó un grito. Agitó los brazos y se le acercó corriendo, pero al ver que tenía una espada frenó su carrera y se detuvo.

Lady Perrund —dijo DeWar rápidamente—. Lady Perrund.

El eunuco miraba la punta de la espada como si estuviera hipnotizado, porque estaba solo a un par de pasos de él. Levantó una mano temblorosa hacia la pálida cúpula del techo.

—Están dentro —dijo con un susurro quedo y tembloroso—, en el último piso, señor, el pequeño patio.

DeWar miró a su alrededor y vio las escaleras. Corrió hacia ellas y las subió hasta el último piso. Había unas diez puertas allí, pero al otro lado del pozo del patio se veía una entrada más amplia, que formaba un pasillo truncado con unas puertas dobles al final. Con la respiración entrecortada ya, corrió por la galería hasta alcanzar el corto pasillo y las puertas gemelas. Estaban cerradas. La segunda llave que probó las abrió.

Se encontró en otro patio interno coronado por una cúpula. Este solo tenía un piso, y las columnas que sustentaban la techumbre y el domo de yeso traslúcido eran de una línea más delicada que las del patio principal. También tenía una fuente y un estanque en el centro, y a primera vista parecía desierto. La fuente tenía la forma de tres doncellas entrelazadas, delicadamente esculpidas en mármol blanco. DeWar percibió un movimiento tras las pálidas formas de la fuente. Más allá, al otro lado del patio, detrás de las columnas, había una puerta entreabierta.

La fuente tintineaba. Era el único sonido que se oía en el amplio espacio circular. Unas sombras se movían sobre el suelo de mármol pulido, cerca de la fuente. DeWar echó una mirada atrás y luego siguió adelante.

Lady Perrund estaba arrodillada junto al estanque, donde estaba lavándose las manos lenta y metódicamente. La mano sana acariciaba y lavaba la otra, que flotaba justo debajo de la superficie del agua, como el miembro de un niño ahogado.

Vestía un fino vestido de color rojo. Era traslúcido y la luz de la brillante cúpula de yeso caía sobre su desordenado cabello rubio y perfilaba sus hombros, sus senos y sus caderas en el interior del vaporoso tejido. En lugar de levantar la mirada cuando apareció DeWar al otro lado de la fuente, se concentró en lavarse las manos hasta que estuvo satisfecha. Sacó el miembro inutilizado del agua y lo colocó delicadamente a su lado, donde quedó, inerte, fino y pálido. Lo cubrió con la fina gasa roja del vestido. Entonces se volvió lentamente y miró a DeWar, quien se había aproximado hasta pocos pasos, con la cara pálida, y una expresión terrible y llena de temor.

Pero ella siguió sin decir nada. Lentamente, su mirada se volvió hacia la puerta abierta que había tras ella, al otro lado de las que DeWar había utilizado para entrar.

El guardaespaldas se movió con rapidez. Con un empujón del pomo de la espada, abrió la puerta y miró al interior de la habitación. Se quedó allí algún tiempo. Entonces retrocedió, hasta que sus hombros se encontraron con una de las columnas que sujetaban el techo. La espada colgaba de su mano. Bajó la cabeza hasta que la barbilla quedó en contacto con el pecho de su camisa blanca.

Perrund lo observó un segundo y luego se volvió. Todavía arrodillada, se secó las manos lo mejor posible en su fino vestido, con la mirada clavada en el borde del cuenco de la fuente, a poca distancia de sus ojos.

DeWar apareció a su lado, junto a su mano marchita, los pies descalzos junto a su pantorrilla. La espada bajó lentamente hasta quedar apoyada en el borde de mármol del cuenco de la fuente y luego, con sonido chirriante, se deslizó hacia la nariz de ella. Se inclinó y se detuvo bajo su barbilla. El metal estaba frío. Una leve presión la obligó a levantar el rostro hasta encontrarse con la mirada de DeWar. La espada permaneció apoyada en su garganta, fría, fina y afilada.

—¿Por qué? —le preguntó. Había, vio ella, lágrimas en sus ojos.

—Por venganza, DeWar —dijo lentamente. Había pensado que si podía articular palabra, su voz temblaría y se rompería enseguida, hasta que solo quedara de ella un sollozo, pero en cambio se mantuvo firme y calmada.

—¿Por qué?

—Por matar a mi familia y matarme a mí, y por violar a mi madre y a mis hermanas. —Pensó que su voz sonaba mucho menos afectada que la de él. Parecía razonable, como si aquello no le importara demasiado, se dijo.

Él estaba allí plantado, mirándola con la cara llena de lágrimas. Su pecho subía y bajaba dentro de la camisa desabrochada. La espada que le tocaba la garganta, en cambio, no se movía.

—Eran hombres del rey —dijo él con un hilo de voz. Las lágrimas seguían cayendo.

Ella quiso sacudir la cabeza, aunque temía que el menor movimiento le cortase la piel del cuello. Pero eso lo haría él de todos modos dentro de poco, si tenía suerte, así que probó a hacerlo. La presión de la hoja en su garganta no disminuyó, pero no llegó a cortarle.

—No, DeWar. No fueron los hombres del rey. Fueron sus hombres. Él. Sus hombres. Sus sicarios, los más próximos, y él.

DeWar la miró. Las lágrimas estaban remitiendo. Le habían empapado la camisa por debajo de la barbilla.

—Fue todo tal como te lo conté, DeWar, con la única diferencia de que fueron el Protector y sus amigos, no uno de los antiguos nobles que seguía siendo leal al rey. UrLeyn me mató, DeWar. ¡Pensé que debía devolverle el favor! —Abrió los ojos de par en par y dejó que su mirada recayera sobre la espada que tenía delante—. ¿Puedo pedirte que seas rápido, por nuestra antigua amistad?

—¡Pero si tú lo salvaste! —gritó DeWar. La espada siguió sin apenas moverse.

—Esas eran mis órdenes, DeWar.

—¿Órdenes? —dijo con incredulidad.

—Cuando ocurrió lo que le ocurrió a mi familia, me marché. Una noche encontré un campamento y me ofrecía unos soldados a cambio de comida. Me tomaron todos, y me dio igual, porque sabía que ya estaba muerta. Pero uno de ellos, que era muy cruel, quiso hacerlo de una forma que yo no quería, y descubrí que para alguien que está muerto es muy fácil matar. Pensé que me matarían para castigarme por su muerte, y de haber sido así, puede que hubiese sido mejor para todos nosotros, pero en lugar de hacerlo, uno de los oficiales me llevó consigo. Me condujeron a una fortaleza situada más allá de la frontera, en el Haspidus exterior, guarnecida principalmente por los hombres de Quience, pero mandada por algunos leales al viejo rey. Me trataron bien y me instruyeron en las artes del espionaje y el asesinato. —Perrund sonrió.

De haber estado viva, pensó, las rodillas, apoyadas en las frías y blancas baldosas de mármol, le dolerían un poco a estas alturas, pero estaba muerta así que no le importaba. El rostro de DeWar estaba cubierto de lágrimas. Sus ojos hinchados parecían a punto de salírsele de las órbitas.

—Pero el rey Quience en persona me ordenó que esperara —le dijo—. UrLeyn debía morir, pero no en la cúspide de su fama y su poder. Se me ordenó que hiciera lo que pudiese por mantenerlo con vida hasta que su ruina fuera completa.

Esbozó una sonrisa minúscula, vergonzosa, y movió el rostro una fracción de milímetro hacia su brazo marchito.

—Hice lo que se me ordenó, y en el proceso me situé más allá de toda sospecha.

Había una expresión de horror total en la cara de DeWar. Era, pensó ella, como mirar el rostro de alguien que ha muerto de agonía y desesperación.

No había visto, ni había querido ver, la cara de UrLeyn. Había esperado hasta que, tras darle la noticia que dijo acabar de recibir, se sumiese en una especie de ataque de llanto y enterrase la cara en la almohada, y entonces se había incorporado, había levantado un pesado vaso de alabastro con la mano sana y lo había descargado sobre su cráneo. Las lágrimas habían cesado. UrLeyn no se había movido ni había emitido sonido alguno. Por si acaso, le había rebanado el cuello, pero lo había hecho montada a horcajadas sobre su espalda, sin mirarle la cara una sola vez.

—Quience estaba detrás de todo ello —dijo DeWar. Su voz sonaba estrangulada, como si fuera él, y no ella, quien tuviese una espada apoyada en la garganta.

—No lo sé, DeWar, pero imagino que sí. —Lanzó una mirada lánguida a la punta de la espada—. DeWar. —Lo miró a los ojos con una expresión dolorida y suplicante—. No puedo contarte nada más. El veneno fue entregado por manos inocentes en el hospital de los pobres, donde yo lo recibí. Nadie que yo conozca sabía lo que era ni para qué iba a utilizarse. Si has cogido también a la niñera, ya tienes la conspiración entera. No hay nada más que contar. —Hizo una pausa—. Ya estoy muerta, DeWar. Por favor, si no te importa, acaba el trabajo. De repente me siento muy cansada. —Dejó que los músculos que sujetaban la cabeza se relajaran y su barbilla bajó hasta la hoja. Esta, y a través de ella DeWar, cargaba ahora con todo el peso de su cabeza y de sus recuerdos.

El metal, cálido ahora, descendió lentamente, y Perrund tuvo que sujetarse para no caer y golpearse con el borde de la fuente. Levantó la mirada hacia DeWar, que tenía también la cabeza baja y estaba envainando la espada.

—¡Le dije que el niño había muerto, DeWar! —gritó con voz furiosa—. ¡Le mentí antes de aplastar su repugnante cráneo y luego corté su cuello de viejo asqueroso! —Se puso trabajosamente en pie, entre las protestas de todas sus articulaciones. Se acercó a DeWar y lo cogió del brazo con su mano sana—. ¿Vas a dejarme en manos de los guardias y los torturadores? ¿Es esa tu decisión?

Lo zarandeó, pero él no respondió. Entonces bajó la mirada y vio el arma más cercana, su alargado puñal. Lo sacó de la vaina. DeWar, alarmado, se apartó dos rápidos pasos de ella, pero podría haber impedido que lo cogiera y no lo había hecho.

—¡Entonces lo haré yo misma! —dijo, y se llevó velozmente el cuchillo a la garganta. El brazo de DeWar se movió a la velocidad del rayo. Perrund vio unas chispas delante de su cara. La mano empezó a escocerle casi antes de que sus ojos y su mente percibiesen lo que había ocurrido. El cuchillo que le había arrebatado de la mano chocó contra la pared y cayó al suelo de mármol con un tintineo metálico. La espada volvía a estar en la mano del guardaespaldas.

—No —dijo, y avanzó hacia ella.

Загрузка...